Ya me voy,
ay te dejo en San Antonio.
—FLACO JIMÉNEZ
No era pretty a menos que estuvieras enamorada de él. Entonces, siempre que conocías a alguien con esos mismos ojos de chango, esa piel de azúcar quemada, la cara más ancha que larga, bueno, la que te esperaba.
Su familia era de Michoacán. Chaparritos, todos y cada uno de ellos. Chaparros incluso para criterios mexicanos, pero para mí él era perfecto.
Yo tengo la culpa. Flavio Munguía era Flavio común y corriente hasta que me conoció. Le llené la cabeza de mil y un cariñitos. Entonces se echó a perder para siempre. Caminaba diferente. Miraba a la gente a los ojos cuando hablaba. Acariciaba con los ojos a cada par de nalgas y chichis que veía. Cuánto lo siento.
Una vez que le dices a un hombre que es bonito, no puedes desdecirte. Creen que son bonitos todo el tiempo y me supongo que de alguna manera lo son. Tiene algo que ver con creerlo. Tal como antes yo creía que era bonita. Antes de que Flavio Munguía desgastara mi bonitez.
No creas que no me he fijado en mis amigas de la infancia que consiguieron a los guapos. Todas se ven ahora del doble de su edad, acabadas de tantos corajes que han explotado dentro de sus corazones y pancitas.
Porque un hombre bien pretty es como un coche demasiado fino o como un estéreo buenísimo o como un horno de microondas. Tarde o temprano, antes o después, te la estás buscando, ¿me entiendes?
Flavio. Escribía poemas y los firmaba “Rogelio Velasco”. Y tal vez todavía estaría enamorada de él si no estuviera ya casado con dos mujeres, una en Tampico y la otra en Matamoros. Bueno, eso dicen.
Quién sabe por qué el universo me escogió a mí. Lupe Arredondo, estúpida sois entre todas las mujeres. Antes yo era como un marinero con buen equilibrio a bordo de su barco, los días rodaban ininterrumpidamente debajo de mí, cuando entonces llegó Flavio Munguía.
Flavio entró a mi vida gracias a una circular rosada enrollada en forma de tubo y metida en el recoveco de la reja de enfrente:
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Una cucaracha muerta patas pa’arriba seguía a continuación como ilustración.
Se debe al río y a las palmeras y los nogales y la humedad y todo eso que tenemos tantos bichos de palmito, cucarachas tan grandes que parecen del pleistoceno. Nunca antes había visto algo parecido. No tenemos bichos de ésos en California, por lo menos no en la Bahía de San Francisco. Pero como dicen, todo es mejor y más grande en Texas, y eso es particularmente cierto cuando se trata de insectos.
Así que vivo cerca del río, en una de esas casas con piso de duela barnizado color Coca-Cola. No es mía. Le pertenece a la poetisa Irasema Izaura Coronado, una tejana muy famosa que se comporta como si fuera descendiente directa de Ixtaccíhuatl o algo así. Su esposo es un curandero huichol genuino y ella tampoco es ninguna floja, con un doctorado de la Sorbona.
Una beca Fulbright se los llevó a Nayarit por un año y así es como vine a dar aquí a la casa azul turquesa en la calle East Guenther, así como que exactamente en el corazón del distrito histórico de King William no está. Está mal situada con respecto a la calle South Alamo para pasar la prueba, está del lado donde vive la plebe, pero sí lo suficientemente cerca de las mansiones reales que atraen cada hora en punto a los autobuses color rosa Pepto-Bismol con su sombrero encima cargados de turistas.
Llamé al Control de Plagas La Cucaracha Apachurrada el primer mes que estuve a cargo de la casa de Su Alteza. Compartía yo residencia con:
(8) piezas de cerámica negra de Oaxaca
litografía firmada de Diego Rivera
piano vertical
piñata en forma de estrella
(5) juegos de luces navideñas en forma de chiles rojos
mantón español antiguo
banderín de vudú haitiano St. Jacques Majeur
cafetera para hacer cappuccinos
mesa de palo de limonero de Olinalá
réplica de la diosa Coatlicue
esqueleto de papel maché tamaño natural firmado por la familia Linares
altar a Frida Kahlo
candelabro de hojalata picada de la Virgen de Guadalupe
equipal cubierto con sarape mexicano
cojines
retablo español del siglo diecisiete
candelero del árbol de la vida
trastero de Santa Fe
(2) juegos idénticos de loza de Talavera mexicana antiguos
crucifijo de Ojo de Dios
armario de pino nudoso
alacena antigua de hojalata picada
mascarilla mortuoria de Pancho Villa con la boca ligeramente abierta
silla tejana tapizada en piel de vaca con los cuernos largos usados para patas y brazos
cama de fierro con pabellón de mosquitero
Bajo esta fachada de la onda cursi del sudoeste de encaje y seda y porcelana, más allá de los cojines bordados que dicen DUERME, MI AMOR, las sábanas de algodón egipcio y la colcha tejida a gancho, el soplo de aire que apenas hace temblar las cortinas de gasa de la recámara, el jardín azul, la hortensia rosada, el juego de té de bordes dorados, el servicio de plata con mango de abulón, las peinetas de obsidiana, el aroma pegajoso a jarabe de tos y a azúcar glas que desprenden las flores de magnolia, estaban, también, las cucarachas.
Tenía miedo de abrir cajones. Nunca iba a la cocina después del anochecer. Eran del mismo color Coca-Cola de los pisos, difíciles de distinguir a menos que se delataran con su propio pánico.
Lo peor del caso no era su tamaño, ni su crujir bajo el zapato, ni la grasa amarilla que supuran sus tripas, ni el caparazón delgado que mudan, transparente como la cáscara de las palomitas de maíz, ni la posibilidad de que sean aladas y te vuelen hacia el pelo, no.
Lo insoportable de las cucarachas era esto. El escabullirse a media noche. Un asqueroso rechinar de pie deforme como una cosa muerta arrastrada por el piso, un ronzar escandaloso durante sus ritos caníbales, un tamborileo de pasitos nerviosos cuando se escabullían por las carpetas alargadas de lino irlandés, dejando un sendero de bolitas de excremento negro como sedimento de café, patas pegajosas que se movían con rapidez a través del montón de papel blanco para máquina de escribir en el cajón del escritorio, mis lienzos preparados, el juego de té rosado de Wedgwood, el traje de novia victoriano de encaje colgado en la pared de la recámara, los racimos de nube seca, el tocador de mimbre blanco, las fundas caladas de almohada, tu pelo negriazul de cuervo, perfumado con brillantina Tres Flores.
Flavio, es cierto. La casa me encanta ahora como me encantó entonces. Las artesanías, las paredes color mandarina, las urracas al atardecer. ¿Pero qué hubieras hecho tú en mi lugar? Vine manejando yo sola desde el norte de California al centro de Texas con mi pasado reducido a las pocas cosas que cupieron en la camioneta. Un futón. Un sartén japonés de acero inoxidable. El molcajete de mi abuela. Un par de zapatos de flamenco con los tacones chuecos. Once huipiles. Dos rebozos, uno de bolita y el otro de seda. Mi uniforme de Tae Kwon Do. Mis cristales y mi copal. Una grabadora grande portátil y todos mis casetes de música latina: Rubén Blades, Astor Piazzola, Gipsy Kings, Inti Illimani, Violeta Parra, Mercedes Sosa, Agustín Lara, Trío Los Panchos, Pedro Infante, Lydia Mendoza, Paco de Lucía, Lola Beltrán, Silvio Rodríguez, Celia Cruz, Juan Peña “El Lebrijano”, Los Lobos, Lucha Villa, Dr. Loco y su Original Corrido Boogie Band.
Claro, supe que me iba a meter en problemas el día en que acepté venir a Texas. Pero ni siquiera el I Ching me advirtió la que me esperaba cuando Flavio Munguía llegó en su camioneta de control de plagas.
—¡TE-xas! ¿Pero qué vas a hacer ahí?— Me preguntó Beatriz Soliz, abogada en derecho penal de día y maestra de danzas aztecas de noche, y mi mera comadre en todo el mundo. Beatriz y yo nos conocemos desde hace mucho. Desde las manifestaciones del boicot de uvas frente al supermercado Safeway en Berkeley. Y me refiero a la primera huelga de la uva.
—Decidí hacer el intento de vivir en Texas por un año. Siquiera eso. No puede estar tan mal.
—¡¡¡Un año!!! Lupe, ¿estás loca? Si todavía linchan a los Meskins allá en el sur. Todo el mundo tiene sierras eléctricas y rejillas portarifles en sus camionetas pick-up y banderas de la confederación. ¿No te da miedo?
—Girlfriend, ves demasiadas películas de John Wayne.
A decir verdad, Texas sí me daba un miedo horrible. Lo único que sabía de ese estado era que era grande. Que hacía calor. Y que era tierra mala. Además estaba el nombre que mi mamá le daba a los texanos “texa-NO-te”, que es como decir que eran texanos en texceso, al estilo redneck, conservador y racista. “Fue uno de esos texa-NO-tes el que empezó”, decía mamá. “Ya sabes cómo son. Siempre buscando pleito”.
Había dicho que sí a un puesto como directora de arte en un centro cultural comunitario de San Antonio. Eduardo y yo habíamos terminado. Definitivamente. C’est fini. Aquí te bajas, amigo. Goodbye y suerte. San Francisco es una ciudad demasiado pequeña para ir arrastrando tu corazón de tres patas. Ni hablar del Café Pícaro porque era el favorito de Eddie. También dejé de ir al Café Bohème. Me perdí de varias inauguraciones buenas en La Galería. No porque tuviera miedo de encontrarme a Eddie, sino porque me daba terror enfrentarme a “la otra”. Mi rival, en otras palabras. Una asesora financiera de Merrill Lynch. Una güera.
Eddie, a quien había mantenido trabajando de mesera durante aquel verano en que los dos luchábamos para pagar nuestros préstamos universitarios más la renta de ese apartamentito en la calle Balmy, bastante amplio cuando estábamos enamorados pero demasiado estrecho cuando el amor escaseaba. Eddie, a quien había conocido un año antes de que yo empezara a dar clases en el Community College, un año después de que él dejara la organización del barrio y empezara a trabajar algunas horas como asistente de abogado. Eddie, que me enseñó a bailar salsa, que me sermoneaba día y noche sobre los derechos humanos en Guatemala, El Salvador, Chile, Argentina, Sudáfrica, pero nunca dijo ni una palabra sobre los derechos de los negros en Oakland, de los niños inmigrantes de la zona roja de Tenderloin en San Francisco, de las mujeres que compartían su cama. Eduardo. Mi Eddie. Ese Eddie. Con una güera. Ni siquiera tuvo la decencia de escoger a una mujer de color.
No había pasado ni un mes desde que desempaqué la camioneta, pero yo ya estaba convencida de que venir a San Antonio había sido un error. No podía entender cómo un fraile español en sus cinco sentidos hubiera decidido plantarse justo en medio de la nada y construir una misión a millas de distancia del agua. Yo siempre había vivido cerca del mar. Me sentía empolvada y atrapada en tierra firme. Una luz tan blanca que me dejaba mareada, el sol descolorido como una cebolla.
En la Bahía, cuando me deprimía, siempre agarraba el coche y me iba a Ocean Beach. Solamente para sentarme. Y, no sé, había algo en el hecho de mirar el agua, cómo nada más va y va y va, había algo en esto que me parecía muy relajante. Como si de alguna manera yo estuviera conectada a cada ola que corría sin detenerse hasta alcanzar la otra orilla.
Pero no había encontrado con qué reemplazarlo en San Antonio. Me preguntaba qué harían los sanantonianos.
Estaba trabajando semanas de sesenta horas en el centro cultural. No me sobraba tiempo para mi propia creación artística cuando llegaba a casa. Me había hecho del mal hábito de desplomarme sobre el sofá después del trabajo, beberme media Corona y comerme una bolsa de papas fritas estilo hawaiano a manera de cena. Todas las luces de la casa encendidas cuando me despertaba a media noche, el pelo chueco como una escoba, la cara arrugada como un origami malvado, la ropa fruncida como la de los pobladores de las estaciones de autobuses.
El día en que apareció la circular rosada, me despertaba de una de estas siestas para encontrar a uno de estos bichos masticando ruidosamente las papas hawaianas y otro curtido dentro de mi botella de cerveza. Llamé a La Cucaracha Apachurrada la mañana siguiente.
Así que mientras tú rocías los guardapolvos, la manguera silba, la bomba dorada hace tictac, te agachas bajo las alacenas, alcanzas debajo de los lavabos, el cinturón de herramientas de cuero fajado flojamente alrededor de tus caderas, yo reflexiono. Pienso que podrías ser el príncipe Popo ideal para un cuadro que hace tiempo me ha estado dando vueltas en la mente.
Siempre había querido hacer una versión moderna del mito de los volcanes del príncipe Popocatépetl y la princesa Ixtaccíhuatl, esa historia de amor trágica metamorfoseada de una imagen clásica a una imagen bien bien kitsch, toda pretensiosa y de mal gusto, como las de esos calendarios que consigues en la Carnicería Ximénez o en la Tortillería la Guadalupanita. El príncipe Popo, un guerrero indígena medio encuerado, fornido como Johnny Weissmuller, agachado en congoja al lado de su princesa Ixtaccíhuatl dormida, pechugona como una Jayne Mansfield indígena. Y detrás de ellos, haciendo eco a sus siluetas, los volcanes que llevan sus nombres.
Carajo, yo podría hacer algo mejor. Sería divertido. Y tú podrías ser justo el príncipe Popo que he estado buscando, con esa cara de olmeca dormido, los pesados ojos orientales, los labios carnosos y la nariz ancha, ese perfil tallado en ónix. Mientras más lo pienso, más me gusta la idea.
—¿Te gustaría posar para mí como modelo?
—¿Disculpe?
—Quiero decir que soy artista. Necesito modelos. A veces. Para posar, ves. Para un cuadro. Pensé. Tú estarías bien. Porque tienes una maravillosa. Cara.
Flavio se rió. Yo también me reí. Los dos nos reímos. Nos reímos y luego nos reímos otro poco. Y cuando acabamos con nuestro reír, él empacó sus trampas para hormigas, su tanque rociador, su estropajo, chasqueó y cerró aldabas y guardó charolas, cajas de herramientas, cerró de un portazo las puertas de la camioneta. Se rió de nuevo y se fue.
Hay de todo menos una lavadora y secadora en la casa de East Guenther. De modo que cada domingo por la mañana meto toda mi ropa sucia en fundas de almohada, las arrastro a la camioneta y luego me voy al Kwik Wash de South Presa. No me importa, deveras. Casi me gusta, porque enfrente está el Torres Taco Haven, “Ésta es la Tierra de los Tacos”. Si me levanto tempranito, puedo cargar cinco lavadoras a la vez, ir a tomar un café y un Haven Taco, papas, chile y queso. Luego un poco más tarde, lo echo todo a la secadora y regreso por una segunda taza de café y un Torres Special, frijoles, queso, guacamole y tocino, con tortilla de harina, por favor.
Pero una mañana, entre los ciclos de lavado y secado, mientras corrí a volver a llenar las máquinas, alguien me había ganado la mesa, la butaca de la ventana junto a la rocola. Iba a hacer un coraje y se lo iba a reclamar, hasta que me di cuenta de que era el Príncipe.
—¿Te acuerdas de mí? Guenther seiscientos dieciocho.
Me miró como si no recordara qué se suponía que tenía que recordar; luego soltó esa risa, como cuervos espantados de la milpa.
—Sí que es un buen chiste, pero lo dije en serio. En verdad soy pintora.
—Y en verdad soy poeta— dijo él. —De poeta y de loco todos tenemos un poco, ¿no? Pero si le preguntaras a mi madre te diría que tengo más de loco que de poeta. Lamentablemente, la poesía sólo nutre el alma y no la panza, así que trabajo para mi tío como asesino de bichos.
—¿Puedo sentarme?
—Por favor, por favor.
Pedí mi segunda taza de café y un Torres Special. Un silencio ancho.
—¿Cuál es tu gallo favorito?
—El de los Corn Flakes.
—Nono nono nono nono NO— dijo como dicen en México, todos los noes derramándose rápida rápida rápidamente como una fuente de copas de champaña. —Caballo, no gallo— y relinchó.
—Ah, caballo. No sé. ¿El del Llanero Solitario?— Estúpida. No sabía nada de caballos. Pero Flavio sonrió de todas maneras como siempre lo haría cuando yo hablaba, como si admirara mis dientes. —Entonces. Qué. ¿Vas a modelar? ¿Sí? Te pagaría, claro.
—¿Me tengo que quitar la ropa?
—No, no. Sólo sentarte. O parado ahí o haciendo cualquier cosa. Nada más posa. Tengo un taller en mi garaje. Recibirás pago solamente por verte como te ves.
—Bueno, ¿qué cuento voy a poder contar si digo que no?— Me escribió su nombre en una servilleta de papel en una maraña apretada de letras negras rizadas. —Éste es el número de mi tío y tía que te estoy dando. Vivo con ellos.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?— dije, retorciendo la servilleta.
—Flavio. Flavio Munguía Galindo— contestó, —Para servirle.
La familia de Flavio era tan pobre que lo mejor que podían desear para su hijo era una chamba donde pudiera mantener las manos limpias. Cómo iban a saber que el destino llevaría a Flavio al norte, a Corpus Christi, como lavaplatos en la Cafetería Luby’s.
Por lo menos era mejor que el mes en que trabajó como camaronero con su primo en Port Isabel. Todavía no podía ver a los camarones ni en pintura después de eso. Llegas a casa con la piel y la ropa apestando a camarón, hasta empiezas a sudar camarón, sabes. Tus manos son un desastre de las cortaduras y rajaduras que nunca tienen oportunidad de sanar, el agua salada se te mete en los guantes, las quema y ampolla hasta dejarlas en carne viva. Y trabajar en la fábrica procesadora de camarón era todavía peor; todo el día partiendo esas malditas cabezas de camarón y la cinta transportadora que nunca termina. Se te quedan las manos más empapadas e hinchadas que nunca y la cabeza a punto de estallar con el traqueteo de la maquinaria.
También había trabajado en el campo. Col, papa, cebolla. La papa es mejor que la col y la col es mejor que la cebolla. La papa es trabajo limpio. Le gustaba la papa. Los campos en la primavera, frescos y bonitos en la mañanita, podías pensar en versos de poesía mientras trabajabas, pensar y pensar y pensar, porque sólo te pagan por esto, ¿verdad? y me enseñaba sus manos chatas, y no por esto, y se tocaba el corazón.
Pero las cebollas son de los perros y del diablo. Los costales se inflan como un globo a tus espaldas mientras trabajas, tijereteas y recortas las barbas y el rabo, tienes que trabajar deprisa para ganar dinero. Se usan tijeras muy filosas, ves, y los dedos se te llenan de marcas una y otra vez y te hace sentirte tan sucio. El sabor a cebolla y polvo en la boca, los ojos llorosos y el chasquido click click click de las tijeras en los campos y en tu cabeza mucho después de llegar a casa y tomarte dos cervezas.
Fue entonces cuando Flavio recordó el deseo de despedida de su madre: Un trabajo donde tus uñas estén limpias, mi’jo. Por lo menos eso. Y se encaminó a Corpus y a la Luby’s.
Así que cuando su tío Roland le pidió que fuera a San Antonio para ayudarlo en su negocio de control de plagas, “Puedes aprender un oficio, una habilidad para toda la vida. Siempre habrá bichos”, Flavio aceptó. Aun si los venenos e insecticidas le daban dolores de cabeza, aun si tenía que meterse a gatas bajo las casas y de vez en cuando tenía que enjuagarse el pelo con una manguera de jardín después de descubrir accidentalmente el meadero favorito de un gato, aun si de vez en cuando viera cosas que no quería ver: un tlacuache, una rata, una víbora; por lo menos eso era mejor que raspar la milanesa y el puré de papa que quedaba en los platos, mejor que tener que sumergir las manos todo el día en agua jabonosa como una mujer, aunque él usó la palabra “vieja”, que es peor.
Le mandé una Polaroid del Woolworth’s enfrente del Alamo a Beatriz Soliz. Mi autorretrato saboreando el especial del martes: Hot Dog con Chili con Carne, papas fritas, Coke, $2.99, en la barra en forma de S, como una víbora. Escribí en el reverso de una tarjeta postal de “No se Meta con Texas: Ponga la basura en su lugar”: FELIZ DE REPORTAR QUE ESTOY TRABAJANDO DE NUEVO. PERO TRABAJANDO DE VERDAD. NO ME REFIERO AL TRABAJO QUE ALIMENTA MI HÁBITO—EL COMER. SINO EL QUE ALIMENTA MI ESPÍRITU. LLEGO A CASA MUERTA DE CANSANCIO, DE UN HUMOR NEGRO, PERO, CARAJO, ESTOY PINTANDO. UN DOMINGO SÍ Y OTRO NO. PATEANDO NALGA Y HACIENDO UN TRABAJO FABULOSO, CREO YO. O POR LO MENOS HAGO EL INTENTO. CUÍDATE, MUJER. ABRAZOS, LUPE
Era así como un domingo sí y otro no arrastraba mis nalgas de la cama y me metía al taller del estudio para intentar que mi vida valiera un poco la pena. Flavio siempre llegaba antes que yo, como si estuviera pintándome él a mí.
Lo que más me gustaba de trabajar con Flavio eran los cuentos. A veces, mientras posaba, teníamos competencias de contar cuentos. “Tu tristeza favorita”. “La comida más fea que hayas comido”. “Una persona horrible”. Una que recuerdo pertenecía a la categoría “Al fin: Justicia”. En realidad era el cuento de su abuela, pero lo contaba bien.
Mi abuela Chavela era de aquí. De San Antonio, quiero decir. Tuvo cinco maridos y el segundo se llamaba Fito, de Filiberto. Tuvieron a mi tío Roland, que al momento de esta historia tenía nueve meses. Vivían por el mercado antiguo, por la Commerce y Santa Rosa, en un apartamento de dos recámaras. Mi abuela decía que tenía unos platos hermosos, una vitrina antigua, una mesa pequeña, dos sillas, una estufa, una linterna, un baúl de cedro repleto de manteles bordados y toallas y un juego de recámara de tres piezas.
Y así que un domingo tuvo ganas de visitar a su hermana Eulalia, que vivía del otro lado del pueblo. Su marido le dejó un dólar y feria encima de la mesa para el trolebús, le dio un beso de despedida y se fue. Mi abuela tenía la intención de llevar una bolsa de dulces, porque a Eulalia le encantaban los dulces mexicanos: dulce de leche quemada (glorias, jamoncillos, pedos de monja); palanquetas de nuez; calabaza y cáscara de naranja cristalizadas y esos cuadros bonitos de cocada pintados de verde, blanco y colorado como la bandera mexicana, siempre tan dulces que nunca te los puedes acabar.
Así que mi abuela pasó a la panadería Mi Tierra. Fue entonces que miró a la calle y a quién ve sino a su marido besando a una mujer. Parecía como si sus cuerpos estuvieran planchándose la ropa uno al otro, dijo. Mi abuela le hizo una seña a Fito. Fito le hizo una seña a mi abuela. Luego mi abuela regresó a la casa con el bebé, empacó toda su ropa, su hermosa vajilla, sus manteles y toallas y le pidió a la vecina que la llevara a casa de su hermana Eulalia. Dobla aquí. Dobla allá. ¿En qué calle estamos? No importa, nomás haz lo que te digo.
Al día siguiente Fito llegó a buscarla a casa de Eulalia para explicarle a mi abuela que la mujer era solamente una vieja amiga a quien no veía hacía mucho, mucho tiempo. Pasaron tres días y mi abuela Chavela, Eulalia y el bebé Roland, se fueron en coche hacia Cheyenne, Wyoming. Se quedaron ahí catorce años.
Fito murió en 1935 de cáncer del pene. Creo que era sífilis. Solía entrenar a un equipo de béisbol. Le pegaron en la entrepierna con una bola rápida.
Yo le explicaba el yin y el yang. De cómo la armonía sexual lo pone a uno en comunión con las fuerzas infinitas de la naturaleza. Mira, la Tierra es yin, femenina, mientras que el Cielo es masculino y yang. Y la interacción entre los dos constituye el meollo del asunto. No puedes tener uno sin el otro. De otro modo, a la mierda el equilibrio. Inhalar, exhalar. Luna, Sol. Fuego, agua. Hombre, mujer. Todas las fuerzas complementarias ocurren en pares.
—Ah— dijo Flavio —como el término quiché Cahuleu ‘cielo-tierra’ para designar al mundo.
—¿Dónde carajos aprendiste eso? ¿En el Popol Vuh?
—No— dijo Flavio sin más ni más. —De mi abuela Oralia.
Yo dije, “Estamos viviendo en tiempos muy poderosos. Tenemos que abandonar nuestra forma de vida actual y buscar nuestro pasado, recordar nuestros destinos, por decirlo así. Como dice el I Ching, regresar a las raíces es regresar al propio destino”.
Flavio no contestó enseguida, sólo miró su cerveza por lo que parecía un largo rato. “Ustedes los ammericaaanos tienen una manera extraña de concebir el tiempo”, empezó. Antes de que pudiera protestar por haberme amontonado con ustedes los ammericaaanos prosiguió. “Ustedes creen que las épocas antiguas terminan, pero no es así. Es ridículo pensar que una época ha superado a otra. El tiempo ammericaaano corre a la par del calendario del Sol, aun cuando tu mundo lo ignore”.
Luego, para darles más aguijón a sus palabras hirientes, se llevó la botella de cerveza a los labios y agregó, “Pero yo qué sé, ¿verdad? sólo soy un fumigador”.
Flavio dijo, “No sé nada de este asunto del taoísmo, pero yo creo que el amor siempre es eterno. Aun si la eternidad dura sólo cinco minutos”.
Flavio Munguía venía a cenar. Preparé una paella maravillosa con arroz integral y tofu y una jarra de sangría fresca. En la grabadora tocaban Los Gipsy Kings. Yo tenía puesta una minifalda de Lycra, un par de botas vaqueras plateadas y un chal de flecos sobre mi leotardo Danskin, como Carmen en esa película de Carlos Saura.
Durante la cena platiqué de cómo una vez una curandera de Oakland masajeó mi aura, de la danza afrobrasileña como medio para la curación espiritual, de dónde podría encontrar un buen platillo dim sum en San Antonio y de si una mujer blanca tenía derecho alguno a proclamar que era una curandera india. Flavio platicó de cómo Alex El Güero del trabajo se había ganado una grabadora Sony esa mañana solamente por ser la novena persona en llamar al 107 FM K-Suave, que su tía Tencha hace el mejor menudo del mundo, no te miento, que antes de salir de Corpus él y Johny Canales, de El Show de Johny Canales, eran así de cuates hasta que dejaron de hablarse por una apuesta sobre los Bukis, que cada jueves por la noche entrena en un gimnasio por Calaveras con el objeto de moldearse un cuerpo mejor que el de Mil Máscaras y, ¿hay algún término en inglés equivalente a la fulana?
Serví jerez y puse algo de Astor Piazzolla. Flavio dijo que prefería el “tango puro”, clásico y romántico como Gardel, no esta cochinada de aullidos de gato. Enrolló a un lado el tapete afgano, me levantó de un jalón y me dio lecciones de habanera, fandango, milonga y me explicó cómo cada uno había contribuido al nacimiento del tango.
Luego salió a buscar algo a su camioneta y la parte trasera de sus pantorrillas rozó mis rodillas al pasar cuidadosamente entre mí y la mesa de centro de Olinalá. Sentí todos los pelos de mi cuerpo oscilar como si fuera una alga submarina y una corriente me hubiera puesto en movimiento. Antes que pudiera calmarme, él estaba metiendo un casete en la grabadora. Un suave crujir. Luego, unas notas azucaradas que subían como un banderín de satín azul sostenido en el aire por palomas.
—Violín, violonchelo, piano, salterio. Música del tiempo de mis abuelos. Mi abuela me enseñó estos bailes: El chotis, el cancán, los valses. Todos parte de una época perdida— dijo. —Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo, antes de que a todos los perros les pusieran Woodrow Wilson.
—¿Conoces algunas danzas indígenas? pregunté finalmente, ¿como el Baile de los Viejitos?
Flavio puso los ojos en blanco. Ése fue el fin de nuestra lección de baile.
—¿Quién te viste?
—Silver.
—¿Qué es eso? ¿Una tienda o un caballo?
—Ninguno de los dos. Silver Galindo. Mi primo de San Antonio.
—¿Qué clase de nombre es Silver?
—Es Silvestre— dijo Flavio, —en inglés.
—Lo que tú eres, cariño, es un producto del imperialismo yanqui— contesté yo y di un tirón al cocodrilo bordado en su camisa.
—No me tengo que vestir de sarape y sombrero para ser mexicano— dijo Flavio. —Yo sé quien soy.
Quise brincar por encima de la mesa, aventarle las piezas de cerámica negra de Oaxaca a través del cuarto, columpiarme del candelero de hojalata picada, disparar una pistola a sus tenis Reeboks y obligarlo a bailar. Quise ser mexicana en ese momento, pero era cierto. Yo no era mexicana. En lugar del torrente de insultos que tenía en mente, tan sólo me las arreglé para lanzarle un guijarro de barro que se disolvió al impacto: “Perro”. Ni siquiera era la palabra que había querido arrojar.
Tienes, cómo podría decirlo, algo. Algo que no puedo decir a ciencia cierta. Una manera de moverte, de no moverte, que sólo pertenece a Flavio Munguía. Como si tu cuerpo y tus huesos siempre recordaran que fuiste hecho por un Dios que te amaba, del que Mamá hablaba en sus cuentos.
Dios hizo a los hombres al cocerlos en un horno, pero se olvidó de la primera hornada y así es como nació la gente negra. Y luego estaba tan ansioso con la siguiente hornada que los sacó del horno demasiado pronto y así nació la gente blanca. Pero a la tercera hornada la dejó cocer hasta que estuvo doradita, doradita, doradita, y, cariño, ésos somos tú y yo.
Dios te hizo de barro rojo, Flavio, con sus propias manos. Esta cara tuya, como las cabecitas de barro que desentierran en Teotihuacan. Pellizcó este pómulo, luego aquel. Usó pedernales de obsidiana para los ojos, esos ojos oscuros como los cenotes sagrados donde arrojan a las vírgenes. Escogió pelo grueso como los bigotes de un gato. Pensó durante mucho tiempo antes de decidirse por esta nariz, elegante y ancha. Y la boca, ¡ah! Todo lo silencioso y poderoso y muy orgulloso amasado para formar la boca. Y luego te bendijo, Flavio, con una piel dulce como cajeta, tersa como agua de río. Te hizo bien pretty aun si no siempre estuve consciente de ello. Sí, así te hizo.
Romelia. Eternamente. Es lo que decía su brazo. Romelia Eternamente en tinta alguna vez negra que había palidecido a azul. Romelia. Romelia. Siete finas letras azules del color de una vena. “Romelia” decía su antebrazo, donde el músculo se abultaba hasta formar una piedra lisa. “Romelia” temblaba cuando él me abrazaba. “Romelia” a la luz de la veladora encima de la cama. Pero cuando desabotonaba su camisa, una cruz abanderada sobre el pezón izquierdo murmuraba “Elsa”.
Nunca antes había hecho el amor en español. Quiero decir, no con alguien cuya lengua materna fuera el español. Hubo aquel Graham el loco, el anarquista sindicalista que me había enseñado a comer jalapeños y a echar maldiciones como camionero, pero él era de Gales y había aprendido el español en el tráfico de armas a Bolivia.
Y Eddie, claro. Pero Eddie y yo éramos producto de nuestra educación escolar norteamericana. Cualquier ternura nos salía siempre como los subtítulos de una película de Buñuel.
Pero Flavio. Si Flavio se daba un martillazo en el pulgar sin querer, nunca gritaba “¡Ouch!” decía “¡Ay!” La prueba de autenticidad de un hispanohablante.
¡Ay! Hacer el amor en español, de una manera tan intricada y devota como la Alhambra. Que un amante te suspire mi vida, mi preciosa, mi chiquitita y te susurre cosas en ese lenguaje que se canturrea a bebés, ese lenguaje que murmuran las abuelas, esas palabras que olían como a tu casa, como a tortillas de harina y como el interior del sombrero de tu papá, como cuando todo el mundo habla a la vez en la cocina, o cuando duermes con las ventanas abiertas, como sacar a escondidas las nueces de la India de la bolsa arrugada de cuarto de libra que Mamá siempre escondía en el cajón de la ropa interior al volver de hacer las compras con Papá en Sears.
Ese lenguaje. Ese mecer de hojas de palma y de rebozos con flecos. Ese revoloteo emocionado, como el corazón de un jilguero o el vaivén de un abanico. Nada sonaba sucio ni hiriente ni cursi. ¿Cómo podría pensar volver a hacer el amor en inglés? El inglés, con sus erres y sus ges almidonadas. El inglés, con sus sílabas de lino fresco. El inglés, crujiente como las manzanas, resistente y firme como la lona para velas.
Pero el español zumbaba como seda, se plegaba, se fruncía y siseaba. Abracé a Flavio cerca de mí, en la boca de mi corazón, adentro de mis muñecas.
Una felicidad increíble. Un suspiro que brota con voluntad propia, un gemido exhalado de mi pecho, tan oxidado y cubierto de polvo que me asustó. Yo estaba llorando. Nos sorprendió a ambos.
“Mi alma, ¿te hice daño?” Flavio dijo en su lenguaje.
Me las arreglé para fruncir la boca en un nudo y menear con la cabeza un “no” justo cuando la siguiente ola de sollozos comenzaba. Flavio me meció, me arrulló y me meció. Ya, ya, ya.
Quería decir tantas cosas, pero sólo pude pensar en una frase que había leído en las cartas de Georgia O’Keeffe años antes y que había olvidado hasta entonces. Flavio… ¿te has sentido alguna vez como las flores?
Tomamos mi camioneta y una cerveza. Flavio maneja. Miro el perfil de Flavio, esa hermosa cara tarasca suya, algo que debería haber sido cincelado en jade. No tenemos que decir nada en todo el camino y está bien así, sólo nos turnamos para compartir la única cerveza, de acá para allá, de allá para acá, sólo mirándonos uno al otro con el rabillo del ojo, sólo sonriendo con el rabillo de la boca.
¿Qué me ha pasado? Flavio era simplemente Flavio, un hombre al que antes no hubiera mirado dos veces. Pero ahora cualquiera que me lo recuerda, cualquier bebé con esa misma piel de caña de azúcar, cualquier mujer con cara de luna en la cola del Handy Andy o muchacho de caderas estrechas que lleva mis compras al carro o el niño en la lavandería Kwik Wash con orejas tan delicadas como la espiral de un molusco marino, me descubro mirándolo, contemplándolo, apreciándolo. De ahora en adelante. Por siempre jamás. Ad infinitum.
Cuando estaba con Eddie, hacíamos el amor y, de la nada, yo me ponía a pensar en la etiqueta blanco y negro del tubo de pintura amarillo titanio. O en un monedero de plástico de Mickey Mouse que tuve una vez, con los hipnotizados ojos locos que parpadeaban abrir/cerrar, abrir/cerrar cuando lo tambaleabas. O en una pequeña cicatriz en forma de manopla que tenía en la barbilla un niño llamado Eliberto Briseño, de quien estuve locamente enamorada durante todo el quinto año.
Pero con Flavio es justamente al contrario. Puedo estar trabajando en un esbozo de un dibujo al carbón, mordiendo una pizca de borrador de goma elástica que me he puesto distraídamente en la boca y de repente me pongo a pensar en el grosor del lóbulo de la oreja de Flavio entre mis dientes. O puede que un haz de humo violeta se levante del cigarro de alguien en el Bar América y me recuerde aquel tendón que se tensa desde la muñeca al codo en los hermosos brazos de Flavio. O haz de cuenta que Danny y Craig, de la Tienda Guadalupe Folk Art & Gifts, están demostrando cómo funcionan los palos de lluvia de Sudamérica y pum, ahí está la voz de Flavio con la fuerza de atracción del océano cuando arrastra todo consigo hacia su centro—esa especie de chirrido de grava, de carbón y concha y vidrio. Increíble.
Había un gentío en el Taco Haven como siempre los domingos en la mañana, lleno de abuelitas y criaturas en su ropa buena, niños con el pelo todavía mojado del baño matutino, esposos grandotes en camisas apretadas y mamás peleoneras dando manazos a niños malcriados para que se porten decentemente en público.
Tres policías dejaron libre mi butaca de la ventana y la agarramos. Flavio pidió chilaquiles y yo tacos especiales de desayuno. Pedimos cambio para la rocola, igual que siempre. Cinco canciones por 50 centavos. Oprimí la 132, All My Exes Live in Texas, George Strait; la 140, Soy infeliz, Lola Beltrán; la 233, Polvo y olvido, Lucha Villa; la 118, Mal hombre, Lydia Mendoza, y la número 167, La movidita, porque sabía que a Flavio le encantaba Flaco Jiménez.
Flavio no estaba más callado que de costumbre, pero a mitad del desayuno anunció, —Mi vida, me tengo que ir.
—Acabamos de llegar.
—No. Quiero decir yo. Yo me tengo que ir. A México.
—¿De qué estás hablando?
—Mi madre me escribió. Tengo compromisos que atender.
—Pero vas a regresar. ¿Verdad?
—Sólo el destino lo sabe.
Un perro rojizo con el pelo tieso se tambaleaba por la banqueta.
—¿Qué me estás tratando de decir?
Del mismo color rojo que una alfombrilla color cacao o esos cepillos de mango de madera que venden en el Winn’s.
—Quiero decir que tengo obligaciones familiares.— Hubo un silencio largo.
Se veía que el perro estaba muy enfermo. Grandes calvas. Ojos gomosos que exudaban como uvas.
—Mi madre me escribe que mis hijos…
—Hijos… ¿cuántos?
—Cuatro. Del primero. Tres del segundo.
—Primero. Segundo. ¿Qué? ¿Matrimonios?
—No, sólo un matrimonio. El otro no cuenta ya que no nos casamos por la iglesia.
—Cristomático.
Deveras que daba lástima ver a esa cosa, cojeando así en pasos desiguales como si estuviera bailando para atrás y tuviera sólo tres patas.
—Pero esto no tiene nada que ver contigo, Lupe. Mira, tú quieres a tu padre y a tu madre, ¿no?
El perro estaba comiendo algo, sus mandíbulas trabajaban en bocados espasmódicos. Un taco de frijol y queso, yo creo.
—El querer a una persona no impide querer a otra. Así me pasa a mí con el amor. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Con toda la seriedad y con todo mi corazón te lo digo, Lupe.
Alguien le ha de haber tenido lástima y le arrojó un último bocado, pero lo noble hubiera sido pegarle un tiro.
—Así que así es.
—No hay otro remedio. El yin y el yang, ya sabes— dijo Flavio y lo decía en serio.
—Bueno, pues— dije. Y luego porque sentía como si el Torres Special quisiera salir de mi panza, agregué —Creo que es mejor que te vayas ahora. Tengo que sacar mi ropa de la secadora antes de que se arrugue.
—Es cool— dijo Flavio, deslizándose de la butaca y de mi vida. —Ay te wacho, supongo.
Busqué mi cristal de cuarzo rosa y visualicé la energía curativa que me rodeaba. Encendí copal y quemé salvia para purificar la casa. Puse una cinta de flautas amazónicas, gongs tibetanos y ocarinas aztecas, intenté concentrarme en mis siete chakras y pensar solamente en cosas positivas, expresiones de amor, de compasión, de perdón. Pero después de cuarenta minutos todavía tenía un deseo incontrolable de ir a casa de Flavio Munguía con el molcajete de mi abuela y molerle el cráneo.
Lo que me mata es tu silencio. Tan certero, tan sólido. Ni un recado, ni una tarjeta postal. Ni una llamada telefónica, ni un número donde te pudiera encontrar. Ni una dirección a la que escribirte. Ni sí ni no.
Sólo el vacío. Los días crudos y anchos como este cielo azul sequía. Sólo esta nada. Eso es lo que duele.
Nada quiere salir por los ojos. Cuando eres niño, es fácil. Das un paso tieso con un banquito al pasillo oscuro y esperas. Los pasillos de todas las casas en las que hemos vivido olían a Pine-Sol y se veían sucios sin importar cuántos sábados los restregábamos. La pintura descascarada y los rasguños y cráteres feos en las paredes de un siglo de bicicletas y de zapatos de niños y de vecinos de la planta baja. El pasamanos viejo y nunca hermoso, ni siquiera el día en que era nuevo, te apuesto. La oscuridad absorbida en el yeso y la madera cuando se dividió la casa en apartamentos. Bolas de pelusa y pelo en las esquinas donde la escoba no alcanzaba. Y de vez en cuando, el chirrido de un ratón.
Cómo dejo los sonidos, oscuros y llenos de polvo y pelos, salir de mi garganta y ojos, ese sonido mezclado con babas y tos e hipo y burbujas de mocos. Y el mar gotea de mis ojos como si siempre lo hubiera llevado dentro de mí, como una concha marina en espera de ser ahuecada al oído.
Estos días nos escondemos del sol. Cruzamos la calle rápidamente, nos metemos bajo un toldo. Llevamos una sombrilla como acróbatas de la cuerda floja. De nailon de flores rojas, blancas y azules. Beige con rayas verdes y rojas. Marrón desteñido con el mango de ámbar. Las señoras del camión se echan en los asientos y se abanican con periódicos y pañuelos.
Malas noticias. El cielo está otra vez azul hoy y estará otra vez azul mañana. Una manada de nubes grandes, como ganado de cuernos largos, pasa poderosa y pasta a poca altura. El calor como un esposo dormido a tu lado, como alguien que te respira en la oreja, a quien quieres empujar una vez, bien y fuerte y decirle, Ya párale.
Cuando hacía collages compré unos cuantos “polvos” en Artículos Religiosos Casa Preciado, la tienda de vudú mexicano de South Laredo. Recuerdo que escogí Te Tengo Amarrado y Claveteado y el Regresa a Mí—sólo por la envoltura. Pero me encontré a mí misma buscándolos por aquí y por allá esta mañana y, al no encontrarlos, hice un viaje especial a esa tienda que huele a manzanilla y plátanos negros.
Las veladoras están arregladas así. Los poderes sancionados por la Iglesia en un corredor: San Martín de Porres, Santo Niño de Atocha, el Sagrado Corazón, La Divina Providencia, Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. Los poderes populares en otro: El Gran General Pancho Villa, Ajo Macho, La Santísima Muerte, Suerte de Lotería, Ley Vete de Aquí, Doble Potencia contra los Juzgados. Se dan la espalda unos a otros, quizás para que nadie se ofenda. Escogí un Yo Puedo Más Que Tú del lado pagano y una Virgen de Guadalupe del cristiano.
Aceites mágicos, perfumes y jabones mágicos, veladoras, milagritos, estampas benditas, estatuitas imantadas para el coche, santos de yeso con pestañas hechas de pelo humano, herraduras de la buena suerte de San Martín Caballero, incienso y copal, ramos de sábila, bendecidos y atados con hilo rojo para colgar sobre una puerta. Yerbas almacenadas del piso al techo en cajones etiquetados.
AGUACATE, ALBAHACA, ALTAMISA, ANACAHUITE, BARBAS DE ELOTE, CEDRÓN DE CASTILLO, COYOTE, CHARRASQUILLA, CHOCOLATE DE INDIO, EUCALIPTO, FLOR DE ACOCOTILLO, FLOR DE AZAHAR, FLOR DE MIMBRE, FLOR DE TILA, FLOR DE ZEMPOAL, HIERBABUENA, HORMIGA, HUISACHE, MANZANILLA, MARRUBIO, MIRTO, NOGAL, PALO AZUL, PASMO, PATA DE VACA, PIONÍA, PIRUL, RATÓN, TEPOZÁN, VÍBORA, ZAPOTE BLANCO, ZARZAMORA.
Víbora, rata, hormiga, coyote, pezuña de vaca. ¿Había realmente animales muertos metidos en un cajón? Una piel envuelta en papel de china, una oreja seca, un cono de papel con alfabetos encogidos negros, un hueso cristalizado en un frasco de alimento para bebés. ¿O eran solamente yerbas parecidas al animal?
Estas velas y yerbas y menjurjes, ¿realmente funcionan? Las hermanas Preciado señalaron un letrero encima de su altar a Nuestra Señora de los Remedios. VENDEMOS, NO HACEMOS RECETAS.
De día soy valiente, pero las noches son mi Getsemaní. Ese pellizco de los dientes del perro justo cuando muerde. Una miserable picazón sudamericana en algún lugar que no alcanzo. Un pequeño huracán de agua de tina justo antes de que se escurra por la coladera.
Parece como si el mundo girara suavemente, sin un bache o un chirrido, hasta que el amor entra en juego. Entonces la máquina entera simplemente se para como una tanda de ropa en la lavadora que hace ruido cuando está en desequilibrio, el timbre zumbando a los altos cielos, la luz de peligro relampagueando.
No es cierto. El mundo siempre ha dado vueltas con su cola de latas de hojalata repiqueteando detrás de él. Siempre he estado enamorada de un hombre.
Todo es como era. Excepto por esto. Cuando me veo al espejo, soy fea. ¿Cómo es posible que nunca antes me haya dado cuenta?
Estaba tomando una sopa tarasca en El Mirador y leyendo Dear Abby. Una carta de “Demasiado tarde”, que escribió que ahora que su padre estaba muerto, se arrepentía de nunca haberle pedido que lo perdonara por haberlo herido, nunca le había dicho a su padre “Te quiero”.
Hice a un lado mi plato de sopa y me soné la nariz con la servilleta de papel. Yo nunca le había pedido perdón a Flavio por haberlo herido. Y sí, yo nunca le dije Te quiero. Nunca se lo dije, aunque las palabras traqueteaban en mi cabeza como urracas entre el bambú.
Durante semanas viví con esos dos arrepentimientos como granos gemelos de arena incrustados en mi corazón de ostión, hasta que una noche, mientras escuchaba a Carlos Gardel cantar, “El amor es una herida absurda”, me di cuenta de que me había equivocado, ay.
Hoy por fin se apagó el asador Weber en el patio trasero. Tres días de un humo blanco, como el hilo de un papalote. Yo había metido ahí todas las cartas y poemas y fotos y tarjetas de Flavio y todos los bosquejos y estudios que había hecho de él y después encendido un cerillo. No esperaba que el papel tardara tanto en arder, pero eran muchas capas. Tuve que seguir atizándolo con un palo. Sí guardé un poema, el último que me dio antes de irse. Bonito en español. Pero tendrás que confiar en mi palabra. Traducido al inglés sólo suena cursi.
El olor a pintura me daba dolores de cabeza. No podía hacerme a la idea de ver mis lienzos. Había prendido la tele. El canal de Galavisión. Me dije a mí misma que estaba buscando películas mexicanas viejas. María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante, cualquier cosa por favor, donde alguien cante montado en un caballo.
Varios días después me pongo a ver telenovelas. Evito las juntas de la mesa directiva, salgo del trabajo y me vengo a casa de volada, paso al Torres Taco Haven de camino y compro taquitos para llevar. Solamente para poder estar sentada frente a la pantalla a tiempo para ver Rosa salvaje, con Verónica Castro. O a Daniela Romo en Balada por un amor. O a Adela Noriega en Dulce desafío. Las vi todas. En nombre de la investigación.
Empecé a soñar con estas Rosas y Briandas y Luceros. Y en mis sueños cacheteaba a la heroína para que entrara en razón, porque quiero que sean mujeres que hacen cosas, no mujeres a las que les pasan cosas. No quiero amores tormentosos. Ni hombres poderosos y apasionados contra mujeres que son volátiles o malas, o son dulces y resignadas. Sino mujeres. Mujeres de verdad. A las que he querido toda mi vida. Si no te gusta, lárgate, honey. Esas mujeres. A las que he encontrado en todas partes menos en la televisión, en los libros y en las revistas. Las girlfriends. Las comadres. Nuestras mamás y tías. Apasionadas y poderosas, tiernas y volubles, valientes. Y sobre todo feroces.
—Bien pretty, tu chal. ¿No lo compraste en San Antonio?— Supermarket de Centeno, la cajera habla conmigo.
—No, es peruano. Lo compré en Santa Fe. O en Nueva York. No me acuerdo.
—Qué cute. Te ves bien mona.
Peinetas de plástico con flores de flecos. Una blusa morada tejida a gancho con estambre brillante, no metida sino puesta sobre los jeans para ocultar una panza grande. Ya lo sé, yo hago lo mismo.
Es de mi edad, pero se ve más grande. Cansada. De nada sirven los labios rojos, la sombra de ojos que solamente la hace parecer triste. Esas arrugas de la comisura de los labios a las aletas de la nariz, de guardar enojo, o lágrimas. O los dos. Ella me despacha en este momento mi Vanidades. “Número Extra”. “Julio confiesa que está buscando el amor”. “¿Todavía eres la hija de papi?—¡Libérate!” “15 Maneras de decir Te Amo con los ojos”. “La increíble boda de Maradona, estrella del futbol argentino (¡Costó 3 millones de dólares!)”. “Verano a la orilla del mar, una novela íntegra de Corín Tellado”.
—Libertad Palomares, dijo, mirando la portada.
—Amar es vivir— contesté automáticamente, como si fuera mi lema. Libertad Palomares. Una gran estrella venezolana de telenovela. Rete llorona. En cada episodio llora como una Magdalena. Yo no. No podría llorar ni aunque mi vida estuviera en juego.
—Verdad que trabaja su papel real good?
—Nunca me pierdo ni un capítulo.— Era la verdad.
—Ni yo. Si Dios quiere hoy voy a llegar a casa a tiempo para verla. Se está poniendo buena.
—Parece que se va a acabar muy pronto.
—Espero que no. ¿Cuánto cuesta ésta? Puede que compre una también. ¡Three-fifty! Bien ’spensive.
Quizás una vez. Quizás nunca. Quizás cada vez que alguien te pregunta ¿Bailas? en el Club Fandango. Todo por una noche en la Hacienda Salas Party House, en South Mission Road. O en el Lerma’s Night Spot, en Zarzamora. O haciendo ojitos en el Ricky’s Poco Loco Club o en El Taconazo Lounge. O quizás, como en mi caso, pintando en mi garaje.
Amar es vivir. Es el meollo del asunto para esa mujer del Super Centeno y para mí. Era suficiente para mantenernos sintonizadas cada día a las seis y media, otro capítulo, otra emoción. Revivir aquella vida cuando el universo corría por la sangre como agua de río. Viva. No las semanas pasadas escribiendo solicitudes de beca, ni las cuarenta horas parada detrás de una caja registradora echando latas de frijoles refritos en bolsas de plástico. No señor. No nos pusieron en este mundo para eso. Nunca jamás.
Nada de Lola Beltrán sollozando “Soy infeliz” sobre sus cuatro cervezas. Sino Daniela Romo cantando “Ya no. Es verdad que te adoro, pero más me adoro yo”.
De una manera u otra. Aun si es sólo la letra de un estúpido éxito popular. Vamos a componer el mundo y vivir. Quiero decir vivir nuestras vidas como se supone que hay que vivirlas. Con la garganta y las muñecas. Con ira y deseo, y alegría y dolor, y amor hasta que duela, tal vez. Pero maldita sea, mujer. Vive.
Regresé a la pintura de los volcanes gemelos. Se me ocurrió una buena idea y rehice todo el asunto. El príncipe Popo y la princesa Ixta intercambian lugares. Después de todo, quién dice que la montaña dormida no es el príncipe y la mirona es la princesa, ¿verdad? Así que lo hice a mi manera. Con el príncipe Popocatépetl acostado boca arriba en lugar de la Princesa. Por supuesto, tuve que hacer unos ajustes anatómicos para simular las siluetas geográficas. Creo que le voy a poner El pipí del Popo. Como que me gusta.
A donde quiera que vaya, soy yo y yo. Una mitad vive mi vida, la otra me mira vivirla. Enero ya está aquí. El cielo ancho como un océano, gris como la panza de un tiburón durante días a la vez y luego de repente un azul tan tierno que no recuerdas cuántos meses hace que el calor te partía la cabeza como a una cáscara de nuez, no puedes recordar ya nada.
Cada atardecer, me sorprendo apurándome, limpiando los pinceles, apurándome; mis pasos dan un ligero golpecito sobre cada peldaño de la escalera de aluminio que sube al tejado del garaje.
Porque las urracas llegan por cientos de todas direcciones y se posan sobre los árboles del río. Los árboles en esta época se han quedado sin hojas, como anémonas marinas, los pájaros en sus ramas, oscuros y nítidos como claves de sol, muy claros y nobles y limpios, como si alguien los hubiera recortado en papel negro con tijeras afiladas y los hubiera pegado con engrudo.
Las urracas. Grackles. Urracas. Maneras diferentes de ver al mismo pájaro. Los de la ciudad los llaman grackles, pero yo prefiero urracas. Ese rodar de las erres es la gran diferencia.
Las urracas, pues, grandes como cuervos, brillantes como cuervos, bajan en picada y arman un alboroto como los borrachos durante las fiestas. Las urracas dan un chillido agudo, un ascenso resbaloso por las escalas, un tañido súbito a través de una cuerda de violín. Y luego un silbido astilloso que enlazan y amarran desde esa caja en sus gargantas, y escupen y chirrían y hacen chuc. Chuc-chuc, chuc-chuc.
Aquí y allá un puñado de estorninos esparcidos a través del cielo. Todos descienden súbitamente en una sola dirección. Luego, otra explosión de estorninos muy lejos, como granos de pimienta. El viento traquetea las nueces de las pacanas. Chás, chás. Como niños malcriados tirando piedras a tu casa. El olor húmedo de la tierra es el mismo olor del té cuando hierve.
Las urracas forman una curva, descienden a las copas de los árboles. Alas anchas contra el azul. Las puntas de las ramas tiemblan cuando se posan, se estremecen cuando despegan otra vez. Aquéllas en la copa miran devotamente en una sola dirección hacia una Meca privada.
Y otros miembros del equipo de estorninos se disparan y corren, vuelan arriba muy arriba. Algunos caen en picada en una dirección y otros los entrecruzan. Como bandas marciales en el intermedio de un juego de fútbol americano. Esta picada nunca choca contra aquélla. Las urracas más cerca de la tierra, los estorninos mucho más arriba porque son más pequeños. Cada día. Cada puesta del sol. Y nadie se fija excepto para mirar al suelo y decir, “¡Quién va a limpiar toda esta caca!”
Todo este tiempo el cielo palpita. Azul, violeta, durazno, no se queda quieto ni un segundo. El sol se pone y se pone, toda la luz del mundo es suave como el nácar, como un Canaletto, un chabacano, el lóbulo de una oreja.
Y cada pájaro en el universo chacharea, parlotea, cloquea, chirría, grazna, gorjea, se vuelve loco porque gracias a Dios otro día ha terminado, como si nunca lo hubiera hecho ayer y nunca lo volviera a hacer mañana. Solamente porque es hoy, hoy. Sin pensar en el futuro o el pasado. Hoy. Hurra. ¡Viva!