PRIMER ACTO: INVENTA
Cinco años atrás
La noche que sucede, solo estamos los tres en casa. Raymond ha despachado al servicio temprano. «Un día familiar solo para nosotros», le dice a mi madre.
Al principio, ella está contenta. Procura mimarlo e introduce gajos de lima en el fino cuello de las Coronas sacudiendo la melena por encima del hombro con ese gesto tan suyo, pero él está de un humor cada vez más sombrío según consulta su teléfono. Cuando ella le pregunta qué pasa, él murmura algo del trabajo y «tráeme otra cerveza».
Yo me quedo en la sala de estar, porque sé lo que pasa cuando la dejo a solas con Raymond estando él en este plan. Hui la primera vez, y no fue la última. Pero mis pesadillas giran sobre todo en torno a esa primera noche. Pesadillas en las que ella no sube a convencerme de que lo perdone... porque la ha matado.
Le fallo otra vez, porque me he quedado dormida en el sofá.
Cuando despierto, ha oscurecido. Estoy tapada con una manta y ninguno de los dos está en la sala. La tele está puesta en silencio —la Teletienda— y la luz baila por la fila de botellas vacías que se alinean en la mesita de centro.
Plum.
El impacto de un puño contra la carne hace un ruido especial. Un sonido que, una vez que lo has oído, nunca puedes olvidar.
Me levanto del sofá y la manta cae a un lado. Yo todavía no lo sé, pero esa manta será el último gesto tierno que mi madre tenga conmigo. La casa de Raymond —nunca fue nuestra, nunca un hogar, nunca nada salvo una jaula disfrazada de casoplón— es toda baldosas frías, pasillos largos y ni una alfombra. Tengo los pies helados cuando me encamino al despacho oyendo el eco de mis pasos.
La puerta está entornada y, cuando la abro, ninguno de los dos repara en mí. Él la sujeta contra el suelo y ya hay sangre y lágrimas, y ella está suplicando; mi madre nunca suplica, ni siquiera cuando él me golpea a mí.
—Raymond, ¿por qué no lo hablamos?, por favor. Solo un momento. No sé de qué dinero me hablas, de verdad.
Ella intenta hacerlo entrar en razón, pero no se puede razonar con un hombre que siempre te ha considerado inferior.
—Eres la única que ha podido cogerlo. He comprobado todas las posibilidades. Si no me dices la verdad...
Su mano no retrocede, sino que se desplaza hacia delante.
Y es entonces cuando las sombras cambian y veo que la está apuntando con una pistola.
No sé qué hacer. No puedo pensar. No me puedo mover. El miedo me envuelve y me estruja hasta que noto como si me partiera los huesos y casi se me lleva.
Casi huyo.
En cambio, avanzo hacia él, hacia mi madre, mi retorcida constante, hacia la pistola que sé que está cargada. Es lo más valiente que he hecho en mi vida. Y lo más estúpido. En un segundo el arma se vuelve hacia mí y ahora tiene aún más ventaja sobre ella.
Mi madre llora, el rímel le emborrona las mejillas, tiene las rodillas magulladas y llenas de arañazos. La debe de haber tirado de un empujón; cierro los puños aunque estoy plantada lo más inmóvil que puedo tratando de conseguir que sus ojos desorbitados se enfoquen en mí.
—¿Qué haces?
No parezco yo. Mi voz suena jadeante. Aguda. ¿Mi respiración es demasiado acelerada? Todo parece atropellado y excesivamente lento al mismo tiempo. Me pregunto si esto es lo que sientes cuando sufres un ataque de pánico. Se supone que yo no debo tenerlos. Ella siempre me dice que debo ser fuerte.
—Largo —gruñe él—. Esto es entre tu madre y yo.
Pero no me marcho. Mi madre ni siquiera me está mirando. Está desplomada en el suelo con las rodillas ensangrentadas y recuerda tanto a una niña que por un segundo me siento adulta.
No lo soy. Estoy muerta de miedo. Pero en ese segundo tomo una decisión.
Si ella no puede salir de esta con sus dotes de manipulación y su facilidad para embaucar a la gente con un chasquido de sus dedos ensortijados en oro, lo haré yo.
—Ella no ha cogido tu dinero —digo, y ahora ha girado el cuerpo hacia mí, así que le da la espalda a mi madre. «¡Muévete!», pienso, pero no lo hace. Es como si se hubiera rendido.
Pero yo no puedo hacerlo.
—Lo he cogido yo.
No es verdad. No tengo ni idea de qué dinero es ese. Pero me da igual. Lo que sea con tal de apartarlo de ella.
—Mentira.
Es un milagro, pero consigo adoptar una expresión aburrida cuando me encojo de hombros.
—Muy bien. No me creas. Entonces me quedaré la pasta. Son ochenta y siete mil dólares, ¿verdad?
Es de tontos soltar una cifra, pero es la que le he oído decir antes por teléfono. Y necesito algo para rematar una apuesta tan alta.
Así que hago lo que nunca jamás se debe hacer.
Les doy la espalda a él y a la pistola.
—¡No te marches, jovencita!
El alivio se arremolina dentro de mí. Ay, gracias a Dios que tenía razón.
Arrastra las palabras lo justo como para que deduzca que todavía hace eses de tan borracho que está. No da pie con bola cuando se encuentra en ese estado. Solo necesito alejarlo de ella.
Miro por encima del hombro.
—Pensaba que querías tu dinero.
Me estremezco mientras echo a andar para salir del despacho y enfilar por el pasillo.
Pero me sigue.