Parecía como si un huracán hubiera pasado por el jardín de los Fabrini, pensó Finn mientras salía del coche al día siguiente. Había montañas de malas hierbas apiladas aquí y allá…
Tamsyn debía haber estado trabajando durante horas.
–¡Buenos días! –lo saludó ella desde el porche.
–Buenos días –le devolvió Finn el saludo. Era una alegría verla con un pantalón corto y una camiseta manchada de hierba–. Veo que has estado muy ocupada.
–Empecé ayer y he seguido esta mañana. No estoy acostumbrada a estar de brazos cruzados y no me gusta dejar las cosas a medias –respondió Tamsyn–. Si lo hiciera, acabaría dándome a la bebida.
Eso era exactamente lo que había hecho su madre cuando se marchó de Australia, pensó Finn. Verse obligada a no hacer nada, a ser meramente un elemento decorativo siempre a las órdenes del padre de Tamsyn, pero sin recibir su cariño, la había empujado a beber. Incluso sus hijos habían sido criados por niñeras.
–¿Qué tal un expreso? –le preguntó, haciendo un esfuerzo por sonreír.
–Ahora mismo haría cualquier cosa por un buen café.
¿Cualquier cosa? A Finn se le encogió el estómago. Menos de cinco minutos en su compañía y ya estaba excitado.
–Seguro que a tu novio no le gustaría que hicieras una oferta como esa.
–No tengo novio en este momento. No me interesan los hombres.
–¿No te interesan? –Finn tomó su mano y acarició la marca del anillo–. ¿Y esta es la razón?
–Sí –respondió ella, apartando la mano–. Tengo que lavarme un poco. Sabes dónde está todo, ¿no?
De modo que tampoco quería hablar de eso. ¿La princesita australiana habría roto con su prometido? ¿Era por eso por lo que buscaba a su madre, para encontrar consuelo?
Finn se dijo a sí mismo que no debía sacar conclusiones precipitadas.
Entró en la cocina y sacó el fuerte café italiano que tanto le gustaba a Lorenzo.
–Mi camarero personal –bromeó Tamsyn unos minutos después, sorprendiéndolo cuando entró en la cocina sin hacer ruido.
Se había dado una ducha rápida y cambiado los pantalones cortos por los vaqueros del día anterior y una camiseta rosa.
–Tú tendrás que hacer el resto. Estoy aquí para enseñarte a usar la máquina.
Tamsyn se encogió de hombros.
–Muy bien. Empieza por decirme cuánto café debo echar.
–Vamos a tomarlo en el porche. Así disfrutaremos de tus esfuerzos en el jardín –sugirió Finn unos minutos después.
–Hacía tiempo que nadie se encargaba de él, ¿no? –comentó Tamsyn mientras se sentaban en las mecedoras.
Finn se limitó a asentir con la cabeza. El jardín siempre había sido el refugio de Ellen, pero en los últimos años era demasiado para ella y Lorenzo, ocupado dirigiendo el viñedo, no tenía tiempo para otra cosa. Finn había sugerido más de una vez que contratasen a alguien, pero su socio siempre se había negado.
Considerando que Ellen aún no había cumplido los sesenta años, debía ser muy difícil para Lorenzo ver a la mujer que amaba marchitarse física y mentalmente. Saber que sufría principios de demencia fue devastador para todos…
–Estaba riquísimo –la voz de Tamsyn interrumpió sus pensamientos–. Me siento como una mujer nueva –dejó escapar un suspiro de felicidad–. Por cierto, tengo un trabajo.
–¿Ah, sí?
–No me pagan, es un puesto de voluntaria en el ayuntamiento.
–¿Gladys va a dejar que la ayudes? –Finn enarcó una ceja, sorprendido.
Tamsyn rio y él pensó que tenía una risa preciosa.
–Aunque me gustaría ordenar su despacho, ni se me ocurriría sugerirlo. No, necesitaban un coordinador para las actividades de lo mayores. Por lo visto, la persona que lo hacía hasta ahora ha tenido un accidente y no volverá hasta principios de año.
–¿Piensas quedarte aquí hasta entonces?
Eso sí era una sorpresa. Había pensado que volvería a su casa antes de Navidad.
–Sí, he decidido quedarme.
–¿Pero tu familia…? ¿No te esperan en casa en Navidad?
Tamsyn se encogió de hombros.
–Ethan acaba de comprometerse y creo que estaría bien que Isobel y él disfrutasen de sus primeras Navidades sin tener que pensar en mí. El resto de mi familia es muy grande y no me echarán de menos. Además, aquí me necesitan.
Había una nota de soledad en su voz, como si estuviera perdida. Finn no dudaba ni por un momento que su familia la echaría de menos, pero estaba claro que ella no pensaba lo mismo. De hecho, parecía necesitar ese puesto de voluntaria en la comunidad más que la comunidad a ella.
Debía reconocer que no era la princesita mimada que había imaginado. Evidentemente, las cicatrices que le había dejado Briana eran más profundas de lo que pensaba si ya no era capaz de ver lo bueno en los demás.
Después de todo, arreglar el jardín… ¿haría eso alguien que no estaba acostumbrado a trabajar?
–Seguro que los mayores estarán encantados contigo. Eres mucho más guapa que la otra coordinadora.
–Seré una novedad, pero se les pasará pronto –dijo Tamsyn, poniéndose colorada.
–Bueno, es hora de ponerse a trabajar –anunció Finn, levantándose.
–¿A qué te dedicas?
–A esto y aquello. En este momento estoy desarrollando una idea.
–Ah, pero no quieres contárselo a nadie, ¿no? ¿Si me lo cuentas tendrás que matarme?
Finn soltó una carcajada.
–No, no es eso. Antes me dedicaba a la ingeniería informática –le dijo, sin contarle que había levantado una empresa multimillonaria–. Ahora me dedico a varias cosas, incluyendo el viñedo. Los propietarios de esta casa y yo somos socios.
–Ah, qué bien. Seguro que eso es más divertido que estar todo el día pegado a un ordenador.
–Es diferente. Entonces me parecía divertido, pero ahora tengo más libertad para hacer lo que quiera.
Finn bajó del porche y Tamsyn fue tras él.
–Me ha gustado mucho el café y la lección sobre cómo hacerlo. Gracias por venir.
–De nada. Oye, ¿tienes planes para esta noche? Podríamos cenar juntos, es más divertido que cenar solo.
–¿Seguro que no seré una molestia?
–No me molestará nada poner dos filetes en lugar de uno en la parrilla.
–Muy bien –asintió Tamsyn–. ¿Qué tal si yo llevo la ensalada y algo de postre?
–Ya tengo el postre, pero si quieres llevar una ensalada, estupendo. ¿Nos vemos alrededor de las ocho en mi casa?
–Muy bien –asintió ella, con los ojos brillantes–. Allí estaré.
Aquella tarde le parecía interminable. Tamsyn limpió el polvo, sacó brillo a los muebles y pasó la aspiradora. Tenía que hacer algo para olvidarse de la cena.
Se decía a sí misma que Finn solo la había invitado como buen vecino que era, pero no podía olvidar ese momento, el día anterior, cuando creyó que estaba a punto de besarla.
¿Por qué sentía que tenía algo que demostrar? ¿Por qué era tan importante que un hombre como Finn Gallagher la encontrase atractiva? Había visto cómo la miraba. Y también lo miraba ella, debía reconocerlo. Al fin y al cabo, era un hombre muy atractivo. Tal vez una aventura con alguien como Finn era justo lo que necesitaba.
Iba a cenar con un hombre atractivo, uno que buscaba su compañía y al que había visto todos los días desde que se conocieron. Pensar eso hizo que saliese al huerto con una sonrisa en los labios.
Llevar una ensalada para la cena no sería una gran contribución, pero estaba dispuesta a hacer la mejor ensalada que hubiera probado nunca Finn Gallagher. Después de cortar y lavar las verduras se dio una ducha rápida y miró en el armario para decidir qué iba a ponerse. Los pantalones vaqueros eran demasiado informales y no quería ni ver la falda y la blusa con los que había llegado allí. Dada sus limitadas opciones, solo quedaba el vestido azul que se había puesto el domingo.
¿Por qué no?, pensó, sacándolo de la percha. Una vez vestida se cepilló el pelo y se hizo un moño bajo, dejando unos mechones sueltos alrededor de la cara. Sí, le gustaba cómo quedaba.
Después de una rápida aplicación de los limitados cosméticos que llevaba en la bolsa de aseo, estaba lista.
Tardó unos minutos en hacer el aliño para la ensalada y la colorida combinación de verduras resultaba apetecible y atractiva. Cuando miró el reloj comprobó que eran las ocho menos cinco. Perfecto porque solo tardaría cinco minutos en llegar a casa de Finn, pensó, tomando las llaves del coche.
Lucy, que estaba tumbada en uno de los sillones, levantó la cabeza.
–Tengo una cita, Lucy. No hagas nada malo mientras estoy fuera.
Una vez en el coche, Tamsyn cerró los ojos y respiró profundamente para controlar su nerviosismo, pero con poco éxito. Le temblaba ligeramente la mano mientras metía la llave en el contacto.
Aquello era ridículo, pensó cuando por fin consiguió arrancar el coche. Solo era una cena, nada más. Pero si ese era el caso, ¿por qué el corazón le latía con tal fuerza?
Estaba portándose como una tonta, se dijo a sí misma mientras se dirigía a la casa de Finn.
De nuevo, la majestuosidad de la construcción la sorprendió. La imponente entrada hacía que se sintiera pequeña e insignificante mientras iba hacia la puerta con la ensaladera en la mano.
Levantó el pesado llamador de hierro y esperó. Cuando la puerta se abrió, se quedó sin aliento durante un segundo. Con el pelo mojado de la ducha, Finn estaba abrochándose la camisa y, al ver el ancho torso y los abdominales marcados, tuvo que hacer un esfuerzo para que le saliera la voz.
–Hola.
–Perdona, es que estaba respondiendo a una llamada –se disculpó él–. No suelo ser tan desordenado.
–Aquí está la ensalada –consiguió decir Tamsyn.
–Ah, muy bien. Sígueme, vamos a la cocina.
Finn iba descalzo y hasta sus pies eran bonitos, pensó, sintiendo un cosquilleo entre las piernas. Intentó apartar la mirada, concentrándose en un punto entre sus hombros para controlar sus hormonas…
–Siéntate mientras preparo el aliño para la carne –dijo él, señalando unos taburetes frente a la encimera de granito.
–Gracias. ¿Te importa que me quite los zapatos?
–No, claro que no. Estás en tu casa.
–Huele muy bien.
–Estará muy rico, espero –respondió Finn, haciéndole un guiño–. ¿Quieres una copa de vino?
–Sí, gracias.
–¿Blanco o tinto?
–Sorpréndeme –respondió ella.
–Muy bien, vuelvo enseguida. A menos que quieras bajar conmigo a la bodega… La bodega está por aquí, ven –dijo, ofreciéndole la mano.
Tamsyn intentó no pensar en la reacción que le provocaba el calor de esa mano y se concentró en respirar mientras salían de la cocina para bajar por una estrecha y larga escalera.
–La bodega está construida a cierta profundidad porque así es más fácil mantener la temperatura adecuada –le explico Finn mientras abría una puerta.
Tamsyn dejó escapar un suspiro al ver las paredes cubiertas de estanterías llenas de botellas.
–Es impresionante –comentó, mirando las etiquetas–. Y tienes buenos vinos. A Ethan le encantaría este sitio.
–¿Ethan? –repitió él.
–Mi hermano. Él es el encargado de los vinos en la finca.
–Tal vez iré a visitaros algún día –dijo Finn, sacando dos botellas–. ¿Qué tal un pinot gris para el aperitivo y un pinot noir para la cena?
–Me parece estupendo –asintió Tamsyn, volviéndose para regresar a la cocina.
Mientras él abría la primera botella y servía dos copas, ella miró hacia el jardín.
–Tienes una casa preciosa.
–Es muy grande, pero es un hogar para mí –Finn abrió la puerta que llevaba al patio–. Siéntate. Voy a traer unos aperitivos.
Tamsyn se dejó caer sobre una cómoda silla y esperó, abriendo los ojos como platos cuando volvió con una bandeja de entrantes.
–Vaya, ¿de dónde has sacado todo eso?
–Es uno de mis talentos –bromeó él–. Un amigo de mi padre me enseñó a apreciar la vida con todos sus sabores. Estos son algunos de ellos.
–Parece que era un buen amigo.
Finn tomó un sorbo de vino mientras asentía con la cabeza.
–El mejor. Cuando mi padre murió y mi madre se puso enferma, él me ofreció su casa y siempre le estaré agradecido. Le debo mucho.
Fuera quien fuera, aquel hombre había sido una gran influencia en su vida, pensó ella.
–¿Eras muy joven cuando murió tu padre?
–Tenía doce años. Y tras la muerte de mi padre, mi madre se puso enferma.
–Vaya, lo siento mucho.
–Fue hace mucho tiempo –Finn se sentó a su lado, pensativo–. Venga, pruébalo.
–Todo está muy rico –dijo ella, probando una alcachofa–. La verdad es que me encanta tu casa.
–A mí también me gusta mucho. No me imagino viviendo en otro sitio.
–Yo solía pensar lo mismo de Los Masters… –Tamsyn no terminó la frase.
En aquel momento se preguntaba si volvería a ser su hogar algún día. Se sentía tan desorientada, tan inquieta.
–¿Ya no lo piensas?
–Las cosas cambian. Y, al final, la gente no es como uno había pensado.
Era algo más que eso, por supuesto. Las mentiras la habían alejado de su casa, pero con la perspectiva que daba la distancia se daba cuenta de que no había sido realmente feliz, incluso antes de saber la verdad. Siempre se había sentido a salvo en Los Masters, protegida, pero nunca realmente feliz.
Nada en su trabajo la interesaba de verdad, nada en su vida personal la hacía sentir viva. Tal vez sentirse protegida y a salvo no era lo que quería. Tal vez necesitaba algo más.
–¿Quieres hablar de ello? –le preguntó Finn.
Tamsyn se quedó en silencio unos segundos. ¿Quería hablar de ello? No estaba segura. No quería estropear la noche contándole sus problemas.
–No, mejor no –decidió por fin–. Lo resolveré yo sola.
–Si necesitas un hombro sobre el que llorar, aquí tienes el mío.
–Gracias.
Finn sugirió que volvieran a la cocina para hacer la cena y mientras él ponía los filetes a la parrilla, ella sirvió la ensalada. Cuando terminaron de cenar, se había hecho de noche.
–¿Sabes una cosa? Esta casa me recuerda un poco a la casa original de mi familia, que fue destruida en un incendio hace cuarenta años.
–¿Se perdió para siempre?
–No, fue reconstruida.
–Pues no debió ser nada fácil.
–No, no lo fue. Creo que, en parte, esa es la razón por la que mi padre era tan distante con nosotros cuando éramos niños. Estaba obsesionado con reconstruir la casa y recuperar los viñedos.
Tanto que no había tenido tiempo para su esposa, pensó Finn. Él tenía ocho años cuando Lorenzo y Ellen llegaron allí y aún recordaba lo frágil que le pareció ella. Pero sabía del amor que sentía por los hijos a los que se había visto obligada a abandonar. Y uno de esos hijos estaba allí, con él. Intentando reencontrarse con su madre cuando ya era demasiado tarde.
Finn hizo un esfuerzo para concentrarse en la conversación.
–Y tu madre… ¿qué fue de ella? –le preguntó.
–Yo tenía tres años cuando se marchó, así que apenas la recuerdo –respondió Tamsyn–. No he dejado de preguntarme por qué nos dejó. No sé qué clase de mujer abandona a sus hijos.
–Siempre hay dos versiones de una misma historia.
Le gustaría poder defender a Ellen, pero no podía hacerlo sin traicionar a Lorenzo.
–En nuestro caso, creo que hay más de dos versiones. Crecí pensando que mi madre había muerto y fue una sorpresa descubrir que estaba viva.
–¿Qué?
Finn sintió un escalofrío. ¿Tan empeñado estaba John Masters en que Ellen no volviera a casa que había mentido a sus hijos? ¿Qué clase de padre hacía algo así?
¿Y qué habrían sentido sus hijos al descubrir la verdad?
–Ethan y yo lo descubrimos recientemente, tras la muerte de nuestro padre –siguió Tamsyn–. Pero lo descubrimos por casualidad, cuando mi hermano pidió unos informes financieros sobre la finca. Lo único que sé es que mi madre intentó dejar a mi padre en una ocasión. Aparentemente, nos metió a Ethan y a mí en el coche, pero había estado bebiendo y perdió el control. Ethan y yo estuvimos unos días en el hospital, aunque no sufrimos heridas graves. Mi padre le dijo entonces que podía irse, pero que no nos llevaría con ella. Se ofreció a pagarle una suma de dinero mensual si no volvía a Los Masters y ella aceptó –Tamsyn tragó saliva–. Mi madre aceptó dinero por abandonarnos.
–¿Y es por eso por lo que quieres encontrarla? ¿Para descubrir por qué se marchó?
Ella lo miró, pensativa.
–Sí –respondió por fin, dejando la copa sobre la mesa–. Creo que merezco saber por qué tuve que crecer sin una madre.
El dolor que había en su voz era indudable, casi como algo tangible, y Finn se sintió culpable por haber pensado lo peor de ella. No podía haber sido fácil crecer sin su madre y con un padre demasiado ocupado como para hacerle caso. Por eficaces que fuesen las niñeras, los niños necesitaban a su padre y a su madre. Él había tenido suerte, pensó, al menos durante los primeros años de su vida. Y luego, con el cariño que le habían dado Lorenzo y Ellen.
–No me faltó de nada, por supuesto –siguió Tamsyn–. Además, Ethan y yo nos queremos mucho. Es muy protector, como buen hermano mayor. Mi padre nos quería a su manera y siempre nos hemos llevado bien con nuestros primos, pero quiero saber por qué nos abandonó mi madre. Por qué no éramos importantes para ella.
A Finn le gustaría decirle que eso no era verdad, que había cosas que no sabía, pero no podía compartir esa información.
–Espero que encuentres las respuestas –murmuró, sin saber qué decir.
–Sí, yo también –Tamsyn le ofreció una temblorosa sonrisa.
–Bueno, el postre –dijo él, intentando animarla–. ¿Te apetece?
–Sí, claro. He comido demasiado, pero seguramente los mayores del centro me ayudarán a librarme de las calorías.
Sacó el helado del congelador y lo sirvió en dos cuencos.
–¡Helado! –exclamó Tamsyn.
–No es un simple helado, es el mejor de Nueva Zelanda.
Ella lo probó y cerró los ojos un momento.
–¿Lleva caramelo por dentro?
Finn asintió con la cabeza.
–Toma –le dijo, ofreciéndole un frasco de chocolate líquido–. Puedes echarlo por encima.
El chocolate se volvía duro al contacto con el helado y Tamsyn emitió un suspiro de gozo que le hizo tragar saliva. Había podido controlarse durante toda la noche, pero en aquel momento lo único que deseaba era tumbarla sobre la mesa y comerse el postre encima de ella.
–Está riquísimo –murmuró Tamsyn.
Finn se llevó una cucharada a la boca, pensando que tal vez el helado le enfriaría un poco la libido. Pero no podía calmarse mientras veía a Tamsyn pasándose la lengua por los labios y tuvo que cerrar los ojos un momento para controlar el deseo de tomarla entre sus brazos.
Cuando por fin dejó la cuchara en el plato, Finn exhaló un suspiro de alivio.
–Voy a llevarlos al fregadero –murmuró, tomando los cuencos.
–Puedo hacerlo yo –se ofreció ella–. Tú ya has hecho mucho por mí esta noche. ¿Puedo lavar los platos antes de irme?
–No, de eso nada. Para eso está el lavavajillas.
–Bueno, como quieras.
–¿Te apetece un café? Mi máquina no es tan buena como la tuya, pero no está mal.
Tamsyn negó con la cabeza.
–No, quiero levantarme temprano mañana. Pero gracias por la cena, de verdad.
–De nada. Lo he pasado muy bien.
Demasiado, pensó Finn, llevándose su mano a los labios.
–Yo también –dijo ella, poniéndose colorada.
Desconcertada, no hizo ningún esfuerzo por apartarse y Finn hizo lo que le parecía más natural: besarla. En cuanto sus labios se rozaron se olvidó de todo lo que había pensado de ella y se perdió en su aroma, en su suave piel, en el calor de esos labios que eran como pétalos de flores.
Aunque el deseo exigía que la besara apasionadamente, la voz de la razón le advertía que debía apartarse… pero no lo hizo, y cuando ella entreabrió los labios, aprovechó la oportunidad.
Sintió que temblaba cuando la aplastó contra su torso. El beso se volvió apasionado, ardiente.
Tamsyn le envolvió los brazos en la cintura y Finn tuvo que contener un gemido de satisfacción. Era tan dulce que sería adicto para siempre.
Los dos estaban temblando cuando por fin se apartó, aunque aquel beso no era suficiente. Nunca sería suficiente, pero sabía que no debía asustarla. Tendría que esperar a que ella estuviese dispuesta.
Las pupilas se le habían dilatado y sus labios estaban ligeramente hinchados por la intensidad del beso.
–Tengo… tengo que irme.
–Sí, lo sé.
Finn le tomó la mano para acompañarla al coche y esperó mientras se sentaba tras el volante, en silencio. Sin decir nada, Tamsyn se despidió con la mano antes de arrancar.
Mientras veía las luces de los faros desapareciendo por el camino, se preguntó cómo era posible que unos días antes hubiese querido perderla de vista.
Tamsyn no recordaba el viaje de vuelta a la casa, tan alterada estaba. Solo había sido un beso. Un beso normal entre dos adultos que se gustaban.
Entonces, ¿por qué estaba tan desconcertada? ¿Cómo un simple beso se había vuelto tan intenso, tan complicado, tan cargado de sentimientos?
Todo el cuerpo le vibraba. Había esperado que le diese un beso en la mejilla, pero debería haber imaginado que un hombre como él no haría eso. No, Finn la había besado apasionadamente y era como si el suelo se le hubiera abierto bajo los pies. Ningún beso de Trent le había hecho sentir eso.
Y cuando se apartó, había sentido como si perdiese el equilibrio, como si no fuera la misma persona de antes. Había visto la tormenta en sus ojos, unos ojos que se habían oscurecido hasta parecer una nube de tormenta. Le alegraba saber que Finn había sentido lo mismo, que la deseaba tanto como ella a él. Era como un bálsamo para su dolorido corazón.
Pero le sorprendía reconocer que si hubiera sugerido seguir adelante y hacer algo más que besarse, ella habría aceptado.
Detuvo el coche frente al garaje y se quedó sentada, pensando en lo que había ocurrido. ¿Qué iban a hacer a partir de ese momento? Apenas se conocían y, sin embargo…
Tamsyn dio un respingo cuando una sombra oscura cayó sobre el capó del coche.
–¡Lucy! Qué susto me has dado –la regañó, saliendo del coche para tomar al animal en brazos.
Una vez en el interior de la casa, le puso comida y agua y entró en su dormitorio, sin dejar de darle vueltas a lo que había pasado. No podría dormir, estaba segura.
El móvil le empezó a sonar y lo sacó del bolso, sorprendida. ¿Quién podía llamarla a esa hora?
–¿Sí?
–Soy yo, Finn. Solo quería comprobar que habías llegado bien a casa.
Ella sonrió para sí misma.
–He llegado, sí. Y gracias otra vez por la cena, lo he pasado muy bien –Tamsyn vaciló un momento–. Lo he disfrutado todo.
–Yo también –dijo él–. Por cierto, me he quedado con tu ensaladera. ¿Quieres que te la lleve mañana?
A Tamsyn le dio un vuelco el corazón. Estaba deseando volver a verlo.
–Estaré en casa después de la una.
–Entonces, me pasaré por allí a esa hora. Buenas noches.
–Buenas noches –se despidió Tamsyn con desgana porque le gustaría seguir charlando un rato.
Se sentía como una adolescente esperando que él cortase la comunicación porque ella no pensaba hacerlo. Finn lo hizo y, por fin, dejó el teléfono sobre la mesilla, suspirando.
Más tarde, entre las sábanas con olor a lavanda, acariciando distraídamente a Lucy, recordó todo lo que había pasado esa noche.
El beso había encendido una pasión que había temido no sentir nunca. Una pasión que Finn parecía sentir también. Y saber eso la hacía sentir más atractiva que nunca.
Intentó pensar en algo que no fuese Finn Gallagher, pero era incapaz. Si un solo beso la intranquilizaba de ese modo, ¿qué pasaría si hicieran el amor?
¿O tal vez debería preguntarse a sí misma qué pasaría cuando hicieran el amor?