Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¿Cómo que dejas tu puesto? ¡Solo faltan cuatro semanas y media para Navidad y estamos más ocupados que nunca con clientes y eventos! Mira, vamos a hablarlo… si no estás contenta, podemos llegar a un acuerdo. Puedes llevar otro departamento.

Tamsyn exhaló un suspiro. Llevar otro departamento… no, eso no resolvería nada. No podía culpar a su hermano Ethan por querer ayudarla, ya que lo había hecho toda la vida, pero su situación no tenía arreglo, por eso tenía que marcharse.

Además, llevaba algún tiempo pensando en tomarse unas vacaciones. Trabajar en Los Masters, que además de ser la casa familiar era un lujoso hotel viñedo a las afueras de Adelaida, en el sur de Australia, no le había satisfecho en mucho tiempo. Se sentía inquieta, como si aquel ya no fuera su sitio. El trabajo, la casa, su familia, incluso su compromiso la incomodaba.

Y la debacle de la noche anterior había sido la gota que colmaba el vaso.

–Ethan, no quiero hablar de eso ahora. Estoy en Nueva Zelanda.

–¿En Nueva Zelanda? Pensé que estabas en Adelaida, con Trent –la incredulidad de su hermano era evidente.

Tamsyn contó hasta diez antes de responder:

–He roto mi compromiso con Trent.

–¿Qué? –exclamo Ethan.

–Es una larga historia –Tamsyn tragó saliva, intentando controlar la angustia.

–No pasa nada, tengo tiempo.

–No, ahora no. No puedo… –la voz se le rompió y una lágrima le rodó por la mejilla.

–No sé qué te ha hecho, pero me lo cargo –dijo Ethan, tan protector como siempre.

–No, por favor. No merece la pena.

Su hermano suspiró, frustrado.

–¿Cuándo volverás?

–No lo sé.

No le parecía buen momento para decirle que solo había comprado un billete de ida.

–Bueno, al menos habías entrenado a tu ayudante para que llevase la oficina. ¿Zac está al tanto de todo?

Tamsyn negó con la cabeza.

–¿Tam?

–Lo he despedido.

–¿Que lo has despedido? –su hermano se quedó callado un momento, seguramente sumando dos y dos y llegando a la lógica conclusión–. ¿Zac y Trent?

–Sí –respondió ella, con voz estrangulada.

–Voy a buscarte ahora mismo. Dime dónde estás.

–No, por favor. Se me pasará. Ahora solo necesito… –Tamsyn intentó llevar oxígeno a los pulmones. No encontraba palabras para explicar lo que necesitaba–. Solo necesito estar sola durante un tiempo. Siento mucho marcharme así, pero todo está en mi ordenador. Ya conoces la contraseña, pero si no encontrases algo, llámame.

–Muy bien, de acuerdo. Nosotros nos encargaremos de todo.

La convicción de su hermano la animó un poco.

–Gracias, Ethan.

–De nada. Pero ¿quién va a cuidar de ti?

–Yo cuidaré de mí misma –respondió ella, con firmeza.

–Creo que deberías volver a casa.

–Yo sé lo que debo hacer y esto es importante para mí, ahora más que nunca –insistió Tamsyn–. Voy a buscarla, Ethan.

Su hermano se quedó en silencio un momento.

–¿Estás segura de que es el mejor momento para buscar a nuestra madre?

Habían pasado varios meses desde que supieron la verdad, pero descubrir que su madre, a la que creían muerta, estaba viva, era algo en lo que Tamsyn no podía dejar de pensar, día y noche.

Descubrir, tras la muerte de su padre, que les había mentido durante todos esos años había sido una terrible sorpresa. Saber que su madre había decidido alejarse de ellos y no volver a ponerse en contacto… bueno, eso le despertaba preguntas para las que Tamsyn quería respuestas.

–No se me ocurre mejor momento.

–Ahora mismo estás dolida, vulnerable. No quiero que vuelvas a llevarte otra decepción. Vuelve a casa, Tam. Deja que contrate a un investigador para que sepamos con qué vamos a encontrarnos.

–Quiero hacerlo yo misma, tengo que hacerlo. Además, no estoy lejos de la dirección que nos dio el abogado –dijo Tamsyn, mirando la pantalla del GPS.

–¿Vas a aparecer allí de improviso, sin avisarla?

–¿Por qué no?

–Tam, sé sensata. No puedes aparecer en su casa diciendo que eres su hija perdida.

–Pero yo no estoy perdida. Fue ella la que se marchó y no volvió nunca más.

No podía esconder su dolor. Un dolor cargado de resentimiento y rabia ante tantas preguntas sin respuesta. Apenas había podido pegar ojo desde que supo que su madre vivía…

Saber que la mujer con la que había fantaseado durante toda su vida, una madre que la quería y que jamás la hubiera dejado por voluntad propia, no existía en realidad le rompía el corazón. Necesitaba encontrarla para seguir adelante con su vida porque lo que había creído hasta aquel momento estaba basado en mentiras. La traición de Trent había sido el golpe final.

–Hazme un favor: busca un hotel y duerme un rato antes de hacer algo que puedas lamentar después –la voz de Ethan interrumpió sus pensamientos–. Hablaremos por la mañana.

–No, no me llames. Yo te llamaré dentro de unos días –replicó Tamsyn.

Cortó la comunicación antes de que Ethan pudiese decir una palabra más y escuchó la voz del GPS anunciando que debía tomar un desvío a quinientos metros. Por irracional y extraño que fuese para ella, la mujer que normalmente lo tenía todo planeado al milímetro necesitaba hacer lo que estaba haciendo.

Tamsyn atravesó la verja, flanqueada por un imponente muro de piedra, intentando calmarse. Pronto estaría cara a cara con su madre por primera vez desde que tenía tres años…

A la izquierda y a la derecha del camino había filas de viñedos que se perdían en el horizonte. Y, mirándolos con ojos de experta, Tamsyn pensó que ese año iban a tener una buena cosecha.

Subió por una pendiente y tomó una curva cerrada hasta que por fin vio la casa frente a ella: un edificio de piedra de dos plantas que dominaba la cima de la colina.

Tamsyn apretó los labios. De modo que no había sido un problema económico por lo que su madre no había vuelto a ponerse en contacto con ellos. ¿Era así como Ellen Masters usaba el dinero que su marido le había enviado en los últimos veintitantos años?

Ahora o nunca, pensó, saliendo del coche.

Respirando profundamente, llegó hasta la puerta y levantó el pesado llamador de hierro, dejándolo caer con un sólido golpe. Pero unos segundos después, al escuchar pasos al otro lado, sintió que se le encogía el estómago.

 

 

Finn Gallagher abrió la puerta y estuvo a punto de dar un paso atrás al ver a la mujer que estaba al otro lado. Era la hija de Ellen.

De modo que la princesita australiana había decidido visitarla. Pues llegaba demasiado tarde.

Las fotografías que había visto de ella no le hacían justicia, aunque tenía la impresión de que no estaba viéndola en su mejor momento. El largo pelo castaño le caía en cascada por los hombros, un poco despeinado, y las ojeras oscurecían una piel de porcelana. Sus almendrados ojos castaños le recordaban a los de Ellen, la mujer que había sido una segunda madre para él.

Su ropa estaba arrugada, pero era cara, y los ojos de Finn fueron directamente al escote de la blusa, que dejaba entrever el tentador nacimiento de sus pechos. La falda le llegaba por encima de la rodilla, ni demasiado larga ni demasiado corta; al contrario, de lo más tentadora.

Todo en ella hablaba de los lujos y privilegios que disfrutaba y le resultaba difícil no sentir amargura sabiendo lo que había trabajado su madre para tener una vida decente. Evidentemente, la familia Masters cuidaba de los suyos, pero no de los que huían de ellos. Los que no se conformaban.

Miró su rostro de nuevo y notó que sus generosos labios temblaban ligeramente.

–Quería saber si… Ellen Masters vive aquí –dijo ella por fin.

Hablaba en voz baja, como si le costase trabajo, y los últimos rayos del sol dejaban claro un rastro de lágrimas en su cara. Finn sintió una natural curiosidad, pero la mató con su habitual determinación.

–¿Y usted es? –le preguntó, sabiendo muy bien cuál sería la respuesta.

–Ah, disculpe, no me he presentado. Soy Tamsyn Masters y estoy buscando a mi madre, Ellen –respondió ella, ofreciéndole la mano.

Cuando se la estrechó, Finn notó de inmediato la fragilidad de sus huesos y tuvo que luchar contra el instinto de protegerla. Algo le ocurría a Tamsyn Masters, pero no era problema suyo.

Alejarla de Ellen sí lo era.

–Aquí no vive ninguna Ellen Masters –respondió Finn, soltándole la mano como si le quemara–. ¿Su madre sabe que está buscándola?

Tamsyn hizo una mueca.

–No, en realidad quería darle una sorpresa.

¿Darle una sorpresa? Desde luego que sí. Sin pensar si su madre querría o podría verla. Qué típico de esa clase de personas, pensó, furioso. Niños mimados, ricos, para quienes todo iba siempre como ellos querían y que, por mucho que les dieras, siempre esperaban más. Conocía bien a ese tipo de personas, demasiado bien desgraciadamente. Gente como Briana, su ex: preciosa, amable, privilegiada en todos los aspectos, pero a la fría luz del día tan avariciosa y miserable como Fagin, el personaje de Oliver Twist.

–¿Seguro que le han dado la dirección correcta? –le preguntó, intentando contener la rabia.

–Pues… yo pensé… –Tamsyn sacó un papel del bolso–. Es esta dirección, ¿no?

–Es mi dirección, pero aquí no vive ninguna Ellen Masters. Siento mucho que haya venido para nada.

Tamsyn tuvo que apoyarse en la pared, su rostro una máscara de tristeza. Tanto que Finn deseó hablarle del camino medio oculto entre los árboles, el que llevaba a la casita de Ellen y Lorenzo, en la que habían vivido los últimos veinticinco años.

Pero no pensaba contarle nada de eso.

¿Qué capricho la había llevado a buscar a su madre de repente? Y, sobre todo, ¿por qué no había ido a buscarla antes, cuando aún podría haber hecho feliz a Ellen?

–En fin… siento mucho haberle molestado. Parece que me han informado mal.

Tamsyn se puso unas elegantes gafas de sol, tal vez para esconder su torturada mirada, y al hacerlo Finn le vio una marca blanca en el dedo, como si se hubiera quitado un anillo recientemente. ¿Habría roto el compromiso sobre el que había leído un año antes? ¿Sería esa la razón de su repentina aparición?

Fuera lo que fuera, no era asunto suyo.

–No pasa nada –respondió, observándola mientras volvía a subir al coche. Cuando desapareció por el camino, sacó el móvil del bolsillo y marcó un número, pero saltó el buzón de voz–. «Lorenzo, llámame. Hay una pequeña complicación en casa».

Luego, se volvió a guardar el móvil en el bolsillo y cerró la puerta.

Sin embargo, tenía la sensación de que no había cerrado la puerta a Tamsyn Masters.

 

 

Tamsyn suspiró, tan decepcionada que las lágrimas contra las que había estado luchando mientras hablaba con el extraño empezaron a rodarle por las mejillas.

¿Por qué había pensado que sería tan sencillo? Debería haberle hecho caso a Ethan, pensó. Había ido a la dirección a la que el abogado de su padre había estado enviando cheques durante todos esos años y, sin embargo, su madre no estaba allí.

La decepción tenía un sabor amargo; algo que había descubierto no solo una sino dos veces en las últimas veinticuatro horas. Eso demostraba que, para ella, hacer algo de manera espontánea era un error. Ella no era impulsiva. Durante toda su vida había sopesado los pros y los contras antes de tomar una decisión, y en aquel momento entendía por qué: era lo más seguro. Tampoco se disfrutaba tanto de la vida, del riesgo, pero ¿merecía la pena el dolor que sentías cuando todo salía mal? No, para ella no.

Tamsyn pensó en el hombre que había abierto la puerta. Era tan alto que había tenido que echar hacia atrás la cabeza para mirarlo a los ojos. Tenía presencia. Era la clase de hombre que hacía que las mujeres girasen la cabeza. Frente alta, cejas rectas sobre unos ojos de color gris claro y una barba incipiente que ensombrecía una mandíbula cuadrada. Pero su sonrisa, una sonrisa amable, no tenía calidez.

Había visto algo en su mirada, como si… no, era su imaginación. Él no podía saber nada porque no lo había visto en toda su vida. Si lo hubiera visto antes, lo recordaría.

El sol empezaba a esconderse en el horizonte y ella estaba agotada. Tenía que encontrar alojamiento si no quería quedarse dormida al volante.

Tamsyn detuvo el coche a un lado de la carretera y consultó el GPS para buscar un hotel. Afortunadamente, había uno a quince minutos de allí y marcó el número desde su móvil para reservar habitación. Después, siguió las instrucciones de la pantalla para llegar a su destino, un pintoresco edificio de principios del siglo anterior.

Con los rayos dorados del sol acariciando el tejado, tenía un aspecto cálido e invitador, justo lo que necesitaba.

 

 

Finn paseaba por su despacho, incapaz de concentrarse en los planos abiertos sobre su escritorio. Unos planos que irían la papelera si no podía encontrar el camino de acceso a la parcela que necesitaba para aquel proyecto.

Se sentía tan frustrado que el sonido del teléfono fue una bienvenida distracción.

–¿Sí?

–Finn, ¿ocurre algo?

–Ah, Lorenzo, me alegro de que hayas llamado –Finn se dejó caer sobre el sillón, intentando ordenar un poco sus pensamientos; pensamientos que habían estado desordenados desde la visita de Tamsyn Masters.

–¿Qué ocurre? ¿Es algo malo? –le preguntó Lorenzo quien, a pesar de los años que llevaba en Australia y Nueva Zelanda, seguía teniendo acento italiano.

–Lo primero, ¿cómo está Ellen?

El hombre suspiró.

–No muy bien. Hoy tiene un mal día.

Cuando Ellen sufrió un fallo hepático, unido a la demencia senil, Lorenzo y ella se habían mudado a Wellington para que recibiese tratamiento.

–Lo siento.

–Le he pedido a Alexis que vuelva de Italia en cuanto pueda.

Alexis, la única hija de Lorenzo y Ellen, llevaba un año trabajando en el extranjero y en aquel momento estaba con la familia de Lorenzo en Toscana.

–¿Tan mal está Ellen?

–Ya no tiene fuerzas y me reconoce solo cuando tiene un buen día, aunque son pocos. Pero dime, ¿qué ocurre?

Finn decidió ir directo al grano:

–Tamsyn Masters ha venido a ver a Ellen.

Al otro lado hubo unos segundos de silencio.

–De modo que ha ocurrido por fin.

–Le he dicho que aquí no vivía ninguna Ellen Masters.

–Pero supongo que no le habrás dicho que existe una Ellen Fabrini.

–No, claro que no.

En realidad, no había mentido. Aunque Lorenzo y Ellen nunca habían formalizado su relación, ella era conocida por todos como la esposa de Lorenzo, Ellen Fabrini.

–¿Dices que se ha marchado?

–Y con un poco de suerte habrá vuelto a Australia.

–¿Y si no se va?

Finn apretó los labios.

–¿Por qué dices eso?

–Tú sabes que no siento el menor aprecio por esa familia después de lo que le hicieron a mi Ellen. He perdido la cuenta de las veces que la he visto llorar mientras escribía cartas a sus hijos… y ellos nunca respondieron a esas cartas, nunca intentaron ponerse en contacto con ella. Sin embargo, por mucho que yo los odie, sé cuánto los quiere Ellen y si su mente se aclarase un poco tal vez la visita de su hija sería beneficiosa para ella.

–¿Quieres que se vean? –exclamó Finn, incrédulo.

–No quiero que le digas dónde está Ellen o cómo está, pero si ocurriese lo peor… –la voz de Lorenzo se rompió.

–Lo entiendo –dijo Finn.

Lorenzo había sido un segundo padre para él cuando el suyo murió y su madre sufrió una crisis mental que la llevó al hospital. Entonces tenía doce años y los Fabrini, socios en la finca, lo habían acogido en su hogar como si fuera su propio hijo. La pareja había sido un ancla en su turbulenta adolescencia. Su apoyo y su cariño le habían dado estabilidad, de modo que estaba en deuda con ellos.

–Yo me encargaré de todo, no te preocupes –le aseguró, antes de cortar la comunicación.

Para empezar, tenía que descubrir el paradero de Tamsyn Masters. A juzgar por lo cansada que parecía, no creía que hubiera ido muy lejos.

Tardó apenas unos minutos en averiguarlo y no le sorprendió que hubiera ido a uno de los hoteles más caros de la zona. Ya sabía dónde estaba, pero no qué iba a hacer al respecto.

Finn se echó hacia atrás en el sillón, meciéndose adelante y atrás mientras miraba por la ventana.

El cielo se había oscurecido, reduciendo su mundo a los acres que lo rodeaban… sus acres, sus tierras, su hogar. Un hogar que no tendría de no haber sido por la determinación de Lorenzo y Ellen.

¿Qué podía hacer? Si para ayudarlos tenía que entablar amistad con una mujer que les había causado tanto dolor…

Había oído muchas cosas sobre los hijos de Ellen, a los que tuvo que dejar atrás cuando su matrimonio se rompió. Él sabía el dolor que le había causado separarse de ellos y cómo había buscado consuelo en el alcohol, que la había llevado por fin a la demencia, y en esos años se había preguntado muchas veces por qué no intentaban ponerse en contacto con una madre que los quería con todo su corazón.

En cuanto se hizo adulto investigó un poco y descubrió las privilegiadas vidas que habían vivido Ethan y Tamsyn Masters en el viñedo familiar. Se lo habían puesto todo en bandeja de plata. No habían tenido que trabajar después del colegio, ni pedir becas, ni contar el dinero…

No le importaba admitir que sentía un gran resentimiento hacia ellos, que lo habían tenido todo tan fácil mientras que Ellen se había visto obligada a vivir con tan poco, segura solo del amor del hombre que había estado a su lado desde entonces.

Un hombre que la había apoyado mientras luchaba contra el alcoholismo y que no se apartó de su lado cuando por fin la enfermedad se apoderó de ella. La salud de Ellen era tan precaria en aquel momento que no sabía si reconocería a Tamsyn o si reconocerla sería aún peor.

Después de todo, su propia madre había muerto cuando por fin le dejaron visitarla en el hospital. ¿Verle habría sido un recordatorio de todo lo que había perdido?

Finn sacudió la cabeza, intentando apartar de sí tales pensamientos.

Debía pensar en Tamsyn Masters y en su plan de hacer que se quedase por allí sin contarle la verdad sobre Ellen.

Sabía que tenía veintiocho años, cinco menos que él, y lo último que había leído era que estaba comprometida con un conocido abogado de Adelaida. No llevaba anillo de compromiso aquel día, pero eso podría significar cualquier cosa. Tal vez lo había llevado a la joyería para que lo limpiasen o ajustasen. O se lo había quitado para lavarse las manos y había olvidado volver a ponérselo.

Entonces se le ocurrió otra idea, una que despertó su interés.

Quizá había roto con su prometido y le apetecía flirtear un poco con un extraño… y tal vez de ese modo la animaría a quedarse unos días en el distrito de Marlborough.

Si era tan frívola como solían serlo las chicas de su ambiente sería una diversión sin compromisos y una oportunidad de vigilarla para que no descubriese nada sobre Ellen.

No sería fácil, pero estaba seguro de que podría hacerlo. Y así descubriría todo lo que pudiese sobre la señorita Masters.