Faltaría poco menos de una hora para el atardecer cuando el camino que seguíamos comenzó a ensancharse; al poco vimos las columnillas de humo que se elevaban sobre las copas de los árboles y pronto empezamos a escuchar otras voces y trasiego de animales. Entonces no lo sabía —entre otras cosas porque, aunque se me hubiera ocurrido preguntar, en mis lecciones de geografía siempre había importado más que supiera nombrar las colonias integrantes del Imperio francés que el que fuera capaz de localizar en un mapa de Laos cualquier cosa que no fuera Luang Prabang y Vientián—, pero la meseta de Bolaven se extendía aún varios kilómetros más allá de la aldea antes de desembocar en la ciudad de Attapeu.
En todas las aldeas laosianas en las que habíamos parado a dormir durante nuestro viaje nos habían recibido siempre con banquetes de verduras, carne y frutas y con unas sonrisas tan amplias que les podíamos contar los dientes picados a sus dueños. Hasta en las casas más humildes se sacrificaba un pollo para agasajarnos como invitados, pese a que solo pasaríamos allí una noche y Kun no tenía más que puñados de arroz para corresponder a los regalos. Nos traían agua para asearnos y nos dejaban extender nuestras esteras en un rincón de su casa; en ocasiones insistían para que durmiéramos en el propio dormitorio de nuestros anfitriones, mientras que ellos se acostaban en otra habitación, generalmente la que hacía de cocina y sala de estar. Después de llevar días y días en camino, esos pequeños gestos, que cuando vivía en mi casa de dos plantas de Luang Prabang me habrían parecido totalmente insuficientes, me hacían ahora querer dar saltos de felicidad. Claro que había olvidado lo que era no sentir dolor en los pies, de modo que me conformaba con saltar en mi mente y con demostrar con mi gran apetito lo agradecida que estaba por las atenciones.
En aquel momento, después de haber recibido tanto de completos extraños, pensé que sería totalmente natural que en la aldea de Nounou, donde había nacido Kun, nos esperaría una bienvenida similar. El corazón me daba volteretas, ansioso, sin querer quedarse en su sitio, al imaginar lo maravilloso que sería poder seguir cerca de Kun durante más tiempo. ¿Todavía tendría, cuando despertara a la mañana siguiente, esta capa de felicidad adherida a la piel?
Y, sin embargo, cuando —¡por fin!— llegamos allí, nada fue como yo había previsto.
Un corro de una docena de casas acomodadas sobre zancos de madera cotilleaba formando una plaza en el medio, aunque el pavimento era en todos sitios la misma tierra roja que, sin jabón a mano, todavía no había conseguido limpiarme de las rodillas. Delante de cada puerta había un barreño: algunos vacíos, algunos rebosantes de espuma, en uno de ellos una niña se afanaba en fregar los cacharros. Cuando levantó la vista y nos vio, se nos quedó mirando, muy quieta, con la cara muy seria y los codos sumergidos en el agua sucia. Un grupo de hombres fumaba sin prestarnos atención, aun después de que cuatro o cinco muchachos se acercaran corriendo a Kun y empezaran a bombardearlo a preguntas que él contestó preguntando por sus madres. Una mujer surgió de debajo de una de las casas, sobresaltándome, porque en ese momento aún no sabía que mucha gente aprovechaba el espacio que quedaba entre la tierra y el suelo de las casas como despensa y para tender la colada.
—¿Kun? Pero ¿eres tú? —dijo la mujer dando otro paso hasta nosotros. Las cuentas de colores que le colgaban de las orejas titilaban con la luz rosada del atardecer.
—Madre. —El nop de Kun me pilló desprevenida. Igual que la relación de parentesco: nunca habría imaginado que aquella señora de frente amplia y pasos tímidos hubiera traído al mundo a Kun. A mi Kun.
Mientras la saludaba yo también, no pude evitar preguntarme si mi bebé, que había recorrido conmigo el reino del millón de elefantes, se parecería a mí cuando naciera.
Cuando volví a mirar, la niña del barreño había desaparecido.
—Pero ven, ven adentro. Tu abuela se alegrará mucho de verte. —La mujer hizo ademán de guiar a Kun hasta la casa debajo de la cual había estado trajinando, y solo entonces pareció fijarse en mí. Se detuvo, me miró de arriba abajo con sus ojos pequeños y hostiles. Se paró en la falda evasé de mi vestido, más corta, rota y sucia que su sinh tejido en colores brillantes; en los trozos de piel pálida, llena de cortes y quemada a ronchas; en las greñas sucias que no sabía cómo convertir en un moño sin ayuda de espejo y horquillas.
Unas punzadas de vergüenza que no sabía muy bien de dónde salían me impidieron alzar la barbilla y aceptar la inspección con dignidad. Quise correr a esconderme entre los árboles, donde a Kun no le había importado que mis cejas no estuvieran bien depiladas.
—Madre, esta es Sang.
—Esta mujer es una falang —dijo. Los brazos tensos a ambos lados del cuerpo, los labios fruncidos sin ocultar el disgusto—. ¿Por qué la has traído? ¿Por qué estás aquí?
—Sang va a vivir aquí, conmigo. No vamos a volver a Luang Prabang.
Su madre chasqueó la lengua.
—¿Hasta qué punto vas a mancillar la memoria de tu padre? No solo traes hasta aquí a esta, que a saber qué le habrás dicho para convencerla, sino que además pretendes imponernos su presencia. ¡Qué descaro! Si lo que quieres es vivir con ella, deberías haberte quedado allá en la ciudad. Pero traerla hasta aquí… Estos falang, que se creen que solamente porque tienen las tierras y el dinero… ¿En qué estabas pensando, Kun? Después de que tu abuela aguantó tantos años, trabajando todo lo que trabajó, ahora le traes a esta falang aquí y…
—Madre. —Kun la interrumpió por primera vez; la cascada de protestas se detuvo por un momento, dándole tiempo a mi cerebro a procesar una información que le llegaba demasiado deprisa.
—Disculpe, señora, no era mi intención causar molestias a nadie —dije en un lao que me sonó lento y torpe comparado con el torbellino imparable de la madre de Kun. Esta enrojeció ligeramente antes de volver a la carga.
—No voy a dejar que le haga usted daño a Kun.
—Su hijo me ha salvado la vida y me ha demostrado que es un verdadero amigo al acompañarme hasta aquí. Yo solo se lo pedí porque necesitaba ayuda. —Kun me tocó el brazo; cuando lo miré, me percaté además de que a nuestro alrededor se había congregado una pequeña multitud. La niña del barreño se había perdido entre otras muchas muchas caras. Curiosas, con el flequillo tapándoles los ojos, resguardadas por el abrazo de sus madres, que parecían querer protegerlas de… ¿de mí? ¿Qué pensaban, que iba a maldecirlas?—. No deseo causar problemas —repetí.
—Sang va a quedarse aquí.
Tragué saliva, pero aquella sensación extraña que notaba adherida al cielo de la boca no se fue. Estuve a punto de susurrarle a Kun que lo dejara, que podía irme a otro sitio. Si no lo hice fue únicamente porque no quería contradecirlo después de que me hubiera defendido ante aquella congregación de miradas hostiles.
La madre de Kun guardaba silencio, esperaba sin duda que su hijo claudicara. Una gallina se me acercó y empezó a picotear el suelo entre mis piernas. Me di cuenta de que, si me movía para espantarla, me echaría a llorar sin remedio.
—Ma petite? Anne-Frédérique, ¿eres tú? —Una voz desgajada se abrió paso entre las caras desconfiadas y me guio hasta una anciana desdentada con un pañuelo rosa en la cabeza. Habría reconocido esa voz en cualquier parte.
Nounou abrió los brazos, rompiendo una brecha en el muro que nos separaba a Kun y a mí del resto de la aldea. Corrí hasta ella, sin importarme ya que los sollozos se apoderaran de mi cuerpo. Nounou no estaba enfadada por que hubiera reaparecido por sorpresa en su vida.
Cuando rodeé sus hombros estrechos con mi abrazo me sorprendió que fuera tan menuda, tan delgada, aunque supuse que yo había crecido desde que nos habíamos despedido por última vez en Villa Noël. Y aun así era ella la que me sostenía con su fuerza, la que me anclaba a la tierra, y me dejé consolar por ella como si volviera a tener siete años y acabara de rasparme las rodillas jugando en el jardín.
—Madre.
—Vamos, Khompheng, deja a la muchacha. —Las manos ganchudas de Nounou se enredaban entre mis cabellos, como tantas y tantas veces habían hecho para deshacerme los nudos y anudarme los lazos—. Ven, hija, seguro que estarás hambrienta. Mi nieto te habrá estado llevando de un sitio a otro sin apenas parar para comer, ¿a que sí? —Negué con la cabeza en el hueco de su cuello, llenándole el pha-biang de lágrimas y mocos.
—Nounou…
Una parte de mí quería retomar el control, ser capaz de separarme de ella y saludarla como se suponía que debía hacer, con la dignidad y el respeto que se merecía, como la señorita que ella tanto había batallado para enseñarme a ser. Pero no me había dado cuenta de lo muchísimo que había echado de menos su olor a jabón y hogar.
Y Nounou me abrazó largamente, ajena al murmullo sorprendido que iba extendiéndose por la aldea, sin dejar de susurrarme al oído cuánto me había añorado. Cuando por fin conseguí limpiarme las lágrimas con el dorso de la mano, sintiendo el pecho tan ligero como no lo hacía desde que había notado que no me bajaba el periodo, descubrí que Nounou me sonreía. Quizá todo saldría bien.
—Khompheng, querida hija, qué mejor ocasión que esta para matar a esos pollos que estábamos engordando, ¿no crees? No todos los días vuelve a casa el hijo de tu difunto marido. ¡Han pasado tantos años desde la última vez que te vi!
El «por supuesto, madre» de Khompheng casi se perdió en la exclamación de sorpresa de Kun cuando Nounou tiró de él para abrazarlo también.
Para recuperar el equilibrio, se apoyó sin querer en el tobillo aún lesionado. Los astutos ojos de Nounou, pese a la decreciente luz del crepúsculo y a la ligerísima niebla que empezaba a extenderse desde sus pupilas, no pasaron por alto la mueca que se le escapó a su nieto.
—¿Qué te pasa? ¿Es que piensas que te has vuelto demasiado mayor para abrazar a tu abuela? ¡Niño insolente, ven aquí!
—Empezaré a preparar la cena. —Khompheng desapareció detrás de una de las casas; el resto de la gente también se había dispersado y de pronto volvíamos a estar prácticamente a solas, a excepción de los hombres que seguían fumando y la niña que había vuelto a su tarea junto al barreño.
Nounou nos llevó a su casa sin soltarse del brazo de Kun. Por el rabillo del ojo lo descubrí respirando bien hondo cuando subimos por la escalerilla de palos hasta el porche.
—Ay, qué sorpresa y qué alegría teneros aquí a los dos —decía Nounou mientras tiraba de Kun hacia el interior—. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Qué mayores estáis. Tenéis que contármelo todo, ¿eh? ¿Cómo es que estáis aquí?
Kun se había quedado como hipnotizado, mirando fijamente las ramas de bambú que formaban las paredes, de modo que me tocó responder a mí.
—Ah, pues, verás… En realidad es una historia un poco larga.
—Claro, claro, ma petite. No te preocupes: tenemos todo el tiempo del mundo. Esta noche tienes que contárnoslo todo. Es un poco tarde para que vayáis al arroyo a asearos. Kun, hijo, tráenos un poco de agua limpia. —Con un pellizco, Nounou soltó el brazo de su nieto. Este pareció despertar como de un sueño y la miró con los ojos muy abiertos antes de asentir—. Va todo bien, ¿verdad, Anne-Frédérique? —me preguntó en cuanto estuvimos solas.
Me tomé un momento antes de contestar; la poca luz del atardecer, que se colaba por las rendijas de las paredes, hacía que las arrugas del rostro de Nounou se me antojaran tan profundas como el Mekong. La abracé siguiendo un impulso que no supe de dónde había salido.
—Sí. Sí, todo está bien —dije en cuanto sentí sus brazos rodeándome de nuevo—. Es gracias a Kun que estoy aquí, gracias a él que yo estoy bien.
—Ma petite…
—Nounou, podemos quedarnos aquí, ¿verdad?
Kun volvió con un barreño de agua antes de que Nounou pudiera reconfortarme. Temblaba un poco cuando me separé de ella, pero me dije que era por el cansancio.
—Refrescaos un poco antes de la cena. ¿No tienes más ropa, hijo? Ese pha-hang parece que se te vaya a deshacer en cuanto estornudes. Bueno, ya te buscaremos algo. ¿Y tú, ma petite? ¿Tienes algo limpio que ponerte?
Kun empezó a sacar nuestras cosas de la bolsa; sin que yo se lo pidiera, me tendió mi otro vestido. A continuación, se quitó la camisa raída y empezó a pasarse el trapo mojado por la piel, con movimientos rápidos y eficientes.
Mientras intentaba controlar el rubor de mis mejillas —tanto Kun como Nounou habían visto de mí ya todo lo que había que ver—, me desabroché lo más deprisa que pude los botones del vestido camisero y traté de esconder la necesidad que sentía de cubrirme el sostén con el brazo. Pero Nounou estaba ocupada colocando una tarimilla de ratán en el centro de la habitación y Kun se había quitado también el pha-hang y estaba estudiando, aunque no había velas ni lámparas en la casa, la hinchazón de su tobillo. «Bo pen nyan», me dije. De todas formas, me di prisa en terminar.
Nounou había extendido ya unas telas en el suelo cuando Khompheng trajo una gran cesta llena de arroz. Aún humeante, la dejó sobre la tarima y le pidió a Kun, con una sonrisa tirante, que la ayudara a limpiar el pescado. Él se llevó el cubo de agua sucia de sudor y tierra y su madre, nuestras ropas del viaje.
Respiré aliviada en cuanto la vi desaparecer por la escalerilla.
—Monsieur Noël no sabe que estás aquí, ¿verdad? —preguntó entonces Nounou. Di un respingo y me giré para adivinarla, en la penumbra cada vez más oscura, sentada ante la tarima con las rodillas dobladas bajo el cuerpo.
—No —admití en voz baja. Quería contárselo todo: hablarle de Giang y de Liên, de lo mucho que echaba de menos a Jacques y del pánico intenso que me había atravesado el estómago cuando había descubierto que estaba embarazada. Quería confesarle que Kun y yo habíamos dejado a Sukenori medio muerto en mitad de la carretera. Pero Nounou no siguió preguntando y yo no encontraba las palabras, de modo que esperé.
—Aquí estás a salvo, ma petite.
Nounou nunca me había mentido, me lo creí.
En cuanto Khompheng trajo el padek, la casa entera se llenó de un intenso aroma que habría rivalizado con los camembert que tanto le gustaban a la madre de Jeannine. La salsa, de un color entre marrón y verduzco, no parecía nada apetitosa, pero el brillo en los ojos de Kun al empapar su arroz en ella me convenció para probarla. No estaba mal, aunque seguía prefiriendo la blanquette de Boupha.
—Cómo lo había echado de menos —suspiró Kun—. Qué alegría haber vuelto a casa.
—¿Significa eso que te quedarás por mucho tiempo? —intervino su madre. Su tono cortante casi me hizo tirar el puñado de arroz que me llevaba a la boca.
—Nos quedamos aquí, sí.
La mujer parecía querer replicar, pero calló ante la mirada reprobadora de Nounou. Se levantó entonces para coger una lámpara de parafina de un rincón, la encendió y la colocó sobre la tarima, entre los cuencos. El aspecto del padek no mejoró con la luz: ahora podía distinguir los trozos de pescado medio hundidos entre lo que parecía fango.
—¿Has tenido algún problema con monsieur Noël? —preguntó Nounou.
Kun me miró antes de responder.
—No. Quería enviarnos a los dos a Japón y Sang y yo decidimos no ir.
—¡A Japón! Pero ¿dónde está eso?
—Entiendo que lejos, querida —dijo Nounou—. ¿Y tu hermano? ¿Está monsieur Jacques en Japón también?
—No, no. Jacques está en Francia, en la guerra. Papá quería que fuera yo sola a Japón con uno de sus socios. Kun me ayudó a escapar.
—¿Qué guerra? —preguntó Khompheng.
—¿Eso es todo, ma petite?
Kun me miró de nuevo. «Venga, lánzate», parecía decirme.
—No, resulta que… El caso es que… —Tragué saliva, miré el padek. Recordé que ya no tenía el lujo de mentir, porque había una pequeña criaturita creciendo en mi vientre que necesitaba un hogar. Alcé la vista, clavándola en las aletas de la nariz de Khompheng, porque no me sentía tan valiente como para enfrentarme a los ojos de Nounou—. Estoy esperando un bebé. Por eso…, por eso no podía volver a casa. Papá no sabe nada, pero quería llevarme lejos y yo no puedo tener a este bebé lejos, en otro país, con gente extraña… —Callé, extremadamente consciente de que mis mejillas debían de verse ardientes de la vergüenza. Tuve que concentrarme para calmar mi respiración agitada, que parecía querer ganarle la carrera a mi corazón desatado.
Durante un rato nadie dijo nada; el arroz glutinoso tenía un brillo fantasmagórico a la luz de la lámpara.
—¿Un bebé? ¡Pero cómo! ¿Y el padre? ¿Estás casada, muchacha? —Khompheng fue la primera en hablar.
Negué con la cabeza, con tanta energía que notaba cómo los mechones sucios y apelmazados chocaban unos con otros.
Abrí la boca para confesar que el padre de mi bebé era un anamita que me había abandonado, que estaba prometido con una muchacha comunista y que no sabía si quería siquiera que llegara a saberlo algún día. Pero las palabras se me aturullaron en la punta de la lengua cuando, por fin, cometí el error de cruzar la mirada con Nounou. Ella no decía nada; estaba esperando sin duda a que terminara de contar la historia. Me había prometido que estaría a salvo. Como Kun.
Lo miré, desesperada. Quizá no fuera a gustarle lo que iba a decir. No había tenido tiempo de consultárselo, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Una buena persona, honesta y agradecida con los que la han acogido habría dicho la verdad. Lo habría contado todo sin guardarse ningún secreto, por muy sucios que estos fueran.
Pero yo había dejado de ser una buena persona hacía tiempo. Ya no quería ser Anne-Frédérique, sino Sang, y Sang podía tener la vida que yo quisiera, porque solo Kun sabía la verdad.
Y, si había una cosa de la que estaba segura en aquel momento, era de que confiaba en Kun. Con mi vida y con la de mi bebé. Me lo había demostrado, una y otra vez, al llevarme lejos de los mangos y cogerme de la mano cuando el bamboleo de las barcazas en las que habíamos bajado el Mekong me revolvía las tripas. Juntos habíamos encontrado agua en la jungla y compartido khao-tji al abrigo de las hojas de los árboles aquella misma mañana.
Así que mentí, y me dije que, si Kun me seguía la corriente, no había razón alguna para que la mentira no se transformase en verdad.
—Kun es el padre.