Cuando la conocí, no me enamoré de Iris Moulton hasta perder el sentido.
No, en realidad me estampé contra ella de tal modo que estuve a punto de perder el sentido.
Un fin de semana del año pasado, iba en dirección al centro para llevarle unos archivadores a Lee y no miraba por dónde iba. Lo siguiente que supe fue que tenía el culo en el suelo, los papeles volaban por todas partes y esa chica, esa morena pecosa que parecía estar haciendo un cosplay de una película de Hitchcock, estaba enredada conmigo. Fue el clásico tropiezo encantador, de no ser porque si eres una chica a la que le van las chicas, el baile se complica porque ¿y si a ella no? Así que no buscas banderas rojas como hacen con los tíos; tú buscas banderas arcoíris.
Pensé que seríamos amigas. Y lo fuimos, al principio. Me dije que no podíamos ser nada más. Después de todo lo que pasó con Wes... Me convencí de que no cabía esa posibilidad hasta que encontrase la manera de explicarlo todo de un modo que no estropease nuestra amistad. Y estaba casi segura de que sería imposible, así que básicamente me resigné a una vida de celibato, desdicha y clandestinidad.
Pero ahí estaba Iris, con sus vestidos acampanados de los años cincuenta, el bolso de mimbre en forma de rana y esa obsesión con el fuego que daría muy mal rollo si no supieras que tiene pensado ser investigadora de incendios provocados.
La cosa se alargó meses. Ella desplegó lentamente una especie de ofensiva romántica que ni siquiera vi venir, y luego, un día, salimos en plan cita sin caer en la cuenta siquiera de lo que estaba pasando. Fue la típica historia «Estaba ya a mitad de camino cuando fui consciente de haberlo emprendido», al estilo del señor Darcy y Elizabeth Bennet, en la que yo era Darcy y ella, Elizabeth, y no poseo el carisma ni el esnobismo necesarios para marcarme un Darcy, os lo aseguro. Pero, por lo visto, sí compartía su tendencia a estar en la inopia, porque íbamos por la mitad de la cena antes de que me percatara de que tal vez fuera una cita. En parte porque no paraba de decirme que no podía serlo.
Y no estuve del todo segura hasta que se volvió hacia mí de camino a casa, en mitad del cruce de peatones de una calle desierta, y se detuvo sin más. Me deslizó la mano por la cintura y su cadera rozó la mía como si ese fuera su sitio y yo sentí que lo era con cada una de las partes esenciales de mi ser. Lo último que vi antes de que sus labios buscaran los míos fue que el verde del semáforo de peatones le iluminaba los ojos, y me besó como si yo pinchara, como si ya me entendiera, como si lo mereciese.
Fue resplandeciente. Yo ni siquiera sabía que te pudieras sentir resplandeciente. Pensaba que eso solo era propio de lentejuelas, purpurina y piedras preciosas, pero Iris Moulton me besó de sopetón y demostró que estaba equivocada, y solo quedaron chispas que iluminaban mi oscuridad por todas partes.
No me enamoré de Iris hasta perder el sentido.
Me enamoré como si yo fuera una estrella y ella, el fin del mundo. Un choque cataclísmico entre dos personas que ya nunca serían las mismas. Que nunca se levantarían.
A menos que lo hicieran juntas.