Cinco años y medio atrás
PRIMER ACTO: AYUDA
Estoy en la suite de un hotel. Mi hermana me ha metido por la entrada trasera y el ascensor de servicio. En el instante en que la puerta se cierra a nuestra espalda, me empuja a la ducha y nos encierra en esta burbuja artificial de sábanas, toallas limpias y aroma a hotel caro.
—Dúchate hasta que te lo quites todo —ordena—. Lávate el pelo dos veces. Frótate el cuerpo tres. Usa esto para limpiarte las uñas. —Me tiende un cepillo de dientes que todavía conserva el envase—. Mete aquí la ropa.
Me tiende una bolsa y yo estoy lo bastante embotada como para obedecerla.
Pero no tanto como para no esperar en silencio a que haya salido del cuarto de baño para desnudarme. Extraigo el lápiz de memoria USB del bolsillo de mis vaqueros desgastados y lo escondo detrás del montón de papel higiénico, donde no lo buscará. Luego la ropa va a parar a la bolsa, como me ha pedido.
Cuando salgo de la ducha y me enfundo el albornoz, Lee ha desaparecido. Al igual que la bolsa con mi ropa. Durante un ratito me pregunto si me habrá dejado allí. Si al final habrá decidido que era mejor salvarse ella y no a las dos.
¿Se lo puedo reprochar? A mí me ha asaltado el mismo pensamiento en la playa.
Sin embargo, la puerta de la habitación del hotel se abre en ese momento y ahí está otra vez. Me flaquean las rodillas de puro alivio y quiero aferrarme a ella como no me he aferrado a nadie en toda mi vida, pero no puedo.
—Tranquila. No hace falta que te disculpes —me dice, y caigo en la cuenta de que son esas palabras las que salen de mis labios. «Lo siento. Lo siento.»
—Lo he fastidiado todo. Nuestro plan.
—Has conseguido lo que necesitábamos. No pasa nada por que las cosas se hayan torcido.
El sonido que profiero es de histeria, porque acaba de hablar igual que mi madre.
—Hay ropa limpia en el dormitorio. Vete a dormir. Yo me ocuparé de todo lo demás.
—Pero...
—La única manera de que esto funcione es que me dejes a mí ser la adulta —dice con esa manera de hablar directa y autoritaria que tiene, pero ni por esas reacciono.
—No soy una cría —digo en voz baja, y la prueba es este peso infecto entre las dos.
—Ahora tendrás que serlo. Y eso significa que yo estoy al mando, no tú.
—Hablas igual que mamá —digo, porque me siento ofendida y herida, y quiero provocarle el mismo tipo de dolor.
—Yo no soy ella —responde en un tono tan tranquilo que sé que mi dardo no le ha traspasado la piel.
Entonces pronuncia mi nombre. El auténtico. Con suavidad, como si quisiera usarlo para consolarme.
No funciona.
—Por favor, no me llames así.
Ha captado de qué quiero escapar, lo leo en su rostro.
—¿Cómo quieres que te llame?
No tengo ni idea. Yo no soy ella. Tampoco soy Ashley. No soy nadie. Soy cualquiera. Todas ellas mezcladas como licores en una coctelera. Pero me limito a sacudir la cabeza, impotente, y luego digo:
—Me voy a la cama.
Deja la puerta entornada con un resquicio de un palmo, como si necesitara tenerme controlada, y yo me tumbo en la cama.
En la ducha, la sangre se ha arremolinado sobre los dedos de mis pies (¿de Ashley?) pintados de purpurina. Agua jabonosa rosa y, por Dios, dudo que vuelva a mirar el rosa y lo considere alegre. Me he frotado tres veces, como ella me ha ordenado, hasta que el agua ha corrido clara.
¿Está muerto a estas alturas? ¿Se ha desangrado en la arena? ¿Soy una asesina?
Me doy la vuelta en la cama, de espaldas a la puerta, para mirar hacia la pared.
¿Por qué ha regresado? Podría haber huido. Esto no formaba parte del plan. Ella solamente intentaba liberar a su hermana pequeña.
Pero ya no soy una niña, nunca he sido una niña y nunca lo seré, ¿verdad? Ya no.
Todo es distinto. Los riesgos... son de esos que ni siquiera mi madre estaría dispuesta a correr.
SEGUNDO ACTO: SEGURIDAD
Alguien llama a la puerta con unos golpes secos y, cuando mi hermana se levanta a abrir, aprovecho la distracción. Me levanto de la cama y me siento en el sillón de mi habitación, porque tiene mejores vistas de la otra sala. El agua me gotea por la espalda, regueros fríos contra piel que sigue medio entumecida. Me he cansado de callarme y de que hablen de mí sin incluirme nunca. Esta noche he encontrado una manera, algo que ninguno de ellos ha sido capaz de hacer. ¿No me da eso derecho a ocupar un lugar en la mesa?
—Yvonne, gracias por venir —dice.
—Amelia, esto no es lo que hablamos.
Doy un pequeño respingo al oír a esa extraña usar el verdadero nombre de mi hermana, porque eso va contra las reglas. Y es entonces cuando caigo en la cuenta: ya no hay reglas.
No solo me las he saltado. Me las he quitado de encima. Quiero sujetar esa conciencia entre las manos, estrujarla hasta pulverizarla, hasta que se me incruste en la carne viva de los dedos y se convierta en una parte de mí que nadie pueda extirparme.
—Perdona —dice, y se le quiebra la voz.
—Ay, Amelia.
La mujer alarga la mano y aprieta el hombro de mi hermana antes de entrar con brío en la habitación del hotel. Su rectísimo corte de pelo se columpia con cada paso y lleva un traje impecable, aunque es probable que haya recibido la llamada mucho después de la medianoche. Pero una buena abogada está a punto en cualquier momento, y eso debe de ser esta mujer. Amelia habrá cubierto todos los frentes antes de contactar con el FBI. Y habrá buscado a la mejor. Un tiburón que luche por nosotras.
—Puedo conseguirlo. A menos que hayas cambiado de idea, teniendo en cuenta... —Deja la frase en suspenso.
Amelia se mira los pies antes de negar con la cabeza con aire tenso.
—Tenemos que obligarlos a respetar el acuerdo original.
—Muy bien. Entendido —dice Yvonne—. Entonces está claro: no saldremos de esta habitación hasta que no den el visto bueno a las condiciones originales, firmadas y selladas.
—De acuerdo.
—Me puso vigilancia desde el día uno —continúa Yvonne—. Así que está esperando en el vestíbulo.
—Claro que sí.
—Hay un mínimo de tres secretas apostados abajo. A saber cuántos habrá en los otros pisos.
—Es tan teatrera... —musita Amelia.
—La llamaré, si estás lista.
Mi hermana asiente.
El chasquido del teléfono. Luego:
—Llamo de la habitación 206. ¿Puede decirle a mi invitada que suba, por favor? Gracias. —Le dirige a Amelia una sonrisa tranquilizadora—. Todo irá bien. Tienes lo que ellos quieren.
Amelia asiente, pero el gesto es tembloroso y eso me preocupa. Sin embargo, cuando llaman a la puerta con los nudillos pocos minutos después, yergue los hombros y de súbito es toda arrogancia y fuerza otra vez, en un abrir y cerrar de ojos.
—Buenas noches, agente North —dice Yvonne—. Soy la señorita Striker; represento a las hermanas Deveraux. ¿Le apetece un café?
—No, gracias —dice la mujer según se interna en la habitación. Tiene el pelo rubio y corto, el semblante serio—. ¿Te escondes detrás de tu abogada, Amelia?
—¿Lo has encontrado? —pregunta ella con un rostro tan inexpresivo como el de la otra.
—Estaba donde dijiste, por si no lo tenías claro —dice la agente North—. Bueno, más o menos. Se había arrastrado cosa de cincuenta metros playa abajo, buscando ayuda. Lo ha dejado hecho un Cristo tu hermanita.
Amelia hace una mueca.
—Ninguna de mis clientas tiene conocimiento de lo que usted comenta —dice Yvonne sin inmutarse.
—Ya —replica la agente North con retintín.
—Mis clientas...
La otra levanta la mano.
—Esto no es lo que habíamos hablado.
—Me da igual —dice Amelia—. Ahora el marrón es tuyo.
—Menuda pieza estás hecha —responde la agente North disgustada—. ¿Tienes al menos los discos duros?
—¿Tienes el acuerdo de inmunidad?
—Amelia...
Mi hermana se levanta de la silla y camina hacia la puerta con tanta rapidez que los ojos de la mujer se agrandan.
—En ese caso, fuera.
—En teoría ibas a rescatar a tu hermana la semana que viene, cuando se marcharan de vacaciones. Si las cosas hubieran discurrido según el plan, ella habría tenido un equipo de huellas dactilares y habríamos podido intervenir tras un concienzudo escrutinio. Ahora tenemos a Raymond Keane en el hospital y la única persona que andaba por allí cerca era tu hermana. No tiene buena pinta.
—Si quieres saber cómo he pasado la noche, estaré encantada de darte detalles —dice Amelia.
—Claro, ilústrame —replica la agente North con sorna.
—Recibí una llamada de mi hermana pidiendo que la recogiera. Raymond y nuestra madre se habían peleado y, cuando ella intentó pararle los pies, el cabronazo la golpeó. De nuevo. Así que fui a buscarla. Me estaba esperando en el recibidor de la casa. No entré. Si te atreves a obligarme a decir esto delante de algún abogado, un juez o alguno de esos agentes tan molestos amigos tuyos, diré lo mismo. Junto con algún que otro secretillo tuyo y quizá algunos de los secretos de tus superiores también.
—¿Y si interrogamos a tu hermana?
—Teníamos un trato, Marjorie. Tú te quedas con Raymond, Abby y las pruebas para encerrarlos y yo me quedo con mi hermana.
—No veo los discos duros —dice la agente North.
—No verá nada hasta que me entregue el acuerdo —interviene Yvonne.
Pasa un segundo. Un momento de confrontación en el que ambas esperan a que parpadee la otra.
Lo hace la agente North. Se inclina, extrae una hoja de papel de su maletín y se lo tiende a Yvonne.
—Enséñale uno —dice Yvonne, que se vuelve hacia los papeles y se ajusta las gafas a la nariz.
Amelia se levanta, se acerca a la caja fuerte, introduce los números y saca uno de los discos duros y un portátil. Lo conecta y lo carga, luego pincha el archivo.
—Este tiene el vídeo entero —dice—. A Raymond le gusta grabarlo.
—Mierda —musita la agente North mientras lo observa—. Me estás vacilando.
Amelia cierra el portátil a la vez que se inclina hacia delante.
—No hasta que Yvonne me diga que el acuerdo está en regla.
—Podría detenerla ahora mismo —dice la agente North, y hay una nota de amenaza en su voz que no me gusta—. Tengo caso.
—Toca a mi hermana y no saldrás de esta habitación con vida —replica Amelia con una sinceridad tan palpable que me recorre una descarga de algo; entonces no lo sé, pero es seguridad.
—Amelia —advierte Yvonne—. Agente North, ella no...
—Sí, ella sí —replica la agente—. Lo ha dicho muy en serio.
—Sí, lo he dicho —afirma Amelia.
Las dos se miran fijamente. Lo veo a través del resquicio de la puerta. Lo que sea que hay entre ellas chisporrotea.
—Quiero hablar a solas —solicita la agente North.
No creo que Amelia acceda, pero, para mi sorpresa, asiente.
—Amelia, te recomiendo encarecidamente... —empieza a decir Yvonne, pero ella la interrumpe una sonrisa resuelta.
—¿Nos puedes conceder un minuto? —le pide—. Puedes terminar de leer el acuerdo en el dormitorio del fondo.
Yvonne se pone en pie y su taconeo se pierde en el interior de la habitación.
Las veo a las dos a través de la rendija. Mi hermana tiene la cabeza gacha, los labios tensos. Se frota la yema del pulgar con los dedos índice y corazón, adelante y atrás, adelante y atrás. Es lo que hace cuando está nerviosa. Por alguna razón, este tic que compartimos me hace sentirme conectada a ella de un modo que nunca pude imaginar.
—No me lo puedo creer —le dice la agente entre dientes. Toda su profesionalidad se esfuma—. ¿La fuiste a buscar tú misma? El plan...
—Se fue a la mierda —termina Amelia—. Siento mucho que el psicópata asesino que le hacía de padre a mi hermana no acatara tus directrices.
—No me puedo creer que ahora te pongas impertinente. Ahora. Precisamente. Esto es una putada —musita—. Les vendí un caso cerrado. Ya no lo es.
—No es mi problema —dice Amelia.
—El juicio será más complicado en estas circunstancias. Si ella declarase...
—No —replica mi hermana.
—Los alguaciles hacen muy bien su trabajo...
Amelia se levanta de un salto, cruza la habitación a toda prisa hasta perderse de vista y oigo un roce suave que no puede ser un puñetazo, pero tiene que ser algún tipo de contacto, porque la agente exhala de un modo nada silencioso.
Miro al suelo al instante. De golpe y porrazo, tengo la sensación de estar invadiendo algo. Me arden las mejillas cuando comprendo que seguramente es así. A pesar de todo, tuerzo la cabeza para verlas a las dos.
Están plantadas muy juntas y la agente se frota la muñeca como si hubiera forcejeado para que Amelia la soltase.
—A los alguaciles los pueden comprar o embaucar. A mí no. Ya sabes lo que he hecho para llegar hasta aquí. ¿En serio me vas a tocar los cojones cuando finalmente tengo lo que llevo seis años intentando conseguir? Por fin la he sacado de allí y no se va a separar de mi lado nunca más. Es mi hermana y ha tenido que...
Se interrumpe. Se estremece, como si no pudiera decirlo siquiera. Yo lo entiendo, porque apenas si puedo pensar en ello.
—Nada de protección de testigos —continúa Amelia—. Nada de alguaciles ni casas seguras, ni juicios ni nombres. Teníamos un trato. Nada de testificar, nada de mencionar su papel en esto, cero participación... a cambio de los discos duros. Tendrás que cumplirlo. O no te los daré.
—Me los puedo llevar sin más —dice la otra con suavidad, como si le revelara un secreto.
Amelia sonríe y veo crueldad en ella por primera vez.
—Me conoces, Marjorie. ¿De verdad piensas que no sería capaz de sujetarte contra el suelo mientras mi hermana destroza los discos en tantos pedazos que no habría posibilidad de repararlos?
La agente North mira a mi hermana como si fuera la luna y la estuviera viendo por primera vez.
No. Espera. Me inclino hacia delante para tratar de entender su expresión, para descifrar sus secretos por completo. No mira a Amelia como si la viera por primera vez.
Se empapa de ella como si fuera la última.
—Casi la matan por conseguir lo que querías.
Amelia lo dice como si se lo echase en cara y la agente se crispa al oírlo.
—No tenía que...
—Que te den —la interrumpe mi hermana con tanta rabia que North pega un bote hacia atrás—. Que te den a ti y a tu mierda federal que permitió que una niña tuviera que hacer algo así porque tu gente actuó con tanta torpeza cuando se infiltró en la organización de Keane que acabaron con cuatro secretas asesinados en dos años. Nos necesitabas. Hice un trato que la ponía en peligro porque mi hermana pequeña era más hábil que tus agentes. Tú te marcharás de aquí con el disco duro y habiendo destripado un buen cacho de su operación, y con el ascenso que te quieran conceder, pero ella estará en peligro hasta el fin de sus días.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? —pregunta North—. Ella. Corrió riesgos demenciales. Yo le tenía preparado un plan de evacuación limpio. Si se hubiera...
—Basta. Ella no es un activo. No hablamos de una soplona a la que has rehabilitado con el paso de los años y que anda a vueltas con la coca. Tiene doce años. Es una niña, joder.
Se hace un largo silencio durante el cual North la mira como si estuviera sopesando si merece la pena decir algo. Yo vuelvo a deslizarme a las sombras; es como si supiera que las palabras que vienen a continuación me van a machacar viva.
La verdad casi siempre lo hace.
—¿Has visto lo que le hizo? —pregunta la agente North—. No me enredes —dice cuando Amelia se limita a fruncir el ceño—. En serio... ¿Viste cómo lo dejó todo?
Ella sigue sin responder. Mi hermana no confía en nadie. Ni siquiera en esta mujer, que la mira como si hubiera capítulos enteros arrancados de la vida de Amelia que hablan de ella.
—Porque si no lo has visto —continúa la agente North, ahora en susurros—, quizá no te hayas dado cuenta...
Y entonces le planta delante el teléfono, para enseñárselo.
No mentiré, la preocupación me asalta un instante. ¿Se acabó? ¿Es ahora cuando da media vuelta?
Pero se esfuma con la misma rapidez con la que aparece, porque mi hermana se ríe en lugar de reaccionar como yo pensaba y la agente quería.
—¿En serio intentas que me sienta mal porque le ha partido la cara?
—¿Y lo demás?
Amelia no pierde comba.
—¿Y cómo carajo iba a conseguirte tus preciosos discos duros sino? ¿Esperabas que una niña de doce años arrastrara a un hombre inconsciente playa arriba hasta la casa y luego a la primera planta hasta la caja fuerte?
—Si hubiera esperado a la evacuación, le habríamos dado un equipo.
—Pero no ha podido y no lo tenía, y a pesar de todo te ha traído lo que necesitabas. Así que el trato sigue en pie.
Se produce una de esas pausas tan cargadas de tensión que tengo que apretar los dientes para soportarla.
—No es normal —dice la agente North despacio—. Lo que hizo... cómo lo dejó... ¿No lo ves? Te podría haber llamado antes...
—Si me hubiera llamado antes, Raymond Keane no estaría vivo ahora mismo —dice Amelia—. Sería pasto de los caimanes. Enterito.
—¡Para de decir esas cosas! —La angustia de North se filtra a su voz y a sus bonitos ojos verdes.
—Deja de insinuar que mi hermana es peligrosa.
—¿No lo es?
—Mi hermana —empieza Amelia con la misma lentitud pero dos veces más peligrosa— es una víctima de violencia doméstica y abuso sexual a manos de los hombres que mi madre llevaba a casa. Y el único progenitor que ha conocido la ha maltratado psicológicamente. Me corresponde a mí ofrecerle la seguridad, el espacio y lo que sea que necesite para convertirse en una superviviente. De manera que si sigues con esa intención de culpar a la víctima aunque dejó vivo a ese cabrón después de que pasara casi dos años enteros aterrorizándola y golpeándola, te juro por Dios que te vas a plantar delante de tus superiores con las manos vacías. En vez de eso, llevaré los archivos a la brigada antidroga y a la agencia federal de armas, y tú quedarás al margen. O puede que pase de los federales por completo. Los venderé al mejor postor.
La agente North respira hondo. Se está armando de valor para seguir luchando, para acusarme a continuación de haber disfrutado, seguramente, o alegar que no era la primera vez. Tendría razón en lo segundo y se equivocaría en lo primero.
Sin embargo, en lugar de discutir, se desinfla.
—Por Dios, Amy —dice, y el diminutivo surge de sus labios con una naturalidad que solo puede proceder de la costumbre—. Es que...
—No —la interrumpe Amelia, la barbilla alta, los brazos cruzados, a la defensiva de la cabeza a los pies. Se protege con todos los escudos y su lenguaje no verbal sugiere que no es consciente de que lo está haciendo, que esta mujer ya la hizo tropezar una vez y no puede permitir que vuelva a suceder—. Dame lo que acordamos.
—El acuerdo original sigue en pie —dice North después de que se miren a los ojos un rato, ávidas de un modo que me induce a querer desviar la mirada, porque no están fingiendo. No hay artificio... no es un gesto calculado ni bonito. Ninguna de las dos quiere demostrarlo, pero lo hacen, porque todo está en bruto y es un lío en carne viva.
—¡Yvonne, puedes volver a entrar! —grita Amelia.
—Es tal y como habíamos acordado —le dice la abogada.
—Deja que lo vea, entonces.
Silencio mientras lo lee entero. Los minutos van cayendo.
—¿Alguien tiene un boli? —Luego—: La combinación de la caja fuerte es 0192.
Me muerdo el carrillo por dentro mientras oigo a la agente introducir la contraseña y abrir la puerta.
—¿Está todo aquí?
—Sí —responde Amelia, porque, por lo que ella sabe, es verdad.
Pienso en el lápiz de memoria escondido detrás del papel higiénico. Tendré que cambiarlo de sitio en cuanto pueda.
—Espera que lo compruebe. —Más silencio. Apenas puedo respirar en ese rato. ¿Va a cargarse el acuerdo? ¿Deducirá de algún modo lo que me he guardado? Pero entonces oigo un chasquido—. Ya está, pues.
—No me busques —dice Amelia, y no es solo una advertencia; es una petición de clemencia.
North sigue tan enganchada como para concedérsela.
—Adiós, Amy.
Mi hermana no se despide. Me pregunto si acaso no es capaz de hacerlo. Si se desmoronará.
La puerta se cierra y los pasos de North se desvanecen.
—Ya está —dice Yvonne—. ¿Te encuentras bien?
Amelia asiente.
—Gracias por todo, Yvonne.
Inclino un poco más la cabeza para ver cómo la abogada se detiene en la puerta, mordiéndose el labio inferior.
—¿Puedo ofrecerte un consejo desinteresado?
Amelia asiente.
—Escóndete bien, dondequiera que acabes. No lo dejará correr. Una niña lo ha humillado y eso no le va a sentar bien, ni a sus secuaces. Así que lárgate de aquí. Y no vuelvas.
Al cabo de un momento, mi hermana dice:
—Gracias, Yvonne.
—Te diría «a tu disposición», pero seamos sinceras: espero no volverte a ver.
—Lo mismo digo. Pero te debo una. Si alguna vez me necesitas...
—Rezo para no tener que cobrarme nunca el favor. Pero lo haré si me hace falta. Ten cuidado, Amelia.
—Lo tendremos.
—Eres una buena hermana. No lo olvides.
Oigo sus tacones cruzar la puerta, que se cierra acto seguido. Yo cedo ante el peso de mis párpados cuando Amelia empieza a moverse de un lado a otro, y al poco se deja oír la tele. El murmullo de las voces flota en la habitación, tonterías sin ton ni son que no llego a distinguir. Me adormezco. Solo para darle algo de tiempo.
TERCER ACTO: HOGAR
Espero un buen rato antes de salir a la salita, donde mi hermana ha puesto una película antigua en la tele. La está mirando con el ceño de quien no la ve ni la oye. Me desplomo a su lado en el sofá y cruzo las piernas sobre el asiento. Nuestras rodillas se rozan y sus vaqueros están raídos y suaves, como ella por dentro. El agotamiento late en mí como un corazón y quiero apoyarle la cabeza en la pierna y dejar que me acaricie la cara para retirarme el cabello, como he visto hacer a las hermanas en las películas. Es un impulso del que debería librarme, mudarlo como piel y mechones, porque no merezco consuelo, ¿verdad?
—¿Nos marcharemos pronto?
—Tenemos que recoger tu nuevo documento de identidad según salgamos de la ciudad. Conozco a alguien.
Cómo no.
—¿Iremos al extranjero, como dijiste?
Amelia niega con la cabeza.
—Te llevo a casa conmigo.
La palabra provoca un extraño eco en la habitación. Nunca había mencionado un hogar. No sé dónde vivía antes de que pusiéramos en marcha el Plan Florida. Amelia siempre ha sido cuidadosa con la información que me daba. Tenía que serlo, porque en teoría las niñas se ponen de parte de sus madres y ¿qué pasaría si yo lo hiciera, al final?
Abby lo habría escogido a él. Los dos años pasados me repiten una y otra vez que habría sido así. Tengo que creerlo. Debo entender que, en el segundo en que se conocieron, su mundo se inclinó en su dirección y me dejó a mí fuera. Podría haberme estrellado, pero Amelia me ayudó a volar.
¿Qué habría sacrificado para estar aquí? Conozco una parte, pero no todo. La miro de reojo mientras recuerdo cómo ha chisporroteado el ambiente entre ella y la agente North. «Me conoces», ha dicho Amelia, y yo sabía cómo sonaba su voz cuando decía la verdad.
—Te acostabas con la agente del FBI, ¿verdad?
Y por primera vez desde que todo esto empezó, mi hermana suelta una carcajada.
—Pero ¿qué dices? —Entonces la risa se torna burlona.
Me quedo muda. Siento náuseas. Lo que sé del sexo y las relaciones es meramente transaccional, violento y propio de una violación, pero he leído lo suficiente para saber que eso no está bien. Que puede ser distinto.
¿No?
—Hace menos de seis horas que estás conmigo y ya me estás analizando —dice Amelia, negando con la cabeza—. Eres un caso.
—Perdona.
Me coge la mano y me la aprieta.
—Nunca te disculpes por ser lista. Tú y yo vemos las cosas de manera distinta a la mayoría de la gente. Captamos los detalles, lo que no se ve a simple vista.
—Por mamá.
Me estruja con demasiada fuerza. Yo no muevo ni un dedo.
—No, ella solo lo veía en nosotras. No significa que lo hayamos aprendido de mamá. Y no significa que tengamos que usarlo como ella.
—Pero... te acostabas con la agente del FBI —insisto, porque no quiero volver a hablar de ella. No puedo. Todavía no. Puede que nunca. ¿Seré capaz? ¿Me puedo esconder para siempre?
—Es complicado —responde Amelia.
Tengo los labios horriblemente resecos. Me los humedezco.
—Eso significa... Eso significa que lo hiciste por mí.
Empieza a decir mi nombre, pero se detiene, porque le he pedido que no lo haga. Con esa respuesta me basta.
—La embaucaste —la acuso—. Fue ella la que cogió tu teléfono cuando te llamé desde Washington. Y era tarde. Eso significa...
—Mira... —Apoya los codos en las rodillas y respira hondo. No es elegante mi hermana. Pero es puro encanto tosco y cabello recogido con esmero, pómulos increíbles y ojos llenos de remordimientos—. Quiero que seas una niña. Quiero llevarte a casa y matricularte en el colegio y que vivas la clase de vida que nunca has conocido y que yo nunca conoceré. Y si te digo...
—Si me lo dices, sabré lo que te debo —la interrumpo.
Se yergue al oír eso.
—Solo te lo voy a decir una vez: no me debes nada. Yo decidí buscarte cuando eras una niña. Yo elegí liberarte de sus garras. Yo escogí ser tu hermana. Todo fue cosa mía. Aquí nadie debe nada a nadie. Tú y yo estamos en paz. En igualdad de condiciones. Siempre.
—Yo no sé estar en igualdad de condiciones.
Mi confesión, cuando surge, es tan queda como la suya, pero me da mucho apuro. Me siento tan avergonzada... Las lágrimas se agolpan en mis ojos y soy un monstruo porque ¿es ahora cuando me echo a llorar? ¿No antes?
La luz del baño contornea su perfil, huesos rotundos contra el resplandor dorado. Estamos tan cansadas y hay tanto que hacer... Hay que volar tan lejos... Pero tengo que saberlo.
Si quiere que estemos en igualdad de condiciones, necesito saber qué ha hecho por mí. Qué ha supuesto para ella mi existencia.
Soy sincera por una vez y se lo digo. Y, a cambio, ella es honesta conmigo.
—No supe de ti hasta que tenías tres años —me cuenta—. Cuando escapé de mamá, estaba decidida a no volver nunca. Acabé en Los Ángeles. Desaparecí en la jungla de la ciudad. Me preocupaba que, si empezaba a estafar, llegara a sus oídos de algún modo. Así que opté por la legalidad. Trabajé para un investigador privado. Me saqué la licencia. Aguanté mucho tiempo sin buscarla, pero cuando al fin lo hice... Fue así como descubrí que existías.
—Pero no viniste a verme hasta que tenía seis años.
—No quería hacerlo —reconoce, y no puede mirarme cuando lo dice. Sinceridad en su forma más cruda. Es lo que le he pedido—. Durante años, me dije que no eras asunto mío. Sabía que, si volvía, te utilizaría para retenerme.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Ibas a cumplir seis años —puntualiza—. Yo tenía esa edad cuando... —Le tiemblan los dedos cuando se aprieta los labios con ellos, como si intentara mantener dentro las palabras—. No podía dejarte. Tenía que intentar alejarte de ella. Así que urdí un plan.
—Viniste a verme.
Todavía se presiona la boca con los dedos, pero sus labios se despegan, casi una sonrisa para el recuerdo de sus yemas.
—Ya eras tan graciosa y tan lista... Pero eras muy desconfiada. Y en cuanto vi esa goma en tu muñeca... —Niega con la cabeza.
Era uno de los trucos de mi madre para evitar que metiera la pata. La hacía restallar contra mi piel. Asociaré algunas cosas por siempre con el escozor y el leve olor de la goma.
—Quise llevarte conmigo en ese mismo instante. Pero sabía que ella nunca dejaría de buscarte. No es capaz de cometer una estafa sin una hija. Necesita una compañera.
—Se siente sola. —Defenderla es una reacción automática, incluso ahora.
—No te corresponde a ti rellenar ese hueco —dice Amelia.
—Hablas como un loquero.
—Seguramente porque voy a uno. Y tú también irás, cuando estemos en casa sanas y salvas.
Las tres cosas son inconcebibles: seguridad, terapia y hogar. Me dispongo a discutir, pero dice:
—¿Quieres que termine?
Quiero, de manera que asiento.
—Cuando me marché esa primera vez, supe que debía encontrar la manera de que, una vez te tuviera conmigo, mamá no pudiera volver a acercarse a ti. O bien tendría que asesinarla, o bien meterla en la cárcel. Y como no quería añadir el matricidio a mi lista de crímenes, escogí la segunda opción. Para eso necesitaba dos cosas: que tú quisieras marcharte y tener a un agente del FBI en el bolsillo para el momento en que sucediera.
—La agente North.
Amelia asiente.
—Tenía claro que sería un golpe largo. Que tardaría tiempo en ponerte de mi lado. Pero empecé a trabajarme a North al instante. Tenía un caso importante entre manos y uno de los testigos se había esfumado. Así que lo busqué y se lo llevé. Nos hicimos amigas.
—¿Amigas o «amigas»?
—Amigas —responde, pero no la creo—. Le pasaba soplos de vez en cuando.
—E hiciste que se fijara en Abby —digo.
—El FBI ya sabía quién era Abby, pero North es ambiciosa. Y una embaucadora que se relaciona con toda clase de criminales porque elige peces gordos es una gran adquisición. Si conseguían captarla, con la cantidad de objetivos que ha tenido en todos estos años, la cantidad de mierda que ha removido... Si accedía a cantar, sería una mina de oro.
—¿Sabía que eras su hija?
—No hasta lo de Washington.
—¿La enredaste durante cuatro años enteros?
Asiente.
—Descubrió el pastel a raíz de eso. Lo averiguó todo. Y para entonces...
—Estabais juntas —termino yo cuando queda claro que ella no lo hará.
Entiendo por qué no puede hacerlo. Ha roto la primera regla. Se ha enamorado del objetivo. Quiero acariciarle el brazo, pero temo que sea un gesto torpe. Y quizá a ella no le haga gracia.
—No pude dar contigo después de que Abby y tú os marcharais de Washington. Y cuando por fin asomaste la cabeza, pensaba venir a Florida y llevarte conmigo. A la mierda el plan; ya me preocuparía después si nos perseguía. Pero entonces vi la licencia matrimonial.
—La agente North no podía pasar de ti si le entregabas a Raymond Keane —ato cabos.
—Así que el plan volvía a estar en marcha. Y aquí estamos.
—Yo lo fastidié.
—Te las apañaste —dice—. Eso es lo que importa. Y dentro de pocas horas, nos habremos ido.
—Me buscará.
—Le llevamos ventaja. Tendrá que portarse bien mientras dure el juicio. Una vez que lo encierren, tardará un tiempo en recuperar su poder. Darán por supuesto que estás en protección de testigos. La persona que contrate para dar contigo empezará explorando esa vía. Tenemos tiempo.
—¿Para hacer qué? ¿Escondernos mejor?
—Para pensar planes alternativos. Para prepararnos. Y para vivir. De eso va todo esto.
—Quieres que viva como una persona normal. —Niego con la cabeza—. La agente North tiene razón. No soy normal.
—La normalidad no existe —dice Amelia—. Lo único que hay es un montón de personas fingiendo que son normales. Solo hay distintos niveles de dolor. Distintos niveles de seguridad. La mayor estafa de todas es la idea de que se puede ser normal. Yo solo aspiro a que seas feliz y te sientas segura. Es lo que quiero para mí también.
—¿Eras feliz con la agente North?
Como no me responde, la presiono.
—¿La querías?
Sigue sin contestar.
—Porque parecía más bien mala —añado.
—Yo sí que me porté mal con ella —dice Amelia.
—Entonces la querías. —Hago una pausa—. ¿La quieres?
—Da igual —responde, y no necesito oír más.
Realmente soy un tsunami que lo destruye todo a su paso.
—Lo siento.
Alarga la mano para estrechar la mía. Es típico de ella, comprendo. Toca a la gente de manera genuina. ¿Puedo decirle que no estoy acostumbrada a ese gesto? ¿Que me hace pegar un bote por dentro casi tanto como me consuela?
—Todo lo que he hecho merece la pena con tal de que estés a salvo conmigo —asegura—. Y ahora vas a tener una vida nuevecita.
—¿Dónde?
—En California —contesta—. Al norte. —Vuelve a apretarme la mano—. En un pueblecito llamado Clear Creek.
—¿Y tú? —pregunto. Me mira con extrañeza—. ¿Cómo te llamas tú?
Es como si el aire se enfriara alrededor; todo su cuerpo se crispa y luego se relaja con la misma rapidez. Es un reflejo condicionado que tenemos las dos. Amelia era su piedra angular, la chica real que nadie salvo las mujeres Deveraux conocen. Embaucó a mi madre para hacerle creer que seguía siendo Amelia, pero se ha convertido en otra persona, del todo y para siempre.
Conozco a mi hermana, pero en realidad no. Ahora me va a presentar a su verdadero yo.
—Lee —dice—. Lee Ann O’Malley.
Lee. Escueto. Formal. Le pega.
Quiero ser valiente cuando le formulo la siguiente pregunta, pero no lo soy. Me siento transportada a cuando estaba delante del espejo y mi madre me trenzaba la melena mientras yo repetía mi nombre obediente, siguiendo su ejemplo... y me tiembla la voz.
—Y ¿cómo me llamo yo?
—Eso depende de ti —dice Lee, y escogerlo así se me antoja tan inconcebible como «segura», «ayuda» y «hogar»—. ¿Cómo te quieres llamar?
—¿Puedo elegir yo?
Su pulgar se posa en el pulso de mi muñeca. Tu-tum. Tu-tum.
—Puedes elegir tú.