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Samantha: remilgada, delicada, decorosa

La primera vez que mi madre prepara una gran estafa desde que nací soy Samantha. Ya tengo edad suficiente, me dice. Ya he aprendido bastante.

Estoy orgullosa de que confíe en mí. No entiendo las consecuencias. Las diferencias entre ser alguien unas pocas semanas o meses y ser alguien durante años.

Samantha tiene ocho años y lleva dos trenzas pegadas a la cabeza, porque las madres de la zona residencial a la que nos hemos mudado tienen tiempo para trenzar el pelo de sus hijas a la francesa cada mañana. En su cuarto de los juguetes hay un juego de té y una montaña de peluches. A veces me llevo alguno a hurtadillas a mi habitación y duermo con él como si fuera algo secreto y vergonzoso. Me alejo poco a poco del consuelo sin entender por qué, ya dibujando la línea entre ellas y yo. ¿Por qué tendría que consolarme el osito de peluche de Samantha si me despojo de ella en cuanto se apagan las luces y entonces ya solo hay oscuridad y la niña que a nadie se le permite conocer?

Es difícil escapar de ella. Es difícil aferrarse a ella, a oscuras o durante el día. Así que, en vez de eso, me aferro al osito.

Samantha es una prueba. Una iniciación suave, si lo preferís. Abby tiene que asegurarse de que puedo hacerme pasar por la hija perfecta antes de abrirse paso a la vida de un hombre que desea una. Así que no escoge a un hombre como objetivo. El blanco de Abby es una mujer: la señora que vive en la casa de al lado, una madre llamada Diana que tiene una hija de la misma edad que yo. Su marido murió y mi madre le ha echado el ojo al dinero que le dejó.

Mi madre es Gretchen, una viuda como Diana, cosa que es verdad y al mismo tiempo no lo es. Hay tantas cosas que son ciertas y no lo son...

Inventa la trágica historia de un hombre que la amó y que murió demasiado pronto, antes incluso de poder conocer a su hijita. El cuento le toca la fibra sensible y encajamos a la perfección en la casa prefabricada del vecindario beige, en las quedadas de madres e hijas, las clases de ballet y los brownies recién horneados cada viernes en la encimera.

Voy al colegio por primera vez. Es más fácil de lo que esperaba y más aburrido de lo que nunca habría imaginado. No me gusta. Leo un libro que escondo debajo del pupitre, pero la maestra me castiga a quedarme después de clase cuando me pilla, y yo sé que no debo crear interferencias como esa, así que dejo de hacerlo.

Samantha no puede meterse en líos. Samantha tiene que ser perfecta. Remilgada, delicada y decorosa.

Mamá me describe con tres palabras cada niña que debo ser. Rebecca era dulce, silenciosa y sonriente.

Cuanto más callada estoy, más se olvidan de mi presencia. Y la gente —los hombres en particular, como descubriré— hacen y cuentan grandes secretos en tu presencia cuando no te consideran importante. Cuando te portas bien, les traes cervezas con rodajas de lima y nunca molestas. Ninguno de ellos me consideró real, y cuando no eres real te enteras de infinidad de cosas.

Pero los hombres todavía no son relevantes. El objetivo de Samantha sí. Porque mi papel en este golpe tiene más peso que en ninguno de los anteriores.

Diana no tiene ni idea de qué hacer con su hija ni siente el menor interés en averiguarlo. Entro en su casa el primer día para jugar con ella y, cuando salgo, ya sé por qué mi madre me ha vestido con zapatos de charol, calcetines de encaje y un vestido cursi a juego con las trenzas francesas que me cuelgan por la espalda, atadas con lazos.

Diana quiere una hija como Samantha: con volantes, encaje y muy muy rosa.

Su hija no es así. Nos pasamos casi todo el rato saltando en su cama elástica, le encanta botar en pareja para hacer saltos mortales, aunque en teoría no nos dejan. Victoria es intrépida y libre en el sentido propio de la infancia, y cada segundo que paso a su lado entiendo mejor lo distintas que somos. Lo distinta que yo soy de Victoria, de Samantha y de cualquier otra niña criada para vivir la infancia en lugar de fingirla.

Cuando mi madre viene a buscarme, Diana comenta con un suspiro lo precioso que es mi vestido y cuánto le gustaría que Victoria se olvidara de los vaqueros y llevara prendas tan bonitas como esa. La niña pone los ojos en blanco. Me gustaría sonreírle, porque a mí tampoco me vuelve loca el vestido, pero a Samantha sí le gusta. Samantha es perfecta. La hija perfecta. Siempre obediente y sonriente, jugando en silencio en su cuarto con los peluches, las tacitas de té y la angelical melena rubia que se le derrama por la espalda. «Qué mona es. ¿Cuál es tu secreto, Gretchen?»

Samantha no tiene necesidades ni deseos. Está supeditada a otra persona.

Cuando estamos en la seguridad de nuestro propio hogar, con las caras cortinas echadas, mi madre me dice mientras me deshace las trenzas con los dedos: «Lo has hecho bien, nena», y la cálida sensación de orgullo casi disipa el nudo de culpa que siento al pensar en Victoria con los ojos en blanco.

Me adapto al papel de la delicada hija muñequita que desea Diana con facilidad. Me quiere y pasa muchísimo tiempo merodeando por la puerta para vernos jugar a Victoria y a mí. «Qué buena influencia eres, Samantha», me dice, y en aquel entonces yo no entiendo qué me está diciendo en realidad. No entiendo de qué tiene miedo.

Supongo que a Diana le sorprendería que al final acabara siendo la de los volantes quien brincara por el camino arcoíris hacia la ciudad bisexual. Aunque, quién sabe, puede que Victoria hiciera realidad los peores miedos de su madre. Medio espero que no, porque, visto en retrospectiva, Diana parecía capaz de echarte a la calle con el típico «En mi casa no». Por aquel entonces no sabía suficiente acerca de eso —ni acerca de mí misma— para descifrar su preocupación, pero mi madre sí. Mi madre crea a Samantha para avivarla. Es enfermizo. Es retorcido. Es peligroso.

Es mi madre, en resumidas cuentas.

Mi madre se abre paso en la vida de Diana con suma habilidad; toman café juntas casi todas las mañanas y nos dejan a Victoria y a mí en el colegio mientras ellas van a clase de yoga y hacen recados, y entonces un día menciona como de pasada la idea que ha tenido para un negocio, una tienda de lanas, y Diana muerde el anzuelo con los ojos cerrados.

Mi madre es hábil; confeccionan listas de inventario, miran escaparates y hablan de distribuidores. Todo resulta muy convincente, Gretchen es justo la red de apoyo que Diana necesita y yo soy perfecta en todo. Soy la clase de hija que quiere, la que imaginó que tendría, dócil de la cabeza a los pies, que cosería sus propias muñecas de trapo y no saltaría a lo bestia en la cama elástica ni correría alegremente por el jardín que hay detrás de nuestras casas hasta acabar con tantos abrojos pegados a los vaqueros que yo tengo que inclinarme para arrancárselos de los bajos porque a Samantha no le gusta que nada esté desastrado.

—¿Por qué no es feliz con lo que tiene? —le pregunto a mi madre en cierta ocasión—. Victoria es maja. No se mete en líos. ¿Por qué quiere que sea distinta?

—Casi nunca somos felices con lo que tenemos —me dice. Es una de sus verdades universales.

Se me encoge el estómago.

—¿Tú eres feliz conmigo?

Casi todas las madres se habrían apresurado a tranquilizar a su hija. No se habrían parado a pensarlo.

—Aprendes deprisa —responde—. Más que tu hermana. Más que yo. —Se echa hacia delante y me acaricia el pelo—. Tienes una facilidad innata. Vamos a llegar muy lejos, nena.

No es una respuesta y me ha pulido lo suficiente, aun siendo tan niña, como para que me dé cuenta. Pero soy demasiado joven para jugar al juego al que me ha empujado.

No lo seré mucho tiempo.