43

11.57 h (165 minutos retenida)

1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 2 llaves de una caja de seguridad

Plan n.o 1: descartado

Plan n.o 2: en reserva

Plan n.o 3: clavado

Plan n.o 4: coger la pistola. Desatarme. Ir a buscar a Iris y a Wes. Salir.

 

 

Duane se desploma de lado, sus dedos se aflojan en torno a la pistola y yo me pongo en marcha. No discuto conmigo misma ni titubeo, porque es capaz de recuperar la consciencia en el momento menos pensado. Vete a saber.

Es incómodo con las manos atadas, pero me las arreglo para quitarle la pistola, aunque no pueda disparar ni sujetarla bien.

La dejo sobre el escritorio y regreso a su lado. Su respiración es superficial. La pérdida de sangre le ha pasado factura, tal vez, pero si solo se ha desmayado por el dolor, podría volver en sí rápidamente. Sea como sea, necesito tener las manos libres.

Le retiro la camisa con dos dedos para dejar a la vista la cintura de sus vaqueros. Lleva la navaja encajada contra la espalda. Le echo mano, la despliego y, tras unas cuantas maniobras, consigo colocar la hoja en la posición adecuada y serrar las capas de cinta.

Me guardo la navaja en el bolsillo y recupero la pistola. No puedo vacilar, aunque sostenerla me provoca una sensación de vértigo y cada músculo del cuerpo me pide que la suelte.

En vez de eso, sigo avanzando. Tengo la pistola. Me he desatado. Ahora voy a buscar a Iris y a Wes. Y nos largamos.

Abriendo unos centímetros la puerta del despacho, me asomo al pasillo por la rendija. No hay nadie a la vista. Gorra Roja sigue en el sótano. Con un poco de suerte, ni siquiera nos cruzaremos con él.

Me deslizo al exterior y me apresuro hacia la pesada mesa de acero que han arrastrado para bloquear la puerta del despacho en el que nos han encerrado. Dejo la pistola en la mesa y tiro de un extremo.

—Detente.

Giro en redondo, cogiendo la pistola al hacerlo; tal vez parezca segura de lo que hago, pero no lo estoy. No quiero hacer esto. De todos modos, apunto a Gorra Roja con la pistola porque él me está apuntando con la recortada.

—Déjala —ordena.

—Deja la tuya.

Hace un gesto con la cabeza y, cuando Iris aparece en el pasillo, esa ambiciosa alegría de estar a punto de ser libres se apaga en mi pecho.

—Déjala —insiste, y obedezco, porque no tengo otra opción. La navaja sigue en mi bolsillo, pero si intento sacarla, disparará, así que me quedo quieta como una muerta. Iris me mira con atención mientras él se acerca y coge la pistola—. ¿Qué le has hecho esta vez? —pregunta al tiempo que nos empuja al despacho donde Duane está despatarrado contra la pared.

Los ojos de Iris se agrandan cuando ve mi camisa ensangrentada a su lado.

—No he hecho nada. Se ha desmayado solo.

Gorra Roja abofetea a Duane unas cuantas veces, pero el otro no se mueve. Iris pasa la vista de los dos hombres que están en el suelo a mí con una pregunta en el rostro.

«Las tijeras», articulo con los labios a la vez que hago el gesto de apuñalar.

Ella me lanza una mirada que más parece de decepción al ver que no he rematado la faena que de horror.

—Tienes suerte de que siga respirando —me dice Gorra Roja cuando por fin se levanta después de atar mi camisa a la herida de Duane—. Será mejor que despierte.

Gorra Roja tiene razón, por desgracia. Casi prefiero a Duane despierto, porque el otro no tiene madera de líder y se puede desmoronar si no hay nadie para mangonearlo.

—Yo no he hecho nada —repito, pues no me gusta su manera de enderezar el cuerpo con la clase de intención que me induce a cerrar los puños.

—Lo has apuñalado.

—En defensa propia, su señoría.

—Estoy harto de tus chorradas —me dice según sus manos se tensan sobre la recortada.

—¡Tengo que ir al baño! —chilla Iris.

La tensión se rompe cuando los dos la miramos.

—No —replica él con un aire tan desesperado que comprendo que han mantenido la misma discusión mil veces ya. ¿Qué ha estado haciendo?

—Le he obedecido —protesta ella—. Me he sentado en ese sótano tan lúgubre respirando los gases de su máquina de soldar. Ha dicho que cuando subiéramos me daría permiso. ¿Y ahora me lo niega?

—Espera —ordena.

—No puedo —dice—. No tengo que hacer pis. Tengo que vaciar la copa. —Eso le granjea atención al momento. Es genial, y yo intento disimular mi admiración mientras ella prosigue—. Ya sabe, mi copa menstrual.

Él empieza a revolverse en el sitio en cuanto oye la palabra «menstrual».

—Ni lo sueñes.

—No lo entiende —insiste Iris—. Tengo una afección. —Une las manos como si rezara; tiene un aspecto remilgado a más no poder ahí plantada con su vestido, y es imposible atribuirle nada diabólico cuando se gasta esas mejillas sonrosadas y esa caída de ojos—. Un problema de sangrado abundante. Necesito cambiarme la copa. Llevo una eternidad esperando.

—Ya te lo he dicho; ni lo sueñes.

—¿Sabe cuánto líquido menstrual cabe en una copa? Si se desborda, habrá sangre por todas partes.

—No es problema mío.

Ella agita la falda de su vestido con las salpicaduras de acuarela.

—¡Es un vestido de Jeanne Durrell de la década de 1950!

Él pone los ojos en blanco.

—Tu vestido me trae sin cuidado.

Iris parece a dos segundos de estampar el pie contra el suelo.

—Pues no debería, porque si no me deja vaciar la copa, cuarenta mililitros de sangre menstrual van a empapar mi vestido y me van a correr por las piernas, y los agentes van a pensar que me ha pegado un tiro.

Frunce el ceño.

—Solo necesito diez o quince minutos en el baño, y mi bolso.

—No voy a dejarla sola con él —dice, señalándome con el pulgar.

—Bueno, pues mejor, porque necesito ayuda —replica ella, y el ceño de él se acentúa.

—Ni hablar.

Iris se crispa.

—¿Voy a tener que pasar por todo el proceso de limpiar y vaciar la copa delante de usted? —pregunta, y la voz le tiembla con delicadeza—. ¡Qué bochorno! Me está obligando a suplicarle que me deje cambiarme la versión moderna de un tampón. ¿Por qué me hace esto?

Y entonces, para acabar de rematarlo, las lágrimas inundan sus ojos. No dudo ni por un momento que son auténticas. Sufre grandes dolores cualquier día normal, pero especialmente cuando tiene la regla, y nada de esto la estará ayudando. Yo ya estaría retorciéndome por el suelo si sufriera unos calambres tan intensos como los suyos.

—¿Para qué la necesitas? —pregunta.

—Como ya le he dicho, ¿de verdad quiere que lleve a cabo todo el proceso con su ayuda? —pregunta Iris, y abre tanto los ojos y parece presa de una indignación tan ingenua que estoy flipando. Esto se le da de muerte—. ¿No tiene internet? ¿Hermanas? ¿Novia? ¿O es usted uno de esos hombres que consideran asquerosa la regla?

Le dispara las preguntas a la velocidad del rayo y él está incomodísimo, tan confuso y avergonzado con esta charla sobre sangre menstrual que se está poniendo rojo como un tomate.

«Nos parecemos más de lo que crees.» Me dijo eso una vez. Me guardé la información dentro como si yo fuera un relicario y ella un mensaje secreto escrito en un papelito. La examiné una y otra vez mentalmente igual que otra chica toquetearía una joya, preguntándome todo el tiempo si sería cierto.

Y aquí está la verdad desplegada ante mis ojos: Iris Moulton ha nacido para esto.

Porque antes de que me dé cuenta, por pura incomodidad y deseo de que deje de repetir «sangre menstrual» una y otra vez, le planta a Iris su bolso en las manos después de inspeccionarlo de nuevo y estamos en el servicio de mujeres que hay en la parte trasera de la sucursal.

—Como bloquees la puerta, volaré la manilla de un tiro —le advierte.

—Nos daremos prisa —promete Iris con una sonrisa temblorosa.

—Nada de hacerse la heroína —me dice—. Y no quiero trucos. Voy a bloquear la salida. Golpead la puerta con los nudillos cuando hayáis terminado.

La puerta se cierra, Iris se vuelve hacia mí y, por fin, en esta situación angustiosa, estamos solas. Apenas tenemos tiempo y hay tanto que decir y que explicar, tantas cosas por las que pedir perdón y tanto que hacer, pero tenemos que actuar, necesitamos un plan y yo necesito...

Me besa. Me empuja contra la puerta del baño, me rodea con la palma de la mano la parte ilesa de la cara y me besa como si fuera la última oportunidad de hacerlo, y yo respondo como si un último beso fuera una imposibilidad.

Enreda los dedos en el pelo corto de mi nuca, pequeños círculos incansables mientras se despega apenas lo suficiente para apoyar la frente contra la mía.

—Estoy tan enfadada contigo... —susurra.

Cierro los ojos para protegerme del dolor que hay en su voz y en mí.

—Ya lo sé.

—¿Está funcionando tu plan?

Niego con la cabeza.

Lanza un suspiro.

—Vale —dice—. Entonces probaremos con el mío.