Es la de Pedro Armendáriz enamorado de la esposa de su jefe, sólo que ella es bien latosa y él es un zonzo. Me gusta cuando el hombre empieza a desvestir a la señorita porque es cuando papá nos da pesetas y nos manda al lobby, ándenle, hasta que se vuelven a poner la ropa.
En el lobby hay tapetes gruesos, rojos rojos, en los que si arrastras los pies echan chispas. Y cortinas de terciopelo con un fleco amarillo como los hombros de un general. Y una cuerda bien gorda de terciopelo en las escaleras que quiere decir que no puedes subir.
Puedes echarle una peseta a una máquina del baño de las mujeres y sacar un jueguito de plástico o un lipstick del color de las rosas de azúcar de los pasteles de cumpleaños. O puedes salir y gastarte el dinero en el mostrador de los dulces comprando una bolsa de churros o una torta de ham and cheese o una caja de gomitas jujubes. Si compras las gomitas, guarda la caja porque cuando te la acabas puedes soplar dentro y suena igualito que un burro; es muy divertido hacer eso cuando están pasando la película porque entonces alguien te contesta con su propia caja hasta que papá dice ya basta.
Las películas que más me gustan son las de Pedro Infante. Siempre canta montado a caballo y lleva un sombrerote y nunca les anda jaloneando los vestidos a las señoritas y ellas le avientan flores desde un balcón y casi siempre alguien se acaba muriendo, menos Pedro Infante, porque tiene que cantar la canción feliz al final.
Como Kiki todavía está chiquito, le gusta correr pa’abajo y pa’arriba por los pasillos, pa’abajo y pa’arriba con los otros niños, como caballitos, como yo lo hacía antes, pero ahora a mí me toca cuidar que no ande recogiendo los dulces que están en el piso y se los meta a la boca.
A veces, algún niño se sube al escenario y se ve una silueta doble en la parte de abajo de la pantalla y todo el mundo se muere de la risa. Y tarde o temprano un escuincle empieza a llorar hasta que alguien grita: ¡Que saquen a ese niño! Pero si es Kiki, eso quiere decir yo, porque papá no mueve un dedo cuando está viendo una película y mamá se sienta con las piernas encogidas como un acordeón porque le dan miedo las ratas.
Los cines huelen a palomitas de maíz. Nos dejan comprar una caja con un payaso que avienta unas cuantas palomitas al aire y las cacha con la boca, con unas burbujitas en las que dice NUTRITIVAS y DELICIOSAS. A mí y a Kiki también nos gusta aventarlas al aire y reírnos cuando no le atinamos y nos rebotan en la choya, o agarrar puñados grandes con las dos manos y apachurrarlas para formar un montoncito que nos cabe en la boca y luego oír cómo rechinan contra los dientes y morder los granos al final y escupírnoslos como cuando jugamos a la guerra con semillas de sandía.
Nos gustan las películas mexicanas. Aunque sea una de ésas donde hablan un montón. Nos hacemos bolita como una dona y nos dormimos aunque se nos clave el brazo de la silla en la cabeza hasta que mamá nos pone su suéter de almohada. Pero entonces se acaba la película. Prenden las luces. Alguien nos carga—las piernas y los zapatos nos pesan y nos cuelgan como a los cadáveres de los muertos—nos llevan en el frío hasta el coche, que huele a puro cenicero. Con los párpados cerrados vemos luces blancas y negras, blancas y negras, hasta que ya pa’entonces estamos bien despiertos pero nos gusta hacernos los dormidos porque ’perate que ahí viene lo mejor. Mamá y papá nos sacan del asiento de atrás y nos cargan pa’arriba tres pisos hasta nuestro apartamento que da a la calle, nos quitan los zapatos y la ropa y nos tapan, así que cuando despertamos ya es domingo y estamos en la cama felices como lombrices.