No se puede estafar a un estafador. ¿No es eso lo que dicen siempre?
Hace tiempo pensaba que era cierto. Lo asimilé junto con las otras enseñanzas y mis papillas de bebé. Pero he demostrado que el dicho es falso, ¿verdad?
Aprendí del mejor. No, no hablo de ella.
Hablo de él.
Hace siete años
Después de Washington, cuando ya me he librado de Katie pero todavía no tengo una nueva chica que ocupar, todo es apresurado y grave. Salimos disparadas; nunca hemos tenido que hacerlo antes y ella está furiosa. Lo noto en su silencio, en lo que no dice, en las pocas palabras que sí. Es un pulso persistente dentro de mí: «Esto es culpa tuya, no deberías haber hecho nada, deberías haber apechugado».
Cuando llegamos a Florida y no me asigna un nuevo nombre ni un nuevo peinado, se me antoja un castigo en lugar de un alivio. Como si me hubiera quitado algo, porque ¿qué me queda si no soy una de ellas ni me estoy preparando para serlo? Odio la sensación; el filo de un cuchillo que me hace un corte somero en el cuello cada vez que ella me deja en la habitación del hotel durante largas horas.
Katie ha desaparecido, pero no así lo que ha pasado, y yo no sé qué hacer salvo tratar de guardarlo todo en una caja enterrada en mis profundidades. Tengo ganas de llorar constantemente, pero no puedo, porque... ¿soy de las que lloran? No lo sé. No sé quién se supone que soy. No me ha dado nada a lo que aferrarme; ningún peinado reconfortante, ninguna tríada de cualidades, nada de ropa cuidadosamente escogida, ningún punto flaco en un objetivo en torno al cual construir una chica que pueda compensarlo.
Las horas de un día se alargan hasta la noche y todavía no ha regresado. Me quedo despierta esperándola todo el tiempo que puedo, entro en pánico y el sueño me vence por fin a las tres de la madrugada. No sé nada más hasta que alguien tira algo pesado a los pies de mi cama. Me despierto de golpe a tiempo de verla lanzar otra bolsa de ropa.
—Arriba —dice—. Al baño. Tenemos trabajo que hacer.
Miro parpadeando las bolsas de Nike. Ella da unas palmadas secas, yo me pongo de pie a toda prisa —lejos, muy lejos de las bolsas y de lo que representan— y voy hacia ella, porque ¿adónde voy a ir sino?
Ella tararea mientras yo entro trotando al baño y cuando empieza a cepillarme la melena delante del espejo, se me pone la piel de gallina. Debería tranquilizarme, pero eso de que lleve dos semanas esquivándome me ha tornado insegura, incapaz de acomodarme en las sobras de su presencia. Y los últimos dos meses me han vuelto asustadiza de un modo que ella no me ha enseñado a ser. Se supone que debo ser accesible. Mi pelo está a su disposición, igual que mi ropa, mi nombre y mi futuro: nada en mi cuerpo es mío. No me pertenece.
Nada me pertenece.
Me divide la melena en dos trazando una línea por el centro de la cabeza. Empieza a trenzar con aire tenso y eficiente, y no busca mi mirada en el espejo.
¿No puede ni mirarme? ¿Tan horrible soy?
Mi madre remata cada trenza con un pequeño coletero de plástico y se inclina hacia delante para coger las horquillas del montón que ha dejado en el mármol.
—He reservado pista todas las tardes de esta semana en el club —me dice mientras me enrosca las trenzas a la cabeza y las prende—. No he tenido tiempo de investigar posibles objetivos. Será una buena lección para ti: cómo identificar al blanco adecuado y luego cómo atraerlo hacia mí. ¿Qué digo siempre de las dificultades?
—Te ayudan a mejorar, si eres lista.
Encaja los extremos de las trenzas detrás del recogido de modo que queden bien tirantes.
—Nuestro último trabajo fue un error. —Mi corazón da un brinco de felicidad por un instante y entonces ella lo machaca—. Me demostrarás que has aprendido de tus errores, ¿verdad, nena?
Se queda ahí suspendido: mis errores.
La vergüenza sale a chorro de la caja en la que la he guardado ante la confirmación de que, por supuesto, ha sido mi culpa. (No lo es, pero no lo sé entonces, porque ella me dice que sí, allí, en ese momento, me embauca para que lo piense porque es más fácil para ella.)
—Sí —respondo con voz ronca.
Termina de arreglarme el peinado, posa las manos en mis hombros y por fin, por primera vez en semanas, busca mis ojos en el espejo. Siento náuseas. Estoy exultante. Y sus siguientes palabras me provocan tal descarga de alivio que me mareo y tengo que agarrarme a la pila.
—Ashley —dice—. Te llamas Ashley.
—Ashley —repito, porque tengo que ser obediente. Katie no lo era y mirad lo que pasó.
Sonríe.
—Listo. —Afloja las trenzas, demasiado tensas—. Así está mejor, ¿verdad?
Asiento. Pues claro que sí.
Deseo con toda mi alma que sea verdad.
Paso una semana entera sudando en la pista de tenis del club de campo que está usando como coto de caza.
Ella es Heidi esta vez, la madre de Ashley. Me duele el cuero cabelludo por culpa del peinado, la corona de trenza holandesa que llevo enroscada a la cabeza con demasiadas horquillas. Ashley estudia en casa, toda enfoque, motivación y ropa Nike. En Wimbledon a los diecisiete, les dice Heidi a los padres del club, aunque es absurdo. No juego mal al tenis, pero hay una sola cosa en la que soy un prodigio.
Represento mi papel como el oso danzante que soy, mientras el sentimiento de culpa por habernos colocado a las dos en esta situación me pesa en la barriga como una roca. Pero cada vez que golpeo la pelota con fuerza por encima de la red, mi cuerpo canta de alegría como si eso en parte fuera mío. Casi me siento bien. No basta ni de lejos. Procuro fingir que sí.
Ella se sienta en los banquillos con sus agujas de tejer, la blusa sin mangas y la falda inmaculadas y sus gafas de sol, como siempre. Los hombres se le acercan por los laterales a lo largo de la semana, para conocer a la carne fresca del club, mientras yo practico la volea. Ella sonríe y se aparta el pelo de la cara, pero su atención vuelve hacia mí de inmediato. No le interesa la clase de hombre que la aborda antes a ella; quiere uno que nos preste atención a las dos.
Me estoy dando cuenta de lo aburridos que son los preparativos, buscar a alguien a quien tenderle la trampa, porque para cuando llevo una semana y pico de partido contra esa máquina lanzapelotas que traquetea cada dos bolas, me estoy subiendo por las paredes. El zas zas raca-raca me pone de los nervios. Cuando fallo cuatro bolas seguidas, suelto un gruñido de frustración.
—¡No dejes que te desconcentre, nena! —me grita mi madre para animarme.
—Es insoportable —me quejo—. ¿Podemos preguntar si alguien la puede arreglar?
—Siempre habrá algo que te distraiga —me recuerda—. Intenta sacarle partido.
Se levanta las gafas de sol hacia la cabeza antes de devolver la atención a las agujas. Es una señal: alguien nos está mirando. Tengo que centrarme en nuestra misión. Lo único que he hecho a lo largo de esta semana y media ha sido birlar cosas de carteras, porque el dinero que tiene mi madre no nos va a durar para siempre. Sobre todo si sigue gastando a ese ritmo.
Sigo con mis voleas y la tercera vez que fallo en veinte minutos, dejo caer la raqueta con un rictus de furia.
—¡Eh, oye, no me hagas un McEnroe! —grita.
—Es una referencia superanticuada, mamá —la informo, y ella echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
Adivino, por su manera de reír, que el tipo al que le ha echado el ojo nos está mirando.
—Siempre poniéndome en mi lugar —dice a la vez que me hace un guiño.
—Perdonen.
Miro por encima del hombro a mi derecha. Está en la pista contigua, presenciando nuestra pequeña exhibición con una sonrisa.
—¿El traqueteo te desconcentra? —me pregunta.
Sonrío. No con mi sonrisa. Con la de Ashley. Es más radiante, exenta de titubeo. Ashley no tiene motivos para recelar.
—Muchísimo.
—A ver si puedo hablar con mantenimiento, para que le echen un vistazo a última hora. —Sus ojos se deslizan hacia mi madre, que lo está mirando, y de vuelta hacia mí con una sonrisa—. Hacerle un McEnroe al lanzapelotas solo servirá para que traquetee aún más.
—Escucha a ese hombre tan listo, cielo —dice mi madre, y su sonrisa se percibe en su voz más que en su cara.
No le sonreirá todavía, no hasta que se lo gane. Así funciona esto. «Gracias», articula con los labios por encima de mi cabeza, un pequeño secreto entre los dos, que me deja al margen; otro tipo de recompensa.
Él levanta la raqueta a modo de despedida antes de corretear hacia el centro de su propia pista, donde su compañero de partido lo está esperando.
Paso otros veinte minutos golpeando pelotas e intentando hacer caso omiso del traqueteo de la máquina y de la mirada que se posa en nosotras de vez en cuando, hasta que él nos echa un vistazo entre sets.
Mi madre por fin mira el reloj y me llama por gestos.
—Voy a tomar una sauna y tú tienes que comer, jovencita —me dice mientras me extrae una horquilla suelta del recogido y la devuelve a su lugar—. Por favor, no te atiborres a patatas fritas al ajo solamente. Pide un plato con cereal integral y alguna hortaliza fresca, o mejor dos, por favor, te lo suplico.
Une las manos como si rezara en plan de broma y sé que lo hace por él, por el hombre que todavía nos mira a hurtadillas, pero es como pasar de ser invisible a visible después de semanas y, no puedo evitarlo, quiero derretirme en el calorcito seguro que me provoca el gesto.
A esto nos dedicamos nosotras. Puedo hacerlo. Aunque cometiera errores cuando era Katie, como ella dijo. La compensaré.
Tengo que hacerlo.
—Te lo prometo —digo mientras guardo la raqueta de tenis y recojo las pelotas desparramadas para devolverlas a la cesta. Cuando termino, mi madre me pasa un brazo por los hombros y echamos a andar hacia los vestuarios del club.
—¿Lista? —me pregunta cuando ya me he duchado y cambiado la faldita de tenis por un vestido ligero.
Asiento. Nos separamos en la puerta de los vestuarios, yo en dirección al restaurante del club y ella hacia la barra de enfrente, donde tiene también buenas vistas del comedor. Está medio escondida detrás de las hojas de palma o lo que sean las plantas esas que hay por todas partes.
Me siento a una mesa para dos y pido una montaña de patatas fritas al ajo. Trasteo con el teléfono —Ashley mira vídeos de tenis en Instagram y tiene guardados gifs de gatitos— hasta que llega la comida.
Noto miradas clavadas en mí todo el tiempo. Dejando el teléfono en la mesa, hundo las patatas en el alioli que el camarero me ha traído y mastico, esperando.
Lo percibo antes de oírlo. Un levísimo soplo de aire a mi derecha antes de que él se siente enfrente.
—Pensaba que no te dejaban pedir solamente patatas fritas al ajo —observa.
Agrando los ojos. Proyecto la culpa y dejo la patata en el plato.
Sonriendo, coge una de mi plato y se la come.
—Están más ricas que los cereales integrales —asiente—. Aunque no son tan sanas. Eres una tenista bastante buena.
El plam, plam, plam de sus palabras es como un partido de tenis en sí mismo y me provoca un hormigueo de advertencia en la columna vertebral. Es rápido: beneplácito seguido de una crítica y al momento un cumplido solapado.
Es una táctica que mi madre me enseñó a usar. Me pone los pelos de punta de inmediato.
—Gracias —digo—. ¿Es usted entrenador?
Niega con la cabeza.
—Tengo unos cuantos gimnasios aquí en Miami. Tu madre...
Deja la frase en suspenso, como si el mero hecho de mencionarla lo desconcentrara.
—Heidi —apunto servicial, como se espera de mí.
Cuando los objetivos deciden acercarse a ella a través de mí, me toca hacer el numerito. Se supone que debo ser educada, sonreír y soltar risitas en el momento oportuno mientras ellos balbucean buscando las palabras apropiadas.
—Heidi —repite, y su manera de decirlo...
Aprieto los dientes con tanta fuerza que me duele la mandíbula y no sé si... No sé si atribuirlo a mi instinto o a lo que pasó con Katie, esto que siento, que es: «Vete, corre, ya». Estoy atrapada en la indecisión, como un pescado en una red, incapaz de escapar de un salto o respirar.
—Y tú eres... —me pregunta.
—Ay, perdón. —Le tiendo la mano con un ademán. Todas las chicas tienen buenos modales—. Soy Ashley.
Me la estrecha.
—Raymond.
—Encantada de conocerlo. —Le suelto la mano lo más deprisa que puedo sin parecer maleducada—. También he pedido un cuenco de cereal integral con extra de aguacate —le digo bajando la voz con aire conspiratorio—. No se me ocurriría desobedecerla.
—No, ¿verdad?
—Mi madre sabe lo que me conviene —replico en tono alegre.
—Eres muy buena —dice.
—Pensaba que era bastante buena. —Se me escapa antes de que me pueda morder la lengua, así que sonrío a continuación para suavizarlo.
—No hablo de tu talento para el tenis. Hablo de cómo le escamoteaste la tarjeta de crédito al golfista de ayer, cuando chocaste con él.
Me quedo helada mientras recuerdo el hurto del día anterior, la tarjeta negra que ya he usado para comprar tarjetas regalo por valor de mil dólares, que resultan más útiles que una de crédito si no quieres que rastreen tus movimientos.
—Tienes manos ligeras —prosigue—. Y eres lista con los objetivos: un hombre como ese no echará en falta la tarjeta durante unos cuantos periodos de facturación. ¿Te enseñó tu madre?
Eleva la mirada por encima de mi cabeza para buscarla por la sala antes de volver a prestarme atención.
No me puedo quedar helada ni ruborizarme. No puedo. Pero es la primera vez que me encuentro en esta situación. Nunca he tenido que escaquearme de una pillada, ni por asomo, y menos tan deprisa. Descarto posibilidades como si patinara sobre hielo fino y oscuro. «Hacerme la tonta. Mentir. Parlotear. Decir la verdad.»
Me llevo otra patata frita a la boca y frunzo la nariz.
—¿Eh?
Mis ojos huyen a la pantalla del móvil, como si sus desvaríos no fueran tan importantes como mi teléfono.
Sonríe. Lo veo de refilón.
—Talento, habilidad y eres clavada a tu madre. Debe de estar muy orgullosa. Eres todo un activo.
Me pega un repaso como si fuera un coche que está a punto de comprar y eso es la gota que colma el vaso, porque me toca las narices lo suficiente como para poner fin a cualquier embotamiento y miedo. Entonces todavía no sé que este hombre me llevará a redefinir los conceptos «enemigo» y «padre», dos ideas que ya se encuentran estratégicamente embrolladas en mi cabeza. Lo único que sé es que me lleva ventaja. Tengo que salir de aquí.
Necesito a mi madre.
Así que sonrío a medias, como si estuviera confusa, a la vez que arranco mi atención del teléfono por completo. Sostengo la sonrisa: cuento uno, dos. Y entonces la pierdo de golpe, más deprisa imposible, y de repente nos estamos mirando realmente a los ojos por primera vez.
—Sí —reconozco—. Soy todo un activo. Así que quizá deberías largarte.
—Vosotras dos habéis venido a mi casa.
Vuelve a levantar la cabeza para inspeccionar la sala con la mirada. La está buscando, se pregunta dónde está. ¿Dónde está? ¿No se ha fijado en cómo me mira? ¿No ha caído en la cuenta de que lo sabe?
—¿Es tuyo el club de campo, además de los gimnasios? —pregunto con inocencia, aunque he entendido a qué se refiere. Este es su territorio. Lo hemos invadido—. Impresionante.
—Eres toda una Addie Loggins, ¿eh?
—Veo que mi madre tiene competencia en cuestión de referencias anticuadas —le suelto sin pensar, y cuando le brillan los ojos con deleite y se ríe, comprendo que he cometido un error.
He conseguido despertar aún más su interés.
Se levanta de la mesa.
—Dile a tu madre que espero que le guste mi regalo.
Antes de que yo pueda hacer nada se ha marchado, y me quedo ahí sentada, con la sangre atronando en los oídos y todo el cuerpo gritando «Corre». Así que lo hago. Me levanto de la silla de un salto y doy media vuelta con la intención de marcharme, a donde sea menos aquí, y solo llego a dar un paso antes de chocar con ella.
—¿Qué mosca te ha picado?
Me empuja con suavidad para guiarme de vuelta a la silla y yo no opongo resistencia.
—Mamá, lo sabe —susurro—. Él... —Me muerdo la lengua. Nos ha pillado porque me ha visto. Esto es culpa mía. Otra vez. Se va a poner furiosa—. No sé cómo —prosigo, medio jadeando de la mentira, pero no parece que se dé cuenta—. Pero lo sabe.
Yergue los hombros e, igual que ha hecho él, empieza a buscarlo con los ojos. Pero, como ella antes, está fuera de nuestro alcance visual, si acaso está mirando.
—¿Qué ha dicho? —pregunta—. Por Dios, bebe un poco de agua. Estás pálida como un fantasma. ¿Recuerdas lo que te enseñé sobre controlar tu cara?
—Lo sabe. Tenemos que irnos.
Me tiemblan los dedos en torno al vaso de agua. Sus ojos se agrandan y me cubre las manos con las suyas.
—Contrólate —ordena entre dientes.
Pero no puedo, y acaba por llevarme al coche. Por fin consigue arrancarme la historia a borbotones entrecortados mientras regresamos al hotel.
Estoy demasiado alterada como para fijarme en el destello de sus ojos, o quizá lo atribuyo a la ira. Pero cuando llegamos a la recepción y hay un ramo esperándola, descubro a qué se refería el hombre con eso de «su regalo».
Sabe dónde nos alojamos. Es una amenaza. «Huye. Huye. Esta vez no hay agujas de punto, tienes que huir.»
Mi madre acaricia una flor.
—¿Cuándo han llegado? —le pregunta a la conserje.
—Sobre las once y media —dice ella.
—Hum.
Mi madre echa mano del sobre que hay en el mostrador de mármol, lo abre a toda prisa y extrae la pequeña tarjeta. Me asomo junto a su hombro para leerla.
Una palabra: «¿Cena?».
—¿Quiere que le pida a alguien que le suba las flores a su suite?
Mi madre niega con la cabeza.
—Mi hija las llevará. Gracias.
No quiero tocarlas, pero obedezco. Ella todavía sujeta la tarjeta cuando entramos en el ascensor y la frota entre los dedos como si fuera algo suave y secreto. Pulso el botón y espero a que las puertas se cierren para volverme hacia ella.
—¿Por qué sonríes? —le pregunto.
Ella mira las flores que tengo en las manos y se lleva los dedos, todavía con la tarjeta, a los labios.
—Son dedaleras —dice.
Una sensación de calor se apodera de mi cara porque sé que se está riendo de una broma que no capto. Una broma que solo ellos entienden.
—Significan engaño.
Extrae una flor del jarrón. Luego se ríe. Y no es una risa falsa. Es su risa de verdad, sorprendida y una pizca burlona. Como si no se lo pudiera creer.
Las puertas del ascensor se abren. Echa a andar. Yo me quedo paralizada en el sitio.
No se da cuenta de que me ha dejado atrás.