POBRE OVIDIO

AUGUSTO, como es sabido, fue un protector de las Artes y de las Letras y durante su largo gobierno, asistido por el buen Mecenas, se crearon obras inmortales, como la Eneida de Virgilio y las Odas y Sátiras de Horacio.

Pero como cualquier tiranuelo de la época cometió actos execrables, amparándose o no en la razón de Estado y a su pasivo se pueden anotar el asesinato de Cicerón y la deportación de Ovidio.

El caso de Cicerón es trágico. Los cuchilleros del triunvirato lo alcanzaron en su refugio de Gacta y el ilustre orador fue ejecutado como un vulgar maleante, sin que de nada le valieran los cuarenta volúmenes de sus Obras completas. Pero el caso de Ovidio es más bien patético. No se puede permanecer insensible ante el vuelco brutal y misterioso de su destino.

Ovidio encarna en realidad un paradigma: el del poeta doblegado por el poder. Hay una antigua y larga tradición de poetas perseguidos, exiliados, encarcelados, torturados, asesinados. Dante, Quevedo, Chenier, Lorca, Brecht, para citar a los de mucho renombre. Ovidio es el primer ejemplo conocido del poeta que, al entrar en conflicto con la autoridad, ve caer sobre su cabeza el puño de una fuerza ciega que trata de silenciarlo.

¡Y su voz resonaba con tanto brío e insolencia en la Roma imperial! A los treinta años era ya un poeta festejado, gracias a las obras eróticas de su juventud. Pero fue el Arte de amar lo que cimentó su fama. Éste es un libro indestructible. Nadie, ni siquiera el ingenioso Stendhal, ha escrito páginas tan actuales, veraces y agudas sobre el sentimiento amoroso y la estrategia de la seducción. Como se dijo alguna vez de Platón tratándose de la filosofía, todo lo que se ha escrito sobre el amor en los últimos dos mil años son sólo “notas al margen” del Arte de amar de Ovidio.

Aplicando sus propias enseñanzas, Ovidio se casó tres veces, la tercera con una mujer ligada a la familia imperial, lo que reforzó su posición mundana, social y artística e hizo de él el poeta de moda. Su vida seguía un curso ascendente que lo predestinaba a los máximos honores. Abandonando la musa ligera de su periodo amatorio, emprendió obras de largo aliento, como las Metamorfosis y los Fastos, con las que esperaba no sólo emular a sus modelos griegos sino opacar a todos sus contemporáneos. Al llegar a la cincuentena era considerado como el poeta que encarnaría el esplendor literario de la época augustiana.

Y de pronto fue fulminado por el diktat imperial. Augusto le ordenó dejar Roma para siempre y recluirse en los confines del mundo civilizado, en la colonia de Tomi, a orillas del Mar Negro, puerto minúsculo, lúgubre y salobre, cercado por los bárbaros y tan alejado de su patria que una carta tardaba seis meses en llegar a la capital. De nada le valieron renombre, talento y relaciones. Tuvo que abandonar mujer, hijos, amigos, bienes, comodidades y honores y embarcarse precipitadamente rumbo al exilio, sin esperar siquiera, como se queja en sus cartas, que las aguas del Adriático se calmaran y terminara la época del mare clausum.

¿Qué había sucedido? La verdad es que nunca se sabrá. En los últimos veinte siglos se han elaborado decenas de hipótesis al respecto, pero ninguna ha sido probada.

Éstas pueden reducirse a cuatro o cinco. Ovidio había tenido relaciones amorosas con Julia, nieta de Augusto, o favorecido las relaciones de esta mujer con alguno de sus amantes. Ovidio había presenciado accidentalmente una ceremonia ritual secreta en la que participaba la emperatriz Livia y que implicaba el desnudamiento. Ovidio mantenía contactos con miembros de la oposición e intentó facilitar la fuga de un detenido importante. Ovidio era el principal responsable de la degradación de las costumbres romanas, a causa del Arte de amar, libro que glorificaba el placer, aconsejaba el engaño y ensalzaba el adulterio. Ovidio formaba parte de una secta neopitagórica dedicada a la adivinación y estaba en posesión de augurios y secretos que constituían un peligro para el Estado.

El propio Ovidio no reveló nunca el verdadero motivo de su destierro. En las cartas que escribió de Tomi aborda el tema, pero en forma contradictoria o elusiva. Primero lo imputa al carácter libertino del Arte de amar, en lo que debe haber algo de cierto, pues este libro fue retirado de las bibliotecas a raíz de su desgracia. Luego habla sucesivamente, de un error, de una falta, de un crimen, pero sin dar otra precisión que la referencia mitológica a Acteón presenciando el desnudamiento de Diana. Algo vio pues nuestro poeta, o algo dijo o algo hizo, algo que atentaba contra la moral, el orden, la seguridad o la majestad del Imperio, lo que lo convirtió en un réprobo y mereció un castigo ejemplar.

En la colonia de Tomi Ovidio pasó los últimos nueve años de su vida, sin regresar nunca a su tierra natal, a pesar de sus súplicas y palinodias. Si en el caso de otros poetas el destierro lejos de mellar su inspiración la estimuló, en Ovidio significó su quiebra moral y artística. Mal de salud, en medio de gentes cuya lengua sólo llegó a entender —y hasta escribir— al cabo de años, no encontró nunca ánimo ni fuerzas para corregir los borradores de las Metamorfosis ni para concluir los Fastos. Siguió escribiendo, es cierto, pero sólo cartas en verso, cartas que enviaba empecinadamente a Roma, pero cuyo valor es más psicológico o humano que literario.

De estas cartas se han conservado dos series: las Tristes y las Pónticas. Las Tristes, escritas en el monótono ritmo del dístico elegiaco, no tienen destinatario preciso, salvo una a su mujer y otra a Augusto, y en todas repite la misma letanía: la severidad de su castigo, la ingratitud de sus amigos, la nostalgia de Roma, la angustia de la soledad, la inclemencia del clima, la esperanza de una revocación de su pena o de un atenuamiento de la misma que le permita vivir más cerca de Italia, todo ello mezclado con humillantes alabanzas a la magnanimidad de Augusto y a su glorioso gobierno y con toda la crema mitológica de un erudito hombre de letras de la antigüedad.

En medio de esta lamentosa aplanadora poética surge aquí y allá un verso verdaderamente conmovedor que trasmite la intensidad de su sufrimiento. Durante su viaje en barco al exilio: “Adonde vuelva la mirada veo sólo la imagen de la muerte, que mi espíritu teme pero al mismo tiempo invoca. Me acerco al puerto, pero este puerto es para mí el puerto del espanto. La tierra es más horrorosa que el mar, pues peores que los elementos son los hombres”. Instalado en el destierro: “Pienso en Roma, pienso en los lugares que extraño, pienso en todo lo que queda en mí de mi ciudad para siempre perdida. ¡Tantas veces he golpeado a la puerta de mi sepulcro sin lograr abrirlo! ¡Cómo no perecí por la espada o cómo no logró la tormenta tragarse mi vida miserable!” Años más tarde, cuando sus esperanzas de regresar a Roma se han desvanecido: “Moriré lejos, en tierra incomprensible, lo que redoblará la atrocidad de mi castigo. Mi cuerpo se extinguirá en lecho extraño, sin nadie a mi lado para compadecerme. No dictaré mis últimas instrucciones, ni mano amiga cerrará mis párpados. Sin funerales, honores ni llantos, tierra bárbara recubrirá mis huesos”. O esta frase suelta, misteriosa, que nos sacude como una descarga eléctrica: “Te atreviste a tocar el cuerpo incandescente de Júpiter y a cruzar el dintel de la morada de la desesperación”.

En las Pónticas, unas cuarenta cartas enviadas a destinatarios nominales, Ovidio repite con variantes las mismas quejas. Se dice que sus amigos romanos estaban hartos de recibir misivas de un hombre al que habían olvidado o que querían olvidar y que su propia mujer consideraba este correo como una penitencia. Antes de abrirlas conocían su contenido: reproches por no recibir respuesta, invocaciones a la amistad, ruegos para obtener siempre el mismo favor: regresar a Roma o cerca de Roma, ruego punzante, como el de las Tres hermanas de Chéjov, que desde el fondo de su provincia repetían todas las noches: “¡A Moscú!, ¡a Moscú!” Augusto fue inflexible y su sucesor Tiberio también. Nunca se le perdonó al poeta su enigmática falta. ¡A quién diablos le importaban además las imploraciones de un hombre perdido en esa siniestra comarca del Ponto Euxino, que ya los griegos temían y llamaban, por antífrasis, Mar Hospitalario! Lo dejaron gritar, patalear, secarse, desesperarse y morir como un perro lejos de su país.