Nunca llegué a preguntar de dónde había sacado Sukenori aquel sucio coche militar del color del té verde, porque antes de poder hacerlo, cuando me abrió la puerta del acompañante con una flamante sonrisa, me percaté de que solo tenía tres asientos. Como parecía obvio que el techo de lona no serviría para llevar las maletas y baúles donde Hina había metido toda mi ropa, me giré, casi tropezándome con los tacones de los zapatos, para encarar a papá, que había salido a despedirme.
—Aquí no cabe mi equipaje —dije después de carraspear ligeramente para que no me temblara la voz.
Aquella mañana, tras abrir las contraventanas de mi dormitorio para mirar al río Nam Khan por última vez en no sabía cuánto tiempo, tomé la firme decisión de copiarle la máscara de indiferencia absoluta a Otoha Hirazakura. ¿Que me iba a Japón? Pues excelente. ¿Que de todas las personas que trabajaban para papá en Villa Noël había escogido a Kun —aquel muchacho con los ojos acusadores de Nounou— para que me acompañara por las Rutas Coloniales enlatados en aquel automóvil del ejército? Soberbio. ¿Que no había salido todavía de mi casa y ya estaba deseando volver y robarle a Boupha uno de los trozos de mango amarillo que había estado cortando para el khao-nyao mak-mouang cuando había pasado por la cocina para despedirme? ¡Maravilloso! ¿Que aparentemente mi ropa y yo no viajaríamos en el mismo vehículo? Pues muy bien también, pero al menos quería una explicación.
—Ah, no, verás, querida, tus maletas saldrán esta misma tarde y calculo que no tardarán mucho más que tú en llegar a Nagoya. Vamos a aprovechar un cargamento que partirá de Hanói la próxima semana.
—¿De carbón de tus minas? —Me esforcé por esbozar una levísima sonrisa, como imaginé que habría hecho Otoha. Ella probablemente habría sabido ocultar mejor la tirantez de la voz y, si me paraba a pensarlo, ni siquiera había sonreído al insinuar que su hermano podría querer más que mi agradable compañía en una travesía por los mares de China. Lo cual, por otra parte, estaba fuera de toda consideración y pensaba dejárselo claro a Sukenori en cuanto se atreviera a sacar el tema.
—Entre otras muchas cosas. Arroz, principalmente.
De carbón, pues.
—¿Supone algún problema, mademoiselle Noël? —Solícito, como no podía ser de otra manera, Sukenori dejó la puerta del coche abierta cuando se nos acercó a papá y a mí.
—Deberé preparar algo para llevar conmigo durante el viaje. —Quizá me diera tiempo hasta a pasarme a por esos trozos de mango. Aliviada por tener una excusa para alejarme de Sukenori, aunque fuera por unas horas, comencé a caminar de vuelta hacia Villa Noël.
—Mademoiselle. —Kun era el último obstáculo que superar antes de llegar al porche. Incluso con los ojos de Nounou leyéndome las entrañas, no debería de ser muy difícil sortearlo.
—¿Sí?
—Hina ya se ha ocupado de tener lista su bolsa de viaje —dijo señalando la más voluminosa de las dos maletas que descansaban a sus pies.
De pronto, las puertas blancas de la entrada parecieron cerrarse de golpe.
Por supuesto, seguían abiertas, pero para mí era como si estuvieran atrancadas y aseguradas con diez mil cerrojos. Los siete pasos que había dado y me separaban de papá, Sukenori y el coche se me hicieron larguísimos, como si estuviera caminando sobre charcos de caucho pegajoso que quisieran abrazárseme a los tacones; como si cada gota de sudor que me bajaba desde la nuca se convirtiera en una perla de hierro macizo que, incrustada entre las flores bordadas de mi vestido, me imposibilitara totalmente el seguir avanzando.
Pero, por mucho que quisiera alargar el momento de la despedida, Sukenori seguía esperándome, con el flequillo bien repeinado y una mano en el bolsillo del chaleco.
—¿Está lista, mademoiselle Noël? —preguntó enseñándome todos los dientes de su sonrisa de depredador.
Respiré hondo. Aire de Luang Prabang, de palmeras y estupas doradas, de matojos de dok-tjampa en los jardines, de filas de monjes vestidos de atardecer, que recogían su limosna antes de la salida del sol.
Me limpié una lágrima con el dorso de la mano, hice como que me ajustaba el sombrero y asentí.
—Vámonos.
—Que tengas un buen viaje, hija. —Papá se me acercó. Lo abracé sin entusiasmo alguno y dejé que me besara las mejillas.
—Sube, muchacho. —Kun saltó a la parte trasera del coche con una elegancia que quise imitar—. Mademoiselle. —Tomé la mano tendida de Sukenori y subí también, aunque de una forma considerablemente más torpe. El asiento no era demasiado incómodo, al menos. Me dije que probablemente me retractaría en cuanto hubiéramos dejado atrás las calles de la ciudad.
Sukenori se sentó a mi lado, arrancó el motor y dijo algo en japonés antes de emprender la marcha. Me esforcé por reprimir un bufido que habría arruinado mi imitación de Otoha. En Nagoya no me servirían de nada ni el francés ni el lao ni el poco anamita que me habían enseñado Giang y Liên.
—¿Dónde aprendió a hablar francés? —pregunté mientras recorríamos la rue Sakkaline, esquivando a un grupo de niños que pasó corriendo frente al vehículo.
—En Francia. En París, de hecho. Una gran ciudad.
—Eso he oído.
—¿Nunca ha estado?
Fruncí los labios. Saqué las gafas de sol del bolso para escapar de las miradas, que se me antojaban acusadoras, de las laosianas que regresaban del mercado con sus cestas llenas de verduras.
—No.
Sukenori no contestó hasta que giramos hacia la rue Phuvao; el sol brillante de Laos le dibujaba ríos de sudor en los huesos de la mandíbula.
—Le gustará Nagoya —dijo.
Me permití una media sonrisa, aunque la oculté rápidamente al girarme para mirar, más allá de Kun y de las minúsculas maletas que sujetaba en su regazo, el último pedacito del Mekong que se adivinaba tras las palmeras y los tejados.
Nagoya tenía que gustarme. No había otra opción, gracias a las minas de papá y a que Hitler había invadido Polonia. Y más me valía acostumbrarme, porque cuando embarcáramos en Hai Phong, rumbo a aquellas islas de grullas y cerezos del Gran Imperio del Japón, la única cara indochina que vería en mucho tiempo sería la de Kun.
Me acomodé en el asiento y me forcé a clavar la vista en la calle que se acababa. Giramos a la derecha y ya estábamos en la decimotercera Ruta Colonial.
¿Habría sentido Giang este nudo en la boca del estómago cuando había dejado su aldea en Annam —entre Tourane y Hué, me había dicho— para venir a Luang Prabang? ¿Era esta misma sensación, esta extraña ansiedad sazonada de tristeza, la que nublaba sus ojos cuando le pedía que me enseñara más palabras anamitas, cuando me llamaba Voi y me hablaba de los manantiales donde jugaba con sus hermanos cuando era niño?
Tragué saliva al percatarme de que había vuelto a traerlo a mis pensamientos y apreté con fuerza el asa de mi bolso. Giang se había ido. Giang estaba en Francia. No volvería para buscarme.
Y, aunque tuviera intenciones de hacerlo, no me encontraría en Luang Prabang.
Sukenori aceleró y dejó escapar una carcajada cuando empezamos a sentir las caricias de una pequeña brisa, que quemaba cuando se me arremolinaba entre los cabellos, antes de marcharse juguetona en dirección a las montañas.
Ya hacía rato que no veíamos ninguna casa cuando nos cruzamos con un carro tirado por bueyes. Sukenori chasqueó la lengua y redujo la velocidad para pasar a su lado en la estrecha carretera. Mi sombrero apenas filtraba la intensa luz solar que caía sobre nuestras cabezas, sin edificios que la bloqueasen ni Nounou para espantarla a golpe de abanico.
Dejé escapar un suspiro de alivio cuando volvimos a tomar velocidad. El ruido del motor tras el eficiente cambio de marchas de Sukenori me daba una excusa para no tener que rellenar el incómodo silencio que se había aposentado en el coche.