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Cuando despertamos, con los dedos fríos y las gargantas resecas, empezaba a presentirse el amanecer. Kun seguía sin poder apoyar el pie, pero insistió en que debíamos empezar a movernos.

De alguna manera, conseguí cargar con nuestras dos bolsas y la mitad de su peso y echamos a caminar hacia lo que estábamos casi seguros de que era el este.

Pronto olvidé los tiritones de la noche anterior; las cascadas de sudor me recorrían la espalda encorvada bajo el peso, el flequillo enredado y sucio se me pegaba a la frente y lo único que me convencía para dar un paso y después otro y otro más era la promesa vaga de que, al final del camino, detrás de estos árboles y de los que vinieran más allá, encontraríamos agua.

Nos bebimos lo que quedaba en la cantimplora en la primera pausa que hicimos, en algún punto de la mañana.

Pero seguimos caminando, porque no podíamos hacer otra cosa. Aunque cuando llegara el momento en el que realmente no pudiéramos más, nos detendríamos y seguramente no volveríamos a levantarnos.

Las hojas nos bloqueaban la vista, las ramas se enganchaban a nuestras ropas, los troncos nos impedían caminar en línea recta y las raíces hacían que tropezáramos con nuestros propios pies.

Cuando volvimos a parar me di cuenta de que me costaba respirar. Me senté y metí la cabeza entre las piernas mientras Kun se aliviaba la vejiga apoyado en un árbol.

—¿Lo oyes? —preguntó entonces.

Alcé la cabeza, apartándome por fin el pelo de la cara con el antebrazo. En algún momento había perdido las horquillas, pero la grasa hizo que se mantuviera lejos de mi frente. Por un instante fui feliz.

Hasta que me concentré en la información que me mandaban mis orejas y ¿sonaba como una fuente?

—¿Te estás burlando de mí? —Me volví, exhausta y furiosa y dispuesta a pisarle el tobillo torcido a modo de venganza por atreverse siquiera a bromear con algo así. Seguía reclinado sobre el árbol, a la pata coja, con el pha-hang perfectamente anudado.

—Lo oyes, ¿verdad?

Lo oía. Sonaba como una fuente.

—Vamos. —Retomamos la marcha.

Tuvimos que rectificar el camino varias veces, cuando nos parecía que el arrullo de lo que debía de ser agua se apagaba, oculto siempre tras el rugido de nuestras pesadas respiraciones.

Pero poco a poco parecía que nos acercábamos, y si no era todo una ilusión y finalmente encontrábamos agua, no debía de quedar mucho más.

Lo único que me impidió lanzarme a un charco sucio, que fue lo primero que vimos, fue el brazo firme de Kun, que seguía recostado sobre mis hombros.

—No podemos beber eso —dijo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Tenemos que encontrar el río. Eso que oímos tiene que ser una cascada y tiene que estar por aquí cerca, ese charco es la prueba.

—¿Qué más da si viene del río? —Los labios rotos me dolían al hablar.

—Mi padre decía que solo es seguro beber el agua del fondo del río, donde haya cantos rodados.

—¿Tu padre es el hijo de Nounou?

—Sí. Murió antes de que yo me fuera a la ciudad.

—¿A Luang Prabang?

—No, antes de eso. Cuando fui al templo y estudié como monje.

Iba a pedirle que me contara más, pero fue en ese momento cuando, por fin, vimos la pequeña cascada, allá al fondo, tras un tapiz de ramas que atravesamos como en un sueño.

Dejé a Kun sentado en la orilla y corrí al agua con la cantimplora vacía. Por supuesto, le hice caso y la llené desde el fondo.

Nada me impidió chapotear en el agua como un vulgar pato una vez que hubimos saciado nuestra sed.