19

En cuanto hubimos terminado los preparativos se celebró la boda.

No llevó mucho tiempo porque mi familia no estaba allí para que Khompheng pudiera recrearse siguiendo el estricto régimen de visitas que era natural en un noviazgo entre las familias de los novios. Papá no le exigió a la familia de Kun que pagara un kha-dong como prueba de que tenía posibles suficientes como para mantenerme ni había altar al que pudiera llevarme del brazo.

Khompheng —probablemente para evitarse la vergüenza de que en la boda de su hijo la novia vistiera unos harapos que habían recorrido Laos desde Luang Prabang— me prestó el pha-biang y el sinh rojos con los que ella se había casado y Nounou me enjugó las lágrimas que derramaba todas las mañanas cuando despertaba con la espalda dolorida antes de prepararme mi infusión. Me dije que, si ni papá ni Jacques estaban allí, era porque yo así lo había querido. Y que tal vez era lo que el propio papá deseaba, ya que me había enviado a Japón con un completo desconocido. Al menos tendría conmigo a Vanhvilay y a Nounou en vez de a Otoha Hirazakura.

Traje el agua desde el arroyo como todos los días y me gané una reprimenda de Khompheng como siempre, porque tardaba más del doble que el resto de las mujeres, ya que me paraba cada pocos pasos a descansar.

Después del desayuno, vino Vanhvilay e intentó anudarme el cabello en lo alto de la cabeza. Agradecí profundamente no tener a mano un espejo, porque estaba segura de que mi media melena no tenía ni la textura ni la longitud adecuadas para el peinado tradicional. Tampoco tenía muchas ganas de verme el día de mi boda sin velo ni ramo de flores. Achaqué el dolor de cabeza a la tirantez del moño.

Hasta aquel momento, la gente de la aldea apenas me había prestado atención: los niños venían a jugar junto a mí cuando lavaba y cocinaba arroz con Nounou, y la madre de Vanhvilay mandaba a su hija de vez en cuando a ayudarme con las tareas, pero más allá de eso y de alguna mirada curiosa que se desviaba en cuanto intentaba devolverla apenas nadie me había dirigido la palabra en aquellas dos semanas. Kun a veces me pedía que fuera al huerto con él y, mientras regábamos las verduras con el agua que tanto me costaba traer del arroyo, me preguntaba si estaba bien.

—¿Qué, ya quieres volverte a Luang Prabang? —bromeaba, aunque yo sabía que lo decía en serio.

Y yo pensaba en Aimée y en la cara que pondría papá si llegara a enterarse, y en la mano que me había guiado por aquella carretera huyendo de los mangos.

—Hace falta más que un poco de trabajo duro para asustarme —decía. Kun entonces cambiaba de tema y respondía a mis preguntas mientras recogíamos lo que fuera que Khompheng nos hubiera pedido para la cena.

En los días en los que él no podía venir al huerto, porque se acercaban los monzones y lo necesitaban en los campos, siempre me costaba un poco más conciliar el sueño, aunque me tranquilizaba darme la vuelta y verlo allí tumbado, escuchar su respiración pausada y saber que podía despertarlo si simplemente me acercaba y lo sacudía un poco. Pero no lo hacía, claro, porque una vocecilla en mi cabeza me recordaba de vez en cuando que en mi villa en Luang Prabang tampoco él había tenido que pasarse el día agachado, arrancando a puñados malas hierbas de los arrozales.

Cada noche repasaba mentalmente la lista de todo lo que había dejado atrás: los baños calientes, las mañanas perezosas leyendo a la sombra de las palmeras, los pastelillos de Boupha y las sábanas suaves. Cada noche, me decía que Aimée no disfrutaría de ninguna de esas cosas cuando naciera. Y cada noche, me recordaba la suerte que había tenido, porque de haberme quedado en Luang Prabang sabía que nunca habría podido criarla como mi hija.

Así que intentaba relajarme para al menos recuperar un par de horas de sueño, porque necesitaba la energía para cargar con los cubos de agua y para intentar imitar la danza furiosa de los dedos de Khompheng en el telar.

La noche antes de la boda, había despertado con un grito ensartado en la garganta y un río de mangos aplastándome los pulmones. Me llevé una mano al vientre, donde Aimée seguía creciendo, y la otra a la boca, para tratar de acallar los gemidos que querían escapárseme de dentro.

El zumbido constante de los mosquitos parecía sonar más fuerte que nunca, más que los ronquidos de Nounou al otro lado de la habitación. ¿Sería esa la nana que arrullaría a Aimée, todas las noches, hasta que se durmiera? ¿La banda sonora de mis sueños durante el resto de mi vida?

Me tragué una náusea. Esconder la cabeza entre las rodillas no me ayudó a sentirme mejor.

Tumbado a mi lado, Kun dormía. ¿Cómo podía estar tan tranquilo, después de todo lo que había pasado? ¿Con todo lo que estaba por pasar?

Titubeé con la mano todavía temblorosa por la pesadilla, ya extendida hacia él. Bastante había hecho por mí como para que encima tuviera que consolarme en medio de la noche. Seguro que, cuando él había dejado su casa para irse a Luang Prabang, no se había pasado las noches en vela, llorando por lo que abandonaba.

Apreté los dientes. Le apoyé la mano en el hombro.

Enseguida, Kun abrió los ojos.

—¿Estabas despierto? —susurré.

—¿Estás bien? —dijo él también en voz baja. Se incorporó cuando tardé en responder, y aproveché para acercarme más a él, gateando. Hasta que nuestros brazos se tocaron—. ¿Sang?

Quise tomar aire para decirle que todo iba bien, que había sido simplemente una pesadilla estúpida, que podía volver a tumbarse, que solo estaba un poco nerviosa por la boda. Pero en cuanto abrí la boca me salió un sollozo, y lo único que pude hacer fue esconder la cara en el hombro de Kun para que no me viera llorar.

Kun no protestó ni se apartó, me sostuvo, atento y cálido, mientras yo dejaba que el miedo tomara por fin el control de mi cuerpo.

¿Habría tenido yo la misma paciencia para abrazarlo con ternura si Kun me hubiera despertado a mí de madrugada con el pecho lleno de preocupaciones inútiles? Posiblemente no, y por eso aún permanecí, largo rato después de que se me hubieran acabado las lágrimas, con la nariz enterrada en el charco húmedo que había dejado en la camisa de Kun, los brazos alrededor de su torso y las piernas enredadas en las suyas.

—Ven, vamos fuera —murmuró Kun cuando por fin me atreví a levantar la vista para mirarlo a la cara.

Tiró de mí para ayudarme a levantarme y salimos al porche estrecho. La escalera estaba recogida y no habíamos cogido ninguna lámpara, así que nos quedamos allí, con la pared de hojas de palmera tejidas como única separación entre nosotros y su familia.

—Sang. ¿De verdad que no quieres volver a Luang Prabang? —preguntó.

Le tomé la mano y la apreté con fuerza. La barandilla del porche no parecía demasiado resistente.

—Kun, ¿tú quieres casarte conmigo?

—No tienes que preocuparte por mañana, verás como…

—Ya sé que va a salir bien. —Me temblaban las piernas, así que me dejé caer donde estaba. Kun se sentó a mi lado porque aún no le había soltado la mano—. Ya sé que no vas a echarme y que vas a cuidar de mi bebé. Pero, Kun, dime, ¿quieres que nos casemos?

—Sang…

—¿Quieres o no? —insistí como una niña mimada que llora hasta que le dan un puñado más de golosinas.

Kun me miraba bajo el tejadillo de paja que nos resguardaba de la luz de la luna.

—Sí —dijo al fin. Me pareció que se me encogía el corazón.

—Pero ¿por qué?

No tenía nada que ofrecerle: ni dinero ni mi virtud ni un ajuar. Solo un bebé de otro hombre, mis mentiras, mis caprichos. Kun sabía cómo era yo en realidad, y aun así quería caer en la trampa. ¿Por qué accedería a atarse a alguien como yo para siempre?

Kun, entonces, sonrió. Llevó mi mano hasta su regazo y empezó a acariciarla, distrayéndome, cautivándome.

—¿Por qué me has seguido hasta aquí, Sang? —preguntó.

Por un momento, creí que hablaba de nuestra pequeña excursión al porche.

—¿A la aldea? ¿Cómo que por qué? Ya lo sabes. No tenía otra opción.

—Sí, sí que tenías. Tenías mil opciones más, un millón, mucho más sencillas que venirte a vivir a esta aldea, sola, lejos de todo lo que conoces. —Las palabras de Kun, decididas, resueltas, no le impedían seguir acariciándome la mano con tanta delicadeza. ¿Querría acariciarme del mismo modo todas las noches si yo se lo pedía?—. Conmigo —añadió.

Fruncí el ceño.

—No —repetí—. No había otra opción.

Kun ladeó la cabeza y susurró, su aliento cálido haciéndome cosquillas en el oído:

—Por eso.

Me estremecí cuando sus labios me rozaron el lóbulo de la oreja, la mandíbula, la mejilla todavía reseca de lágrimas, trazando una senda de besos casi tímidos, prudentes.

Giang también había sido dulce al principio; prudente, nunca. No, no habíamos sido nada prudentes.

—Kun.

—Dime.

Fue fácil rodearle el cuello con los brazos y cubrirle también a él de besos el rostro. Más fácil aún olvidarme de la boda y de todo lo demás hasta que nos amaneció, todavía en el porche.

Y, entonces, la aldea despertó y Kun y yo tuvimos que separarnos.

Cuando quise darme cuenta, el baci de mi boda había comenzado y todos en la aldea —hasta esos ancianos a los que no parecía importarles nada más que pasarse el día fumando, tumbados indolentemente en los porches de sus casas— me anudaban cuerdecillas trenzadas a la muñeca, me deseaban buena suerte y que los espíritus me fueran favorables. Cada vez que conseguía que mi mirada se cruzara con la de Kun, él me sonreía y yo me esforzaba por imitarlo. Pese a la laguna de sudor que se me iba acumulando en la base de la espalda, que quería sumergirme con ella. Pese al olor penetrante de los aliños de las ofrendas, que parecía que se estuvieran pudriendo al sol. Pese al pánico con el que me había despertado en medio de la noche, que había vuelto a enredárseme entre las costillas y que hacía que cada vez que tomaba aire sintiera que me iba a desmayar.

Por fin terminó la ceremonia. Nos sentamos bajo el sol a compartir la comida y pasado un rato dejé de intentar participar en las conversaciones que me rodeaban para concentrarme en rellenar mi vaso de vino de arroz.

—¿Sang? —Kun, por supuesto, había percibido el temblor de mis manos, pero me excusé diciéndole que tenía que ir a orinar y me escabullí entre los árboles.

Me alejé de una pareja que rememoraba su boda al celebrar la mía y me adentré más de lo que acostumbraba en la jungla, hasta que la sombra de las hojas y la soledad me abrazaron y pude concentrarme en acompasar la respiración.

«Todo está bien», me dije. Podía confiar en Kun, y en Nounou, y había sido yo misma la que había decidido llegar tan lejos. No tenía sentido darle más vueltas.

Esa noche dormiría de nuevo junto a Kun, y todo iba a salir bien.

Cuando regresé me había calmado un poco; conseguí tragar algo de carne y fruta y resistir las ganas de limpiarme el sudor de la nuca con las mangas bordadas.