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11.04 h (112 minutos retenida)

1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 2 llaves de una caja de seguridad

Plan n.o 1: descartado

Plan n.o 2: en marcha

 

 

—Casey —la llamo—. ¿Puedes venir?

Se levanta y se acerca con aire inseguro.

—¿Qué? —pregunta.

—Dentro de un momento entrarán. Es probable que te aten las manos. Déjales que lo hagan. Te van a intercambiar.

—¿Intercambiarme? —Le tiembla la voz.

—Vas a salir de aquí —le aclaro—. Necesitan un equipo de soldadura para romper los barrotes del sótano. Te intercambiarán por eso. Te sacarán por la salida del sótano, no por delante. Dará miedo y te obligarán a caminar delante de ellos, como un escudo. No te resistas. Concéntrate en tus pies, en tus pasos. Nada de movimientos bruscos. No salgas corriendo para alejarte de ellos ni hacia los ayudantes del sheriff cuando los veas. Sigue caminando despacio y sin pausa hasta que un agente te coja.

—¿Por qué no nos sueltan a todos? —pregunta.

No tengo tiempo de explicarle el delicado arte de la estafa o el poder de la sugestión, pero, por suerte, Wes acude a mi rescate con una respuesta mejor.

—Eres la más joven, así que sales la primera —dice con seguridad.

—Wes tiene razón —añade Iris, pero me está mirando a mí con atención.

Prácticamente veo girar los engranajes de ese cerebro tan brillante que tiene. A Iris le gustan los acertijos y acabamos de ofrecerle el rompecabezas que soy yo. Ni me imagino en cuántas direcciones viaja su mente, con lo poquito que le he contado y lo que Wes ha revelado. Más todo lo que se me haya podido escapar a lo largo del último año, detalles que no parecían nada importante cuando era solo Nora pero que ahora estarán girando en su cabeza según intenta obtener la foto completa.

—¿Y qué pasa con Hank?

Todos miramos a Casey con perplejidad.

—El guardia de seguridad. ¿No debería salir antes que yo?

Nadie dice nada. Porque todos nos estamos preguntando lo mismo: ¿seguirá vivo siquiera? Gorra Gris tenía sangre en las manos. ¿Lo ha...?

—Los niños primero —digo sin responder a su pregunta.

Palidece ante mi reacción y yo aprieto los dientes.

—No quiero estar sola con ellos. ¿Y si...? —No termina. Es como si no pudiera. Le tiemblan los labios.

Iris hace un ruido con la garganta, estrangulado y doloroso.

—No te van a hacer daño —le aseguro—. Necesitan herramientas para llegar a la cámara acorazada en la que se encuentran las cajas de seguridad. El sheriff no se las dará a menos que te entreguen antes.

—¿Cómo lo sabes?

«Porque ha sido cosa mía.» Pero eso solo serviría para confundirla.

—Porque es lo que me ha dicho el de la gorra gris. Pero tenemos que ser rápidos. Necesito papel. Un boli.

Wes e Iris se ponen en marcha y, a los pocos segundos, tengo una nota adhesiva y un bolígrafo. Dibujo un plano tosco de la sucursal en una cara, con detalles de la oficina y dónde nos tienen encerrados. En la otra, escribo un mensaje.

—Mi hermana se llama Lee; es la que está con el megáfono —le digo a Casey a la vez que le tiendo la nota—. Métete esto en el zapato. Dáselo cuando estés a salvo. Y dile una cosa de mi parte: que el tipo al mando, ese que está hablando con ella, es un Raymond.

—Pero...

—Ella lo entenderá —le aseguro—. ¿Podrás hacerlo?

Abre unos ojos como platos, las pupilas dilatadas por el miedo y la adrenalina, tanto que casi devoran el castaño moteado de azul. Inspira hondo y responde con un asentimiento tembloroso.

—Genial.

Mis manos le sujetan los hombros casi con demasiada fuerza y, cuando levanta la vista hacia mí con los ojos brillantes de lágrimas, quisiera ser de esas personas que te abrazan en momentos de crisis aunque apenas te conozcan. Pero no lo soy. Iris sí. Y Wes. Ellos son cariñosos, yo soy arisca. La clase de chica que puede contar con una mano —con cuatro dedos— a las personas a las que ha abrazado en su vida con sinceridad.

—Lo vas a hacer de maravilla. Lo vas a conseguir y te prometo que tu madre no estará enfadada por haberte olvidado la mochila.

Eso le arranca algo parecido a una sonrisa, que se apaga cuando prosigo:

—Recuerda. No eches a correr. Obedéceles.

—Y le doy a tu hermana los mensajes.

Le aprieto los hombros.

—Un paseo cortito y estarás a salvo.

—Vale —dice asintiendo.

Luego traga saliva con dificultad. Maldita sea, esto no es justo. Me veo a mí misma en ella. Veo el acero envuelto en miedo que todas las niñas encuentran en el camino sembrado de espinas que te lleva a ser mujer. Me revienta que tenga que encontrarlo de esta manera.

Miro a Iris y a Wes por encima del hombro, y ni siquiera me apetece adivinar qué significan las expresiones de sus caras.

—Cuando se la lleve, vosotros dos tenéis que actuar como si estuvierais muy preocupados. Como si no supierais por qué se marcha.

El roce ya familiar de la mesa que bloquea la puerta contra el suelo suena al otro lado de la pared y todos nos retiramos al rincón.

Gorra Roja entra el primero, seguido de Gris.

—Cógela —le dice el cabecilla a su peón, e Iris lanza un grito de protesta cuando este aferra a Casey por el brazo de mala manera.

—¡Eh! —le grito al tiempo que Wes se abalanza hacia delante.

—No la toques —le advierte.

—¿Adónde la lleváis? —exige saber Iris, pero ellos guardan silencio mientras sacan a Casey a rastras de la habitación.

Lucho contra el impulso de agarrar a la niña para traerla de vuelta, porque dejarla ir... Es para bien, me recuerdo. No le van a hacer daño. La necesitan; sencillamente no saben por qué ni hasta qué punto, y si consigo que salga de aquí antes de que lo averigüen, estará a salvo.

Iris se desploma contra la pared cuando la puerta vuelve a cerrarse. Le tiemblan las manos. Se le ha emborronado el brillo de labios. Está infinitamente pálida. Y la preocupación repta dentro de mí hasta que le destellan los ojos y busca los míos, y ahí está esa chica explosiva envuelta en tul de setenta años de antigüedad de la que me enamoré. Arquea una ceja y cruza los brazos, todavía recostada contra la pared para no perder el equilibrio.

—Ha sido cosa tuya —dice. No es una pregunta, ni de lejos.

—Hasta que no oigamos un claxon en el aparcamiento, no sabremos que de verdad la han soltado —le advierto, porque realmente no sé cómo no tratar de evitar esto. Mi psicóloga diría que soy un caso patológico o algo así, pero yo lo llamo supervivencia pura y dura.

—Eres una estafadora —afirma.

—Ya no ejerce —alega Wes.

—¿Ahora te da por defenderme? —le pregunto.

—Quiero decir que ya no vas por ahí timando a viejecitas para que te den su pensión —continúa Wes, como si eso fuera a ayudarme.

—¡Nunca he timado a ninguna viejecita!

Estrictamente hablando, es verdad. Pero también es cierto que he dejado un reguero de delitos a mi paso. Se fueron acumulando y cada uno era peor que el anterior. Cuanto mayor me hacía, más adentro me arrastraba mi madre y más chicas tenía que ser. Y... todas las cosas horribles e inevitables que se os puedan ocurrir cuando pensáis en una niña que se ha criado llevando ese tipo de vida sucedieron. Y la cosa fue a peor, hasta aquella noche en la playa, cuando Raymond me empujó hacia delante, «¡Vete, cógelo, ahora!», y cuando el asunto estalló, la arena se empapó de sangre y yo me liberé, pero no me libré. Nunca estaré limpia.

No es como si lo hubiera dejado del todo desde que me mudé a Clear Creek. Sencillamente lo reduje a lo indispensable.

—Entonces ¿qué has hecho? —pregunta Iris—. Porque, si tuviera que adivinarlo, diría que de algún modo has embaucado al atracador para que renuncie a su mejor rehén a cambio de un soldador antes de que averiguase que era su mejor rehén.

—Eso es exactamente lo que ha hecho —dice Wes.

—Es... —Aprieta los labios y el brillo se le emborrona todavía más—. Ni siquiera te llamas Nora O’Malley, ¿verdad?

Niego con la cabeza.

—Y ese no es tu color de pelo natural, ¿no?

Tengo que humedecerme los labios resecos antes de responder con voz ronca:

—Me lo tiño.

Me señalo el pelo y las cejas, y me arden las mejillas. Casi lo empeora el hecho de que Wes esté delante. La única persona que lo sabe todo, que ha estado en su lugar. No obstante, puede que sea mejor para ella contar con alguien que lo entiende.

La quiero y eso significa que la pondré por delante en este momento. Porque he contado tantas mentiras que la línea se difumina de un modo aterrador incluso para mí. Y ya sé lo que implica amar tanto a alguien. Es muy complicado. No te puedes aferrar a ellos. No hay suficiente ellos al que aferrarse.

—¿Tus ojos son azules siquiera? —pregunta.

Se le rompe la voz y a mí se me cae el alma a los pies. Avanzo hacia ella sin pararme a pensar, pero niega con la cabeza, breve y terminante, y yo me detengo en seco.

—Son azules. Las lentillas me irritan demasiado los ojos.

Parpadea según va asimilando la información.

—Entonces lo haces a menudo. Cambiar de aspecto. De nombre. De... —Se le apaga la voz.

—Ya no —respondo para llenar ese silencio horrible, casi exangüe—. Me crie en ese ambiente, con mi madre. Pero cuando tenía doce años, me escapé —digo, y dudo que se pueda minimizar más lo que hice en realidad—. Lee me ayudó. Mi madre está en la cárcel desde entonces. Y yo he estado...

Ahora es mi voz la que se apaga. No por culpa del agotamiento, sino porque no sé cómo expresarlo.

—Ha estado escondida —apunta Wes.

Sin embargo, ¿es verdad? ¿He estado escondida? ¿O he estado agazapada al acecho?

—¿De quién? —quiere saber Iris.

—De mi padrastro.

—Pero has dicho que también está en la cárcel.

—Lo está. Pero era poderoso antes de que lo encerraran y solo porque esté entre rejas no significa que haya perdido ese poder.

—Quiere matarla —apunta Wes.

—Wes.

Lo fulmino con la mirada. Dicho así suena aterrador. Pero supongo que lo es para él. Y sabe que también lo será para ella.

No sé si sigue siendo aterrador para mí o solo una realidad de la vida que no puedo permitir que me aplaste.

—Y se lo acaba de contar todo al tío de ahí fuera, porque hay un pastón esperando a cualquiera que la lleve de vuelta a Florida.

La pálida cara de Iris se ruboriza ligeramente.

—¿Cómo? ¿Por qué has hecho eso?

—Porque es completamente incapaz de cuidar de sí misma.

—Te odio —le digo.

—No es verdad —replica.

—Vale, muy bien, no te odio. Pero claro que soy capaz de cuidar de mí misma. ¿Qué crees que he estado haciendo los últimos cinco años?

Se limita a lanzarme una de sus miradas irónicas y mi relación de amor/odio con su vena sarcástica se decanta por el odio en ese momento.

Iris nos mira y pone los ojos en blanco. Luego se concentra otra vez en mí.

—¿Cuánto ofrece por ti?

—Siete millones si me llevan viva —respondo—. Añade dinero al bote cada año. Feliz cumpleaños para mí.

Algo titila en su cara cuando asimila mis palabras.

—Entonces no es el tuerto en el país de los ciegos, tu padre.

Me muerdo el labio. Contarle esto a Iris cambiará las cosas. Lee y escucha crónicas sobre pirómanos y criminales. Es posible que haya oído hablar de él.

Es posible que haya oído hablar de Ashley. De mí.

Miro a Wes y él asiente para animarme. «No pasa nada. Puedes hacerlo.»

—Mi madre se casó con Raymond Keane —digo—. Fue a él al que metí entre rejas.

Durante una milésima de segundo, el nombre no le dice nada, pero luego se le enciende una bombilla y sus ojos se agrandan. Dice, tan deprisa que se le quiebra la voz:

—¿El hombre que presuntamente les cortaba los dedos a sus enemigos y se los echaba de comer a los caimanes?

—No hay presunción que valga. Lo hacía. Es una de sus anécdotas de borracho favoritas.

Era una de sus amenazas favoritas. Conservaba una colección de cuchillos de sus tiempos de carnicero profesional; el apodo no surgió porque sí. Yo no tenía que preguntarme si sabía descuartizar un cuerpo como quien descuartiza una res... Sabía que era capaz. Me enseñó todo lo que sé sobre cuchillos. Seguro que ahora se arrepiente.

—¡Ay, Dios mío! —exclama Iris—. Qué...

Pero antes de que pueda verbalizar siquiera lo que está sintiendo, lo oigo: un claxon. Procede del aparcamiento. Tres pitidos largos y luego dos más cortos.

Me flaquean las rodillas de puro alivio. Wes esboza una sonrisa que es casi demasiado alegre para la situación actual.

—Ay, Dios mío —repite Iris—. Lo has conseguido. Casey está a salvo.

Acto seguido da media vuelta y vomita en la papelera que hay junto al escritorio.