La tediosa pero familiar rutina del campamento —preparar comidas medianamente comestibles, practicar con los rifles con la esperanza de poder acercarme algún día a la munición de verdad, imaginar que esta vida lejos de Kun y Lae serviría para algo, echar de menos a Liên cuando solo había pasado un día desde que se había marchado— desapareció cuando los japoneses, siempre poéticos a la hora de bautizar sus ideas sangrientas, pusieron en marcha lo que habían dado en llamar «Operación Luna Brillante».
Noy se acuclilló a mi lado a la hora de la cena, se sacó dos guindillas de un pliegue del pha-hang y metió una en mi sopa.
—Ha ocurrido algo —susurró.
—¿Algo como qué?
—Monsieur Michel acaba de mandar a Mansay y a otros dos a Thakhek.
—¿Ahora? Pero si ya es de noche. ¿Los ha mandado bajar solos?
—Con sus armas.
Asentí despacio. Noy bebió de su cuenco y yo del mío; la sopa había mejorado mucho con la guindilla.
—Habrá recibido algún mensaje —dije al fin.
Noy entreabrió los labios, como queriendo sonreír, pero sin atreverse del todo. Reconocí la emoción: era la misma que yo había sentido antes de tener a Lae, cuando pensaba que mi bebé sería una niña y viviría feliz para siempre porque teníamos a Kun.
—Tía Sang, ¿crees que vamos a luchar por fin?
Me entraron ganas de apartarle el flequillo de la frente, de pedirle que apoyara la cabeza en el hueco de mi cuello y de hacerle cosquillas en el ombligo, pero entonces recordé que Noy tenía quince años y no era hijo mío. Lae estaba a salvo, con su padre, en casa.
—Es posible.
—Bien —contestó.
Me terminé la sopa y pensé que Noy me pediría que le contara un cuento, pero parecía perdido en su propio mundo, con la mandíbula apretada y la mirada decidida, y supuse que no era el momento adecuado.
El fuego moría un poco más allá y lamía las piedras que lo sofocaban como pidiendo ayuda. Pero ya no hacía falta cocinar nada más y nadie quería que el humo delatara nuestra posición.
—¡Fred! —El grito de Michel me sobresaltó, no me había dado cuenta de que me había quedado dormida.
—¡A sus órdenes! —Mis rodillas cansadas protestaron cuando me levanté de repente. Del fuego solo quedaban rescoldos y de Noy, el cuenco vacío. Creía que ya me había acostumbrado al rostro espeluznante de Michel, pero aquella penumbra pálida y su expresión totalmente seca hacían que las cicatrices y las arrugas aún se marcaran más que de costumbre. Reprimí el impulso de dar un paso atrás cuando lo tuve delante, tan cerca que podía oler el café requemado en su aliento, un lujo que el resto de los soldados rasos del campamento no podíamos permitirnos.
—Los japoneses nos atacan. Baudin aún no ha vuelto. Baje a por él y tráigalo de vuelta.
Le busqué los ojos en la oscuridad que se le adivinaba bajo la curva de las cejas. No encontré nada, eso significaba que no era momento de discutir.
—¿A Thakhek?
—No lleve armas, mantenga las orejas bien abiertas y, vea lo que vea y pase lo que pase, no deje que sepan que es francesa. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Pero no lo comprendía. Había soldados mucho más capaces que yo en el campamento, despiertos y trasteando de un lado a otro como ratas asustadas. Venían de la India, habían sido entrenados por los británicos y sabían lo que hacían. Yo tenía problemas hasta para sazonar la sopa. ¿Cómo encontraría a Baudin en medio de un ataque de los japoneses?
—¡Noy! —llamé, pero no recibí respuesta. Me crucé con algunas sombras, pero todos parecían tener una misión urgente a la que acudir y nadie me prestó atención.
Me esforcé por tranquilizarme mientras me ponía las botas para bajar la montaña. No funcionaría, sabía que no funcionaría. Todo el mundo se daría cuenta de que era francesa. Mi juego con Kun había sido eso, un juego, pero por mucho que cambiara mis ropas y olvidara mi lengua no podía buscarme una cara nueva.
En el último momento, doblé mi vestido francés y me lo anudé a la espalda con un retal, como si fuera un fardo con comida. Por si acaso. Me dije que, si llevaba el kup nuevo, al menos mi cabello quedaría oculto y me lo puse aun siendo de noche.
Cogí una luz y empecé a bajar la montaña.
Solo se oían mi respiración entrecortada por el ejercicio, mis pisadas amortiguadas por la tierra y las piedras y el latido frenético de mi corazón, que me obligaba a avanzar, aunque estaba segura de que al siguiente paso me toparía con una raíz y caería rodando ladera abajo.
Pero llegué finalmente a la base de la montaña y eché a correr hacia la ciudad con una resistencia que no sabía que tenía, porque sentía que por mucha prisa que me diera llegaría demasiado tarde. Como si estuviera soñando y fuera a despertar antes de alcanzar mi objetivo.
¿Qué hacía yo metida en aquel berenjenal? En busca de Baudin, cuando ni siquiera había amanecido aún, mientras los japoneses atacaban aquella ciudad que tan lejos quedaba de mi hogar. ¿Por qué, por qué había dicho que sí? ¿Por qué había venido hasta aquí? ¿Para perder el aliento esquivando los baches de la carretera sin saber si encontraría una laguna de mangos detrás de las primeras casas?
Me crucé con un par de familias, pero me calé el kup todo lo que pude y mantuve la cabeza baja para que no vieran mi rostro. No hablaban, solo caminaban alejándose de la ciudad a la que yo me acercaba, con un hatillo en cada hombro y un niño hambriento y medio dormido de la mano.
Por fin llegué a Thakhek. El cielo empezaba a clarear tras los tejados, pero nadie salía a abrir las contraventanas, a dar de comer a las gallinas o a buscar la primera remesa de agua a la fuente.
Auxiliada aún por las sombras abrazadas a las paredes, recorrí las calles de la ciudad, guiándome por unas voces que me parecía escuchar a lo lejos, pero que no conseguía entender.
—¡Tía, vete a casa! —masculló una muchacha asomada a una ventana que se entreabrió cuando pasé por delante.
Sorprendida, olvidé mi disfraz y la miré, y ella abrió mucho los ojos e hizo el amago de cerrar la ventana.
—¡Espera! —dije en lao—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde están todos?
—Los franceses ya se han ido a Siam —susurró ella con una voz tan baja que aun en el silencio de la mañana tuve que esforzarme por entenderla—. No dejes que te descubran.
—¿A Siam? —repetí, pero la niña cerró la ventana y la madera pintada de verde ya no me respondió.
Tragué saliva y seguí caminando. Cada pocos pasos me aseguraba de que tenía todavía el kup bien encajado en la cabeza, muy consciente de que en una hora a lo sumo habría bastante luz como para que mi piel, quemada y maltratada por el sol, me delatara.
Pero no tuve que esperar tanto, porque las voces se hicieron de repente más claras y supe por qué no las había entendido hasta entonces.
No era francés ni lao, ni siquiera anamita. Era inglés, pero desprovisto de esas cadencias que, aunque no comprendía, habría sido capaz de reconocer. Era el inglés que hablaban los japoneses, que —como Otoha Hirazakura en aquella tarde lejanísima en la que Jeannine, ella y yo habíamos comido éclairs en mi villa en Luang Prabang— desdoblaban las sílabas, añadían sonidos y hacían que todo sonara mucho más largo de lo que era.
Con cuidado de que no me vieran, escondida tras una esquina y el tronco de unas palmeras, intenté entender lo que pasaba.
Había varios soldados japoneses, con los uniformes caqui y los rifles probablemente bien provistos de balas. Uno de ellos leía de un papel a grito pelado y en aquel inglés que no sonaba a tal y que seguramente su audiencia tampoco entendía. Los fusiles de los otros soldados apuntaban a una mediana multitud, formada toda ella por franceses: las mujeres con delantales sobre las faldas y alguna con los rulos apresándole el flequillo; los hombres, con pantalones claros y una mueca de desprecio bajo el bigote que no era otra cosa sino una máscara para el terror que debían de sentir al ver a sus hijos, abrazados a peluches o mantas o las pantorrillas de sus madres, en la línea directa de fuego de las armas japonesas. Había también algunos con el uniforme de la Garde Indochinoise, pero esos estaban apartados del grupo principal, aunque igualmente vigilados.
Ni rastro de Baudin.
Estaba a punto de darme media vuelta —quizá si informaba a Michel de esto que estaba viendo se decidiera a enviar a alguien un poco más cualificado a buscar a Baudin— cuando vi al hijo de Jeannine.
En realidad, al principio no lo reconocí. Solamente lo había visto un momento, de lejos, y sin la camisa de dormir y los lagrimones. Pero supe que había algo familiar en él cuando se separó del grupo y echó a correr por entre las piernas del primer soldado japonés. ¡Venía en mi dirección!
Y entonces Jeannine surgió de entre la multitud y alargó los brazos llenos de pulseras, chillándole al niño que volviera atrás.
—¡Ven aquí!
Uno de los soldados ya le había cortado el paso al muchacho con un culatazo en la mejilla, y tuve que llevarme la mano a la mandíbula para comprobar que no me había saltado a mí uno o dos dientes.
Jeannine chillaba, el japonés que leía se había callado. Los franceses se miraban horrorizados.
El niño había caído al suelo y no lloraba.
Quise gritar, correr y dispararles a los japoneses, pero recordé que estaba desarmada y que no me permitían acercarme a la munición; me contuve para no salir de mi escondite a intentar estrangular a alguno de aquellos desalmados.
Entonces oí el tiro.
Volví a asomarme y junto al cuerpo del niño vi el de Jeannine, ambos sobre un charco oscuro. Uno de los japoneses le dio una patada a mi amiga y gritó algo en su propio idioma.
Jeannine no se movió.