Tamsyn alargó un brazo hacia el otro lado de la cama, pero despertó de inmediato al tocar las sábanas frías. Sorprendida, se sentó en la cama y aguzó el oído. No oía a Finn en el baño y aún no eran las siete.
Saltó de la cama y se puso el albornoz para bajar a la cocina, pero no había ni rastro de él y la cafetera estaba fría… y tampoco estaba en su estudio. Se devanó los sesos intentando recordar si por la noche había dicho que tenía que hacer algo a primera hora de la mañana, pero no recordaba nada.
El móvil empezó a sonar en ese momento y, al ver el nombre de Finn en la pantalla, Tamsyn respondió a toda prisa.
–¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?
Al fondo podía oír ruido de gente.
–Lo siento, pero he tenido que salir a toda prisa. No sé cuánto tiempo estaré fuera… tengo que subir al avión ahora mismo. Cuídate, cariño. Te llamaré en cuanto pueda. Te echaré de menos –dijo Finn–. Hablaremos cuando vuelva. He estado pensando en el futuro… en nuestro futuro.
–¿Nuestro futuro? –repitió ella.
Su amor por Finn crecía cada día y que mencionase el futuro era como un rayo de luz en medio de la oscuridad.
–No quería decirte esto por teléfono, pero te necesito. Te quiero, Tamsyn. Volveré en cuanto me sea posible.
Cortó la comunicación antes de que ella pudiera responder, pero Tamsyn apretó el teléfono contra su corazón como si así pudiera seguir en contacto con él.
Por fin, lo soltó y se abrazó a sí misma, dando un grito de alegría. Todo iba a salir bien.
Había un futuro para Finn y para ella.
Faltaba una semana para Navidad y el salón de actos del ayuntamiento estaba lleno de gente a la que Tamsyn no había visto nunca. A juzgar por cómo se saludaban, algunos habían estado enfermos, pero todos habían hecho un esfuerzo para reunirse allí antes de las fiestas.
Aquel iba a ser un gran día, pensó, mientras se movía entre la gente para comprobar que todos tenían lo que necesitaban. Mientras lo hacía, escuchaba retazos de conversaciones que la hacían sonreír. Una conversación, sin embargo, hizo que se detuviera, sorprendida.
–¿Sabes cómo está Ellen? –preguntó una mujer a la que no había visto nunca.
–Por lo que sé, sigue en el hospital. Y creo que no va nada bien.
–Pobrecita. Y pobre Lorenzo.
¿Su madre estaba en el hospital? ¿Era por eso por lo que Lorenzo se mostraba tan protector?
Tamsyn se quedó sin aire.
–¿Podemos ir a visitarla?
–No, la han llevado a un hospital en Wellington. Por lo que me han contado, no parece que vaya a salir de esta. Es trágico, trágico.
La otra mujer asintió con la cabeza.
–Sí, es muy triste.
Tamsyn se alejó del grupo, desesperada por estar a solas un momento. Había esperado que alguien dijese algo sobre su madre, pero no había imaginado que esa sería la noticia…
Dio un respingo cuando alguien le puso una mano en el brazo.
–Has oído eso, ¿verdad? –escuchó la voz de Gladys–. ¿Estás bien?
Ella negó con la cabeza.
–No.
–Solo era una cuestión de tiempo antes de que alguien hablase de más.
–Tengo que irme –consiguió decir Tamsyn.
–Yo me encargaré de todo, no te preocupes. La verdad es que todos sentimos mucho lo de tu madre.
Tamsyn no recordaba cómo había llegado a la casa de Finn, pero estaba sentada en su estudio. El estudio del hombre que había sabido desde el principio que su madre estaba en el hospital, muriéndose, y no se lo había contado.
¿Promesas de lealtad? ¿Amor? Aquella situación iba más allá de una promesa, más allá de la lealtad de Finn hacia Lorenzo.
La furia que sentía evitó que llorase mientras llamaba a todos los hospitales de Wellington, pero cuando lo localizó no quisieron decirle cuál era el estado de Ellen Fabrini porque ella no estaba en la lista de familiares autorizados.
Decidida, reservó un billete de avión y se dirigió al aeropuerto. Tuviese que hacer lo que tuviese hacer, vería a su madre.
–Lo siento, señorita, pero no podemos darle detalles sobre la paciente –insistía la joven del mostrador.
–¿Puede al menos decirme si está viva? –le suplicó Tamsyn.
–No puedo, de verdad. Y si no se va, tendré que llamar a seguridad. Le he dicho todo lo que podía decirle.
–¡Pero si no me ha dicho nada! Es mi madre y se está muriendo. Solo quiero verla por última vez. ¿Eso es tanto pedir?
El tono de Tamsyn bordeaba la histeria y la joven levantó un teléfono.
–Entiendo que esté disgustada, pero no puedo decirle nada más. Lo siento.
Tamsyn se apartó del mostrador, desolada. Decidió buscar la habitación de su madre por todo el hospital.
Se dirigió al ascensor cuando de pronto: Finn.
Había un hombre mayor con él y una mujer más o menos de su edad. Lorenzo Fabrini y su hija, Alexis. Tamsyn sintió un escalofrío al ver a su hermana por primera vez.
Alexis iba secándose los ojos con un pañuelo y agarrando el brazo de su padre. Desde allí, Tamsyn no sabía quién se apoyaba en quién, pero entonces entendió…
El hombre tenía los ojos enrojecidos y Alexis iba llorando. No habrían dejado a Ellen sola a menos que…
¿Había llegado demasiado tarde? Tan horrible posibilidad la golpeó en el pecho con la fuerza de un martillo y dio un paso atrás.
Lorenzo clavó los ojos en ella antes de volverse hacia Finn, con expresión airada.
–Pensé que ibas a mantenerla alejada del hospital.
–¡Papá! –exclamó Alexis.
–Yo tomo mis propias decisiones –dijo Tamsyn, acercándose al grupo–. No puede seguir evitándome, señor Fabrini. Quiero ver a mi madre.
–Llegas demasiado tarde –dijo Alexis–. Nuestra madre murió hace dos horas. Lo siento. Si hubiera sabido que estabas aquí…
–¡Es una Masters! –exclamó Lorenzo–. Tú sabes cómo hicieron sufrir a tu madre.
–¡Ya está bien! –intervino Finn–. No es momento de recriminaciones. Alexis, lleva a tu padre al hotel. Yo me quedaré con Tamsyn.
Ella se quedó inmóvil, en silencio. Su madre había muerto. Podría haberla visto muchas veces en las últimas cuatro semanas, pero esa oportunidad se había perdido para siempre.
Todas las preguntas que tenía que hacerle, las historias que nunca le había contado…
No reaccionó cuando Finn la tomó del brazo para llevarla a un taxi. El viaje hasta el hotel fue rápido y, antes de que se diera cuenta, estaba en una habitación, con una copa de coñac en la mano.
–Bebe –dijo él, levantando la mano.
Tamsyn obedeció automáticamente, sintiendo que el ardiente líquido le quemaba la garganta y llegaba hasta su estómago dándole algo de calor.
–¿Por qué? –preguntó, con voz helada–. ¿Por qué me lo escondiste? Yo solo quería ver a mi madre.
–No habría servido de nada. Ellen no hubiera podido responder a tus preguntas… estaba demasiado enferma.
–¿Cómo puedes decir eso? No me diste una oportunidad siquiera.
Él suspiró, sentándose a su lado.
–Durante los últimos días años, Ellen ha tenido que luchar contra la demencia, que progresó de manera terrible a partir del pasado año. Además, tenía problemas de salud debido a su alcoholismo. Su vida ha sido una batalla durante mucho tiempo –Finn se pasó una mano por el pelo, nervioso–. Ellen no te habría reconocido. Ni siquiera conocía a Lorenzo o a Alexis últimamente.
–¿Y tú lo sabías todo este tiempo? –murmuró Tamsyn.
–No fue decisión mía no decirte nada, ya lo sabes. Cuando empecé a conocerte, cuando comprendí que no te habías alejado de Ellen a propósito…
–¿De qué estás hablando?
–Siempre pensamos que no habíais querido poneros en contacto con ella.
–Pero yo te conté la verdad el primer día.
–Lo sé y desde entonces intenté convencer a Lorenzo para que te dejase ir al hospital, pero él se negó.
–¿Por qué?
–Tras la muerte de mi padre, mi madre perdió la cabeza –empezó a decir Finn–. No pude verla en meses, pero cuando lo hice fue un recordatorio de todo aquello en lo que había fracasado, de todo lo que había perdido. Tras mi visita, mi madre dejó de comer, dejó de levantarse de la cama… hasta que murió. Verme a mí la mató –Finn tuvo que tragar saliva–. Y si Ellen te hubiera visto, si te hubiera reconocido después de tantos años ¿quién sabe lo que habría pasado? Tal vez le habría causado más dolor, más sentimiento de culpa, más remordimientos. Podría haber muerto antes…
–¡Pero eso no lo sabes!
–No quería que pasaras por lo que tuve que pasar yo. No quería que te sintieras culpable y tuvieras que vivir con ese sentimiento durante toda la vida.
Tamsyn se levantó para tomar la botella de coñac y servirse otra copa.
–Por eso no querías que la viera. Pero nunca me lo dijiste, no me lo explicaste. Lo que has hecho es impedir que la viese y tú no tenías por qué tomar esa decisión.
–No, la decisión de que no fueras al hospital fue de Lorenzo. Créeme, Tamsyn, no habrías querido recordar a tu madre tal y como estaba antes de morir. Ellen no hubiese querido que la vieras así.
–Pero nunca lo sabré, ¿no? –replicó ella–. Perdona, pero me resulta difícil creer que hayas hecho todo eso por mí. Me has mentido desde el primer día.
–Yo no quería…
–Dime una cosa: ¿nuestra aventura fue algo deliberado? ¿Todo lo que hacíamos juntos, todo lo que hemos compartido estaba basado en una mentira?
–Al principio, sí –le confesó Finn–. Pero en cuanto empecé a conocerte me di cuenta de que no eras como yo había creído.
Daba igual, pensó ella. Acababa de confirmarle que no merecía la pena. Como había hecho su padre, como había hecho Trent.
Sin decir otra palabra, Tamsyn dejó la copa sobre la mesa, tomó su bolso y salió de la habitación.
–Estás enamorado de ella, ¿verdad?
Finn miró a Alexis, sorprendido por la pregunta. Pero no podía mentirle a aquella chica, que se había convertido en una bella mujer, a la que veía como una hermana.
–Sí –respondió sencillamente.
–¿Entonces qué haces aquí?
–¿Qué?
–Ve a buscarla. Yo me encargaré del funeral, Finn. Llevábamos algún tiempo esperando esto y lo tenemos todo preparado. Mi padre está desolado, como yo, pero sé que mi madre está descansando por fin. Han sido muchos años de sufrimiento.
Él tuvo que tragar saliva, emocionado. Tenía razón. Alexis no necesitaba su ayuda y debía volver con Tamsyn.
No había tenido valor para detenerla cuando se marchó el día anterior. Sabía que debía odiarlo, pero le debía una explicación. Tenía que ir tras ella para intentar convencerla…
¿Cómo iba a convencerla de que su amor era real? ¿Cómo iba a convencerla de que no había querido hacerle daño? Temía que lo rechazase, pero tarde o temprano tendría que volver a casa.
–Me voy al aeropuerto –dijo entonces, inclinándose para darle un beso en la mejilla–. Gracias.
–Para eso estoy aquí, para recordarte que no siempre tienes razón.
Nada había cambiado entre ellos. Seguían teniendo esa conexión que ni siquiera la diferencia de ocho años podía romper. Amigos, familia. Siempre habían estado ahí, el uno para el otro.
–Deséame suerte.
–Suerte –dijo ella, apretándole el brazo.
Finn dejó escapar un suspiro de alivio al ver el coche de Tamsyn aparcado en la puerta de su casa. El maletero estaba abierto, de modo que había llegado justo a tiempo.
Las llaves estaban en el contacto y se las guardó en el bolsillo, por si acaso. Si decidía marcharse después de hablar con ella, se las devolvería, pero antes quería que lo escuchase.
La encontró en el dormitorio, guardando su ropa en la maleta. Estaba pálida, en sus ojos un mundo de dolor cuando levantó la mirada. Pero de inmediato volvió a concentrarse en su tarea, intentando cerrar la cremallera de la abultada maleta hasta que, por fin, derrotada, se dejó caer al suelo.
–¿Quieres que te eche una mano? –le preguntó Finn.
–Vete –replicó ella.
–No te vayas, Tamsyn, por favor.
–Aquí ya no hay nada para mí. ¿Me oyes? ¡Nada!
–Lo siento. No sabes cuánto lo siento.
–Palabras vacías –replicó ella–. No quiero quedarme aquí, no quiero volver a verte.
–Lo entiendo y sé que tienes todo el derecho a pensar así, pero por favor, escúchame. Quédate al funeral de Ellen.
–¿Al funeral? Tu preciado Lorenzo no me dejaría acercarme.
–Lorenzo solo intentaba proteger a Ellen, el amor de su vida, como yo intentaba proteger al mío.
–No me vengas con esas –replicó Tamsyn, con voz entrecortada–. Lo has hecho por Lorenzo, no por mí.
–Merecías haber visto a Ellen y tanto Lorenzo como yo cometimos un error, lo reconozco. Yo me di cuenta, pero no pude convencerlo. Él no me habría perdonado si algo le hubiera pasado a Ellen, como yo nunca me perdonaré a mí mismo por lo que te he hecho.
–¿Por qué me cuentas eso ahora?
–Porque te quiero y deseo que te quedes.
Tamsyn negó con la cabeza.
–Lo siento, pero no te creo.
–Quédate, aunque solo sea por Alexis. Ella quiere conocerte.
Tamsyn levantó la cabeza, sorprendida.
–¿Alexis quiere hablar conmigo?
–Más que eso, quiere conocerte de verdad –le aseguró Finn.
Tamsyn dejó caer los hombros, como si se hubiera quedado sin fuerzas de repente.
–Muy bien, me quedaré por ella. Si no supiera que todos los hoteles del pueblo están ocupados me iría allí…
–Puedes quedarte aquí.
–Pero dormiré en otra habitación.
Finn asintió con la cabeza.
–Gracias.
–No lo hago por ti.
No, ya lo sabía. Y lo entendía, pero era una pequeña victoria. Estaba allí, en su casa. Mientras salía de la habitación, Finn cerró los ojos y dio las gracias al cielo. Esperaba tener tiempo suficiente para convencerla de que se quedase.
Durante el funeral, sentada entre Finn y Alexis, Tamsyn pensó que nunca se había sentido tan sola en toda su vida.
Ethan e Isobel no habían podido encontrar un billete de avión porque solo faltaban tres días para Navidad, pero ella había tenido suerte de encontrar uno para Auckland y se marcharía esa misma tarde.
La iglesia estaba abarrotada y varias personas se habían acercado a ella para darle el pésame, muchos pidiéndole disculpas por su silencio.
Pero Tamsyn no podía dejar de recordar que por bien que hubiesen conocido a su madre, nadie podría responder a sus preguntas. Nadie podría explicarle por qué Ellen había abandonado a sus hijos y por qué los había hecho creer que estaba muerta.
Con los ojos secos, estoica, descubrió por primera vez cómo habían visto los demás a su madre. Sí, había tenido un problema con el alcohol durante años, pero también había sido una buena persona, una mujer amable a la que quería todo el mundo.
Alexis era una sorpresa. Su hermanastra era encantadora, fácil de tratar, cariñosa. Y su relación con Finn era muy parecida a la que ella tenía con Ethan.
Charlando con ella había empezado a entender las razones de Finn para ocultarle la verdad, pero eso no evitaba el dolor o el vacío que sentía. Y seguía furiosa con él. Por válidas que pareciesen sus razones para engañarla, ella merecía una oportunidad de conocer a su madre y Finn se la había robado.
Tenía que irse, pensó, alejarse de él para lamer sus heridas a solas. Cuando el funeral terminó, volvieron a casa de Finn y se disponía a subir a la habitación cuando una voz la detuvo.
–¿Tamsyn?
Lorenzo. Lo había evitado desde que se vieron en el hospital y no pudo disimular su sorpresa cuando se acercó a ella.
Seguía siendo un hombre atractivo, aunque el dolor lo había avejentado.
–¿Puedo hablar un momento contigo? –le preguntó, ofreciéndole su brazo.
Debería rechazar al hombre que había evitado que conociera a su madre. Darle la espalda y…
–Por favor, te lo suplico en memoria de Ellen.
Su expresión era tan desolada que Tamsyn claudicó. Tomó su brazo y empezaron a pasear por el jardín.
–Siento mucho lo que te he hecho –empezó a decir él–. Me equivoqué, ahora me doy cuenta. Actuaba por miedo cuando debería haber actuado por compasión. Hice que Finn cumpliese su palabra aunque sabía que odiaba hacerlo. Estaba desesperado y pensaba que un día, con el tiempo, podrías encontrar la forma de perdonarme y de perdonarlo a él. Finn no quería engañarte, te lo aseguro.
–No sé si podré perdonarlo, señor Fabrini.
–Lo entiendo –dijo él, inclinando la cabeza–. Pero tengo algo para ti y quería dártelo antes de que volvieras a casa.
Lorenzo metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un montón de sobres atados con una cinta rosa descolorida por el paso del tiempo.
–Son cartas de tu madre para ti y para tu hermano. Escribió estas cartas durante años, pero nunca las envió. Le había prometido a tu padre que no volvería a ponerse en contacto con vosotros, pero tenía que escribirlas para liberar sus sentimientos. Toma, son tuyas.
La mano de Tamsyn tembló al ver la letra de su madre por primera vez. Su habitación de Los Masters estaba decorada en el mismo color de la cinta y saber eso llevó a su corazón el calor que había faltado durante tantos años.
–Gracias –susurró.
–Espero que estas cartas puedan darte algo de paz y mostrarte la clase de mujer que era tu madre antes de ponerse enferma.
–Las conservaré como un tesoro.
Lorenzo asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
–Voy a sentarme al sol un momento –murmuró, girando la cabeza para que no lo viese llorar–. No tengo prisa. Cuando termines de leerlas, responderé a todas las preguntas que quieras hacerme. Tómate tu tiempo, ¿eh?
–Lo haré –le prometió ella, observándolo mientras se acercaba a un banco desde el que podía ver la casita en la que había vivido tantos años con Ellen.
Tamsyn se sentó en el suelo y colocó las cartas sobre su regazo, desatando con cuidado la cinta. Cerrando los ojos, se llevó la primera carta a la cara para intentar encontrar el olor de su madre, para ver si quedaba algo de lo que había sido…
Y allí estaban los trazos de un sutil perfume. Una fragancia que le recordaba risas infantiles, el calor del abrazo de una mujer. El abrazo de su madre.
Tamsyn abrió el sobre con cuidado y empezó a leer.
Lloró hasta que no le quedaron lágrimas al leer las cartas de su madre, sus palabras cargadas de sentimiento de culpa por no haber podido proteger a sus hijos de sus propias debilidades. Huía de Los Masters, de su matrimonio y de sus fracasos para reunirse con Lorenzo, que la esperaba en el aeropuerto, cuando sufrió el accidente de coche.
Su padre, angustiado y furioso al ver que estaban heridos porque Ellen conducía bajo los efectos del alcohol, había usado sus contactos para evitar que la policía la detuviese, pero exigiéndole prometer que se iría sin los niños y no volvería jamás. Le pasaría una pensión mensual con la condición de que nunca volviese a ponerse en contacto con ellos.
Ellen, que tuvo que vivir con remordimientos durante años, había aceptado los cheques que le enviaba John Masters, pero Lorenzo no quería saber nada de ese dinero, de modo que lo ingresaban en una cuenta y, al final, lo usaron para comprar unas tierras a nombre de Ethan y Tamsyn. Aunque el mayor remordimiento de su vida había sido no luchar para recuperar a sus hijos, al menos se había asegurado de dejarles algo valioso por lo que recordarla.
Tamsyn cerró la última carta, con el membrete del bufete de abogados de Auckland que se encargaba de administrar esa herencia. Se levantó para acercarse a Lorenzo, que se levantó a su vez del banco.
–No necesitamos esas tierras –le dijo–. Deberían ser suyas. Nosotros ya tenemos más de las que necesitamos.
–Lo sé, trabajé para tu familia durante muchos años y sé lo que esas tierras significaban para tu padre –respondió Lorenzo–. Por eso era tan importante para Ellen que Ethan y tú tuvierais algo que fuera solo vuestro. Tu hermano y tú podéis hacer lo que queráis con ellas, pero recuerda que es lo único que Ellen pudo dejaros. Piensa en ello y toma la decisión cuando hayas hablado con tu hermano.
–Muy bien, lo haré.
De vuelta en la casa, cuando todos se habían ido, Tamsyn tomó su maleta para alejarse de allí, del dolor, de los recuerdos, buenos y malos. Finn la esperaba en la puerta con algo en las manos. Había hecho lo posible para no estar a solas con y, afortunadamente, él había estado muy ocupado con los arreglos del funeral. Se decía a sí misma que era un alivio porque si hubiera insistido habría perdido el valor.
–Antes de irte, quiero darte esto –dijo él, ofreciéndole el paquete, envuelto en papel de regalo.
Tamsyn sacudió la cabeza.
–No, por favor. No quiero un regalo de Navidad.
–Es tuyo, quiero que te lo lleves.
–Muy bien –asintió ella, colocándose el paquete bajo el brazo.
No abriría el regalo, decidió mientras subía al coche y arrancaba sin mirar atrás.
A la mañana siguiente, Tamsyn intentó encontrar un vuelo para Adelaida, pero no había plaza en ninguno. Aparentemente, todo el mundo iba a Adelaida a pasar las navidades.
Para olvidar la sensación de haber dejado algo vital en Marlborough, Tamsyn llamó a los abogados de su madre y pidió cita esa misma mañana.
Más tarde, sentada en un café frente al puerto, sacudía la cabeza, atónita. Tenía que llamar a Ethan de inmediato.
–¿Has conseguido vuelo? –le preguntó su hermano–. Estamos deseando tenerte de vuelta en casa.
¿De verdad Los Masters era su casa? Sí, era allí donde había crecido, pero hacía mucho tiempo que no se sentía a gusto allí. Que no se sentía a gusto en ninguna parte. Esa sensación había empezado a desaparecer cuando conoció a Finn… Tamsyn apartó de sí ese pensamiento antes de responder a su hermano.
–No, no he encontrado vuelo, pero estoy en lista de espera. Cruza los dedos, ¿de acuerdo? Mientras tanto, tengo que contarte algo. Nuestra madre nos ha dejado una propiedad en Nueva Zelanda. Aparentemente, guardó el dinero que le enviaba papá y nunca se gastó un céntimo.
–¿En serio?
–Hay más, Ethan. Nos escribió muchas cartas en las que explicaba todo lo que había pasado, pero no las envió nunca…
Tamsyn le habló del contenido de esas cartas, intentando contener la emoción.
–Te sientes mejor ahora, ¿verdad? –le preguntó su hermano.
¿Se sentía mejor? Leer las cartas había hecho que entendiese muchas cosas, ¿pero podría hacer las paces con la madre a la que ya no conocería nunca?
–Creo que la entiendo un poco más. Lo pasó muy mal, Ethan. Cometió muchos errores y pagó por ellos. Me habría gustado conocerla, pero no puedo hacer nada y tampoco puedo vivir el resto de mi vida lamentando que no haya sido así. De modo que me siento un poco mejor, sí. Incluso más fuerte.
–¿Debería asustarme? –bromeó su hermano.
Y Tamsyn sonrió, la primera sonrisa genuina en casi una semana.
–Muy gracioso. Bueno, sobre esas tierras… no espero que tomes una decisión ahora mismo, pero tenemos que pensar qué vamos a hacer con ellas.
–Yo no necesito más tierras, Tam. ¿Y tú?
–No, yo tampoco y así se lo dije a Lorenzo, pero él insiste en que mamá quería que fueran nuestras.
–¿Qué te parece si las vendemos? Podríamos donar el dinero a una organización benéfica en su nombre, algo que ayude a otras personas que están pasando por lo que pasó ella.
–Me parece buena idea. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?
–Muy bien.
Se despidieron y Tamsyn decidió volver caminando al hotel, con una vaga sensación de inquietud. La idea de volver a casa no le hacía feliz. Era como si las tierras de Los Masters y las ruinas de la antigua casa en la colina fueran de otra Tamsyn, de otro momento, de otro mundo. ¿Era aquel su sitio? ¿Tenía sitio en alguna parte?
Desde la habitación podía ver el puerto y a las gaviotas haciendo perezosos círculos en el cielo. Se sentía fuera de lugar… ¿y no era eso lo que había hecho que intentase encontrar a su madre? Solo se había sentido en casa cuando estaba entre los brazos de Finn. Estar con él le había parecido el paraíso.
Le dolía el corazón cuando pensaba en él. Lo echaba de menos, aunque aún no le había perdonado. Sabía que Finn lo había hecho con la mejor intención, no solo hacia Lorenzo sino hacia ella, pero…
Entonces sonó el pitido que anunciaba la entrada de un mensaje y cuando sacó el móvil del bolso se quedó sorprendida al ver que era de Alexis.
Hola, hermana. Espero que sigas en NZ. Tienes que ver esto, pincha en el enlace. Un beso,
Alexis
Tamsyn pulsó el enlace y en la pantalla apareció un programa de televisión.
–Esta noche tenemos con nosotros al filántropo Finn Gallagher para hablarnos de su último proyecto –decía el presentador–. Finn, ¿qué te ha llevado a este proyecto en particular?
Tamsyn tragó saliva al ver a Finn en la pantalla. Llevaba el traje de chaqueta y la corbata que llevaba después de su primer viaje a Wellington, de modo que la entrevista era reciente.
Finn habló con elocuencia sobre la residencia para familiares de personas con enfermedades mentales y para qué serviría.
Le dolía mirarlo y, sin embargo, al mismo tiempo la hacía sentir… en paz. Esencialmente era un buen hombre, pensó. Alguien muy generoso con las personas a las que quería. Le había dicho que ella era una de ellas, pero después de todo lo que había pasado Tamsyn no podía creerlo.
–¿Y ya tienes un nombre para ese proyecto? –le preguntó el presentador.
–Sí, lo tengo. Voy a ponerle el nombre de una mujer muy especial, una mujer por la que siento gran cariño y admiración. Va a llamarse El Refugio de Tamsyn.
Tamsyn no oyó lo que decía el presentador porque en su cerebro se repetían las palabras de Finn una y otra vez. Intentaba comprender la enormidad de ese gesto…
Después de todo lo que había pasado, había creído que no querría ni recordarla, pero estaba equivocada. Y si estaba equivocada sobre eso, también podría estarlo sobre otras cosas.
Miró los documentos que asomaban por su bolso, la escritura de las tierras que les había dejado su madre, y se dio cuenta entonces de por qué el plano le había resultado extrañamente familiar. Eran las tierras que Finn quería usar como acceso a la finca, las que necesitaba para construir la carretera que llevaría a la residencia. Y en ese momento supo lo que debía hacer.
Más que eso: sabía cuál era su sitio.