25 de agosto (17 días libre)
1 peluca rubia de pelo largo con flequillo, 1 falda plisada vintage,
1 rebeca de cachemira negra, 1 maquillaje alucinante
Los dedos de Iris cardan un pelo que no es mío. Noto la presión a través del casquete de la peluca. Se inclina para ponerse a mi nivel y frunce los labios mientras tira de la parte de detrás para enderezarla una pizca.
A continuación retrocede. Golpeteándose el brazo con un peine, examina su obra.
Hemos esperado a que se me hubiera curado la cara del todo y ahora estoy tan nerviosa que noto pinchazos en la barriga, igual que cuando le pedí que me ayudara con esto. No quiero darme la vuelta y mirar mi reflejo. No tengo este aspecto desde los doce años. No; en realidad nunca he tenido este aspecto. La versión casi adulta de las niñas jamás llegó a recorrer el mundo, y ahora tengo los ojos fijos en Iris mientras espero, en lugar de mirarme al espejo.
—¿Y bien?
—¿La verdad?
Me humedezco los labios y hago una mueca, porque el brillo es pegajoso y no me gusta sentirlo en mis labios si no procede de los suyos.
—Sí.
—Me gustas con el pelo corto. Y me gustan tus camisetas y tus botas. Ahora estás muy rara. Bueno, no, rara no. Es que... no pareces tú. Para nada. En realidad te pareces mucho a Brigitte Bardot.
La miraría entornando los ojos, pero creo que el rímel se me emborronaría.
—¿Quién?
Señala a mi derecha, a su collage de actrices de películas clásicas y anuncios vintage de moda. A su madre le bastaría echar un vistazo a su habitación para captar al momento que a Iris le gustan las chicas, pero supongo que a las personas hetero les encanta pensar que nos queremos como amigas en lugar de afrontar la verdad, aunque la tengan colgada en la pared.
Miro a la actriz que señala y me doy la vuelta para contemplarme en el espejo de su tocador.
Yo solo veo a mi madre y recuerdos. Pero antes de que llegue a perderme en las espinas que eso trae consigo, la puerta de Iris se abre de repente.
—Iris, ¿queréis Nora y tú...? —La señora Moulton entra en la habitación de su hija sin llamar y frena en seco cuando nos ve—. Ah. —Frunce el ceño al fijarse en mi aspecto—. ¡Nora! Estás...
Se calla, apabullada ante el cambio. Bien. No quiero parecerme a Nora cuando me marche.
—Me estoy planteando encargarme del maquillaje y la peluquería del musical de fin de curso —dice Iris—. Nora se ha ofrecido a hacer de conejillo de Indias. Su hermana tiene unas cuantas pelucas por el asunto de la investigación privada. ¿Qué te parece?
—Muy Brigitte Bardot —responde la señora Moulton.
—¡Es lo mismo que he dicho yo!
Las dos comparten una sonrisa que es pura conspiración y cariño.
—Siempre estás muy guapa. —La señora Moulton me sonríe—. Pero así también estás mona. Has hecho un buen trabajo, Iris. El grupo de teatro tendrá suerte de contar contigo.
—Gracias —dice Iris, como si no hubiera inventado la mentira sobre la marcha.
—¿Os apetece comer algo? Iba a pedir pizza. ¿Mitad vegetariana, mitad de pepperoni?
—Suena bien —asiente Iris—. ¿Nora?
—Sería genial. Gracias.
—Pegaré un grito cuando llegue —dice, y cierra la puerta al salir.
Guardamos silencio un momento mientras Iris me arregla una y otra vez el cuello de la rebeca de cachemira negra que me ha puesto. Por fin levanta la mirada para encontrar la mía en el espejo.
—Se te da bien inventar cosas sobre la marcha —le digo, con cuidado de no llamarlo «mentir», aunque está claro que es eso.
Se encoge de hombros.
—He pasado mucho tiempo buscando maneras de sortear las normas de mi padre.
Sus manos dejan de moverse de súbito, como si estuviera tan sorprendida como yo de haberlo sacado a colación.
No hemos hablado de lo que me dijo en el baño del banco. No quiero presionarla, pero me preocupa que si no tratamos el tema cuando no hay una bomba fabricada por ella de por medio, piense que su confesión es otra especie de bomba, una que ya ha iniciado la cuenta atrás. Y no lo es. Iris fue fuerte, entonces y ahora. Es una de las razones por las que la amo.
Me gustaría atizarle al capullo de su exnovio por no querer ponerse preservativo, y me encantaría destruir a su padre..., pero esa es otra cuestión.
—A mí también me obligaban a seguir un montón de reglas.
Detesto haber hablado en un tono tan incierto, pero es así como me siento. Con Wes, todo surgió en una horrible avalancha de historias que parecían no tener fin hasta que, de sopetón, no había más que contar y entonces ya solo teníamos que sobrevivir en el espacio entre una y otra.
Esto es distinto. Esto es ofrecer fragmentos y recibir otros a cambio. La balanza se inclinaba en mi dirección cuando estaba con Wes, porque yo tenía la verdad y él no. Pero Iris y yo podemos estar al mismo nivel. Podemos conocernos, poco a poco. Podemos construir algo con esos descubrimientos.
—Me imagino —dice—. ¿Tienes miedo?
Juguetea otra vez con el cuello de la rebeca y luego posa la mano en mi hombro sano. Se le corta un momento la respiración cuando relajo la espalda bajo su contacto y me recuesto contra ella, confiando en que recogerá mi peso. Sus dedos me acarician el hombro mientras la parte trasera de mi cabeza presiona el blando calor de su barriga.
—No puedo tener miedo —le digo.
Se inclina y un bucle de pelo rizado con pinzas oscila sobre su hombro. Me da un beso en la frente, luego en la punta de la nariz y por último me besa del revés los pegajosos labios pintados.
Cuando se aparta, dice algo que quema la duda y la preocupación y la reemplaza por otra cosa. Algo más fuerte.
«Puedes tener miedo conmigo.»