19 de agosto (11 días libre)
2 llaves de una caja de seguridad, 1 certificado de nacimiento falso
He esperado hasta que ha dejado de ser la escena de un crimen, el humo se ha disipado y los obreros han empezado a trabajar. El banco todavía está cerrado, claro, pero las dos veces que paso en coche por delante para controlar la situación, el vehículo de Olivia, la cajera, está allí aparcado. Así que muevo ficha.
—El banco no está abierto —me dice el obrero que trabaja delante.
Pero Olivia alza la vista desde la mesa que ocupa y me ve. Lleva un brazo en cabestrillo; le hizo un corte el día del atraco. Ese fue el origen de todos aquellos gritos procedentes del otro lado del pasillo. Pero parece que ya está mejor.
—No pasa nada —le dice—. Eres Nora, ¿verdad? ¿Te llamas así?
Asiento.
—Supongo que no nos presentaron como es debido la última vez. ¿Cómo te va? ¿Te encuentras bien?
—Un poco dolorida, nada más —dice, y sus ojos toman nota de los cardenales y la hinchazón que ya casi han desaparecido de mi cara—. ¿Y usted?
Me resulta medio raro estar aquí con ella, porque la última vez las dos estábamos igual de asustadas, pero no igual de desmoronadas. Y ahora aquí estamos de nuevo, y ella vuelve a ser la adulta y se supone que yo soy la cría. Pero no soy una cría en realidad, y puede que ella sea una adulta, pero también es el objetivo.
—Me encuentro bien. Lamento mucho molestarla. Ya sé que la sucursal está cerrada, pero mi hermana guarda unos papeles importantes en nuestra caja de seguridad desde el incendio forestal de hace unos años. —Le muestro las llaves—. El plazo de la beca que he pedido vence dentro de dos días y necesito mi certificado de nacimiento para solicitarla.
—Ay, madre. —Olivia frunce el ceño—. En teoría no debería dejar bajar a nadie.
—No pasa nada —digo—. Lo entiendo perfectamente. Lo de la beca era solo por probar, de todos modos. Y siempre puedo pedir un crédito estudiantil.
Es la vuelta de tuerca adecuada; lo sé porque la he investigado lo suficiente para saber que pidió sendos créditos oficiales al Gobierno federal para los estudios universitarios de sus dos hijos.
—Siempre y cuando tengas las llaves —dice despacio—, supongo que no hacemos daño a nadie.
—¿De verdad? —Sonrío con alivio genuino—. Me salva la vida. Mi hermana se pondrá de morros porque he dejado la solicitud para el último momento. Tenía tres meses. Debería haber recogido antes mi certificado de nacimiento.
Ella me dedica una sonrisa indulgente, toda comprensión maternal y cariño.
—Yo tuve que hacerles a mis hijas una plantilla para que llevaran al día las solicitudes. Son unos días de mucho lío.
—Es buena idea —le digo mientras me acompaña a la parte trasera.
Las dos guardamos silencio cuando pasamos por la parte recortada de la moqueta. Supongo que no pudieron limpiar la sangre.
—¿Ha hablado con Casey? —pregunto.
—Hablé con su madre —asiente Olivia—. Cuidasteis muy bien de ella, los tres. No sé cómo expresar... —Deja la frase en suspenso—. Sois muy buenos chicos —dice por fin, con la voz tomada por la emoción.
Le poso la mano en el hombro y no la engaño cuando digo:
—Es muy valiente por su parte haber venido.
Suelta una risa temblorosa.
—Ay, cariño, no tengo elección. Tengo bocas que alimentar y una hipoteca que pagar. —Carraspea mientras abre el cerrojo de la reja de acero que da a la cámara acorazada donde están las cajas de seguridad—. Avísame cuando hayas terminado, ¿vale?
—Lo haré.
Entro y me encamino al fondo de la cámara según espero a que sus pasos se pierdan. Y entonces me pongo en marcha: no en dirección a la caja en la que Lee guarda el tercer Plan de Rescate Económico (de doce). No, me encamino a la caja 49 e inserto la llave que encontré en la oficina de Frayn. La puerta se abre, dejando la caja al descubierto, y trato de extraerla.
No sé qué esperaba, pero ni siquiera puedo sacarla de tanto que pesa, y el peso me informa de lo que debe de contener. Sabía que sería valioso; dinero, pensaba. Viejas monedas. Acciones o alguna obra de arte. Un puñado de joyas a las que les podrías arrancar los diamantes. Algo así.
No esperaba, una vez que la hubiera desplazado fuera de su casillero lo suficiente para abrirla, encontrar oro encajado bajo un viejo ejemplar de El viento en los sauces. Y no hablamos de un frasco con minúsculas pepitas; hablamos de seis lingotes de 12,5 kilos.
Sin duda una razón más que suficiente para atracar un banco. Más de tres millones de razones, porque ese debe de ser su valor, si la búsqueda que acabo de hacer en el móvil es correcta.
Vaya, mierda. Miro por encima del hombro, consciente de que ya voy tarde. Si me entretengo demasiado en «coger mi certificado de nacimiento», Olivia vendrá a buscarme.
He investigado: Howard Miles, el propietario de la caja, era un viudo sin familia ni herederos. Así que no había nadie a quien entregarle esto, ni nadie que conociera su existencia. ¿Le robó el señor Frayn las llaves al anciano? ¿Se las confió él? No tengo intención de preguntar y sé que el padre de Casey no soltará prenda en fechas próximas, si sus abogados son mínimamente buenos. Da igual, a la larga. Ahora tengo las llaves.
Un escalofrío me recorre la columna vertebral, y la tentación... ay, la tentación...
El dinero te permite huir, si tienes que hacerlo. Y te ofrece la oportunidad de contraatacar, si decides hacerlo.
Aferro la caja con fuerza. ¿A quién quiero engañar? ¿No es por eso por lo que me he traído la bandolera? ¿No es esa la razón de que no le contara a nadie que tenía las llaves? A Wes no le haría gracia. En cuando a Iris... bueno, no estoy segura de qué lado estaría. «Nos parecemos más de lo que crees.» ¿Lo entendería?
Esto no trata de satisfacer mi curiosidad. Esto trata de ser quien soy en realidad: una chica que supera todo lo que la vida le arroja al paso.
De manera que echo mano de dos lingotes. No me los llevo todos solo porque pesarían demasiado, no porque me lo impida alguna clase de sentido moral. Me guardo el oro y el libro en la bolsa, empujo la caja de vuelta a su casillero de la pared y la cierro. Segura y a buen recaudo, con mi secreto a salvo y solo yo en posesión de la llave. Para cuando los pasos de Olivia taconean escaleras abajo, ya estoy al otro lado de los barrotes de acero con el certificado de nacimiento que he traído de casa aferrado contra el pecho.
—Es usted la mejor —le digo agradecida, y ella vuelve a sonreír—. Si por casualidad consigo esta beca, le deberé una cena.
—Me alegro de haber podido ayudarte. Después de la última semana y media, me parece que a todos nos vendría bien que el universo nos diera un respiro.
—Y que lo diga. —Y a mí me acaba de dar uno.
La sigo por las escaleras irguiendo los hombros bajo el peso añadido de mi bolsa.
—Gracias otra vez —repito, y ella me saluda con la mano según camina de regreso a su escritorio... y yo abandono el banco tranquilamente, pertrechada con el mejor tanto que me he marcado en mi vida por toda la jeta.
Las manos no me empiezan a temblar hasta que estoy saliendo del aparcamiento al volante de mi coche, pero piso el acelerador y avanzo por el tramo largo y recto de autovía, hacia delante.
El plan ya está cobrando forma en mi mente.
Primer paso: comprar un billete de avión.
Segundo paso: lanzar el guante.
Tercer paso: sobrevivir, de algún modo.