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—¡No! —grité o susurré o soñé.

Pero debí de hacer ruido, porque dos soldados japoneses se volvieron hacia mí, con sus fusiles cargados, y supe que no podía quedarme allí.

Eché a correr.

Thakhek era una ciudad pequeña, apenas unas pocas casas, un par de estupas y el cruce entre las Rutas Coloniales doce y trece como punto de mayor afluencia de personas. No tenía escapatoria, a menos que me decidiese a cruzar el Mekong a nado hacia Tailandia, lo cual en aquel momento me pareció mi mejor oportunidad.

Así que me dirigí hacia el río.

Sabía que no sería capaz de pasar al otro lado: los japoneses tenían muy buena puntería.

Acababan de matar a Jeannine.

¡A Jeannine!

Me pareció ver una montaña amarilla de mangos en una tienda y me detuve sin pensar. Pero cuando los busqué ya no estaban allí.

Algo me tiró de la muñeca y me resistí antes siquiera de darme la vuelta.

—¡Fred! Fred, ¡soy yo!

La barba pelirroja de Baudin me hizo cosquillas en las sienes cuando me abrazó; lo aparté enseguida, porque no era momento de quedarnos quietos en medio de la calle.

—¡Vámonos de aquí!

Lo seguí hasta una casa, trepé tras él una verja oxidada, remangándome el sinh y arañándome las piernas. Nos tumbamos entre las hierbas altísimas del jardín al escuchar voces en la calle. Intenté respirar con normalidad mientras trataba de hacerme lo más pequeña posible, con la nariz enterrada entre los yerbajos; no funcionó. Al menos contuve las náuseas.

—Se han ido —dijo Baudin, y se incorporó con cuidado. Llamó a una puerta semioculta tras un tronco de dos palmos de diámetro.

Alguien abrió desde dentro y nos invitó a entrar.

—¿Qué coño hace aquí? —me preguntó Baudin antes de que hubiera tenido tiempo de devolverle los nop a nuestros anfitriones. Aunque no pareció importarles, porque desaparecieron por un pasillo que daba a unas escaleras y nos dejaron solos, sin preguntarnos siquiera si habíamos desayunado—. ¿Está loca? ¿La buscaban esos soldados?

—¡Han matado a Jeannine! Tenían a todos los franceses juntos ¡y la han matado!

—¿Quién es Jeannine?

—¿Qué? —Recordé entonces con quién estaba hablando—. ¡Michel me envió a por usted! Esta madrugada no había regresado. ¿Qué está pasando?

—¿Cómo que qué está pasando? ¿Es que no lo ve? ¡Están de nuestro lado!

—¿Quiénes?

—¡Los laosianos! Nos apoyan contra los cerdos japoneses. ¿No se da cuenta?

—Pero ¿qué dice? Usted lo ha visto también, ¿verdad? Han cogido a los franceses ¡y los están matando!

—Esos son solo los que tardaron demasiado en irse.

—¿En irse? ¿Adónde?

—¡A Tailandia, por supuesto!

Empezaba a dolerme la cabeza.

—No entiendo nada.

—Ay, Fred. Ande, venga conmigo, veamos si esta buena gente tiene algo de comer.

Entre bocados de arroz glutinoso, porque pese a mi lao y el optimismo de Baudin aquella gente nos veía como franceses y tampoco estaban muy dispuestos a matar sus gallinas para alimentarnos, me explicó que la tarde anterior los japoneses habían tomado el control de Indochina desde Saigón.

—Ese jodido embajador japonés engañó a Decoux y le dijo que quería hablar sobre los precios del arroz o no sé qué mierdas fritas y, cuando lo tuvo frente a frente, ¡zas! Sacaría una pistola y el otro cobarde se rindió.

—¿Y ya está? ¿Ahora Indochina es japonesa? ¿Tan fácil?

—Bueno, no. Los japoneses lo sabían, claro, así que han atacado nuestras guarniciones en todo el país, desde Lang Son hasta la Cochinchina. ¡Los muy canallas! Están muy bien organizados, y tienen muy buenas armas. Han ganado en casi todas las ciudades.

—¿Y entonces por qué están matando a la gente?

—La Garde Indochinoise les plantó cara en Thakhek.

—La Garde Indochinoise estaba también allí y no hizo nada por defender a Jeannine.

—Su inspector se ha ido a Siam, el muy cabrón.

—¡El mayor cabrón de todos! —exclamé.

Baudin me sonrió.

—Pero no está todo perdido, aún hay algunos luchando en el cuartel. Escuche, descanse un rato. Ahora no es un buen momento para volver al campamento.

—Estoy bien.

Pero él rio y me condujo hasta una habitación al fondo de la casa, desde donde entraba algo de luz por un ventanuco con los cristales agrietados.

—Ande, duerma. —Y no esperó a que le replicara. Se tumbó en una de las esteras enrolladas tras la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho, como un cadáver listo para ser enterrado.

Así que lo imité y utilicé el vestido arrugado como almohada, porque el haber visto el cuerpo sangrante de Jeannine me había recordado a mi cama de Luang Prabang, con sus sábanas almidonadas y sus cojines ahuecados.

Encogí las rodillas, reprimí un escalofrío y cerré los ojos, e imaginé que era Kun y no Baudin quien respiraba pausadamente a mi lado y que, si me despertaba una pesadilla, podría acercarme a él con la excusa de que tenía frío.