PRIMER ACTO: DOBLA LOS DEDOS
—Se llama Elijah —me dice mientras me cepilla la melena delante del espejo y echa un vistazo a la página web que tiene abierta en el portátil.
Es un blog llamado Vida feliz, esposa feliz, y está lleno de fotografías de niñas sonrientes con el pelo largo y casi de la misma edad, todas ataviadas con vestidos a juego y que parecen pequeñas versiones de su madre, una mujer sonriente de cabello oscuro.
—Y su hijo se llama Jamison —prosigue mientras empieza a trenzarme el pelo con el mismo estilo de semirrecogido que llevan las del blog.
La que tiene más o menos mi edad no sonríe con los ojos, como sus hermanas. Acabo concentrándome en ella en lugar de en mi madre.
—¿Haley? ¡Haley! —Me tira del pelo con fuerza.
—¡Ay!
—Tienes que prestar atención —me ordena—. El domingo nos incorporaremos a su iglesia.
—Perdona —musito, y devuelvo mi atención a mi reflejo.
—Repítelo —me anima en tono amable.
—Elijah Goddard —recito de los archivos que me ha obligado a memorizar—. Cuarenta y dos años. Empezó como pastor de jóvenes en una pequeña parroquia de Colorado que creció hasta convertirse en un negocio millonario.
—El evangelio de la prosperidad es la estafa más lucrativa. —Niega con la cabeza—. Si fuera hombre, me habría dedicado a ello. Imagina el dinero que podríamos haber ganado.
—Tú predicas a tu manera —señalo, y mi comentario la hace reír, lo que me provoca una sensación cálida por dentro.
Casi nunca ríe de veras. Estoy acostumbrada a la risa falsa: liviana, grave y ensayada, el sonido de la tentación, no de la alegría.
—Continúa.
—Jamison Goddard, once años. Su madre murió en un accidente automovilístico cuando él tenía cinco. Elijah no volvió a casarse.
—Hasta ahora. —Mi madre sonríe—. No hay posibilidad de error: la más sencilla de las grandes estafas para tu primera prueba en serio. Tienes que ser muy dulce y educada con Elijah, pero no llames su atención demasiado a menos que yo te lo indique. Tu tarea consiste en mantener a Jamison ocupado.
—Y ¿cómo lo hago?
Me obsequia con otra sonrisa; le gusta que le haga preguntas. Le encanta transmitirme su sabiduría.
—Presta atención cuando lo conozcas. Si te sonríe, sabrás engatusarlo hasta que acabe loco por ti. Si no lo hace o si empieza a comportarse como un pequeño desgraciado, utilízalo en tu favor.
Frunzo el ceño al máximo.
—¿Qué quieres decir?
—Todo abusón necesita una víctima, cielo —explica—. Y tú eres una chica dura, ¿no? Puedes con todo lo que te echen.
Me humedezco los labios. Froto los dedos contra el pulgar antes de responder. Adelante y atrás, adelante y atrás.
—Pues claro —digo.
SEGUNDO ACTO: NO DEJES DENTRO EL PULGAR
Jamison Goddard es el principito de la parroquia de Mountain Peak. La niña de los ojos de su padre. El cabecilla de la organización juvenil masculina.
No es solo un pequeño desgraciado o un abusón. Es un maldito horror.
Nunca ha oído la palabra «no» sin intentar salirse con la suya a toda costa.
No se fija en mí de inmediato. Haley es más bien sumisa, con su cascada de cabello dorado, sus vestidos recatados y la pequeña cruz de oro blanco que lleva colgada al cuello. Así que al principio no me hace ni caso. Este tipo de cristianismo (y el mundo entero, seamos sinceras) trata a las chicas como seres inferiores de maneras tanto tácitas como explícitas.
Hago lo que me pide mi madre: dejo que su reacción guíe mis actos. Me quedo al margen ese primer miércoles y el domingo siguiente. Observo, sonrío con dulzura y hablo bajito cuando se dirigen a mí. Pero el miércoles siguiente, muevo ficha. Llego temprano, antes que nadie excepto Michael, el pastor de jóvenes, que lleva una perilla que debería afeitarse, en serio, porque no le queda tan bien como él se cree. Pero no se lo digo. Lo ayudo a colocar las sillas y luego me aseguro de sentarme en el sitio donde he visto que Jamison atiende a su corte.
Lo he observado; roba porciones de pizza de los platos de sus amigos y nadie pestañea siquiera. Se rio dos veces durante la última reunión: una cuando alguien hizo un chiste de pedos —«Ahora ya sabes que es un chico», diría mi madre— y otra cuando Michael tropezó con su silla; ahora ya sé que es mala persona.
De manera que me siento en la silla que considera suya y espero como un canario en una mina que ya sé que es tóxica.
Repara en mí en el instante en que entra en la sala. Se me pone la carne de gallina. Una vocecita me susurra: «Corre».
Es la primera vez que le hago caso omiso.
—Te has sentado en mi sitio —dice.
Tengo los ojos grandes, pero consigo que lo parezcan más todavía, como los de una muñeca.
—Ay, perdona.
Me levanto al momento y me desplazo unas cuantas sillas más allá, y entonces, para rematar la faena, titubeo ante el nuevo asiento y lo miro.
—¿Te parece bien que me siente aquí? —pregunto, como si necesitara permiso.
Él asiente y, cuando se vuelve para mirar a sus amigos, atisbo la sonrisilla de suficiencia.
Abby tiene razón: todo abusón necesita una víctima.
Así que convierto a Haley en el blanco perfecto y él entra al trapo.
La estafa dura una eternidad, porque a Elijah le preocupa más el qué dirán que a algunos de los objetivos anteriores. Se niega a hacer pública la relación; Jamison ni siquiera está al corriente. En teoría Haley tampoco, pero, por supuesto, yo recibo un informe detallado de cada uno de sus encuentros y un desglose de lo que mi madre va haciendo para incrustarse cada vez más profundamente en su vida.
Cuando ve las magulladuras en mi muñeca, enarca una ceja.
—Vaya desgraciado —musita—. ¿Puedes con él, nena?
—Todo va bien.
Me estiro la manga de la rebeca para tapar las marcas.
Nada va bien. Jamison me saca diez centímetros y tres años. Y aunque no fuera así, no tengo permiso para defenderme. Haley no sabe pegar puñetazos. Una chica como ella cerraría la mano sobre el pulgar si lo intentara. Es un blanco que se desplaza despacio.
—Se va a enfadar —le advierto cuando me enseña el anillo que Elijah le ha regalado por fin.
Mi madre sonríe.
—Pues utilizaremos esa rabia, ¿no te parece?
—¿Estás saliendo con su madre? —se indigna Jamison.
—Hijo, esos modales —lo regaña Elijah desde el otro extremo de la mesa del almuerzo.
—No pasa nada —lo disculpa mi madre—. Ya sé que esto os pilla por sorpresa a los dos.
Toma mi mano y la posa, envuelta en la suya, sobre la mesa.
—Hemos pasado mucho tiempo juntos desde que Maya se ofreció voluntaria para encargarse de la programación cuando la señora Armstrong se rompió la pierna —dice Elijah—. Y hemos rezado de corazón por lo nuestro, ¿verdad, ángel mío?
Mi madre asiente mientras lo mira con una expresión dulce y ferviente. Se ilumina perceptiblemente en su presencia.
—Por supuesto.
—Es la voluntad de Dios —nos dice Elijah a Jamison y a mí—. Ha hecho lo necesario para reunirnos a todos.
—Para que seamos una familia —añade mi madre, que alarga la otra mano para tomar la de Elijah.
—¿De qué habla?
Jamison fulmina a su padre con los ojos entornados.
—Le he pedido a Maya que sea mi esposa —le dice Elijah—. Ha aceptado.
—¿Qué te parece, nena? —me pregunta ella.
Preparamos mi respuesta la noche anterior. Jamison va a ser el problemático en esta escena, cosa que me convierte a mí en lo que mi madre llama «la niña de oro».
—Quiero que seas feliz, mami —respondo—. Usted también, pastor Elijah. —Sonrío con un gesto que parece trémulo, los hombros encorvados, solo una pizca—. Ha ayudado usted a tantas personas, pastor Elijah... Se lo merece.
La última frase, la última parte, es muy cierta. Merece exactamente todo lo que se le viene encima. Es un estafador, igual que nosotras. No venera nada excepto el dinero y ni una verdad sale de sus labios, solamente palabras cuidadosamente diseñadas para sacarles los cuartos a personas incautas. «Ofrendas amorosas», y un cuerno. Más bien ofrendas de combustible para su avión privado.
—¡Y una mierda! —exclama Jamison, y los ojos de Elijah se tornan de acero, igual que cuando habla del diablo en el púlpito con su micro de estrella del pop prendido a la cabeza.
—No digas palabrotas, jovencito.
Pero Jamison ya se ha levantado y sale del restaurante como un vendaval. Elijah suspira y mi madre me mira con expresión elocuente.
Sé lo que espera que haga.
También sé lo que pasará si lo sigo.
Lo hago de todos modos.
Me sangra el labio para cuando Jamison se marcha cabizbajo a enfurruñarse en el coche. Aprieto la herida con la lengua y noto un sabor metálico.
—Toma.
Aparece una servilleta debajo de mi nariz. La cojo y me la llevo al labio mientras levanto la vista para mirar al pastor Elijah.
—No es nada. Es que me he mordido —digo para ponerlo a prueba.
Vuelve la vista hacia el aparcamiento, donde está el coche, y me mira otra vez a mí. Sabe muy bien por qué me sangra el labio.
—Te he estado observando estos últimos meses.
—No pretendía llamar la atención.
—Eres una buena chica. Te lo tomas todo bien, sea lo que sea —me dice, y yo le devuelvo la sonrisa cuando él me sonríe muy complacido, porque, ja, lo tenía bien calado.
Me está enviando un mensaje: esto es lo que soy; solo un blanco que sangra. Quiere que me sienta poca cosa.
Pero yo no he sido poca cosa nunca. Solo estaba esperando para desplegarme.
—Quiero ser buena —respondo, y es verdad, en cierto sentido.
Quiero ser genial. Quiero ser perfecta. Igual que mi madre.
—Serás una buena hermana pequeña —me asegura, y es más una orden que un cumplido.
—Eso espero —digo, y también es verdad.
Si hay algo que quiero, aparte de ser la hija perfecta de mi madre, es el amor de mi hermana.
—Venga —concluye—. Vamos a buscar a tu madre. Tenemos muchos planes que hacer.
Tiende la mano como si esperara que se la cogiera.
Así que lo hago.
Todo forma parte del plan.
TERCER ACTO: APUNTA DONDE DUELA
Elijah celebra una fiesta cada año para conmemorar el día que inauguró la iglesia. Aparte de Pascua y Navidad, es el día de la gran recaudación de ofrendas amorosas.
Mi madre lo tiene todo previsto hasta la última coma: la misa empieza a las dos de la tarde y algunas de las mujeres irán después a la cocina de la iglesia para preparar la comida mientras que otras se dispersarán para regañar a los niños. Elijah se desplaza entre ese mar de gente acompañado de mi madre. Ella busca mis ojos y asiente.
Me pongo en marcha.
Haley pasa desapercibida. Nadie le presta demasiada atención entre la multitud. Así que nadie se fija cuando salgo de la capilla a hurtadillas y me abro paso por el laberinto de pasillos que he cartografiado no solo mentalmente sino también sobre papel para practicar.
Recojo la bolsa que he escondido detrás de un montón de sillas suplementarias y me encamino al baño.
Los aseos más próximos al despacho están vacíos y solo tardo diez minutos en embozar los retretes lo suficiente como para que el agua empiece a derramarse por el suelo de baldosas. Salgo de puntillas para que mis zapatos no dejen huellas de humedad y tarareo mientras recorro el pasillo de vuelta. Lo único que queda en la bolsa es un montón de Biblias. Las saco y tiro la bolsa a la basura al pasar. Las llevo bien sujetas debajo del brazo. Mirando por encima del hombro, advierto que la moqueta ya se está oscureciendo en la zona de los baños.
Perfecto. En el momento preciso.
A estas alturas, mi madre se habrá excusado diciendo que va a ver si las mujeres de la cocina necesitan algo y habrá dejado a Elijah en la iglesia.
No volverá a verla.
Todavía cargada con las Biblias, llamo con suavidad a la puerta del despacho que hay al final del pasillo. La abro y asomo la cabeza antes de obtener respuesta.
Adrian, el secretario de Elijah, está sentado a su escritorio, como siempre después de un servicio. La gracia de este golpe radica en que Elijah dirige un gran negocio y lo hace de un modo que es bueno para él en el aspecto financiero, pero malo si están a punto de robarle, como es el caso. Paga mal a sus empleados y no le gusta aflojar la mosca en seguridad. Adrian es un becario de veintitrés años del Colegio Bíblico. No debería estar ahí sentado «custodiando» la caja fuerte. Pero a Elijah no le gusta que nadie toque —ni cuente— el dinero. No se fía. Todo va a parar aquí, sin pasar por ningún tipo de contabilidad hasta la mañana siguiente, cuando él tiene tiempo de ponerse a ello. Es un sistema nefasto, pero a nosotras nos facilita las cosas. Porque después de un gran día como este, la caja estará llena. Y lo único que se interpone en nuestro camino es Adrian, un chico dulce y dotado de la clase de ingenuidad que te otorga el que tus padres te hayan protegido del aterrador mundo seglar y nunca hayas sacado ni el dedo gordo del pie fuera, ni una vez.
—Adrian, me parece que hay un problema enorme en el baño —le digo—. Mi madre me ha pedido que llevara estas Biblias al almacén y hay agua sucia por todo el pasillo.
—¿Qué? —Se pone de pie a toda prisa y yo le sujeto la puerta mientras él sale disparado y echa a correr. Cuando dobla la esquina, lo pierdo de vista—. ¡Ay, madre!
Oigo el eco de su voz en el pasillo cuando descubre el desastre que he organizado.
No dispongo de mucho tiempo. Con el corazón en un puño, corro hacia la ventana y la abro. Mi madre ya está esperando y salta tan pronto como tiene espacio para hacerlo. Me retiro a un lado cuando se deja caer en la sala.
—Vigila.
Todo mi cuerpo parece vibrar cuando me acerco a la puerta para abrirla unos centímetros. No llego a despegar del todo la vista del pasillo, pero cada pocos segundos echo un vistazo hacia atrás para comprobar sus progresos.
—He tardado semanas en conseguir que marcara la combinación en mi presencia —musita mientras se agacha de rodillas delante de la caja y prepara el caro bolso de piel que llevan todas las mamás ricas—. Puede que esté perdiendo facultades.
Introduce el número. La caja se abre.
La exclamación que lanza es de puro regocijo. Se mueve más deprisa de lo que soy capaz de creer y mete todo el dinero en el bolso en un periquete. Cierra la caja de golpe.
—Repasemos —ordena.
—Le preguntaré a Adrian si quiere que vaya a buscar ayuda. Luego saldré y cruzaré el prado, donde tú me estarás esperando en el coche.
Sonríe, se besa los dedos índice y corazón y me pega el beso a la mejilla.
—Esta es mi chica. Vamos allá.
Echo mano de la manta del sofá del despacho y cruzo la puerta mientras ella salta por la ventana con el bolso de piel cargado de ofrendas amorosas.
Me apresuro por el pasillo y exagero la falta de aire cuando empujo la puerta del baño blandiendo la manta.
—¡He encontrado esto! ¡Para absorber el agua!
Adrian está plantado en un charco de líquido del inodoro que ya pasa de los cinco centímetros de espesor. Se le ha manchado la camisa, por lo general inmaculada, y su mirada se ha tornado algo desorbitada.
—Q-qué bien —dice a la vez que mira alrededor con desesperación, porque una manta no será suficiente—. ¿Cómo ha podido pasar esto?
Bajo la vista y me muerdo el labio inferior.
—Haley —dice, porque soy tan explícita que hasta él lo capta—. ¿Sabes algo?
—No... —me callo y me muerdo el labio de nuevo.
—Me lo puedes decir.
—Es que he visto a Jamison salir del baño. Nada más. Pero seguro que hay una explicación.
—Sí, seguro que sí. —Carraspea nervioso—. ¿Por qué no corres a buscar al conserje? Y, por favor, ¿le puedes decir al pastor Elijah lo que ha pasado? Tendrán que cerrar la llave de paso, y él tiene las llaves de acceso.
—Vale. Ahora mismo voy.
—Gracias, Haley.
—De nada.
La emoción —el subidón— atruena bajo mi piel cuando me interno en los pasillos de nuevo, pero no de camino a la capilla. Ahora me dirijo al exterior.
Por fin libre de este sitio, de Jamison Goddard y de sus pellizcos, sopapos y golpes, de ese pequeño desgraciado. Pero al doblar el último recodo de mi mapa mental, es como si al pensar que me he librado de él lo hubiera invocado, porque allí está, delante de la máquina dispensadora que se encuentra encajada junto a la puerta de la sala de descanso.
Mierda. Es demasiado tarde para dar media vuelta. Tengo que seguir avanzando. Está concentrado en elegir una golosina, pero en cualquier momento se volverá para mirarme.
Tengo una milésima de segundo para decidirme. ¿Qué hago?
—Eh.
La voz que sale de mis labios no es la de Haley; ella era más blanda y tímida. Esta es la mía: más grave, más dura.
Le estampo el puño en la cara en el instante en que se da la vuelta. Trastabilla y cae de culo delante de la máquina dispensadora; ha sido más por la sorpresa que por mi fuerza, pero a mí me satisface igual.
Balbucea mi nombre como si no se lo pudiera creer.
Sonrío. Con mi verdadera sonrisa en esta ocasión, y por primera vez no solo entiendo el poder que esto representa, sino que me gusta, porque sus ojos se agrandan como si yo fuera lo más espeluznante que ha visto en su vida.
—Si golpeas a suficientes chicas, al final encuentras una que te da tu merecido.
—Pero... Pero...
Ni siquiera lo dejo terminar; no tengo tiempo. Debo marcharme antes de que empiece a gritar o algo.
—No lo olvides.
Tras eso me largo pitando, procurando no correr pero ansiosa por salir de allí cuanto antes. Empujo las puertas y salgo disparada por si intenta seguirme. Pero no lo hace. Antes correrá a los brazos de papá que perseguirme.
La iglesia se encuentra en medio de hectáreas de terreno sin urbanizar y no veo el coche hasta pasados varios minutos, según me abro camino por hierbas altas hasta la rodilla custodiadas por viejos robles. Intento hacer caso omiso de la punzada de pánico que noto dentro, de la vocecilla irracional que dice: «Se ha marchado sin ti».
Pero entonces avisto algo azul entre los árboles. Apuro el paso, incómoda con las merceditas de Haley, cuyas suelas carecen de agarre.
Subo al coche y mi madre arranca el motor. Recorre la pista de tierra hasta que llegamos a la carretera principal, donde gira a la izquierda y deja la iglesia atrás.
—¿Todo despejado? —pregunta a la vez que echa un vistazo al espejo retrovisor.
—Todo despejado.
—¿Qué has hecho? —Señala mi mano con un gesto.
—Jamison estaba en el vestíbulo —digo mientras nos internamos en la autopista.
—Pensaba que habías dicho que estaba todo despejado.
—Así es. No pasa nada.
Se interna en el flujo del tráfico y se coloca en el carril central. Nunca conduce muy deprisa —es de principiantes que te paren por algo tan tonto como exceso de velocidad— y cruzamos la frontera estatal hacia la costa Oeste antes de que caigan en la cuenta siquiera de que nos hemos marchado.
—Pero ¿le has atizado?
—Tenía que abrirme paso. Me ha parecido la manera más fácil.
Se ríe.
—He pensado que así ganaríamos tiempo —le explico—. Irá a llorarle a su padre. Elijah te enviará un mensaje. Cuando vea que no le contestas pensará que estás resolviendo el asunto conmigo. Estará tan distraído que tal vez no llegue a mirar la caja fuerte hasta mañana por la noche o algo así. Es probable que culpe a Adrian antes de darse cuenta de que nos hemos ido.
Ya no se ríe. Se ha quedado callada de repente. ¿He metido la pata en algo? Esperaba que estuviera orgullosa.
—¿Has pensado todo eso tú sola?
—He pensado en lo que harías tú.
—Ay, nena —dice—. Eres un sol.
Me hizo sonreír entonces esa conversación.
Me hace sonreír recordarla ahora. Pero por razones muy distintas.