Dos meses atrás
Cuando Iris y yo empezamos a salir, lo mantuvimos en secreto. Me alivia que no esté preparada para hablarle a su madre de lo nuestro y me siento culpable por ello, porque sé que estar en el armario es duro. Pero no decírselo a nadie me facilita muchísimo las cosas. El secreto nos envuelve en una pequeña burbuja que no quiero reventar con el mundo real.
Llevo años viviendo en un ambiente de sinceridad con Wes y con Lee, y cuando tengo que cerrar las puertas que he abierto de par en par, duele. Estoy retrasando lo inevitable al no contarle a Wes que estoy saliendo con ella, y mentirle a Lee acerca de ciertas cosas es ley de vida, pero Iris es...
Ella me ofrece una página en blanco, y la última persona que me proporcionó algo así fue Wes. La llené de mentiras y creí haberlas escrito con tinta permanente, pero en realidad era tiza y se fueron desvaneciendo según el amor y la seguridad me iban liberando de ellas. Wes se dio cuenta.
Iris lo descubrirá. Puede que no hoy. Quizá tampoco mañana. Pero averiguará la verdad a menos que yo encuentre la manera de contársela.
Su coleta es seda contra mi brazo, su cabeza se apoya en mi barriga. Me complace más de lo que puedo expresar tener la oportunidad de jugar con su cabello. Pensaba que me recordaría al peso y el balanceo de mi melena rubia contra la espalda, el calor del pelo largo en verano, las manos de mi madre peinándola al estilo de cada niña, pero todo cambia cuando no es mi pelo. El de Iris huele a jazmín, como el arbusto de delante del buzón, que solo florece por la noche y me recuerda a la casa que tardé una eternidad en considerar mi hogar.
—Está vibrando... tu teléfono —me dice, y alarga el brazo para cogerlo del escritorio que hay junto a su cama. Me lo da y descubro que Terry me está llamando.
Terrance Emerson III es el mejor amigo de Wes desde el parvulario y el heredero de un imperio de almendras. Es dulce hasta la ingenuidad, va colocado la mayor parte del tiempo y se mete en líos constantemente, pero nunca se enfrenta a las consecuencias por eso de que algún día heredará un imperio de almendras. Sería el objetivo más fácil del mundo, como quitarle caramelos a un niño pequeño muy rico y muy adormilado, pero Wes lo quiere mucho y es un buen tío; divertido si vigilas tu comida basura cuando anda cerca.
—¡Terry! ¿Qué tal?
—¿Nora? Uf, menos mal —dice—. Tienes que venir.
—¿Qué pasa?
Iris se sienta al oír mi pregunta.
—Wes está colocado. No puede volver a casa así.
—¿Cómo? —Ahora yo me incorporo e Iris articula con los labios: «¿Qué pasa?». Levanto un dedo—. ¿Qué has hecho?
—No ha sido cosa mía, si es eso lo que estás insinuando —replica Terry en plan ofendido.
—Terry... —Aprieto los dientes.
—Vale, en parte es culpa mía porque tenía una bolsa de galletas que no estaba marcada.
—¿Ha comido galletas de maría? Ay, mierda. —Empiezo a abrocharme la camisa—. ¿Cuántas?
—Se había zampado la mitad de la bolsa antes de que yo volviera a la habitación.
—¡Terry!
—Ya lo sé, ya lo sé, lo siento, pero...
¿Será esa cantinela desafinada que suena al fondo? Seguramente. Wes se pone muy emocional y melódico cuando está colocado.
—Ya sabes lo que pasó la última vez.
Pretendía regañarlo, pero me ha salido estrangulado, demasiado impregnado del recuerdo.
—Por eso te he llamado —dice con seriedad—. No puede quedarse aquí. Si mis padres llegan y lo ven así, se enterará el alcalde.
—Tú enciérralo en tu habitación hasta que yo llegue.
Corto la llamada e Iris me mira esperando a que le cuente.
—Lo siento mucho —le digo—. Tengo que irme.
—¿Wes está bien?
—¿Cómo sabes que estaba hablando de Wes?
Enarca una ceja.
—No lo digo en el mal sentido, pero ¿quién iba a ser si no? Tampoco es que te relaciones con nadie más.
—Me relaciono contigo.
—Ya me has entendido.
—Nunca he sido de esas personas que tienen mogollón de amigos —respondo en un tono que pretende ser jovial, pero ella me observa con esa expresión suya tan perspicaz.
—¿Está bien?
—Sí. Solo tengo que llevarlo a mi casa hasta que se recupere. No quiero que se meta en líos.
Procuro no alzar la voz, pero el corazón me late con tanta violencia como si volviera a tener quince años y estuviera subiendo la escalera a su habitación, sabiendo lo que me voy a encontrar. Tengo que ir. Tengo que rescatarlo.
—¿Te puedo acompañar?
Lo pregunta en un tono cauto y su mirada es recelosa, casi como si me desafiara a decir que no.
Estoy tan concentrada en llegar cuanto antes que no me paro a pensarlo.
—Claro. Yo conduzco.
Terry abre la puerta con una bolsa de Doritos en la mano y tropecientas mil disculpas en los labios.
—Lo he dejado solo unos minutos —me dice mientras subo la escalera.
Los cánticos se oyen cada vez más altos. Wes tiene una voz espantosa. No sería capaz de afinar ni aunque le fuera la vida en ello y por lo general lo recuerda, pero en cuanto se coloca empieza a comportarse como si estuviera en la ópera.
—Seguro que todo irá bien —tranquiliza Iris a Terry.
Cuando él niega con la cabeza con aire derrotado, ella tuerce un poco el gesto. A Terry no le pega el derrotismo, pero sabe lo que pasará si el alcalde se entera.
Ha escondido a Wes en la sala de juegos y la cara de nuestro amigo se ilumina cuando nos ve. Le devuelvo la sonrisa sin poder evitarlo, porque hacía tiempo que no lo veía tan relajado.
—¡Estáis aquí!
—Me han dicho que has comido unas galletas.
—Pensaba que eran normales.
—Ya deberías saber a estas alturas que, si hay comida en la habitación de Terry, seguramente está atiborrada de hierba —señalo.
—Pero tenían pepitas de tofe. —Hace literalmente un puchero después de decirlo.
—Ah, bueno, entonces tenías que probarlas —le digo, y él asiente muy serio, sin captar para nada el sarcasmo—. Levanta. Te vienes a casa a dormir la mona.
—Seguro que a Lee le apetecería una galleta. Pero me las he comido todas.
Se ríe demasiado rato y yo lo agarro del brazo para levantarlo. Lo acompaño escalera abajo y lo meto en el coche, aunque hasta el tercer intento no consigue abrocharse el cinturón y se le empiezan a cerrar los ojos durante el trayecto. Tiene una tolerancia de mierda tanto a la priva como a la hierba.
No sopeso las consecuencias antes de abrir la puerta de la que fuera una vez la habitación de invitados, pero que ahora se da por sobreentendido que es de Wes. Su ropa está en la cómoda, sus zapatos, en el suelo, y su portátil, en el escritorio, abierto con ese salvapantallas en el que aparece posando junto a varios perros del refugio con disfraces diversos. Se tira sobre la cama con un suspiro y se tapa con la manta arrugada como si lo hubiera hecho un centenar de veces, porque así es.
Solo cuando doy media vuelta y veo a Iris plantada en el umbral, caigo en la cuenta de que ella nunca ha estado aquí. El acuerdo tácito que tenemos Lee y yo en esta casa —que Wes es bienvenido a cualquier hora, día y noche, durante todo el tiempo que lo necesite— a Iris no le había quedado claro hasta este momento.
Yo he soslayado el tema. Me dije que no hacía falta que se lo contara. Pero ahora que guardo mis secretos más los de Wes más algunos de los de Iris, mis lealtades están divididas y no quiero que se hagan añicos también.
—¿Vas a descansar? —le pregunto, y él asiente debajo de las mantas—. Vale, estaremos en la piscina.
Dejo la puerta entornada y luego inclino la cabeza hacia la puerta trasera.
—¿Te apetece?
—Vaya que si me apetece —dice Iris, y el retintín de su voz se me clava en el fondo del estómago como una piedra lanzada a un estanque. Está disgustada y con razón, porque una cosa es ser la mejor amiga de tu ex y otra medio vivir con él.
Salimos al jardín y espero a que se acomode en una de las tumbonas que Lee construyó con palés y a las que yo añadí almohadones comprados en un mercadillo.
—Bueno —empieza Iris—. ¿Me vas a decir «Puedo explicarlo»?
Me siento en el borde de la segunda tumbona y empiezo a retorcer la etiqueta del almohadón.
—Me gusta que seáis amigos —dice cuando yo no le doy ninguna explicación—. De verdad que sí. Pero no sabía... ¿Vive aquí?
—Oficialmente, no.
—Casi cada vez que vengo a tu casa él también está, excepto si ha quedado con Terry o ha ido al refugio —continúa Iris despacio, como si estuviera atando cabos—. La semana pasada Lee lo estaba ayudando con una redacción para la solicitud de la universidad. Tenéis en la despensa esas galletas saladas de cebolla que le gustan y que a ti te parecen asquerosas. Y tiene una habitación propia. Enfrente de la tuya.
—Por favor, no lo digas en ese tono.
—¿En qué tono?
—Como si fuera sórdido o algo así. No lo es.
—Y entonces ¿qué es? Porque no entiendo nada —dice con tanta seriedad que me quiero morir—. En el insti nadie sabe por qué rompisteis. Pregunté por ahí cuando nos hicimos amigos. Todo el mundo me contó la misma historia: que un día estabais juntos y al siguiente, zas, habíais roto, sin explicarle a nadie qué había pasado, nunca, y luego retomasteis la amistad como si nada.
—No fue así.
—Y ¿cómo fue? —pregunta—. ¿Cómo es? Porque ahora me estoy preguntando si no habré caído en mitad de una ruptura prolongada que algún día se arreglará. No cuentes conmigo para eso, Nora. No pienso ser la distracción en el primer acto de una comedia romántica en la que vuelves con el tío bueno al llegar al tercero.
—No eres una distracción de nada —replico con vehemencia, porque no sé cómo afrontar lo de percibir su miedo con tanta claridad—. No hay nada de lo que distraerse. Tú... —resoplo—. Tú me aterrorizas —le suelto sin pensar, porque es la pura verdad.
Y seguramente ha sido lo peor que podría haberle dicho, porque frunce el ceño.
—No es el sentimiento que esperas inspirarle a tu novia.
—Cuando estoy contigo siento el impulso de contártelo todo, aquí mismo, ahora mismo —continúo—. Cada error que he cometido. Cada secreto. Cada cicatriz, cada golpe, cada cosa que me ha hecho daño. Estar contigo... Yo no sabía que las cosas podían ser así. Me aterra fastidiarlo. Si te lo cuento todo acerca de mí y de mis errores, temo que lo nuestro se irá al carajo. Pero no porque yo esté colada por Wes o él por mí. ¿No viste cómo miraba a Amanda la semana pasada? Esa es la cara que pone cuando está loco por alguien.
—Tiene que pedirle para salir pero ya —musita Iris.
—Ya. Amanda es genial.
—¿Y cómo crees que le sentará a ella vuestro acuerdo domiciliario? —pregunta Iris y, maldita sea, es más aguda que un cúter recién estrenado... uno de esos que tienes que montar tú misma y rezar para no cortarte los dedos mientras lo haces.
—Es mi mejor amigo —alego.
—Eso me habéis dicho los dos.
—Su padre es un horror, Iris.
—Ya sé que no se llevan bien —comenta como si no tuviera importancia—. Pero...
—No, Iris, escúchame —le digo despacio a la vez que la miro a los ojos, tratando de transmitirle la verdad que ocultan mis palabras, porque si la expresara de viva voz lo estaría traicionando—. Su padre es un horror. ¿Me entiendes?
Tuerce la cabeza a un lado y su cola de caballo se le despega de los hombros con el movimiento.
La puerta trasera se abre de golpe antes de que me pueda responder y las dos nos volvemos hacia el sonido a tiempo de ver a Wes, que corre como una bala por el césped reseco y salta en bomba a la piscina, empapándonos a las dos.
Iris grita y se pone de pie a toda prisa, yo solamente balbuceo mientras él emerge del agua encantado.
—¡Wes! ¡Este cinturón lleva lentejuelas de gelatina de ochenta años de antigüedad! Se despegan si se mojan. —Iris niega con la cabeza y se abanica la falda ante sí para secarla más deprisa—. Eres un... —Levanta la vista y su voz se apaga cuando las ve.
Wes se ha despojado de la camisa antes de saltar a la piscina. No se la quita delante de nadie. Ya nunca va a la piscina salvo aquí, con Lee y conmigo. Hace mucho tiempo que tiene cuidado.
Pero no ahora, e Iris se desploma en la hamaca amarilla con un quedo «Oh».
Lleva el pantalón corto, gracias a Dios. Y chapotea en el agua como un golden retriever de tamaño humano, así que no ve ni oye ni se da cuenta de nada. Mis ojos están pendientes de Iris cuando su mirada horrorizada se clava en sus hombros, y no habrá modo de empezar a transformar siquiera la verdad en ficción cuando por fin salga del estado de estupor.
Intento ver las cicatrices como si fuera la primera vez, pero lo conozco a él, y esas marcas, demasiado bien. Mi corazón lleva un pedazo de Wes atado alrededor como una venda. Mi piel conservará su recuerdo por siempre, porque no olvidas a la primera persona que te toca con amor cuando la vida te ha enseñado que todo contacto es miedo y dolor.
Pronuncio el nombre de Iris según intento romper el hechizo de «Ay, Dios mío, ¿qué pasó?». Cuando se vuelve hacia mí, cualquier rastro del enfado anterior ha mudado en preocupación.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto—. ¿Quieres un poco de agua o...?
Niega con la cabeza y deja la mirada en el suelo mientras ata cabos. Frunce tanto el ceño que me pregunto si la V se le quedará grabada para siempre.
—¿Acabas de decir algo? —me pregunta por fin.
—Es mi mejor amigo —repito, como un disco rayado.
Ella se limita a asentir. Un movimiento rápido, concluyente.
—Así que duerme aquí para no tener que estar en casa.
—En parte —digo.
Podría dejarla pensar que eso es todo, pero no puedo permitir que concluya que acogemos a Wes por caridad o algo así. No quiero que piense que es eso. Pero tampoco que es lo otro. La idea de que Iris haya vivido alerta mientras se preguntaba cuándo le soltaría la mano para coger la de él me produce náuseas. Ninguno de los dos queremos eso. Él, de hecho, lleva la mitad del semestre siguiendo a Amanda con la mirada como si sus hoyuelos contuvieran las respuestas del universo. Puede que sí; como ya ha quedado claro, Amanda y sus hoyuelos son alucinantes.
—Y ¿la otra parte? ¿O partes?
Me siento a su lado y echo las piernas y el cuerpo hacia ella. Lucho contra el impulso de tomarle la mano. No sé si le apetece que la toque ahora mismo. No sé nada. ¿Esto es el final? No quiero que lo sea.
—Wes y yo rompimos por mi culpa —admito—. Yo lo estropeé. Algún día podremos hablar de ello, pero no es la clase de conversación que se deba mantener cuando solo llevas un mes con alguien, Iris. Lo siento, pero no estoy...
Miro la piscina con atención. Wes ha echado mano al flotador de unicornio que Lee compró en un insólito arrebato. Está despatarrado encima con los ojos entrecerrados.
—Él es parte de mi familia —continúo por fin—. No voy a decir que lo considero mi hermano, porque eso sonaría fatal. Pero, hasta que lo conocí, solo podía confiar en una persona. Y enamorarnos únicamente fue una pequeña parte de lo nuestro. Cuando esa parte acabó, y está muy muy acabada, lo demás no.
—Los frankenfriends —dice.
—¿Te lo ha contado?
—Me cuenta muchas cosas. O pensaba que lo hacía, supongo. —Casi sonríe mientras lo mira flotar abrazado al cuello del unicornio, tarareando para sí, pero el gesto se desvanece enseguida. Aparecerá en oleadas, al darse cuenta de la cantidad de secretos que él y yo compartimos; ella no conoce ni la mitad. Dudo que alguna vez llegue a descubrirlos—. Dios mío —dice Iris casi para sí—. ¿Los padres siempre son malvados o qué?
Eso capta mi atención.
—¿Qué quieres decir?
¿Habré pasado algo por alto? Repaso nuestras conversaciones en escenas rápidas, según intento recordar.
—Nada —dice. Y acompaña la respuesta con una sacudida de cabeza y otro—, nada.
Seguramente se habría mordido la lengua si no estuviera tan alterada, pero yo he reparado en ello.
A mí no se me ha escapado nada. A ella sí.
—Creo que nunca te he oído mencionar a tu padre —le digo con tiento, aunque no es que lo crea, sino que lo sé.
Tengo un catálogo de conocimientos sobre ella en el fondo de mi mente, como una pequeña Biblioteca de Iris a la que no paro de añadir estantes.
—No hay nada que contar —responde en un tono tan tenso que deduzco que en realidad podría hablar durante horas, pero no va a hacerlo—. Mis padres se están divorciando —prosigue—. Nunca lo veo. ¿Cuánto lleva pasando eso?
Señala la piscina con un gesto.
—La historia no me pertenece —digo—. Se va a morir de vergüenza cuando el efecto de las galletas se esfume y se dé cuenta de que lo has visto.
—Vale. Ya lo arreglaré. ¿Todavía lo maltrata?
Las preguntas siguen brotando de Iris de manera compulsiva.
—Mantenerse alejado de casa funciona casi siempre —respondo con tiento—. Ha pasado un tiempo desde... —me interrumpo, me humedezco los labios—. Han pasado unos años.
—Entonces ha parado —observa Iris.
—Los hombres como ese nunca paran —digo, y ella me mira con gravedad, un derroche de preguntas que no va a formular y respuestas silenciosas de las que aún no sé lo suficiente como para descifrar.
—No, es verdad que no —asiente con voz queda.
«¿Los padres siempre son malvados o qué?» Su pregunta me ronda la cabeza, porque «malvado» es un buen modo de definir al alcalde, pero me lleva a preguntarme qué hizo el suyo para ganarse el calificativo. Me lleva a preguntarme si debería hacer algo al respecto, como hice con el alcalde. El impulso atruena en mi interior como un caballo salvaje que galopa desbocado cuando recuerdo los hombros de Wes antes de los verdugones y después; aquel día, en el corazón del bosque, cuando forcé un peligroso acuerdo que se podría romper en cualquier momento para nuestra desgracia eterna.
—Así que lo sabéis tú, Lee y Terry —dice.
—Y tú.
—Y yo —asiente.
—Intentamos mantenerlo a salvo.
¿Entiende lo que estoy diciendo? ¿Lo que le estoy pidiendo?
—Lo entiendo —dice, y se da la vuelta para verlo hacer el tonto en la piscina y agitar las piernas como un niño pequeño.
—¿Sí?
Asiente sin despegar los ojos de Wes.
—Tú y yo... nos parecemos más de lo que crees —dice, y luego se queda callada.
Su dedo meñique roza el mío sobre los almohadones amarillos y lo agarra. No es una promesa, sino un entrelazarnos ella, yo y este conocimiento que compartimos. El broche de algo mucho más profundo que una promesa, algo que ha arraigado en mí, destinado a florecer.
Sé que es amor, pero, en ese momento previo al delicado despliegue, me resulta más sencillo fingir que lo ignoro.
Sin embargo, nunca se me ha dado bien embaucarme a mí misma. Por más que quiera.