Estaba en mi naturaleza echar siempre de menos cosas de cada una de las vidas que había llevado, pero sin duda lo que más añoraba desde que había salido de Indochina era la capacidad de mi cuerpo de relajarse cuando no tenía frío. Por mucho que me acercara a las chimeneas o que escogiera siempre las mesas que el sol mimaba con sus rayos a través de los cristales, el fuego me dejaba los pies fríos y el sol se me antojaba triste y contrahecho; me iba a dormir tiritando, aunque había pedido en el hotel otra manta, y me daba miedo abrir las ventanas, porque fuera no había palmeras ni olía a dok-tjampa, aullaba el viento y me entraban ganas de llorar.
Normalmente me aguantaba las lágrimas, porque hacía tiempo que había aprendido que no me llevarían a ninguna parte y estaba demasiado ocupada contando el dinero que me quedaba —no era mucho—, buscando diferencias entre Francia y lo que había visto de Japón —no había muchas— y tratando de localizar a Jacques o a Didier o a alguien para justificar este viaje que cada vez estaba menos segura de que hubiera merecido la pena.
Y, al final, había terminado en la barra de aquel bouchon intentando decidir si estaba lo suficientemente desesperada como para pedir un coñac aunque no eran ni las once de la mañana o si debería volver a mi papel de mujer más o menos decorosa y conformarme con un café antes de acercarme a las oficinas donde previsiblemente pasaría el resto de la mañana. En realidad lo que me haría falta era un par de caladas de una pipa bien cargada de opio; otra línea en mi lista de nostalgias reprimidas.
—¿Qué le pongo, madame?
—Coñac.
La camarera, con la barbilla distinguida, la piel fresca y el vestido azul a juego con los ojos, parecía más indicada para actuar en un largometraje frívolo de Hollywood que para secar cucharas con un trapo. Me sonrió.
—¿Le importa que la acompañe? —preguntó poniendo dos vasos sobre la barra.
—¿Un día duro?
—Más bien un año duro. —Vació su bebida de un trago—. ¿Usted?
—Algo así.
Se rellenó el vaso.
—¿Más?
Reí.
—¿Por qué no?
Brindamos.
—Por nosotras. Para aguantar los años duros.
—Y que vengan mejores —concedí.
El alcohol me calentaba solo el estómago y aún me faltaban horas antes de poder regresar al hotel a cambiarme aquellas finísimas pero respetables medias por unos calcetines de lana, pero al menos conseguí relajarme un poco.
—Y este —dijo ella sirviéndose por tercera vez—, para volverme valiente.
—¿Alguna batalla en el horizonte? —Negué con la cabeza cuando agitó la botella en mi dirección.
—Un amigo de mi hermano suele venir a tomar café —me confió. Me dije que no necesitaba alcohol para imprimirse seguridad con ese pulso firme que exhibía y que ya me gustaría a mí haber recuperado cuando me habían liberado del campamento de los japoneses—. Todos los días me propongo invitarlo a cenar, pero ¡ay! Siempre me acobardo en el último momento.
Me debatía entre si debía asentir, pagar y marcharme a seguir con mis gestiones, porque ni era asunto mío ni tenía interés alguno en que lo fuera, o si debía quedarme y animarla recordándole que lo peor que podía pasar era que la rechazaran. No llegué a hacer ninguna de las dos cosas, porque la mujer se atusó las ondas rubias justo cuando la puerta abierta dejó que se colara una ráfaga helada.
Reconocí la voz antes de volverme en el taburete.
—¡Buenos días, Madeleine!
La camarera aprovechó mi lentísima capacidad de reacción para besarle las mejillas, inclinándose de puntillas desde detrás de la barra. Si él no me vio, fue necesariamente porque estaba demasiado ocupado mirándola a ella.
No se me ocurrió esperar a que se separaran.
—¿Jacques?
Era él, con los pómulos más marcados, una cicatriz en la mandíbula y la nariz colorada por el frío. Con un abrigo gastado pero con aspecto acogedor y una bufanda con los puntos sueltos enrollada sobre el cuello de la camisa. Sin corbata ni gemelos ni surcos de lociones fijadoras en el cabello. Pero era Jacques.
—No puede ser… —susurró—. ¿Qué haces aquí?
Me salió una sonrisa trémula.
—He estado buscándote.
—¿Es que no vas a darme un abrazo?
La tela de su abrigo me arañó las mejillas. No sabía si él había crecido o si yo me había vuelto más pequeña a consecuencia de vivir siempre encogida de frío.
—Pero entonces ¿es que os conocéis? —La camarera nos miraba, risueña, con los codos apoyados sobre la barra y la barbilla en las manos.
—Desde el día en que nació. Madeleine, querida, te presento a mi hermana Fred.