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10.15 h (63 minutos retenida)

1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 1 tira de miriñaque

Plan: en marcha

 

 

El conducto de ventilación está asqueroso. Polvoriento y apestoso, y durante todo el trayecto procuro respirar por la boca mientras me arrastro hacia delante, bocabajo, centímetro a centímetro, haciendo esfuerzos desesperados por guardar silencio y no estornudar.

He dejado las botas en el despacho —harían demasiado ruido— y serpenteo a través de las telarañas y el aire estancado pendiente de las rendijas de cada respiradero según avanzo contando. Uno, dos, tres.

Escudriño la estancia en penumbra que tengo debajo y entonces plam. Lo oigo incluso desde el techo. Intentan derribar la puerta a trompazos. ¿No se han dado cuenta de que no va a funcionar? Yo ya estaría buscando una palanca. O mirando en Google cómo forzar una maldita cerradura. Hay tutoriales y todo.

Me desenrollo la tira de miriñaque de la muñeca y la ato a la rejilla. Hay un murmullo de voces que no logro descifrar y entonces los golpes cesan. No distingo si se oyen pasos. Cierro los ojos mientras cuento hasta veinte.

Me deslizo hacia delante y empujo la rejilla con el codo, justo en el centro. Salta con facilidad y se queda colgando de la tira de miriñaque mientras la bajo en silencio hasta el suelo. A continuación me dejo caer y el impacto de mis pies descalzos contra el piso me arranca un rictus de dolor. Me agacho detrás del escritorio, a la espera.

—... no funciona —se deja oír una voz ahogada a través de la puerta—. ¡Ni siquiera una puta muesca!

—Has sido tú el que ha sacado la pistola antes de comprobar que Frayn estuviera en su despacho —dispara la voz carrasposa de Gorra Gris en respuesta—. Este lío es obra tuya. No debería haberte dejado ni participar.

—Bah, que te den.

Más trompazos, desesperados esta vez en lugar de premeditados. Pero cada rabiosa explosión de ruido me provoca pinchazos en el cuerpo. Tengo la espalda tan pegada al escritorio que me va a quedar la marca del tirador del cajón en la caja torácica para siempre.

—Descansa —ordena Gorra Gris, y se hace el silencio. Cuánto lo agradezco.

El despacho está en penumbra y la única luz procede de los inaccesibles ventanucos situados en la parte alta de la pared. No tendrán más de quince centímetros de ancho. Me asomo por encima del escritorio según intento que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Veo la sombra de un teléfono y se me dispara el corazón.

Cuando los golpes contra la puerta no se reanudan, no sé si se debe a que los atracadores se han marchado o si uno sigue al otro lado, esperando a que el otro se tranquilice y regrese.

Miro el teléfono otra vez. «Riesgo. Recompensa. Riesgo. Recompensa.»

Lo cojo y marco el número de Lee. Suena dos veces y responde.

—¿Sí?

—Soy yo —susurro en el tono más quedo posible.

—¿Nora? —se le quiebra la voz—. ¿Te encuentras bien? ¿En qué parte del banco estás? ¿Está Wes contigo? He visto su camioneta aquí fuera.

—Estoy detrás, en la zona de los despachos. Wes e Iris están conmigo. Hay dos atracadores. He visto dos armas. Una recortada y una semiautomática. No sé si llevan más. Quieren acceder a las cajas de seguridad. Me las estoy apañando para que bajen juntos al sótano y podamos escapar.

—Han usado los muebles para levantar una barricada en la entrada —me explica Lee—. No intentéis salir por delante. Podríais no tener tiempo de retirarlo todo antes de que vuelvan. Es una ratonera. No tenemos manera de entrar hasta que lleguen las fuerzas especiales con material explosivo. El puñetero edificio es como una fortaleza de ladrillo.

—¿Cómo escapamos? —susurro.

—Hay una salida en el sótano. Pero no podemos acceder a ella desde fuera.

Claro. Cierro los ojos. Mierda. Ya puedo tirar el plan del sótano por la ventana.

—¿Nora? —dice Lee.

—Te quiero.

Necesito decírselo. No lo hago a menudo. Debería decírselo más.

—Nora. —Una advertencia a la que no presto atención.

—Se me ocurrirá algo. —Una promesa que debo hacer—. Es que... necesito que cojas el megáfono. Tengo que estar segura de que no están en este pasillo.

—¿Qué pasillo?

—Lee.

—Vale. El megáfono. Entendido.

—Tengo que dejarte.

Cuelgo antes de que se me escape un sollozo o un gemido. Me acuclillo en ese despacho a oscuras un momento y el miedo me atiza como puñetazos. Espero.

Estando el aparcamiento tan lejos, su voz suena apagada, pero Lee tiene facilidad para proyectarla incluso sin un megáfono.

—Tengo información para vosotros sobre vuestro amigo el señor Frayn. Pero no contestáis a mis llamadas.

Los teléfonos empiezan a sonar de nuevo, en el momento justo.

Yo aguzo el oído: pisadas que se alejan. Me ha parecido oírlas. Dios mío, te lo suplico, que sea así y no solo ilusiones vanas.

No me queda más remedio que pasar a la acción. No tengo tiempo de ser cuidadosa, así que arraso el escritorio como un tornado. ¿Dónde están? Llaves, doradas, de latón, plateadas, largas, delgadas, cortas, las necesito. Me he metido en esto pensando en tenderles las llaves como ofrenda y ahora lo último que quiero es que acerquen sus zarpas a ellas. Como entren en el sótano, no saldremos de aquí vivos. Gorra Gris sería muy capaz de usar a un rehén como escudo humano.

No hay llaves en ninguno de los cajones de Theodore Frayn. En sus archivadores tampoco encuentro nada. No dispongo de mucho más tiempo. Los teléfonos siguen sonando. Gorra Gris aún no ha respondido. «Contesta, capullo.»

Entonces los timbrazos cesan y el alivio se arremolina en mi estómago. Gorra Gris ha establecido contacto con Lee. No está al otro lado de la puerta.

Cierro el cajón del mueble archivador y es entonces cuando oigo el tintineo metálico al fondo. Lo abro otra vez, tuerzo la cabeza hacia abajo y ahí están: dos llaves en un llavero, pegadas debajo del cajón. Una de ellas se ha despegado de la cinta adhesiva y cuelga suelta. Son de las antiguas, con el número de la caja estampada en el llavín. Del mismo estilo que las que usaba Lee para abrir su propia caja de seguridad en este banco.

Las despego y me las guardo en el sostén. Llevo aquí demasiado rato. Aunque haya una llave de la cámara acorazada aquí dentro, en alguna parte, no tengo tiempo de seguir buscando. He conseguido parte de lo que quieren, al menos. Es hora de tender la trampa.

Para empezar, coloco la silla de oficina debajo del respiradero. Una vez asegurada mi vía de escape, cojo un boli del escritorio y el bloc de notas autoadhesivas. Escribo dos palabras a toda prisa y pego la nota a la grapadora. A continuación cruzo el despacho de puntillas, desbloqueo la puerta, la abro unos centímetros y coloco la grapadora en el hueco para que no se cierre.

La clave es propinar un puntapié a la silla para empujarla a un lado mientras me impulso de nuevo al conducto. De ese modo, rodará hasta su sitio detrás del escritorio y el despacho parecerá intacto. Salvo por la puerta abierta y mi nota.

Un enigma del carajo.

Primer paso de mi nuevo plan.

Si no puedes vencerlos, únete a ellos.

O, en este caso, tángalos.