41
Katie: vivaracha, dulce, lista Katie: asustada, violada, traumatizada Katie: habla, aprende, se cura

Casi cuatro años atrás

—¿Cómo quieres que pasemos hoy el rato?

Es lo primero que me pregunta Margaret en todas las sesiones. Podría mentirle y decir que he perdido la cuenta de las veces que me lo ha preguntado, pero señalaría que no estoy cooperando y que estoy recayendo en los malos hábitos. (Han sido ochenta y nueve veces, porque llevamos noventa y en la primera no me lo preguntó.)

La terapia no empezó bien cuando Lee me llevó por primera vez a ver a Margaret, a dos pueblos de distancia. El problema no era siquiera que yo opusiese resistencia; era que no tenía ni idea de cómo decir la verdad acerca de nada, en especial de mí misma. Poseía todas las herramientas de una mentirosa y nada más.

Margaret sabe muchas cosas y al mismo tiempo no sabe nada. Soy una ilusión óptica en la que una persona ve a la anciana y otra, a la muchacha joven. Margaret percibe atisbos de las dos, pero ninguna en su totalidad. Tiene acceso a mis verdades, pero no conoce el nombre de Raymond. Sabe cosas de mi madre, pero piensa que está muerta. Pequeñas mentiras que no solo sirven para mantenerme a mí a salvo, sino también a Margaret.

Trastabillar hacia la verdad precisa para curarme ha requerido más tiempo del que me habría gustado. Yo quiero brillar en todo. No se me da genial decir la verdad, abrirme a los demás ni pedir ayuda.

«Eres brillante en aprovechar la ayuda —responde Margaret cuando se lo digo—. Una vez que superas el obstáculo de pedirla.»

A veces es dificilísimo pedir ayuda.

—Quiere besarme —le digo, porque hace semanas que lo llevo en la cabeza, desde que me di cuenta.

—¿Quién?

—Wes.

Diría que Margaret intenta reprimir una sonrisa indulgente que podría parecer condescendiente. En teoría no debo analizarla de este modo; Lee me dijo que la terapia consistía en escuchar a la doctora y descifrarme a mí misma, no a ella.

—¿Es amigo tuyo?

—Mi mejor amigo. —Y luego, escarbando en esa verdad—: Mi único amigo, más o menos.

Me pilla.

—También me has hablado de otros amigos.

—No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Wes sabe. O sea, no. No sabe. Solo... —Trago saliva. De repente me siento como en las primeras sesiones con ella y me da tanta rabia que me arde la cara—. Sabe que me hicieron daño. A él... también lo lastimaron.

Lo estoy traicionando al contárselo a otra persona. Estoy traicionando algo más, al referirme al abuso en pasado en lugar de hacerlo en presente.

No se lo puede contar a nadie, me recuerdo. No lo hará.

—Es asombroso que fueras capaz de hablar de eso con él —dice Margaret—. Implica un gran progreso.

—Lo dedujo —le digo, incapaz de atribuirme un mérito que no merezco—. Tengo cicatrices —prosigo—. Las vio cuando estábamos nadando.

—¿Y no inventaste una historia para explicar su presencia?

—Se habría dado cuenta.

Aguarda de ese modo suyo tan exasperante. Posee una estrategia muy elaborada para sonsacarme. No funcionó durante mucho tiempo, pero luego sí, y ahora aquí estamos, envueltas en esta delicada relación de confianza. La hemos construido entre las dos. Poco a poco, a lo largo de noventa dolorosas sesiones. Me ayudó a enladrillar el terreno inestable, a darle firmeza para que pudiera recorrerlo de manera segura.

Pero ya no me siento tan segura.

—No quería mentirle —digo por fin—. Él también tiene cicatrices. Mentirle acerca de eso...

Niego con la cabeza. Habría estado muy mal. Como alejarse de algo sagrado para internarse en otra cosa viscosa y pútrida.

—Entonces sabe más sobre ti que la mayoría de la gente —señala Margaret.

Asiento.

—¿A ti te apetece besarlo?

No puedo mirarla ni moverme. Esa pregunta no se responde con un mero sí o no. Es que...

—Está bien que te guste alguien.

—No es tan sencillo —murmuro antes de morderme la lengua, a causa del delicado asunto de la confianza.

Estoy acostumbrada a hablar de mis cosas aquí, pero de algunas no hablo más por decisión propia que por protección. Y de eso nunca he hablado por el remolino de vergüenza y el sabor agrio de la bilis que me asciende por la garganta cada vez que pienso en ello. Y sin embargo estoy a punto de hacerlo de golpe y porrazo, como si hubiera planeado contárselo hoy, aunque no lo he hecho.

—Esas cosas no se me dan bien —digo, manoteando con desesperación para alejarme de ello como una niña que no sabe nadar pero ha saltado a la parte honda de todos modos.

—¿Qué cosas?

—Los besos. El coqueteo. Todo eso.

—Bueno, teniendo en cuenta que acabas de empezar a descubrirlo, ¿no te parece que es lógico?

Yace ahí como un animal muerto: una suposición atropellada. Y yo no sé cómo plantearle lo que quiero preguntar. La sangre me late en la cara y estoy perdida entre el deseo de saber y las dificultades para verbalizarlo.

Para admitirlo.

—No quiero hacerle daño.

Ha pasado el tiempo suficiente conmigo —el equivalente a noventa sesiones— como para atisbar las verdades enterradas debajo de esas palabras.

—¿Por qué piensas que podrías hacerle daño?

—Porque yo también tengo ganas de besarlo.

Enarca las cejas, que es lo más parecido a un ceño que su rostro plácido como un estanque se permite mostrar.

—No hablas de daño emocional, ¿verdad, Nora?

No puedo mirarla, así que me miro las manos. Me froto la yema del pulgar con los dedos índice y corazón, adelante y atrás, adelante y atrás.

El silencio se alarga y ella no trata de romperlo. Aguarda en esta pequeña bolsa de confianza que hemos creado a que yo encuentre las palabras, porque nunca encontraré las fuerzas.

—Antes de mi padrastro hubo otro objetivo. Joseph. Poseía un montón de concesionarios de automóviles. Mi madre consiguió que nos llevara a vivir a su casa a los dos meses de conocerse.

»Siempre me estaba mirando. Y un día no se limitó a mirar, me... —Doblo los dedos en el vacío, un pequeño gesto de vergüenza, de impotencia, como un encogerse de hombros que expresa lo que yo no puedo. Tardaré hasta la sesión número 117 en ser capaz de pronunciar las palabras «abusó de mí», pero en ese momento aún no lo sé. Solo sé que no puedo decirlo, aunque necesite ayuda, porque me asusta lo que provoca en mí. Porque me aterra cómo pueda reaccionar si Wes se acerca demasiado antes de que esté preparada o dispuesta—. Al principio me quedé petrificada. Fue como si me estuviera pasando a mí, pero no fuera yo. Lo veía, lo notaba, pero no podía moverme. No podía gritar. Yo no estaba... allí. Y entonces, fuera, se disparó la alarma de un coche. Fue como si me estuviera haciendo la muerta y ese sonido me despertara.

Margaret espera. Todavía no puedo mirarla. Si se lo digo, ¿qué pensará?

«No es normal.» Eso dijo la última mujer que presenció las consecuencias de mis instintos de huida o lucha.

—Intenté apartarme. Era demasiado fuerte. La cesta de costura de mi madre estaba junto al sofá. Era lo único que tenía a mano. Tenía que detenerlo.

Margaret no puede evitar que la máscara de estanque plácido se le caiga cuando se hace luz plena en su mente.

—¿Te defendiste con unas agujas de tejer?

—Eso lo detuvo, porque tenía que arrancárselas de la pierna —digo, y es muy sencillo, muy pulcro hablar de ello cuando en realidad no tuvo nada de sencillo ni de pulcro.

Fue sangriento y las agujas eran finas, porque cogí las que usaba mi madre para el punto delicado, pero eran agujas de tejer de todos modos, así que eran romas y yo no tenía mucha fuerza. Se las empujé al interior del muslo lo más hondo que pude y pinché algo que sangró a borbotones. Él aulló de dolor y yo sentía mucho asco y miedo al mismo tiempo, así que estaba inundada de adrenalina cuando el tembloroso «Corre, huye, lucha» viró a «Lucha, luego escóndete, luego huye».

Margaret se queda callada y esta vez no es un silencio inquisitivo. No sé si está anonadada o acaba de añadir mi relato a su archivo Nora está pirada.

—Ya sé que es siniestro —digo.

—Lo que él te hizo es siniestro —asiente, y cuando mis facciones se contraen, suelta un pequeño suspiro—. Ay. —Y no puede evitar que se filtre una empatía que más parece pena.

Une las manos y se inclina hacia mí. Lleva una enorme ágata musgosa colgando de una cadena, del estilo de las que llevan a veces las señoras mayores y elegantes. Reluce contra su jersey gris y yo no puedo dejar de mirarla porque, si no lo hago, tendré que volver la vista hacia ella y percibir una verdad que no estoy segura de poder soportar.

—Te defendiste, Nora —dice con voz queda.

—Soy violenta.

«No es normal.» Resuena en mi cabeza.

—Lo que él te hizo fue violento —me corrige—. Tú te defendiste. No hay nada malo en eso.

Como no digo nada, prosigue:

—¿Alguna vez has empezado tú una pelea? Sé que has participado en unas cuantas. Hemos hablado de ello.

Niego con la cabeza.

—¿Alguna vez te has enzarzado en alguna si no era en defensa propia o de otra persona?

Otro gesto negativo.

—Y no vas por el instituto provocando a los demás para que sean los primeros en atizarte, ¿verdad?

—O sea, podría...

—Pero no lo haces.

—No.

—No creo que seas violenta, Nora. Creo que reaccionas de una manera concreta cuando no tienes otra salida. Algunas personas se paralizan. Tú luchas. Ninguna de esas reacciones está mal.

Tengo que decirlo. Tengo que preguntárselo. Porque estoy asustada. Me da miedo que el aleteo que noto cuando Wes me mira a los ojos demasiado rato se convierta en otra cosa cuando se acerque demasiado. Cuando me deslice las manos por la cintura o debajo de la camiseta algún día. Quiero poder ser capaz de disfrutar de eso. Quiero disfrutarlo. Quiero que sea eso lo que no se ha deformado ni me ha sido arrebatado a causa de las chicas anteriores.

—¿Y si reacciono así con Wes? ¿Y si, cuando me bese, mi cuerpo reacciona como si fuera algo malo en lugar de bueno?

—Si Wes y tú decidís que queréis besaros, tal vez deberíais empezar despacio. Os podéis coger de la mano. Salir juntos los dos solos. O pasar el rato. Como lo llaméis hoy en día.

—Estamos juntos todo el tiempo.

—Bien. Entonces puedes hablar con él —continúa—. Has dicho que sabe que sufriste abusos. ¿Está al tanto de esa parte?

Niego con la cabeza.

—Hablar es importante en cualquier relación. Y vosotros habláis mucho, ¿no?

—Claro.

—Quizá lo más conveniente fuera decirle que tienes ganas de besarlo, pero que necesitas hacerlo cuando a ti te apetezca. De ese modo no estarás esperando a que él tome la iniciativa y tampoco te pillará por sorpresa. ¿Crees que haciéndolo así te sentirías menos presionada?

Nunca se me había pasado por la cabeza ser la primera en besar a Wes, pero ahora que ella ha sugerido que el poder puede estar en mis manos, la posibilidad cobra fuerza en mi interior. Nada de esperar sin aliento a que me suceda, sino perder el aliento de la ilusión porque yo puedo escoger el momento.

—¿Y si se ríe de mí?

No creo que lo haga. Wes no es así. Pero da miedo pensar en ser tan directa con algo que todavía es tácito y solamente se ha expresado con miradas, caricias casi inexistentes y cuerpos que se acercan más y más cada semana cuando estamos sentados delante de la tele.

—Entonces sabrás que no merece besarte —dice Margaret, y su respuesta me hace reír, porque es sincera del modo que a mí me gustaría aprender a ser.

Se hace un silencio que no es incómodo, sino cargado. Como el aire antes de una tormenta: puedes olerla en el viento, notar la posibilidad de la caída de agua en la atmósfera, y entonces estalla y empieza a llover.

—¿Cómo evito que esto me destroce la vida? —le pregunto.

—Haciendo exactamente lo que hemos estado trabajando —dice—. Mírate y contempla los progresos que has hecho. Esto no es destrozarte la vida, Nora. Esto es curarse. Ver obstáculos antes de que se conviertan en barricadas.

Quiero creerlo. Que esto solo es un obstáculo, no una barricada.

Pero he vivido ya muchas vidas. He sido un montón de chicas. Y he aprendido tantas cosas de cada una... Katie me enseñó a tener miedo. No de los hombres. A ellos ya los temía porque ¿acaso no aprenden todas las chicas a temerlos, antes o después? Sencillamente aprendí más deprisa y antes que algunas, y más tarde y más despacio que otras.

Katie me enseñó un nuevo tipo de temor. Me enseñó a temerme a mí misma. Porque ella fue lo más parecido a mí que he fingido ser hasta que llegó Nora, y algo de eso atrajo a Joseph, ¿no?

Cuando por fin encuentro las palabras para preguntárselo, Margaret me dice que no fue culpa mía. Que yo no hice nada malo. Repite que él era un depredador. Que yo confié en mí misma. En mi instinto. Hice lo que estaba bien para mí.

Entonces ¿por qué todavía me siento tan defectuosa?

(No es normal.)

No he encontrado la respuesta. Pero sigo buscando.

Seguiré buscando.