Nunca te cases con un mexicano, dijo mi madre una vez y siempre. Lo decía por mi papá. Lo decía aunque ella también era mexicana. Pero ella nació aquí, en los Estados Unidos, y él nació allá y ya sabes que no es lo mismo.

Yo nunca me voy a casar. Con ningún hombre. He conocido a los hombres demasiado íntimamente. He sido testigo de sus infidelidades y los he ayudado a éstas. He desabrochado y desenganchado y accedido a sus maniobras clandestinas. He sido cómplice, he cometido delitos premeditados. Soy culpable de haber causado intencionalmente dolor a otras mujeres. Soy vengativa y cruel y capaz de cualquier cosa.

Lo admito, hubo una época en que lo que más quería era pertenecer a un hombre. Llevar puesto ese anillo de oro en la mano izquierda y que me llevara sobre su brazo como una joya fina, brillante a la luz del día. No tener que esconderme como lo hice en diferentes bares que parecían todos iguales, alfombras rojas con diseños de enrejado negro, papel tapiz con figuras de terciopelo, lámparas de madera en forma de rueda de carreta con pantallas simulando quinqués, de un color ámbar enfermizo como los vasos para bebidas que te regalan en las gasolineras.

Bares oscuros, restaurantes oscuros entonces. Y si no, mi apartamento, con su cepillo de dientes firmemente plantado en el lavabo como una bandera en el Polo Norte. La cama tan ancha porque él nunca se quedaba toda la noche. Claro que no.

Prestados. Así es como he tenido a mis hombres. Sólo la nata descremada de la superficie. Sólo la parte más dulce de la fruta, sin la cáscara amarga que el vivir a diario con una esposa puede producir. Han venido a mí cuando querían entonces la pulpa dulce.

Así que, no. Nunca me he casado y nunca me casaré. No porque no pudiera, sino porque soy demasiado romántica para el matrimonio. El matrimonio me ha fallado, podrías decir. No existe el hombre que no me haya decepcionado, a quien pudiera confiar que me ame como yo amo. Es porque creo demasiado en el matrimonio que no me caso. Mejor no casarse que vivir una mentira.

Los hombres mexicanos, olvídalo. Durante mucho tiempo los hombres que limpiaban las mesas o que cortaban la carne tras el mostrador de la carnicería o manejaban el camión escolar que yo tomaba para ir todos los días a la escuela, ésos no eran hombres. No eran hombres a los que yo pudiera considerar como posibles amantes. Mexicanos, puertorriqueños, cubanos, chilenos, colombianos, panameños, salvadoreños, bolivianos, hondureños, argentinos, dominicanos, venezolanos, guatemaltecos, ecuatorianos, nicaragüenses, peruanos, costarricenses, paraguayos, uruguayos, me da igual. Nunca los vi. Eso es lo que me hizo mi madre.

Supongo que lo hacía para evitarnos a mí y a Ximena el dolor que ella sufrió. Habiéndose casado con un mexicano a los diecisiete. Habiendo tenido que aguantar todas las groserías que una familia en México le puede hacer a una jovencita por ser del otro lado y porque mi padre se había rebajado de nivel al casarse con ella. Si se hubiera casado con una mujer del otro lado, pero blanca, otra cosa hubiera sido. Eso sí hubiera sido un buen matrimonio, aun cuando la mujer blanca fuera pobre. Pero qué podía ser más ridículo que una joven mexicana que ni siquiera hablaba español, que ni siquiera era capaz de cambiar los platos en la comida, doblar bien las servilletas de tela o colocar correctamente los cubiertos.

En la casa de mi madre los platos siempre se apilaban en el centro de la mesa, los cuchillos y tenedores y cucharas parados en un bote, sírvanse. Todos los platos despostillados o cuarteados y nada hacía juego. Y sin mantel, siempre. Y con periódicos sobre la mesa cuando mi abuelo cortaba sandías y qué vergüenza le daba a ella cuando su novio, mi papi, venía a la casa y había periódicos sobre el piso de la cocina y sobre la mesa. Y mi abuelo, un señor mexicano fornido y trabajador, decía Pasa, pasa y come, y partía una tajada grande de esas sandías verde oscuro, una tajadota, no era codo con la comida. Nunca, ni aun durante la Depresión. Pasa, pasa y come, a quienquiera que tocara la puerta trasera. Los hombres desempleados se sentaban a la mesa a la hora de la comida y los niños mira que mira. Porque mi abuelo siempre se encargaba de que no les faltara. Harina y arroz, a granel y en costal. Papas. Costales grandes de frijoles pintos. Y sandías, compraba tres o cuatro a la vez, las rodaba debajo de su cama y las sacaba cuando menos lo esperabas. Mi abuelo había sobrevivido tres guerras, una mexicana, dos americanas y sabía lo que era pasarla sin comer. Sí sabía.

Mi papi, en cambio, no sabía. Es cierto, cuando apenas llegó a este país había trabajado desconchando almejas, lavando platos, sembrando alambradas; se había sentado en la parte trasera del autobús en Little Rock y el chofer había gritado, Tú—siéntate aquí, y mi padre se había encogido de hombros tímidamente y había dicho: No speak English.

Pero él no era un pobre refugiado, ni un inmigrante que huía de una guerra. Mi papá se escapó de la casa porque tenía miedo de enfrentar a su padre cuando sus calificaciones de primer año en la universidad comprobaban que había pasado más tiempo jugando que estudiando. Dejó atrás una casa en la Ciudad de México que no era ni rica ni pobre, pero que se creía mejor que ambas cosas. Un muchacho que se bajaba del camión si veía subirse a una muchacha que conocía y no llevaba dinero para pagarle el pasaje. Ése es el mundo que mi pa dejó atrás.

Me imagino a mi papi con su ropa de fanfarrón, porque eso es lo que era, un fanfarrón. Eso es lo que mi madre pensó al darse la vuelta para contestar a la voz que la invitaba a bailar. Un presumido, diría años después. Solamente un presumido. Pero nunca dijo por qué se casó con él. Mi padre en sus trajes azul tiburón, con el pañuelo almidonado en el bolsillo junto a la solapa, su fedora de fieltro, su saco de tweed de generosas hombreras y aquellos zapatones bostonianos con sus bigoteras en la punta y el talón. Ropa que costaba mucho. Cara. Eso es lo que decían las cosas de mi papá. Calidad.

Mi pa debió haber encontrado muy extraños a los mexicanos de los Estados Unidos, tan ajenos a los que conocía en su Ciudad de México, donde la sirvienta servía la sandía en un plato con cubiertos y servilleta de tela o los mangos con tenedores de punta especial. No así, comiendo con las piernas abiertas en el patio o en la cocina agachados sobre los periódicos. Pasa, pasa y come. No, nunca así.

Cómo me gano la vida depende. A veces trabajo como traductora. A veces me pagan por palabra y a veces por hora, según el trabajo. Esto lo hago durante el día y de noche pinto. Haría cualquier cosa en el día sólo para seguir pintando.

También trabajo como maestra suplente para el Distrito Escolar Independiente de San Antonio. Y eso es peor que traducir esos folletos de viaje con sus letras diminutas, créeme. No soporto a los niños. De ninguna edad. Pero sirve para pagar la renta.

De cualquier ángulo que lo veas, lo que hago para ganarme la vida es una forma de prostitución. La gente dice, “¿Una pintora? qué interesante” y quieren invitarme a sus fiestas, quieren que decore el jardín como una orquídea exótica de alquiler. ¿Pero acaso compran arte?

Soy anfibia. Soy una persona que no pertenece a ninguna clase. A los ricos les gusta tenerme cerca porque envidian mi creatividad; saben que eso no lo pueden comprar. A los pobres no les importa que viva en su barrio porque saben que soy tan pobre como ellos, aunque mi educación y mi modo de vestir nos mantenga en mundos distintos. No pertenezco a ninguna clase. Ni a los pobres, cuyo barrio comparto, ni a los ricos, que vienen a mis exposiciones y compran mi obra. Tampoco a la clase media, de la que mi hermana Ximena y yo huimos.

Cuando era joven, cuando apenas me había ido de casa y rentado ese apartamento con mi hermana y sus niños, justo después de que su marido se largara, pensaba que ser artista sería glamoroso. Quería ser como Frida o Tina. Estaba dispuesta a sufrir con mi cámara y mis pinceles en ese apartamento horrible que rentamos por $150 cada una porque tenía techos altos y esos tragaluces de vidrio que nos convencieron que tenía que ser nuestro. No importaba que no hubiera lavabo en el baño y que la tina pareciera un sarcófago y que la duela del piso no embonara y que el pasillo pudiera espantar a los mismos muertos. Pero esos techos de catorce pies de altura bastaron para que firmáramos el cheque del depósito en ese mismo instante. Todo nos parecía romántico. Ya sabes donde está, en Zarzamora encima de la peluquería con los posters de Casasola de la Revolución Mexicana. Letrero en neón de BIRRIA TEPATITLÁN a la vuelta de la esquina, dos cabras dándose de tumbos y todas esas panaderías mexicanas, Las Brisas para huevos rancheros y carnitas y barbacoa los domingos, y malteadas de leche y fruta fresca y paletas de mango y más letreros en español que en inglés. Creíamos que era magnífico. El barrio se veía lindo en el día, como Plaza Sésamo. Los niños jugando rayuela en la banqueta, mocosos benditos. Y las tlapalerías que todavía vendían plumeros de avestruz y las familias enteras que desfilaban a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe los domingos, las niñas con sus vestidos esponjados de crinolina y sus zapatos de charol, los niños con sus zapatos Stacys de vestir y sus camisas brillantes.

Pero en la noche, no se parecía nada a donde crecimos, en el lado norte. Las pistolas resonaban como en el viejo Oeste y yo y Ximena y los niños acurrucados en una misma cama con las luces apagadas, oyendo todo y les decíamos, Duérmanse niños, sólo son cohetes. Pero sabíamos que no era así. Ximena decía, Clemencia, tal vez deberíamos volver a casa. Y yo contestaba, ¡Cállate! Porque ella sabía tan bien como yo que no había hogar al cual regresar. No con nuestra madre. No con aquel hombre con quien se había casado. Luego que Papi murió, era como si ya no importáramos. Como si mi madre estuviera demasiado ocupada en sentir lástima por sí misma, no sé. No soy como Ximena. Todavía no lo he resuelto después de tanto tiempo, ni siquiera ahora que nuestra madre ya falleció. Mis medios hermanos viven en aquella casa que debería haber sido nuestra, mía y de Ximena. Pero eso es—¿cómo se dice?—Para qué llorar sobre leche quemada ¿o desparramada? Ni siquiera sé como se dicen los refranes, aunque nací en este país. En mi casa no decíamos jaladas de ésas.

Una vez que papi nos faltó, era como si mi madre no existiera, como si ella también se hubiera muerto. Yo antes tenía un pajarito pinzón que se torció una patita roja entre las rejas de la jaula, quién sabe cómo. La pata nada más se secó y se le cayó. Mi pájaro vivió mucho tiempo sin ella, sólo con un muñoncito rojo por pata. En realidad estaba bien. El recuerdo de mi madre es así, como si algo que ya estuviera muerto se me hubiera secado y caído y yo no lo hubiera extrañado. Como si nunca hubiera tenido una madre. Y tampoco me avergüenza decirlo. Cuando se casó con ese bolillo y él y sus niños se cambiaron a la casa de mi papá, fue como si ella hubiera dejado de ser mi madre. Como si nunca hubiera tenido madre.

Mi madre, siempre enferma y demasiado preocupada por su propia vida, nos hubiera vendido al diablo si hubiera podido. “Es que me casé tan joven, mi’ja”, decía. “Es que tu padre era mucho mayor que yo y nunca pude disfrutar de mi juventud. Honey, trata de comprenderme…”. Entonces yo dejaba de escucharla.

Aquel hombre al que conoció en el trabajo, Owen Lambert, el encargado del laboratorio de revelado de fotografía con el que se veía aun cuando mi papi todavía estaba enfermo. Incluso entonces. Eso es lo que no le puedo perdonar.

Cuando mi papá tosía sangre y flemas en el hospital, con media cara congelada y la lengua tan gorda que no podía hablar, se veía tan tan pequeño con todos esos tubos y bolsas de plástico que colgaban a su alrededor. Pero lo que más recuerdo es el olor, como si la muerte ya estuviera sentada en su pecho. Y recuerdo al doctor que raspaba la flema de la boca de mi pa con un paño blanco y mi papi sentía náuseas y yo quería gritar: Basta, ya no, es mi papi. Hijo de la chingada. Hágalo vivir. Papi, no. Todavía no, todavía no, todavía no. Y cómo no me podía sostener, no me podía sostener. Como si me hubieran golpeado o me hubieran sacado las entrañas por la nariz, como si me hubieran rellenado de canela y clavo y nada más me quedé parada ahí con los ojos secos al lado de Ximena y de mi madre, Ximena entre nosotras porque a mi madre no la quería a mi lado. Todos repitiendo una y otra vez los Avemarías y Padrenuestros. El cura rociando agua bendita, mundo sin fin, amén.

Drew, ¿te acuerdas cuando me llamabas tu Malinalli? Era una broma, un juego privado entre nosotros, porque te veías como un Cortés con esa barba tuya. Mi piel oscura junto a la tuya. Hermosa, dijiste. Dijiste que era hermosa y cuando lo dijiste, Drew, lo era.

Mi Malinalli, Malinche, mi cortesana, dijiste y me jalaste hacia atrás por la trenza. Me llamabas por ese nombre entre traguitos de aliento y esos besos en carne viva que dabas, riéndote desde esa barba negra tuya.

Antes del amanecer, ya te habías ido, igual que siempre, aun antes de que me diera cuenta. Y era como si te hubiera imaginado, solamente las marcas de tus dientes en mi panza y mis pezones me convencían de lo contrario.

Tu piel pálida, pero tu pelo más oscuro que el de un pirata. Malinalli, me llamabas, ¿te acuerdas? Decías Mi doradita en español. Me gustaba que me hablaras en mi idioma. Podía amarme a mí misma y pensar que era digna de ser amada.

Tu hijo. ¿Sabe él lo mucho que tuve que ver con su nacimiento? Soy yo quien te convenció para que lo dejaras nacer. Le dijiste que mientras su madre estaba acostada boca arriba pariéndolo, yo estaba acostada en la cama de ella haciéndote el amor.

No eres nada sin mí. Te formé de saliva y polvo rojo. Y si quiero, puedo extinguirte entre el índice y el pulgar. Soplarte hasta el fin del mundo. Eres solamente una mancha de pintura a la que puedo escoger dar a luz sobre el lienzo. Y cuando te rehice, dejaste de ser parte de ella, fuiste todo mío. El paisaje de tu cuerpo tirante como un tambor. El corazón bajo esa piel resonando monótonamente una y otra vez. Ni una pulgada de ti le devolví.

Te pinto y repinto como me place, aun ahora. Después de tantos años. ¿Lo sabías? Tontito. Crees que seguí adelante con mi vida, cojeando, suspirando y sollozando como el lloriqueo de una canción ranchera cuando regresaste con ella. Pero he estado esperando. Haciendo que el mundo te vea con mis ojos. Y si eso no es poder, ¿entonces qué es?

Por las noches prendo todas las velas de la casa, las de la Virgen de Guadalupe, las del Niño Fidencio, Don Pedrito Jaramillo, Santo Niño de Atocha, Nuestra Señora de San Juan de los Lagos y especialmente Santa Lucía, con sus ojos hermosos sobre un plato.

Tus ojos son hermosos, dijiste. Dijiste que eran los ojos más negros que jamás habías visto y besaste cada uno como si fueran capaces de conceder milagros. Y cuando te fuiste, quise sacarlos con una cuchara, ponerlos en un plato bajo estos cielos azules: Alimento para los cuervos.

El niño, tu hijo. El que tiene la cara de esa pelirroja que es tu esposa. El niño de pecas rojas como el alimento de peces que flota sobre la piel del agua. Ese niño.

He estado esperando pacientemente como una araña todos estos años, desde que tenía diecinueve y él era sólo una idea revoloteando en la cabeza de su madre y soy yo quien le dio permiso e hice que sucediera, te das cuenta.

Porque tu padre quería dejar a tu madre y vivir conmigo. Tu madre sollozaba por un hijo, por lo menos eso. Y él siempre decía, Más tarde, ya veremos, más tarde. Pero desde el principio era conmigo con quien quería estar, era conmigo, dijo.

Quiero decirte esto por las noches cuando vienes a verme. Cuando estás hablas y hablas sobre qué tipo de ropa te vas a comprar y de cómo eras antes cuando entraste al high school y cómo eres ahora que ya casi terminas. Y de como todos te conocen como un rockero y de tu banda y de la nueva guitarra roja que te acaban de comprar porque tu madre te dio a escoger, la guitarra o el coche, pero no necesitas un coche, verdad, porque yo te llevo a todas partes. Podrías ser mi hijo si no fueras tan güerito.

Esto sucedió. Hace mucho tiempo. Antes de que nacieras. Cuando eras apenas una palomilla dentro del corazón de tu madre. Yo era alumna de tu padre, sí, como ahora tú eres el mío. Y tu padre me pintaba y me pintaba porque decía, yo era su doradita, toda dorada y tostada por el sol y ésas son las mujeres que más le gustan, las morenas como la arena del río, sí. Y me tomó bajo su ala y bajo sus sábanas, ese hombre, ese maestro, tu padre. Me sentía honrada de que él me hubiera hecho el favor. Así de joven estaba.

Sólo sé que estaba acostada con tu padre la noche en que tú naciste. En la misma cama en que fuiste concebido. Estaba acostada con tu padre y me importaba un carajo aquella mujer, tu madre. Si hubiera sido una morena como yo, me habría costado un poco más de trabajo vivir con mi conciencia, pero como no lo es, me da lo mismo. Yo estuve ahí primero, siempre. Siempre he estado ahí, en el espejo, bajo su piel, en la sangre, antes de que tú nacieras. Y él ha estado aquí, en mi corazón, desde antes de que lo conociera. ¿Entiendes? Él siempre ha estado aquí. Siempre. Se disuelve como flor de Jamaica, explota como una cuerda reducida al polvo. Ya no me importa lo que está o no está bien. No me importa su esposa. Ella no es mi hermana.

Y no es la última vez que me he acostado con un hombre la noche en que su esposa daba a luz. ¿Por qué lo hago, me pregunto? Acostarme con un hombre cuando su mujer está dando vida, está siendo chupada por una cosa con los ojos todavía cerrados. ¿Por qué lo hago? Siempre me ha dado un poco de júbilo enloquecido el poder matar a esas mujeres así, sin que lo sepan. Saber que he poseído a sus maridos cuando ellas estaban ancladas a cuartos azules de hospital, sus tripas jaloneadas de adentro para afuera, el bebé chupando sus pechos mientras su marido chupaba los míos. Todo esto mientras todavía les dolían las puntadas en el trasero.

Una vez, borracha de margaritas, le hablé por teléfono a tu padre a las cuatro de la madrugada, desperté a la perra. Bueno, chirrió. Quiero hablar con Drew. Un momento, dijo en su inglés de salón más educado. Un momento. Me reí de eso durante semanas. Qué pendeja de pasar el teléfono al tamal dormido a su lado. Discúlpame, cariño, es para ti. Cuando Drew murmuró bueno me estaba riendo tan fuerte que apenas podía hablar. ¿Drew? Esa perra estúpida de tu esposa, le dije, y es todo lo que pude decir. Esa idiota idiota idiota. Ninguna mexicana reaccionaría así. Discúlpame, cariño. Me cagué de la risa.

Tiene el mismo tipo de piel, el niño. Todas las venas azules pálidas y transparentes como las de su mamá. Una piel como las rosas de diciembre. Niño bonito. Pequeño clono. Pequeñas células divididas en ti y en ti y en ti. Dime, nene, qué parte de ti es tu madre. Intento imaginarme sus labios, su mentón, las piernas largas largas que se enredaban alrededor de este padre que me llevó a su cama.

Esto sucedió. Estoy dormida. O pretendo estar. Me estás observando, Drew. Siento tu peso cuando te sientas en la esquina de la cama, vestido y a punto de irte, pero ahora nada más me estás viendo dormir. Nada. Ni una palabra. Ni un beso. Sólo estás sentado. Me estás observando, inspeccionando. ¿En qué piensas?

No he dejado de soñarte. ¿Lo sabías? ¿Te parece extraño? Sin embargo, nunca lo platico. Me lo quedo adentro como hago con todo lo que pienso acerca de ti.

Después de tantos años.

No quiero que me veas. No quiero que me observes mientras duermo. Voy a abrir los ojos y te voy a asustar para que te vayas.

Eso. ¿Qué te dije? ¿Drew? ¿Qué pasa? Nada. Ya sabía que ibas a decir eso.

Mejor no hablemos. No servimos para eso. Contigo soy inútil con las palabras. Es como si de alguna manera tuviera que aprender a hablar de nuevo, como si todavía no se hubieran inventado las palabras que necesito. Somos cobardes. Regresa a la cama. Por lo menos ahí siento que te tengo por un rato. Por un momento. Por un suspiro. Te dejas ir. Ansías y jalas. Desgarras mi piel.

Casi no eres un hombre sin tu ropa. ¿Cómo lo explico? Eres tanto como un niño en mi cama. Tan sólo un niño grande que necesita que lo abracen. No voy a permitir que nadie te haga daño. Mi pirata. Mi esbelto niño de hombre.

Después de tantos años.

No lo imaginé, ¿verdad? Un Ganges, el ojo de la tormenta. Por un instante. Cuando nos olvidábamos, me jalabas y yo saltaba dentro de ti y te partía como una manzana. Era un estar abierto para que el otro viera tu esencia por un instante y se quedara con ella. Algo se retorció violentamente hasta desprenderse. Tu cuerpo no miente. No es callado como tú.

Estás desnudo como una perla. Perdiste tu hilo de humo. Eres tierno como la lluvia. Si te pusiera en mi boca te disolverías como nieve.

Estabas avergonzado de estar tan desnudo. Te apartaste. Pero te vi tal como eras cuando te abriste conmigo. Cuando te descuidaste y te dejaste ver por dentro. Agarré ese pedazo de aliento. No estoy loca.

Cuando te dormías, me jalabas hacia ti. Me buscabas en la oscuridad. No dormí. Cada célula, cada folículo, cada nervio, alerta. Verte suspirar y rodar y darte vuelta y pegarme a ti. No dormí. Te estaba observando a ti esta vez.

¿Tu madre? Solamente una vez. Años después de que tu padre y yo dejamos de vernos. En una exposición de arte. Una exhibición de fotografías de Eugène Atget. Hubiera podido pasarme horas contemplando aquellas imágenes. Había llevado a un grupo de alumnos.

Vi a tu padre primero. Y en ese instante sentí como si todos en aquella sala, todas las fotografías de tonos sepia, mis alumnos, los hombres en traje de negocios, las mujeres en tacones, los guardias, todos y cada uno, pudieran verme tal cual era. Tuve que huir y llevarme a mis alumnos a otra galería, pero hay algunas cosas que el destino te tiene preparadas.

Nos alcanzó en el área del guardarropa, del brazo de una Barbie pelirroja en abrigo de piel. Una de esas mujeres de Dallas que asustan, el cabello restirado en una cola de caballo, una cara grande y brillante como las mujeres que atienden los mostradores de cosméticos en Neiman. Eso recuerdo. Debe haber estado con él desde el principio, pero te juro que nunca la vi hasta ese segundo.

Podías notar por un ligero titubeo, solamente ligero, porque él es demasiado sofisticado para titubear, que estaba nervioso. En seguida camina hacia mí y yo no sabía qué hacer, nada más me quedé ahí parada, aturdida como esos animales que al cruzar la carretera en la noche se pasman ante los faros del coche.

Y no sé por qué, pero de repente me miré los zapatos y sentí vergüenza de lo viejos que parecían. Y llega hasta mí, mi amor, tu padre, con ese ademán suyo que hace que quiera golpearlo, que hace que quiera amarlo, y dice con la voz más sincera que hayas oído: “¡Ah, Clemencia! Ésta es Megan”. No podría habérmela presentado de una manera más cruel. Ésta es Megan. Así nada más.

Sonreí como una idiota y le extendí la manita como un animal del circo —“Hola, Megan”— y sonreí demasiado como sonríes cuando no soportas a alguien. Luego me fui al carajo lejos de ahí, chachareando como un mono todo el viaje de regreso con mis alumnos. Cuando llegué a la casa me tuve que acostar con un paño frío en la frente y la televisión prendida. Todo lo que podía escuchar retumbando bajo el paño en esa parte profunda detrás de mis ojos: Ésta es Megan.

Y así me quedé dormida, con la televisión prendida y todas las luces de la casa encendidas. Cuando me desperté era por ahí de las tres de la mañana. Apagué las luces y la tele y fui por una aspirina, y los gatos, que se habían quedado dormidos conmigo en el sofá, me siguieron al baño como si supieran qué pasaba. Y luego me siguieron también a la cama, donde no les permito entrar, pero aquella vez nomás los dejé, con pulgas y todo.

Esto también sucedió. Te juro que no lo estoy inventando. Es la verdad. Era la última vez que iba a estar con tu padre. Nos habíamos puesto de acuerdo. Era lo mejor. Seguramente yo podía darme cuenta, ¿verdad? Por mi propio bien. Saber perder. Una jovencita como yo. No había yo entendido… responsabilidades. Además, nunca se podría casar conmigo. ¿No creíste…? Nunca te cases con un mexicano. Nunca te cases con un mexicano. Nunca te cases con… una mexicana. No, por supuesto que no. Ya entiendo. Ya entiendo.

Teníamos la casa a solas por unos días, quién sabe cómo. Tú y tu madre se habían ido a algún lugar. ¿Era Navidad? No me acuerdo.

Recuerdo la lámpara emplomada con vidrios nacarados sobre la mesa del comedor. Hice un inventario mental de todo. El diseño de flor de loto egipcia en las bisagras de las puertas. El pasillo oscuro y angosto donde una vez tu padre y yo hicimos el amor. La tina sobre cuatro garras en la que él había lavado mi pelo y me lo había enjuagado con una jícara de hojalata. Esta ventana. Ese mostrador. La recámara con su luz en la mañana, increíblemente suave, como la luz de una pulida moneda de diez.

La casa estaba impecable, como siempre, ni un pelo extraviado, ni una hojuela de caspa, ni una toalla arrugada. Hasta las rosas sobre la mesa del comedor contenían la respiración. Una especie de limpieza sin aliento que siempre me hacía querer estornudar.

¿Por qué me daba tanta curiosidad la mujer que vivía con él? Cada vez que iba al baño, me sorprendía abriendo el botiquín de las medicinas, mirando todas sus cosas. Sus lápices labiales Estée Lauder. Corales y rosas, por supuesto. Sus barnices de uñas—el violeta pálido era el más atrevido. Sus bolitas de algodón y sus pasadores rubios. Un par de pantuflas de piel de borrego color hueso, tan limpias como el día en que las compró. Sobre la percha de la puerta—una bata blanca con la etiqueta, HECHO EN ITALIA y un camisón de seda con botones de perla. Toqué las telas. Calidad.

No sé cómo explicar lo que hice después. Mientras tu padre andaba ocupado en la cocina, fui a donde había dejado mi mochila y saqué una bolsita de ositos de dulce que había comprado. Y mientras él hacía ruido con las ollas, recorrí la casa y fui dejando un rastro de ositos por los lugares donde sabía que ella los encontraría. Uno en su organizador de maquillaje de lucita. Uno embutido en cada botella de barniz de uñas. Desenrollé los lápices labiales caros a su extensión máxima e incrusté un osito en la punta antes de taparlos de nuevo. Hasta puse un osito de dulce en su estuche de diafragma, en el mismo centro de esa luna de hule luminiscente.

¿Para qué me molestaba? Drew podría echarse la culpa. O podría inventar que era el vudú de la señora mexicana que hacía la limpieza. Ya me lo imaginaba. No importaba. Me dio una extraña satisfacción el vagar por la casa dejándolos en lugares donde sólo ella los vería.

Y justo cuando Drew llamaba “¡A cenar!” la vi en el escritorio. Una de esas muñecas babushkas de madera que Drew le había traído de Rusia. Ya lo sabía. Me había comprado una idéntica.

Tan sólo hice lo que hice, destapé la muñeca adentro de la muñeca adentro de la muñeca hasta que llegué al mismísimo centro, la bebé más pequeñita dentro de todas las demás y la cambié por un osito de dulce. Y luego volví a colocar las muñecas tal como las había encontrado, una dentro de otra, dentro de otra. Menos la más pequeña que me metí en el bolsillo. Toda la cena me la pasé metiendo la mano al bolsillo de mi chamarra de mezclilla. Cuando la tocaba me hacía sentir bien.

De regreso a casa, en el puente sobre el arroyo de la calle Guadalupe, detuve el coche, prendí la señal de emergencia, me bajé y tiré la muñequita de madera a aquel arroyo lodoso donde mean los borrachines y nadan las ratas. El juguetito de aquella Barbie cociéndose en la inmundicia. Me dio una sensación como nunca antes había tenido y no he tenido desde entonces.

Luego me fui a casa y dormí como los muertos.

Por las mañanas preparo café para mí y leche para el niño. Pienso en esa mujer y no puedo ver ni un rastro de mi amante en este niño, como si ella lo hubiera engendrado por inmaculada concepción.

Me acuesto con este niño, su hijo. Para que el niño me ame como yo amo a su padre. Para hacer que me desee, que sienta hambre, que se retuerza en su sueño como si hubiera tragado vidrio. Lo pongo en mi boca. Aquí, pedacito de mi corazón. Un niño con muslos duros y sólo un poquitín de pelusa y unas nalgas pequeñas, duras y aterciopeladas como las de su padre y esa espalda como corazón de San Valentín. Ven acá, mi cariñito. Ven con mamita. Toma un poco de pan tostado.

Puedo decir por la manera en que me mira, que lo tengo bajo mi poder. Ven, gorrión. Tengo la paciencia de la eternidad. Ven con mamita. Mi pajarito estúpido. No me muevo. No lo espanto. Lo dejo que picotee. Todo, todo para ti. Froto su vientre. Lo acaricio. Antes de cerrar de golpe mis fauces.

¿Qué hay en mi interior que me enloquece tanto a las dos de la madrugada? No puedo echarle la culpa al alcohol en mi sangre, cuando no lo hay. Es algo peor. Algo que envenena la sangre y me tumba cuando la noche se hincha y siento como si todo el cielo se recargara en mi cerebro.

¿Y si matara a alguien en una noche así? Y si me matara a mí misma, sería culpable de interponerme en la línea de fuego, una víctima inocente, acaso no sería una lástima. Caminaría con la mente llena de imágenes y de espaldas a los culpables. ¿Suicidio? No le sabría decir. No lo vi.

Excepto que no es a mí a quien quiero matar. Cuando la gravedad de los planetas está en su punto justo, todo se ladea y trastorna el equilibrio visible. Y es entonces que quiere salirse de mis ojos. És entonces cuando me prendo del teléfono, peligrosa como una terrorista. No hay nada que hacer mas que dejar que pase.

Así que. ¿Qué crees? ¿Ya te has convencido de que estoy tan loca como un tulipán o como un taxi? ¿De que soy tan vagabunda como una nube?

A veces el cielo es tan grande y me siento tan pequeña en la noche. Ése es el problema de ser nube. Que el cielo es tan terriblemente grande. ¿Por qué es peor en la noche, cuando tengo tal urgencia de comunicarme y no hay un lenguaje con el cual dar forma a las palabras? Sólo colores. Imágenes. Y ya sabes que lo que tengo que decir no siempre es agradable.

Ay, amor, mira. Ya fui y lo hice. ¿De qué sirve? Bueno o malo, he hecho lo que tenía que hacer y necesitaba hacer. Y tú has contestado el teléfono y me has asustado como a un pájaro. Y probablemente ahora estás susurrando maldiciones y te volverás a dormir con esa esposa a tu lado, tibia, irradiando su calor propio, tan viva bajo la franela y las plumas y olorosa un poco a leche y crema de manos y ese olor conocido y querido para ti, ay.

Los seres humanos me pasan por la calle y quiero estirarme y rasguearlos como si fueran guitarras. Algunas veces la humanidad entera me parece bella. Quiero simplemente estirar la mano y acariciar a alguien y decirle Ya, ya, ya pasó, cariñito. Ya, ya, ya.