Raoul entró en la bodega bajo la mirada atenta de Alexis, que lo estaba observando. El sol de última hora de la tarde se filtraba por las ventanas del extremo contrario de la habitación e iluminaba las motas de polvo que flotaban en el aire, cargadas del aroma de las uvas. Pero Alexis no se fijó en la belleza artística de la escena; estaba concentrada en el hombre que avanzaba sin ser consciente de su presencia.
Raoul había cambiado. Había cambiado mucho. Estaba notablemente más delgado y había renunciado a su antigua elegancia en favor de unos vaqueros rotos, una camiseta desteñida y un pelo que, por su aspecto, se debía de cortar él mismo. Además, era obvio que no se había afeitado en varios días.
Sin embargo, Alexis no se llevó ninguna sorpresa. La apariencia de Raoul constataba lo que el dolor hacía con una persona: reducir la importancia de las obligaciones diarias, que afrontaba sin interés, y reemplazarla por la indiferencia.
¿Cómo podía ayudar a un hombre que, al parecer, había renunciado a la posibilidad de ayudarse a sí mismo?
El peso de la tarea que había aceptado le resultó súbitamente insoportable. Ella, una mujer que nunca rechazaba un desafío, empezaba a pensar que, en esta ocasión, se enfrentaba a un problema superior a sus fuerzas.
Echó los hombros hacia atrás e intentó sobreponerse a sus dudas. Bree había acudido a ella en un momento de desesperación; como si supiera lo que iba a pasar, le había escrito una carta para rogarle que, si le sucedía algo malo, cuidara de su marido y de la niña que estaba a punto de dar a luz.
Ahora no tenía más opción que cuidar de ellos. Bree había muerto antes de que Alexis se comprometiera a nada, pero eso carecía de importancia. En el fondo de su corazón, sabía que estaba en deuda con su difunta amiga y que no le podía fallar. Aunque implicara ponerse en la línea de fuego del hombre por el que se sentía atraída desde que sus caminos se cruzaron por primera vez.
Raoul se detuvo ante una mesa con muestras de vino. Después, dejó el bolígrafo y la libreta de notas que llevaba encima y se giró hacia ella con una expresión de sorpresa que desapareció al instante.
–Ah… hola, Alexis.
–He venido tan pronto como lo he sabido. Siento haber tardado tanto. Es que…
Alexis no terminó la frase. ¿Cómo explicar que había transcurrido casi un año sin que ella se enterara de la muerte de su mejor amiga? ¿Cómo explicar el motivo por el que no le había dado ni su nueva dirección de correo ni el número nuevo de su teléfono móvil? Obviamente, no le podía confesar que había roto todos los lazos con Bree porque no soportaba que fuera feliz con el hombre de sus sueños.
Respiró hondo e intentó controlar un sentimiento de amargura.
–He estado viajando mucho desde que mi negocio empezó a ir bien –siguió diciendo–. La carta de Bree ha estado todo este tiempo en casa de mis padres… pero me temo que no la vi hasta hace unos días.
–¿La carta de Bree? ¿Qué carta?
–La que me escribió cuando estaba embarazada.
Alexis se preguntó si debía decirle que Bree le había pedido que cuidara de él y de su hija; que, de algún modo, había adivinado que la enfermedad cardíaca de su familia le iba a arrebatar la vida durante el parto.
–Así que has vuelto –dijo él.
Ella asintió.
–Sí. Fui a casa de mis padres porque mi madre se puso enferma. Falleció poco después, en Navidades.
–Lo siento.
Alexis supo que Raoul lo sentía de verdad, pero estaba hundido en su propio dolor y no tenía fuerzas para el dolor de los demás.
–Cuando encontré la carta de Bree, llamé a su madre de inmediato –le explicó–. Estoy aquí para ayudarte con Ruby.
–Ruby ya tiene quien la cuide. Su abuela.
Ella asintió.
–Lo sé; pero Catherine tiene que pasar por el quirófano, Raoul. Es importante que se opere de esa rodilla, sobre todo ahora, con Ruby cada vez más activa y…
–Si es necesario, contrataré a una niñera –la interrumpió–. Catherine no debería preocuparse tanto. Se lo he dicho muchas veces.
–Y tengo entendido que has rechazado a todas las candidatas que te ha propuesto –le recordó Alexis–. No has entrevistado a ninguna.
Raoul se encogió de hombros.
–Porque no eran suficientemente buenas.
La actitud de Raoul la molestó. Sabía que Catherine estaba muy angustiada; la artrosis le causaba un dolor constante y le dificultaba la tarea de cuidar de la niña. Se tenía que operar tan pronto como fuera posible, pero no se podía operar hasta que Raoul encontrara a una persona que la sustituyera.
Al negarse a elegir una candidata, Raoul estaba haciendo caso omiso de sus responsabilidades en lo tocante a su hija, su abuela y la propia memoria de Bree.
–¿Y yo? ¿Yo soy suficiente?
Los ojos marrones de Raoul se clavaron en ella.
–No –contestó–. Definitivamente, no.
Alexis intentó no sentirse dolida.
–¿Por qué? Sabes que tengo experiencia al respecto.
–La tenías –puntualizó él–. Si no estoy mal informado, ahora eres modista. Y no es lo que mi hija necesita.
Ella pensó que estaba jugando con su paciencia. ¿Modista? Sí, aún diseñaba algunas de las prendas que vendía; pero, en general, dejaba ese trabajo a otras personas. Además, Raoul sabía perfectamente que había sido niñera primero y profesora después hasta que decidió dejar el empleo para abrir su propio negocio. Un negocio que se había ganado un espacio en las mejores boutiques del país y en algunas ciudades del extranjero.
–Bueno, no te preocupes por mi trabajo como modista –declaró con ironía–. Catherine ya me ha contratado.
–Pues yo te despido.
Alexis sacudió la cabeza. La madre de Bree ya le había advertido de que Raoul le daría problemas.
–¿No crees que Ruby estaría mejor conmigo que con una desconocida? A fin de cuentas, fui amiga de su madre y conozco a las familia.
–Sinceramente, eso me da igual.
Ella suspiró.
–Catherine está guardando las cosas de Ruby en este momento –le informó–. Me ofrecí a pasar a recogerla por la mañana, pero ha preferido que se quede aquí esta noche.
Raoul palideció.
–¡Maldita sea! ¿Cómo quieres que te diga que me niego? No quiero que seas su niñera y, desde luego, tampoco quiero que ninguna de las dos os alojéis aquí.
–Pues te tendrás que acostumbrar a la idea, porque a Catherine la operan mañana por la tarde. Ruby no se puede quedar en la casa de su abuela. Necesita estar en su casa, con su padre –replicó.
Raoul se pasó las manos por el pelo, luego respiró hondo y apretó los puños, como si su paciencia pendiera de un hilo.
–Está bien. Pero mantenla alejada de mí.
Alexis parpadeó, desconcertada. Catherine le había comentado que Raoul no tenía mucha relación con su hija, que ya tenía nueve meses de edad; pero, a pesar de la advertencia, la reacción de Raoul la dejó atónita. Al fin y al cabo, Ruby era el fruto de dos personas que se habían querido con locura, como ella misma había tenido ocasión de comprobar.
¿Cómo era posible que despreciara a su propia hija? ¿Sería porque la culpaba del fallecimiento de Bree?
Tras unos segundos de silencio, Alexis salió de la bodega y se dirigió a la casa, un edificio bajo y grande que se extendía por lo alto de una colina. Catherine le había dado la llave, además de unas bolsas con comida y cosas para Ruby, que quería guardar antes de que se presentara con la niña.
Al pensar en ella Ruby sintió una punzada de dolor. Era evidente que la guapa, saludable y feliz niña había establecido un vínculo afectivo con la madre de Bree.
Nadie podía imaginar que su corta vida estuviera marcada por la tragedia.Tras un nacimiento prematuro, que se complicó después por una infección, Ruby pasó sus primeras semanas de vida en una incubadora. Catherine le había dicho a Alexis que, en su opinión, los llantos de la niña habían destrozado la resistencia de Raoul, ya al borde de la desesperación por la muerte de su esposa.
Desde entonces, Raoul se había desentendido de su hija y la había dejado en manos de su suegra. Ahora, Alexis se enfrentaba al difícil desafío de restablecer el vínculo entre Ruby y su padre.
Era importante que lo consiguiera. Alexis sabía que se necesitaban el uno al otro. Se iba a asegurar de que Raoul asumiera sus responsabilidades.
Raoul era consciente de que Alexis se presentaría en algún momento, y había temido ese momento desde el primer segundo. Le aterraba que rompiera la burbuja de soledad en la que se había encerrado desde el fallecimiento de su esposa.
Llevaba dos años en aquel lugar, justo los que habían transcurrido desde su matrimonio. Por entonces, Raoul había llegado tan lejos como era posible en Jackson Importers, cuya sede se encontraba en Auckland. Pero, por mucho que le gustara su trabajo en la empresa de distribución de vinos, que pertenecía a su amigo Nate Hunter Jackson, le interesaban mucho más los viñedos.
Poco antes de casarse con Bree, sus padres le ofrecieron la posibilidad de venderle los viñedos de la familia para cumplir su viejo sueño de viajar por las zonas vinícolas de Europa y Sudamérica. Raoul aceptó la oferta tras consultarlo con ella. La pequeña localidad de Akaroa, situada en la península de Banks, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, les pareció un lugar perfecto para echar raíces.
En cuanto llegaron, Raoul se dedicó en cuerpo y alma a las viñas; y Bree, a proyectar y construir su casa nueva, que se terminó un año después. No podían ser más felices: la vida les sonreía y tenían todo el futuro por delante.
Luego, Bree falleció y el trabajo de Raoul dejó de ser un placer y se convirtió en una obsesión. Al fin y al cabo, era algo que podía controlar. Y cuando volvía a casa tras un largo día en los viñedos o en la bodega, se dejaba llevar y se hundía en los recuerdos de su esposa y en su propio dolor.
Pero la llegada de Alexis lo iba a cambiar todo. Estaba tan llena de vida que Raoul supo que no le iba a dejar vivir en el pasado.
De hecho, su breve conversación ya había servido para que fuera consciente del aspecto tan desagradable que tenía. Y también había servido para que fuera profunda e intensamente consciente de lo mucho que le gustaba Alexis Fabrini.
Raoul se sentía culpable. Había querido a Bree con todas sus fuerzas, la había adorado y, por supuesto, le había sido fiel. Pero, en el fondo de su corazón, seguía enamorado de la mejor amiga de su difunta esposa.
Cuando supo que Alexis se había convertido en diseñadora y se había ido al extranjero, se sintió profundamente aliviado. Bree se alegró, le dolía que Alexis hubiera roto el contacto con ella, pero aún guardaba algunos de sus antiguos patrones y se puso muy contenta al saber que había decidido luchar por sus sueños.
Raoul sacudió la cabeza y pensó que vivir con Alexis iba a ser un infierno. Aunque, por otra parte, ya vivía en el infierno.
Bree siempre había sabido que él quería tener hijos. Y como eso le importaba tanto, se había sentido en la obligación de ocultarle un secreto terrible: el mal congénito que afectaba a su familia.
Si Raoul lo hubiera sabido, no lo habría dudado ni un momento. Su esposa era lo más importante para él, así que habría renunciado a la posibilidad de ser padre. Pero Bree guardó el secreto hasta que ya no se pudo hacer nada; puso la vida de su hija por encima de la suya, y Alexis no se lo podía perdonar.
Cada vez que pensaba en Ruby, se acordaba del error que había cometido al presionar a Bree para que se quedara embarazada. Le dolía hasta el extremo de que se había alejado de la niña porque no soportaba la posibilidad de perderla, como había perdido a su madre. Sus primeros meses habían sido tan difíciles que habían temido por su vida. Y Raoul estaba harto de sufrir. Ya no podía más.
Miró las catas de vino que tenía sobre la mesa, alcanzó una copa y bebió un sorbo. Le supo amargo.
A continuación, echó un trago de agua y probó otro de los vinos, pero le supo tan amargo como el anterior y se maldijo para sus adentros.
No estaba de humor para trabajar. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Volver a la casa?
La idea le revolvió el estómago, pero se levantó, vació las copas de las catas y las dejó en un estante, para que se secaran, antes de dirigirse a la casa.
Alexis estaba en la cocina cuando Raoul llegó. La oyó abrir y cerrar armarios mientras tarareaba una canción. Sonaba tan natural que se atrevió a soñar que era Bree quien estaba en la cocina.
Pero el sueño estalló en mil pedazos cuando vio su exuberante figura.
–Ahora entiendo que Catherine me haya dado tanta comida. El frigorífico y los armarios estaban prácticamente vacíos… ¿De qué has estado viviendo? ¿Del aire?
Raoul sabía que estaba bromeando, pero se puso tenso.
–Me las he arreglado bastante bien. No necesito que vengas a mi casa y critiques mi forma de vivir.
Ella arrugó sus sensuales y grandes labios.
–No, claro que no.
Raoul guardó silencio.
–Por cierto… He encontrado el dormitorio de Ruby con facilidad, pero no sé dónde quieres que me aloje –siguió hablando–. La única habitación de invitados que está en condiciones parece llena de cosas tuyas.
Estaba llena de cosas suyas porque dormía allí. Tras la muerte de Bree, no había sido capaz de dormir en su antiguo dormitorio.
–Quédate con la habitación que está junto al cuarto de la niña.
–Pero si es la suite principal…
–Ya no la uso, aunque tengo ropa en el armario. Si quieres, me la llevaré.
–Está bien, como quieras. ¿Te echo una mano con la ropa?
Él frunció el ceño.
–Mira… no quiero que estés aquí y desde luego no quiero que me eches ninguna mano. Catherine ha decidido que te ocupes de Ruby, así que ocúpate de Ruby. No te cruces en mi camino. Será mejor para los dos.
–Raoul, yo…
Raoul alzó una mano.
–Te vas a quedar en mi casa y no puedo hacer nada por impedirlo –la interrumpió– pero permíteme que te aclare una cosa: no quiero tu compasión, Alexis. Estoy harto de la compasión de los demás.
–Sí, ya lo veo.
La voz de Alexis sonó suave y tranquila pero, por la expresión de sus ojos, Raoul supo que le había hecho daño.
Se maldijo para sus adentros. No había tenido intención de sonar tan grosero, pero últimamente no sabía hablar de otra forma. La soledad no convertía a nadie en un gran conversador.
El sonido de un coche y de unas risas infantiles anunció la llegada de Catherine y de la pequeña Ruby. Raoul se quedó helado y tan tenso que no podía ni respirar.
–Me voy a dar una ducha –anunció.
Salió de la cocina con un portazo y se dirigió al cuarto de baño de su dormitorio, donde cerró la puerta. A continuación, se quitó la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo. El agua salió dolorosamente fría, pero no era nada en comparación con el vacío intenso que sentía por dentro; nada en absoluto.
Había hecho todo lo posible por impedir que su hija viviera bajo el mismo techo que él y, durante una temporada, lo había conseguido. La habitación de Ruby, que Bree había decorado con tanto cariño, seguía vacía. Por supuesto, Raoul era consciente de que algún día tendría que afrontar sus temores y asumir sus responsabilidades como padre,pero no imaginaba que se vería obligado por una mujer a quien no esperaba volver a ver en toda su vida.
Por la mujer a quien deseaba.