Cuando recuperé la capacidad de raciocinio y miré a mi alrededor, lo primero que advertí fue el chorro de sangre; muy rojo, corría desde la nuca de Sukenori, superpuesto a los lamparones de sudor de la camisa.
Alguien gritaba y yo me uní.
Del morro del auto, extrañamente incrustado en el tronco del árbol, brotaba una columna de humo. Como un cigarro gigante.
Tosí y algo entre mis costillas protestó.
Miré a Sukenori de nuevo; quizá esperaba que se levantara y chasqueara la lengua, como cuando lo había hecho parar el coche. Pero la montura de las gafas se le había enredado y el alambre dorado le hilvanaba la carne bordándola con cristales.
Y, de pronto, había salido del vehículo —¿me habían sacado?— y corría carretera abajo, sin haber comprobado siquiera si aquel pobre hombre cubierto de sangre seguía respirando. Quise volver, pero por alguna razón seguí corriendo, sin mirar atrás, sin parar a cambiarme de zapatos, con las náuseas de nuevo reclamándome; no era capaz de detenerme.
Una alfombra de mangos, amarillos y maduros, me perseguía.
Me di cuenta de que algo —una mano, una mano firme— me guiaba justo por el límite entre la carretera y la tierra, al abrigo de los recortes de sombra. Y me dejé llevar por aquella mano que estaba unida a un brazo y a toda una persona, que de cuando en cuando se giraba y me miraba con unos ojos que yo conocía —¿de qué?— y seguía tirando de mí.