París, 13 de diciembre de 1974

HACE UNOS DÍAS, una de esas salidas con Leopoldo Chariarse, tan parecidas unas a otras, no por la naturaleza de sus episodios sino por el esquema que las informa: la improvisación permanente, pero subterráneamente la búsqueda tenaz de objetivos precisos. El pretexto inmediato de la salida era cenar con el futurólogo austriaco Robert Junck, con quien teníamos cita en el Deux Magots. Eso de cenar con este personaje era sólo un proyecto de Chariarse, pues el futurólogo estaba en compañía de una periodista francesa y tenía otros proyectos para la noche, de los que tanto Leopoldo como yo estábamos descartados. A los pocos minutos partió y nos dejó, particularmente a mí, frustrados. Pero Leopoldo ya tenía una solución de recambio: un millonario inglés lo había invitado a cenar esa noche, acababa de acordarse, lo conoció en el tren Dusseldorf-París, me llevaría a la cena. Pero ¿dónde diablos vivía este millonario inglés? Leopoldo no recordaba ni su nombre ni su dirección. Los había apuntado en un papel y este papel estaba en su actual residencia. Abandonamos el Deux Magots para ir a pie bajo llovizna pertinaz rumbo a su “actual residencia” que, para sorpresa mía, no era otra que el viejo edificio de la Sorbona: está alojado, en efecto, en casa del rector adjunto de esa universidad. Amplio y lujoso departamento en el cuarto piso, en el que Leopoldo dispone de un dormitorio con baño. Buscando entre sus papeles encuentra el teléfono del enigmático inglés y lo llama. Por lo que pude captar de la conversación, el inglés no se acordaba no sólo de la invitación a cenar sino de quién era Leopoldo y aparentemente lo mandó al diablo. En consecuencia, nueva frustración. ¿Qué íbamos a hacer? Pero no era para desesperar: el rector adjunto de la Sorbona podía invitarnos a cenar en su casa, según Leopoldo; era cuestión de llamarlo por teléfono a su oficina y decirle que lo estábamos esperando. Nueva llamada telefónica, tan inútil como la anterior: el rector tenía mucho trabajo y llegaría tarde a cenar.

Bueno, lo mejor era regresar a mi casa. Ya me estaba poniendo el abrigo, pero había olvidado que para Leopoldo cada contratiempo contiene potencialmente su propia solución. ¡Ya estaba! Iríamos a cenar a un restaurante marroquí que él conocía donde se comía el mejor couscous de París. En un santiamén estábamos en la calle y deteníamos un taxi. El famoso restaurante quedaba por Denfert-Rochereau. Yo le previne que no podía comer couscous y que sólo bebía vino Burdeos. Restaurante absolutamente desierto. Al revisar la carta veo que sólo hay couscous y vino argelino. Hago de tripas corazón y pido lo que hay. Pero ya Leopoldo ha salido dos o tres veces para llamar por teléfono. Regresa diciendo que una amiga vendrá, no a cenar con nosotros, sino a tomar el “té verde” final. Comida mortal y cara, vino imposible pero conversación interesante. En una mesa alejada cenan dos argentinas y un francés. Leopoldo reconoce a una de las argentinas y desde la mesa la saluda en alta voz y se enfrasca en conversación animada, con gran curiosidad de los otros comensales, curiosidad que, a medida que se prolonga esta charla, se va convirtiendo en fastidio. Al final nos acercamos a la mesa de su interlocutora con nuestra taza de “té verde”. Leopoldo (que me ha invitado, pues yo no he sacado dinero ni chequera) se pone de pie para pagar la cuenta, me llama y me dice que no le alcanza la plata y que irá a su “residencia actual” para buscar dinero. Parte y me deja injertado en un grupo que no conozco, con el cual no sé de qué hablar y sin plata en el bolsillo. Larga ausencia. Los otros comensales se van yendo. Al final quedamos sólo las argentinas, el francés y yo. La camarera merodea con las cuentas. De pronto irrumpe una mujer preguntando por Leopoldo. Yo presumo que es la amiga cuya llegada me había anunciado para el “té verde” y le digo que en efecto la estábamos esperando, Leopoldo había salido un instante y ya no tardaba en regresar. Pero no era esa amiga, era otra a la cual había dado cita en ese restaurante, sabe Dios cuándo y con qué propósito, pues él mismo, creo yo, no sabía horas antes que estaría allí. La amiga toma asiento y decide esperarlo. Al final la camarera presenta las cuentas. Situación bochornosa: el francés paga su consumo y el de las argentinas, pero yo no puedo hacerme cargo de la otra nota, y alego que he sido invitado y espero al oferente. Argumentación sospechosa que la camarera acepta a regañadientes, protestando que es tarde, que ya van a cerrar. Al fin Leopoldo aparece, pero no solo: lo acompaña el rector adjunto de la Sorbona. Pedimos más “té verde”. El rector, hombre simpatiquísimo, parece haber sido traído un poco a la fuerza a esa reunión tardía, de la que no espera nada, concesión que su cortesía hace al gurú peruano. Una segunda mujer irrumpe en escena: es madame B., la amiga que Leopoldo esperaba para el “té verde”. No pasa del umbral: al ver que esa cita, que ella probablemente esperaba discreta, es genérica y mundana, hace el ademán de retirarse. Leopoldo se pone de pie, pronunciando una frase memorable: “El yoga organiza la realidad como un sueño” y sale tras su amiga. Cambian palabras en la pieza vecina y la amiga se va. Quedamos aún media hora conversando. Las argentinas y el francés parten. Luego nosotros abandonamos el restaurante. En la calle se despliegan varias posibilidades: 1) ir juntos a tomar un trago o un café, idea que rechaza el rector; 2) regresar cada cual a su casa, lo que Leopoldo acepta e inicia con el rector una heroica marcha a pie hacia la Sorbona; 3) ir a tomar un pot donde la amiga presente de Leopoldo, lo que éste considera mejor aún, por lo cual abandona al rector en plena caminata y regresa donde su amiga y yo que estábamos buscando un taxi. Cuando íbamos a subir al taxi, Leopoldo cambia de opinión, por última vez, pero este cambio definitivo significa la realización de lo que perseguía desde que abrió los ojos esa mañana. Todo el resto, el futurólogo, el inglés millonario, el restaurante marroquí, el rector, yo, su amiga que invitaba el pot, todo eso no eran más que peripecias intermediarias, diversiones, pues de pronto se despide bruscamente de nosotros, y parte a la carrera, sí, a la carrera, como si lo persiguiera una jauría, y se detiene ante el portal de una casa, en la cual vive y quizás lo espera madame B., su viejo amor y la musa de todos sus poemas. El yoga no organiza su realidad como un sueño. El yogui adapta perfectamente su sueño a la realidad.

París, 19 de noviembre de 1981

ESTOY predestinado a caer siempre en las situaciones más embarazosas, necias y ridículas. De todas las invitaciones que he recibido en estos tiempos (Madrid, Amberes, Belgrado, Grenoble) acepté finalmente una, la de la Universidad de Burdeos. Y es la única que no debería haber aceptado, pues todo o casi todo fue deplorable. Para empezar al descender del tren no me esperaba el profesor que me había invitado, sino una alumna pequeñeja que no me conocía y a la que distinguí por puro azar entre la multitud pues tenía en la mano un papel en que decía RIBEYRO. Me metió a un carro viejísimo y me condujo al campus universitario, diciéndome que allí me esperaban los profesores de la sección latinoamericana para conducirme al auditorio donde debía dar mi conferencia. Pero allí no me esperaba nadie, de modo que la pequeñeja me llevó hasta una especie de sala-cafetería universitaria donde había una veintena de alumnos conversando y bebiendo y me abandonó luego de decir algo así como “éste es el escritor peruano que va a dar una conferencia”. Los alumnos levantaron la cabeza, me observaron y siguieron conversando. Quedé allí sin saber qué hacer, mi maletín en una mano y mi cartapacio con la conferencia en la otra. De cuando en cuando los presentes volvían hacia mí la mirada y me observaban nuevamente, con una mezcla de curiosidad, sorpresa, suspicacia e ironía. Al fin apareció el profesor que me había invitado (un chileno exiliado), se excusó pues había estado dictando un curso y me mostró una caja de cartón puesta sobre una mesa. “Sus libros —me dijo—. Los encargamos a Gallimard. Es para que los dedique a los compradores.” Como ya era la una levantó la voz: “Pasemos al auditorio que la conferencia va a empezar”. Como nadie se movía de sus asientos añadió: “¿Van a venir o no?” Una decena de alumnos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el auditorio. En el camino se les sumaron una decena más que estaban en el pasillo y entramos a una sala grande, con sillas y carpetas escalonadas, como en un anfiteatro. En el estrado o escenario sólo había una mesa y una silla. Ni micro, ni cenicero, ni jarra con agua. La veintena de alumnos ocuparon sus sitios, pero sin agruparse, sino más bien dispersos, lo que acrecentaba la impresión de vacío. “Vamos a esperar un rato para ver si viene más gente”, dijo el profesor y se fue de la sala. Quedé entonces sentado frente al público, pero sin hacer nada, callado, mirándonos las caras, esperando que regresara el metteur en scène. Opté finalmente por prender un cigarrillo y dedicarme a revisar mis notas. Al fin volvió el profesor, que había logrado reclutar tres o cuatro alumnos más, me presentó y empecé mi conferencia. Dije lo que tenía que decir, sin muchas ganas ni entusiasmo, y a la hora justa la di por terminada, pues eran ya las dos de la tarde, no había almorzado y el estómago me fastidiaba. Aplausos templados, dispersión de los alumnos, desaparición del profesor que me dijo lo esperara cinco minutos y otra vez solo en un corredor de la universidad, muerto de hambre y sin saber qué hacer. Por suerte pasó un peruanista francés que me conocía y había leído mis libros y me llevó a su despacho mientras esperábamos al chileno. Éste tardó una hora en venir (creo que se había ido a dictar otro curso) y me dijo que me llevaría a almorzar. Eran ya las tres y media de la tarde. Pensé que iríamos a un restaurante bordelés, donde al menos podría regalarme con un buen vino de la región, pero no, el chileno me llevaba a su casa. En el camino se detuvo frente a un almacén de alimentación. “Vamos a comer bistec con papas fritas”, dijo. Lo acompañé a hacer las compras y de paso, como me pareció que iba a coger un vino cualquiera, le rogué que me dejara invitarle el vino. Vergüenza para Burdeos, en los anaqueles había vinos de pésima calidad. Compré el más caro (apenas veinte francos) y fuimos a su casa. Una torre de veinte pisos en una especie de suburbio bordelés. Departamento estrecho. Entramos a una sala-comedor-cocina, donde estaba su esposa mirando televisión y sus dos hijos (dos años y diez meses) jugando en el suelo. Enormes esfuerzos para poder pasar el bistec (generalmente se me atraca en el esófago, por eso es que sólo como filete), los niños hacían una bulla de los diablos, me entero que el profesor no es profesor sino lo que se llama vacataire y está pésimamente pagado y que a las seis de la tarde tengo que ir a una librería a firmar mis libros y a las nueve de la noche a la Asociación Túpac Amaru para dar otra charla. Ya son las cinco de la tarde, me caigo de cansancio y de sueño, los esposos desaparecen y me quedo vigilante de los dos niños, angustiado porque temo que se vayan a romper la crisma. A las seis mi huésped reaparece (estaba hablando por teléfono) y me dice que tiene que ir a dictar un curso pero que pasará a recogerme el dueño de la librería. Éste pasa a las seis y media, es un mozo en blue-jeans, mal afeitado, me saca a la carrera, me mete a un dos caballos y enfilamos al centro de Burdeos. Llegamos a la librería, minúsculo y miserable sucucho y no hay nadie, aparte de dos a tres amigos del librero, que están allí por otras razones. La librería se llama Dehors (afuera) y debajo del rótulo hay un papelito que dice “Julio Ramón Ribeyro firmará sus libros”, de modo que podría leerse el todo así: “Afuera Julio Ramón Ribeyro…” En una mesa está la enorme caja con mis libros. El librero y sus amigos desaparecen en una trastienda, de la que llega música. Quedo solo y me entretengo en observar los estantes: me doy cuenta que es una librería de libros anarquistas y sindicalistas: en las mesas y repisas pululan libros, revistas, folletos y volantes de estas tendencias. ¿Qué demonios hago yo allí, muerto de frío además, pues no hay calefacción, al punto que tengo que ponerme mi abrigo? Al fin aparece una muchacha, compra un libro y se lo firmo. A las ocho de la noche no ha venido nadie más, aparte de algunos anarquistas que discuten con el librero sobre un asunto de repartición de tracs y propaganda. El librero decide cerrar la tienda diciéndome: “Burdeos es una ciudad muerta. Aquí no pasa nada. La burguesía no se interesa por la cultura”. Como le pregunto qué podemos hacer y dónde voy a dormir, me dice que iremos a manger un morceau (picar algo) antes de ir a la Asociación Túpac Amaru y que dormiré en casa de un amigo que vive al lado de la estación del tren, de modo que no tendré problemas para embarcarme al día siguiente. Salimos por la trastienda, donde veo una chica poniendo discos y una serie de micros. “¿Qué es esto?”, pregunto. “Nuestra radio libre”, dice. Nos echamos a caminar por las calles a esa hora fría. “Veremos un poco del viejo Burdeos”, dice mi guía. Calles solitarias, siniestras, oscuras, de una tristeza que parte el alma. Yo sólo quiero entrar a una vieja taberna bordelesa y comer un poco de queso con un buen vino. “Aquí no hay esas tabernas —me dice el librero—. Sólo snacks donde se bebe sobre todo cerveza.” Cuando me estoy cayendo de desesperación y de angustia mi guía me hace entrar a una crêperie donde, naturalmente, sólo sirven crêpes y sidra, bebida que detesto. Resignadamente como un pedazo de crêpe y escucho distraído al librero que me habla de política regional, de la que no entiendo nada. Al salir del restaurante le propongo tomar un taxi para ir a la Asociación Túpac Amaru, pero se opone alegando que queda cerca. Nueva caminata por calles más frías aún, solitarias y fantasmagóricas. Mi guía me cuenta a gritos no sé qué especulación que ha hecho el alcalde Chaban Delmas en un asunto inmobiliario. Llegamos al fin a la asociación. Es un bar, una especie de minúsculo café-concert. Un mostrador, ocho o diez mesitas y un estrado iluminado con un micro de pie como para un cantante. Tras el mostrador hay una sola persona: el vacataire chileno. Al igual que en la librería, no hay calefacción. Renuncio a quitarme el abrigo. Esperamos un rato. Nadie viene. El chileno va varias veces al teléfono, aparentemente para buscar auditores. Veo que la enorme caja de libros, que he visto en la universidad y luego en la librería Dehors, me persigue, está ahora en este bar, tan llena como al comienzo. Hacia las nueve y media aparece la muchacha que compró el libro, con su papá y su mamá y se sientan en una mesita. Más tarde aparecen tres guapas estudiantes y ocupan una mesa en el otro lado. Luego entra un mestizo con una amiga. El librero y el chileno discuten tras el mostrador, mientras yo me paseo entre las mesas en un estado de enervamiento absoluto, seguido por las miradas de los cuatro gatos asistentes, que ni siquiera hablan entre ellos y se limitan a observarme. Como ya no puedo más le digo al chileno que debemos empezar. “Por supuesto”, me dice y dirigiéndose a los cuatro gatos presentes anuncia en francés: “El escritor peruano J. R. R. les va a hablar ahora de novela peruana contemporánea”. Y añade para mí en voz baja: “Tienes que hablar en francés, a esta gente no la conozco”. Ya es para mí demasiado. Estoy de pie en medio de un bar penumbroso, ocho personas ocupan tres mesitas separadas entre sí, no sé dónde me voy a colocar yo con relación a ellas (si en el estrado de los músicos, si detrás del mostrador, si también en una mesa) y tengo que dar en francés una conferencia sobre novela peruana, tema que además ya desarrollé en la universidad. Empiezo por decir que no voy a dar ninguna conferencia y que por favor la gente se reagrupe, para poder sentarme a su lado y conversar al menos. Pero nadie se mueve. Opto en consecuencia por sentarme también ante una mesa, tan separada de las otras como ellas entre sí y empieza entonces la más absurda prestación que literato o conferencista ha dado en su vida. Pido que me hagan preguntas, ya no sobre literatura pues tengo la impresión que esta gente ignora lo que esto significa, que me pregunten lo que quieran y como quieran, pero nadie abre la boca. Me siguen observando embobados. Después de larguísimo silencio el chileno se decide y me pide que le explique por qué Chile tiene grandes poetas y el Perú no. Tengo que explicarle que el Perú ha tenido y tiene grandes poetas, que los premios Nobel de poesía a Gabriela Mistral y Neruda tienen un valor relativo. Cito el caso de César Vallejo, de César Moro, de Martín Adán, pero como me da la impresión que no los conoce renuncio a mencionar a Westphalen y los buenos poetas de las generaciones siguientes. Se instaura un nuevo y larguísimo silencio. Espero que el profesor chileno continúe interrogándome, pero el hecho de haber contradicho u objetado la pertinencia de su pregunta anterior, lo ha enmudecido. Como no sé qué hacer se me ocurre a mi vez hacer preguntas y, por decir algo, pregunto por qué ese lugar se llama Túpac Amaru y si alguien sabe quién fue Túpac Amaru. El auditorio se mira las caras y al fin una de las tres guapas muchachas levanta el dedo y dice: “Fue un jefe peruano”. “Un jefe —digo—, sí, pero, ¿jefe de qué?” No sabe qué responder, ni los demás. Aprovecho para hablar un poco de la sublevación de Túpac Amaru, de su personalidad, de la significación que tuvo su gesto en tanto que precursor de nuestra independencia. Me interrumpo, pues un negro abre la puerta del café-concert, introduce el torso y pregunta si hay música. “Hay una conferencia”, responde el chileno. El negro, sin responder, tira la puerta y se esfuma. Suficiente. Renuncio a seguir hablando. Le digo al chileno: “creo que basta por ahora. Estoy ya cansado”. Los auditores aprovechan para desaparecer. De pronto me encuentro solo con el chileno (pues hasta el librero anarquista se fue sin decir esta boca es mía) en ese bar oscuro, gélido, siniestro. “Por favor, llévame al hotel —le digo—, mañana tengo que levantarme temprano.” Pero mi aventura no había terminado: “No hay hotel —me dice—, vas a dormir en mi casa”. Imagino el viaje en auto hasta el suburbio bordelés, el sofá que seguramente me darán, la molestia de tener que albergarme y caigo en una silla despatarrado. Me acuerdo además que no me han rembolsado mis gastos de transporte. Está bien que no me paguen nada por dar una o dos conferencias, así hable ante un muro, pero al menos que no me cueste plata someterme a esas pruebas que nada me dan y todo me quitan. Se produce seguramente una comunicación telepática pues el chileno me pregunta cuánto me costó el pasaje. Cuando le doy la cifra y le muestro el ticket del tren se sobresalta. Lo veo hurgar en la caja del bar, contar billetes, meterse la mano al bolsillo, sacar más billetes, volver a contar. “Vamos ahora a casa —dice al fin—, mañana antes de partir arreglaremos esto.”

UNA HORA MÁS tarde estamos nuevamente en el piso dieciocho de la torre. Nobleza obliga. Mi huésped se esfuerza por mimarme. “Menos mal que hay un cuarto de huéspedes”, me dice conduciéndome a él, pero es evidente que me han cedido el dormitorio matrimonial: por la ancha cama, las fotos, libros, papeles y utensilios lo comprendo de inmediato. Su esposa ha improvisado una tortilla, ensalada, quesos. Queda un poco del vino del almuerzo. Hablamos de su vida, sus problemas. Encantador sujeto, me digo, y además compréndelo, Julio Ramón, es un exiliado, no puede regresar a su país, sus dos hijos han nacido fuera, sueña todo el tiempo con Chile, nunca podrá habituarse a vivir en una ciudad de provincia francesa, es un déraciné como tantos, como tú mismo, aunque por otras razones. Aprécialo y agradécele. Decididamente, el mundo es complicado.

30 de septiembre de 1983

EL PORCINO vino como convenido y durante tres horas se representó en casa el más grande espectáculo teatral, por momentos bufo y por momentos dramático, que pueda concebirse. Pudo haber terminado con muerte de por medio, mía o suya, pero finalmente no hubo desenlace o más bien fue dilatado hasta mañana. Digamos que el porcino mide cerca de un metro noventa, debe pesar unos cien kilos y es más joven que yo, cuarenta y cinco años a lo máximo. Pinta de flic bretón, colorado, apoplético, aspecto intimidante. Estaba solo en casa y desde el comienzo le planteé el problema en términos serenos y razonables: reconocía que el contrato se vence mañana, pero ante la imposibilidad de mudarme, pues no he encontrado ningún departamento apropiado, le pedía un plazo de tres meses y me comprometía a cumplirlo escrupulosamente. De hecho se negó y me ofreció sólo un mes y a condición de que sobre el terreno le firmara un documento en el que me comprometía a partir cumplido el mismo. Era una concesión, pero yo no podía arriesgarme en ese momento y en forma tan tajante a firmar un documento. Así se lo hice saber y le pedí un plazo de cuarenta y ocho horas para tomar una decisión, pues debía consultar con mi esposa y con mi abogado. El cerdo se convirtió en jabalí y me dijo que si no aceptaba su propuesta, mañana o pasado mañana, no quería decirme ni el día ni la hora, entraría por la fuerza al departamento con su mobiliario y echaría el mío a la calle. Entretanto llegó Julito de su colegio y al escuchar los gritos del energúmeno tomó una actitud que siempre recordaré y que me colma de orgullo: apareció en la sala con sus dieciséis años y se enfrentó al porcino. Con una fuerza y una convicción impensables en un adolescente le pidió que no gritara pues estaba haciendo sus deberes. Porcín no se dio por aludido y continuó levantando la voz. Julito se acercó a él y se produjo un violento cambio de palabras, ambos con los músculos tensos y a punto de saltar el uno sobre el otro. Imaginé de inmediato el escenario: si el cerdo hubiera intentado un movimiento de agresión, Julito le hubiera dado un golpe de karate o de full-contact cuyos resultados podrían haber sido mortales.

Logré persuadir a Julito que nos dejara solos, para evitar un hecho de sangre. El jabalí bajó la guardia, de lo que aproveché para continuar mi argumento sobre la imposibilidad de aceptar su plazo de un mes. Jabalín me escuchó calmo, pero cuando Julito se despidió para ir a su curso de artes marciales y abandonó la casa, volvió a levantar la guardia y a mostrar los colmillos. En dos pies bramó y esgrimió nuevas amenazas: “Con la ley o sin ella yo entraré aquí con mis muebles y ya verá usted si puede sacarme”. Luego: “Yo puedo ser terrible”. Y lo era en efecto, en ese momento. “No me voy de aquí hasta que usted me prometa por escrito irse dentro de un mes. Me quedo en un rincón el tiempo que sea necesario, pero no salgo de aquí sin ese documento.” Y sentándose en un ángulo del sofá de plumas cruzó los brazos. “Voy a consultar con mi abogado”, dije y fui a la biblioteca a llamarlo por teléfono. “Si no quiere irse llame usted a la policía —me dijo mi abogado—, pero sobre todo no firme ningún papel.” Comuniqué esta respuesta al jabalí sentado y volvió a erguirse en sus dos patas, profiriendo nuevas amenazas. Yo me sentí amenazado físicamente, para ser sincero, pues el estado de excitación en que se encontraba no excluía que se precipitara sobre mí para estrangularme. Busqué con la mirada qué objeto podía servirme para defenderme. Vi la escultura de Emilio Rodríguez Larraín, que me pareció muy pesada, de modo que me incliné más bien por una de Igor Balarín, que estaba además a la mano. Pero en ese momento sonó el gong: llamaban por teléfono. Era un amigo de Julito, de modo que aproveché para responderle en voz muy alta para que porcín escuchara: “Se ha ido a su club de karate con sus amigos y estará de vuelta con ellos dentro de media hora”. Pensé que mi estrangulador al escuchar esto se transformaría en un gentilhombre, pero lo encontré nuevamente de pie y con las pezuñas en el aire. “Le repito, señor Ribeyro, que no me moveré de aquí si en el acto no me firma ese papel.” Claro, había escuchado que mi hijo y su banda regresarían en media hora, tiempo demás para disponer de mí a su guisa.

Pensé llamar a la policía, como me aconsejó mi abogado, pero me pareció exagerado y en realidad una muestra de debilidad. No me quedaba más que defenderme con las armas que me son específicas: paciencia e inteligencia. “Fíjese —le dije—, usted es un hombre de negocios, un comerciante y como tal un hombre tenaz, duro y agresivo, cuando están en juego sus intereses. Yo soy un diplomático y sé conservar mi sangre fría y mi serenidad. Pero no tome esto como un signo de flaqueza. Sé también ser firme, cuando es necesario. Sus gritos y sus amenazas no me asustan. Puede hacer usted lo que quiera, pero le aseguro que no cederé. Si quiere usted quedarse aquí, quédese, allí tiene un asiento. Pero sólo será hasta que yo lo decida.” Porcín tomó asiento y me clavó la mirada. “Yo lo miro de frente, señor Ribeyro.” “Yo también”, contesté. Durante un minuto al menos sostuve su mirada, recordando la mirada irresistible de papá, ante la cual todos sucumbían. Nuevo gong: llamaban otra vez por teléfono. El hijo de un amigo. Le dije que viniera a casa, pues estaba en discusión con el propietario y era mejor tener un testigo o un apoyo. Cuando volví al salón, Porcinio reanudó sus exigencias: o aceptaba un mes de plazo o me expulsaba a partir de mañana. Noté sin embargo que su flujo nervioso había bajado. Era el momento de aprovechar el desgaste que le había causado su euforia de la primera hora. “Señor Bureau —le dije—, no creo que sea el momento apropiado para tomar ninguna decisión. Vamos a darnos veinticuatro horas de reflexión. Su plazo de un mes no lo acepto, ni mucho menos que se lo prometa por escrito hoy. Yo estaría dispuesto a discutir sobre un plazo de tres meses, en el entendido que si encuentro antes un departamento me voy.” Temí que se reconvirtiera en jabalí y recomenzara sus amenazas, pero era evidente que psicológicamente la guerra había sido ganada. En el sofá había un hombre gordo y fatigado que prefería, también como yo, dilatar la solución del problema. “De acuerdo —dijo al fin—, mañana vengo a su casa a las tres de la tarde para saber a qué atenernos.” Sin muertes, pugilatos ni otras derivaciones, jabalí regresó a su madriguera. Y yo me quedé en la mía, francamente cansado, pero normalmente satisfecho. No había cedido a sus amenazas y había logrado a base de paciencia y dialéctica reducir la tensión y ponerlo en meditación, lo que con un jabalí es una proeza. Pero comprendo que tal vez mi hijo haya interpretado la situación en términos que me deslucen: que permita que alguien grite en mi casa. Cierto, pero yo tengo la lucidez suficiente para buscar sobre todo el resultado, pasando por encima de las formas, pues lo que importa es el resultado y eso sólo se sabe con los años. En el momento de mayor tensión y de amenaza yo conservaba la superioridad suficiente para dominar la situación y no tener que recurrir a métodos expeditivos. Que me molesta emplear, pero no excluyo, si realmente no queda alternativa. El límite en el cual mi comportamiento se balancea hacia la reacción brutal no se produjo, estuvo a punto de producirse y quizás sea mejor que no se produjera. Porque en un momento pasó por mi cabeza mi arsenal de escopetas y me dije que nada me impedía, llegado el caso, coger una y si no tenía otro recurso valerme de ella. En fin, creo que procedí bien, pues ahora que escribo esta página —día siguiente— el jabalí me llamó por teléfono, conciliante esta vez y muy desdentado, aceptando mi propuesta de darme tres meses de plazo. Lo que no acepté de inmediato, dándole cita para mañana en un café del barrio para discutir a solas y sin testigos y sin defensa nuestro problema.

Lima, 6 de abril de 1983

ELSA Y YO adelante, Emilio y Colette atrás, partimos en auto rumbo a Obrajillo. Sabíamos que quedaba después de Canta, pero no sabíamos bien por dónde se salía hacia esta ciudad ni a qué distancia quedaba. Perdimos como una hora en la barriada de Comas buscando la carretera. Al fin un guardia nos dio la buena seña y tomamos la ruta rumbo al interior. Ya eran las diez de la mañana.

Esa carretera me recordó escenas de mi infancia. Por allí nuestra clase hacía su paseo anual, en el ómnibus del colegio. Por lo general acampábamos en Santa Rosa de Quives, al lado del río. De muchacho hice también una excursión por allí hasta Yangas, en la caravana o tráiler de tío Georges y pasamos allí dos días cazando. Pero nunca había ido más lejos.

La ruta es extraña. Recuerda a la Carretera Central que lleva a Tarma y Huancayo, pero más austera y solitaria. Poquísimo tráfico. Hasta Santa Rosa el valle es relativamente amplio, aunque bastante seco, pero luego comienza a estrecharse y se entra en una especie de cañón con pista de tierra que parece interminable. Poco antes de entrar al cañón nos dio hambre y alguien dijo que por allí había un hotel campestre, donde podíamos almorzar. Lo ubicamos de suerte, pues no lleva ninguna enseña. Nos abrió el guardián y nos dijo que hacía diez años que no funcionaba. Aprovechamos para visitarlo: más que un hotel era un recinto de ocho hectáreas con jardines, enramadas, estanques, juegos, chalets individuales y edificios colectivos. Todo en el más completo abandono. Algún inversionista que se equivocó y metió la pata. Lo estaban vendiendo por doscientos mil dólares, lo que me pareció barato. Soñé un momento con comprarlo y establecer allí una minirrepública artística, literaria y marginal, lo que no pasó de un sueño.

Seguimos rumbo por el cañón preguntándonos cuánto nos faltaría para llegar a Canta. No se veía ningún indicador de distancia. La ruta además era plana y sabíamos por lo menos que Canta quedaba en altura, unos tres mil metros, y aún no comenzaba la pendiente. Pasamos por un pueblito irreal, una especie de decorado para western. Un aglomerado de casas que daban a la carretera, pero deshabitadas, desiertas. Bajamos un momento y al empujar el portón de una casa (donde decía PROHIBIDO ENTRAR) vimos sólo un patio invadido por hierba.

Al fin el cañón, siempre entre cerros pétreos, se empinó y nos dimos cuenta que empezaba la cuesta. Entre ambas vertientes sólo había lugar para la carretera y el río. Hicimos un nuevo alto, pues Colette y yo decidimos darnos un baño fluvial. En paños menores nos sumergimos en las aguas frías y transparentes que bajaban de los Andes. Apenas unos minutos, pero qué agradable sensación. El baño en un río no tiene nada que ver con el que uno se da en laguna, piscina o mar. Agua más fluida, leve, pero también humana, acariciante, no sé cómo explicarlo, ya encontraré los términos.

El cañón no podía ser eterno. A medida que se subía se anchó y fue poblándose de vegetación. Se respiraba un aire de sierra. Curvas y contracurvas. Aparecieron chacras, algunas vacas, cebras, casitas con tejas, corralito y una que otra huerta. Al fin llegamos a Canta. Eran las tres de la tarde.

Paso por alto nuestra breve estada en Canta, donde almorzamos. Proseguimos rumbo a Obrajillo. ¿Cuántos Obrajillos hay? Parece que dos, uno bajo y otro alto. En todo caso fuimos al bajo, pues de Canta tuvimos que descender dos o tres kilómetros para llegar a él. ¿Por qué demonios íbamos a Obrajillo? Porque Elsa había intentado una vez ir a este pueblo y no pudo llegar. Porque Arguedas habla de él en el “diario” de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo. Según recuerdo, en ese pueblo pensó alguna vez suicidarse.

Tuvimos que dejar el auto antes de llegar al pueblo, pues la ruta estaba bloqueada, un derrumbe o algo así. Al caminar hacia él nos cruzamos con cinco mozos de aspecto inquietante. No parecían del lugar. Pensamos todos que podía ser una célula de Sendero Luminoso. Nos miraron con desdén. Pero en fin, éste es otro asunto.

Obrajillo me conmovió y me subyugó. ¿Qué era eso? Ni siquiera un pueblo: una aldea, una calle principal, con unas cuantas transversales que dan al río y cien o doscientas casas. Desierto. ¿Dónde podía estar la gente? En la solitaria plaza de tierra una linda capilla cerrada, con un fresco de Dios Padre sobre el portón, entre las dos torrecillas. Al continuar por la calle principal surge el primer habitante, visión insólita: es un jinete que pasa al galope, pero no cualquier jinete. Caballo ricamente enjaezado y el caballero lleva un extraño sombrero con el ala delantera muy salida, de la cual pende un velo. Un sombrero como los que usaban en Siena, hace cinco siglos. El jinete desaparece en las afueras del pueblo. ¿Quién era? ¿Adónde iba tan de prisa? Recordamos que estamos en carnavales. Tal vez hay alguna fiesta o feria en algún pueblo cercano. Pero nos aguarda una segunda sorpresa italiana: vemos dos casas cuyas fachadas están pintadas con ese color ocre que sólo se ve en las casas de la campiña romana y que contrastaban extrañamente con los muros enlucidos con cal de las viviendas de este y otros tantos pueblos serranos. En fin, levantamos la cabeza y vemos que los cerros del fondo, medianamente altos y de leve pendiente, tienen esa calidad de verde, esa armoniosa diseminación de elementos —casitas, árboles, animales— que recuerdan los fondos de cuadros de la escuela toscana o lombarda. Parecían cerros pintados, en función de un decorado. ¿Analogía real o deformaciones de nuestra educación plástica europea? ¡Cómo saberlo!

Seguimos caminando (Emilio se preguntaba si habría algún bar o establecimiento donde tomar un café) y finalmente vemos la puerta abierta de lo que parece una tienda de abarrotes-cantina. A una treintena de metros de ella hay dos viejos sentados en el suelo.

—¿De quién es esa tienda? —grita Emilio.

—Mía —dice uno de los viejos.

—¿Se puede tomar un café?

—¡Uf! Hay que calentar el agua.

—Vamos hasta el río y regresamos. ¿Una media hora está bien?

—Sí.

A la media hora regresamos. Vemos a los viejos en el mismo lugar.

—¿Y el café? —pregunta Emilio desde lejos.

Los viejos no responden, pero una vieja que está sentada también en el suelo, recostada en el muro de una casa opuesta (tal vez estaba ya allí cuando pasamos por primera vez, pero no la vimos), toma la palabra por ellos.

—Es temprano, todavía, para el café. Una horita más, pues.

Son las cinco de la tarde y yo tengo que estar en Lima a las nueve de la noche, invitado a cenar en casa de Vargas Llosa.

Renunciamos al café y nos disponemos a abandonar el pueblo, cuando nos intriga ver lo que los viejos están haciendo. Conforme nos acercamos a ellos notamos que uno le está leyendo al otro un enorme libro con figuras. Descubrimos con sorpresa que es una edición encuadernada del diario El Comercio.

—¿De qué año es? —pregunto.

—Bueno, del setenta, me parece… Espere.

Antes de que verifique me agacho y veo que se trata de una edición encuadernada de 1948. Época de la guerra de Corea.

—¡Pero esto tiene veinticinco años! —digo.

—Sí, pues.

Seguimos nuestro camino. Emilio, fascinado por esos viejos que viven fuera del tiempo, propone que nos quedemos a dormir en Obrajillo o que lo dejemos a él solo y lo recojamos dentro de uno o dos días. Empezamos a buscar un hotel. Ya estamos lejos de los ancianos y no sabemos a quién preguntarle por un albergue. El pueblo sigue desierto. Bajamos por una callejuela que lleva el río y vemos al fin un mozo que anda de prisa hacia las afueras.

—¿No sabe dónde hay un hotel?

—Sigan de frente y doblan a la izquierda. Pero está cerrado en esta época. La señora que lo cuida es una vieja que vive detrás, en una chacra.

En efecto, el hotel —que es una casa de dos pisos, con rejas y un jardincillo salvaje— está cerrado. Buscamos la chacra donde vive la vieja guardiana, pero no vemos ni chacra ni vieja. Emilio renuncia a pernoctar en el pueblo y regresamos al automóvil.

(Resumo el regreso: se nos revienta una llanta a unos diez o quince kilómetros de Canta. La de repuesto está desinflada. Perspectiva de quedarse a dormir en plena campiña, pues por esa carretera infame no pasa un solo vehículo que pueda auxiliarnos. Media hora de discusiones, proyectos y finalmente resignación. De pronto aparece una enorme camioneta, supermoderna y supersofisticada, que baja de las alturas hacia la costa. Descienden tres seres rubios altísimos. Nos dicen que son botánicos suecos que vienen de Junín. Sacan nuestra llanta, se la llevan a su vehículo, arrancan en busca de un garaje y a los veinte minutos regresan con la llanta en perfecto estado, ellos mismos la entornillan y parten velozmente hacia Lima diciéndonos good bye. Quedamos patidifusos. Emilio dice que son extraterrestres.)

Al día siguiente estoy aún habitado por la imagen de Obrajillo, la fuerte impresión dejada en mí por el pueblito. Arguedas quería matarse en él, yo pienso más bien que podría vivir en él. Cuando mamá me escucha hablar de esta excursión me revela que a su padre le encantaba Obrajillo. Una o dos veces al mes bajaba a caballo a este pueblo desde la hacienda que administraba en la Pampa de Junín, unas diez horas por punas, riscos y quebradas. Regresaba al día siguiente con las alforjas llenas de azúcar, aceite, velas, lo que hacía falta en la hacienda. A veces llegaba hasta Yangas, a cincuenta kilómetros de Lima, para comprar frutas. Yo ignoraba que mi abuelo conociera y admirara este pueblo. Es muy posible que pernoctara en el hotel que vi y que nada haya cambiado en el Obrajillo que él conoció en 1915 y que yo descubro setenta años más tarde.