Aunque Vanhvilay y Khompheng habían conseguido enseñarme a tejer, con mucho esfuerzo por su parte y mucha frustración por la mía, al final eran siempre ellas o Nounou las que terminaban por remendar los agujeros en los pha-hang y daban las puntadas que mantenían los sinh en su sitio. Tejer no tenía nada que ver con coser, así que cuando el señor con cara de esqueleto —se llamaba Michel, aunque nunca supe si de nombre o de apellido— me tendió un día un rollo de tela del color de los espárragos me lo quedé mirando sin entender qué quería que hiciera con él.
—Fred, ¿verdad? Hágase un vestido en condiciones para ir a Thakhek —dijo. Me eché a reír, removí las brasas con un palo y, como ya estaban listas, coloqué la cesta llena de agua y arroz crudo sobre las piedras que evitarían que se quemase el bambú; el agua terminaría por evaporarse mientras se cocinaba el arroz glutinoso.
—Y si le parece, con mangas de farol, cuello camisero y un sombrero a juego. —Me levanté—. ¿Sabe usted que para coser hacen falta aguja, hilo y habilidad?
—Soldado —comenzó. La peculiar configuración de su rostro hacía que su mueca seria impusiese respeto cuando cerraba la boca. Me erguí más derecha, aunque por mucho que me estirara él era más alto que yo—. La gente reparará en usted si va vestida como una laosiana siendo francesa.
—¿Qué tengo que hacer en Thakhek?
—En Thakhek, comprar provisiones. Aquí, dirigirse a mí como «señor».
—Deme dinero, entonces, señor, y me compraré primero un vestido.
Cuando Michel fruncía los labios parecía como si todo lo que quedaba debajo de su nariz se paralizara. Recogió el rollo de tela y, por la manera en la que me miró, deduje que estaba planteándose cómo echarme de aquel pequeño ejército. Pero éramos pocos, los laosianos no sabían francés y los franceses no sabían lao, y yo sabía de los dos y cocinar, la mayoría de las veces sin quemar los guisos, así que no me preocupé en exceso.
—Vaya mañana. Llévese a la anamita —dijo tras una larga pausa.
Y se dio la vuelta.
Se lo conté a Liên a la mañana siguiente, cuando bajábamos las dos la montaña; yo, con una bolsa de dinero discretamente camuflada bajo la camisa y ella, con una pistola con dos balas discretamente escondida en la bota.
—Que usen la tela para vendas —sentenció. Y me aconsejó comprar un vestido oscuro, por si en algún momento tenía que lavarle la sangre.
La esperé junto al río; supuse que, con el trasiego de barcazas y sampanes, tanto los que bajaban el Mekong desde Vientián como los que lo cruzaban hasta Tailandia, llamaría menos la atención.
Había menos gente de la que había previsto, sin embargo; caminé lentamente por la orilla, simulando que examinaba la mercancía de las mujeres que vendían fruta en la calle, sin acercarme tampoco demasiado a ellas para no resultarles después fácil de recordar. Pero habría sido más llamativo si me hubiera quedado quieta en medio del ajetreo de la mañana, de modo que me resigné a soportar las miradas curiosas de los hombres que bajaban de las barcazas con la espalda curvada bajo el peso de unos descomunales fardos y que andaban más despacio al pasar junto a mí.
—Disculpe, ¿podría ayudarme? —Di un respingo cuando el hombre apareció frente a mí, de repente. No me dio tiempo a esquivarlo.
—Tengo prisa —mascullé automáticamente respondiéndole en el francés en el que él me había hablado. Con el sobresalto, se me olvidó que no me convenía abrir la boca ni siquiera para eso.
El ala del sombrero panamá oscurecía un rostro que me resultaba vagamente familiar, en el que creció una amplia sonrisa.
—Verá, será solo un momento. Creo que estoy un poco perdido, ya sabe usted cómo es esto. Acabo de llegar de Tailandia y… —¿Tal vez había escuchado ese acento extranjero antes, en alguna otra parte?
—No puedo ayudarlo. —Lo interrumpí. ¿Quién podía ser aquel hombre? ¿Me habría reconocido y por eso me abordaba? ¿Sería algún socio de papá; nos habríamos visto en Luang Prabang?
—¿No es usted de por aquí? Ah, discúlpeme. Perdone, tengo la extraña sensación… ¿No nos habremos visto antes, por algún casual?
—No lo creo —respondí de inmediato.
La tela de su ropa se veía algo gastada, al igual que los zapatos. Aquel bigote descuidado no parecía pertenecer al tipo de personas con el que solía relacionarme en Luang Prabang. ¿De dónde sería? ¿Español, italiano quizá?
Por un momento, temí que estuviera buscándome a mí. ¿Lo habría enviado papá?
Era totalmente absurdo. Estaba siendo una tonta. Había pasado demasiado tiempo y ¿cómo iba a saber nadie que yo estaba en Thakhek?
—¿Está segura? Me precio de tener muy buena memoria para las caras, ¿sabe usted? Me viene muy bien para mi profesión. ¿No se lo he dicho? Soy periodista. Ramón María Fernández, redactor-corresponsal para la Agencia EFE. Mucho gusto. —Ay. Sí, sí que me acordaba. Era muchísimo peor que si fuera un conocido de Luang Prabang; habíamos coincidido en aquel coche, desde Vang Vieng a Vientián, cuando llevaba todavía la sangre de Tokihiko Sukenori pegada a la suela de los zapatos—. ¿De verdad que no hemos coincidido…?
—No, no lo creo. Si me disculpa…
Pero él negó con la cabeza. Dio un paso hacia mí como respuesta al que yo había dado para alejarme de él.
—Llevo varios años en Indochina, viajando siempre de acá para allá, podrá imaginarse. Precisamente quería preguntarle si sabría usted cómo podría conseguir transporte hasta Tonkín. Cualquier cosa me vale, no se vaya usted a pensar, que uno está ya habituado a todo —rio, sin duda buscaba una complicidad que no encontraría conmigo—. Aunque, si me permite serle sincero, no me importaría si tuviera que retrasar un poco el viaje. Quizá usted lo haya oído también, pero corren rumores de que, en las montañas, cerca de aquí, aguardan escondidas guerrillas francesas. ¿Quizá sabe usted…?
—Perdone, me espera mi marido —lo interrumpí con un cabeceo firme que probablemente no lo engañara.
—No es que quiera publicar nada sobre las guerrillas —se apresuró a añadir el periodista con una media sonrisa ladina que me dio escalofríos—, a mi agencia no le serviría de nada y nuestra labor no es ayudar a los japoneses, ¡ni mucho menos!
Me di la vuelta e hice un verdadero esfuerzo por mantener un paso sosegado que no traicionara el frío pánico que me atenazaba la garganta.
—Que tenga un buen viaje —murmuré por encima del hombro. No me detuve a comprobar si me había oído, con lo cual me arriesgaba a resultarle aún más memorable por mi falta de cortesía.
Pero no podía quedarme allí a charlar tranquilamente con él sobre las guerrillas.
—Gracias, madame. —Aún escuché su despedida, y si yo pude hacerlo, lo más probable es que la oyeran también todos los que estaban allí—. ¡Usted también! No me rehuirá la próxima vez que nos veamos, ¿verdad?
Me reuní con Liên en la base de la montaña.
—¿Dónde te habías metido? ¿No habíamos quedado en el río?
El corazón todavía me latía con fuerza.
—Es que estaba poco concurrido. Me pareció peligroso. ¿Y tú? —pregunté con la esperanza de que fuera suficiente para desviar su atención—. ¿Qué tal? ¿Has tenido suerte?