10.36 h (84 minutos retenida)
1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 2 llaves de una caja de seguridad
Plan n.o 1: descartado
Plan n.o 2: en curso, tal vez
Me arrastra por el pasillo agarrándome por la espalda de la camiseta. Iris grita mi nombre y el sonido me desgarra por dentro aún más que la moqueta me araña las rodillas.
—Quédate aquí y vigílalos —le dice a Gorra Roja, y la rabia que proyecta su voz basta para impedir que el otro haga nada que no sea obedecer.
Me convierto en un peso muerto. No forcejeo. Lo dejo que me arrastre como una muñeca por el suelo y me suelte en la zona de los clientes. Al momento estoy tirada con la mejilla pegada a las frías baldosas, pero ruedo y me levanto antes de que intente patearme. Siempre lo intentan. Es como si no pudieran resistir la tentación. Ponerme de pie duele, pero también que te revienten las costillas.
No esperaba estos niveles de ira. ¿Qué le ha dicho Lee? Nunca le habría dicho nada que lo contrariara, de modo que, sea lo que sea, no ha caído en la cuenta de que era una mina antipersonas.
Qué mala pata. ¿Y si yo también la he pisado?
Nos separa un metro de distancia y desde aquí veo las puertas de entrada. Han apoyado los armarios que había al fondo para bloquearlas por completo, como si pensaran atrincherarse un buen rato.
Lo que sea que hay en esa caja de seguridad es importante.
—¿Te crees muy lista? —pregunta.
—Me creo que quiero sobrevivir... y vosotros entrar en ese despacho.
Lanza un bufido que en otra realidad podría ser una carcajada amarga. No lleva encima la recortada, caigo en la cuenta. Lleva una pistola en la cadera, pero la recortada brilla por su ausencia.
¿Dónde está? ¿La tiene Gorra Roja?
—Tienes pelotas, niña, eso tengo que reconocerlo. Ni un gramo de sentido común. Pero pelotas sí.
—Quería echarte una mano.
—Qué detalle, teniendo en cuenta que os voy a pegar un tiro a ti y a tus amigos.
Es como un puñetazo a traición oírle decir eso con tanta indiferencia. Confirmar mis peores temores. Lo que me ha dicho el corazón en cuanto he visto que no se cubrían la cara.
—Me gustaría evitarlo, si fuera posible —replico, y no me tiembla la voz.
Suelta otro bufido. He captado su interés. Lo miro sin parpadear. Si pestañeas demasiado, se ponen nerviosos. Si demuestro que estoy asustada, se crecerá. Le gusta. Pero también siente interés en quien no se amedrenta ante él, porque asustar lo motiva.
—¿Quién eres? —pregunta, y sé que no quiere saber mi nombre. La pregunta conlleva algo más.
La pregunta significa: «¿Por qué corres este riesgo?, ¿por qué no estás llorando? y ¿por qué no estás temblando?», y todas esas cuestiones que en realidad se reducen a: «¿Estás mal de la cabeza, Nora?». No tienes ni idea, chaval. Ni siquiera eres lo peor que me ha pasado, y esa es la única certeza que me mantiene en pie.
He sobrevivido a cosas peores. No soy tan ingenua como para pensar que por esa razón vaya a sobrevivir a esto. Pero puedo intentarlo, ya lo creo que sí.
Vuelvo la vista hacia la mesita baja que todavía tiene encima nuestros bolsos y teléfonos.
—Necesito el móvil para responder a eso.
Me mira un momento con los ojos entornados y luego se acerca a la mesa en la que están apiladas nuestras cosas.
—Es el de la funda azul.
Le echa mano y regresa con él.
Yo tiendo el dedo y él presiona la pantalla contra mi yema para desbloquearlo. No intento aferrarlo, para que no piense que es un truco o que intento arrebatarle el poder, aunque sea exactamente eso lo que pretendo hacer.
—Hay un archivo en la segunda pantalla del menú. Etiquetado como «miscelánea». La contraseña es TR, signo de dólar, 65.
Respirando con lentitud, rezo para que mi corazón no me bombee la sangre a la cara con demasiada rapidez. Si me pongo colorada, se dará cuenta.
Veo el momento exacto en el que se carga la galería. Porque frunce el ceño de repente, levanta los ojos un momento y los vuelve a bajar. Para confirmar que la chica rubia de las fotos y la morena mayor que tiene delante son la misma.
—Sí, soy yo —digo.
—Y este es...
—Sí, es él —asiento.
Espero la pregunta que viene a continuación. La que Gorra Gris va a formular, porque todo el mundo conoce la cara de ese hombre, pero nadie ha visto nunca la mía. Lee se aseguró muy bien de que yo estuviera bien lejos y tuviera otro aspecto antes de que el arresto por parte del FBI llegara a oídos de los periódicos sensacionalistas y de los reporteros. Luego empezaron los rumores sobre una chica que tal vez existiera y tal vez no.
—¿Por qué tienes una galería de fotos en las que apareces con Raymond Keane?
Respiro. No profundamente, no de manera evidente, solo lo justo. En mi mente, visualizo un espejo. «Ashley. Me llamo Ashley.»
—Porque soy Ashley Keane. Es mi padrastro.