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30 de agosto (22 días libre)

La verdad

 

 

Prisión de Lowell, Florida

No me sorprende que me lleven a una sala de visitas privada. Habrá hecho amigos, deslumbrado a un par de guardias, puede que a todo un puñado. Si hay algo que mi madre sabe hacer es ganarse a una persona o a todo un sistema. Por eso nunca me ha preocupado demasiado que estuviera aquí dentro.

Paso un par de minutos a solas y tengo los nervios a flor de piel. Lee nunca me cuenta nada cuando viene a verla, y las noches de sus visitas son las únicas ocasiones de todo el año en las que le da por beber. Vaso tras vaso de vino hasta que se tropieza con todo y tengo que acompañarla a la cama. Una vez, cuando la tapé con una manta, la oí decir: «No quiero, mami», y luego se acurrucó, y me ardió el corazón en la garganta durante días, porque lo sabía.

Lo sabía.

El rato que paso a solas me proporciona la oportunidad de estudiar la habitación: la mesa y las dos sillas clavadas al suelo, las anillas de metal en la mesa y en el suelo para las cadenas.

¿Vendrá engrilletada? Pues claro que sí. Qué ingenuo por mi parte preguntármelo siquiera. No puedo pensar así. Soy demasiado lista.

La peluca me hace cosquillas en la nuca y el peso del pelo en los hombros se me antoja extraño después de tantos años. Respiro profundamente y permanezco de espaldas a la puerta por la que sé que va a entrar incluso cuando oigo los pasos y el roce del cerrojo, un tintineo que seguro que procede de sus cadenas, porque no soy ingenua. No lo soy.

La oigo acomodarse en la silla, el murmullo del guardia y luego sus pasos, cuando nos deja a solas. Sin duda contraviniendo el reglamento. No me sorprende en absoluto.

Pero todavía no me vuelvo. Le doy la espalda y le muestro la larga melena, que parece auténtica, y espero.

—Natalie.

Es raro oírlo. Mi nombre. Aunque no lo sea. Ya no. Natalie era la piedra angular. En teoría tenía que ser mi secreto por siempre. El nombre que no compartía con nadie. Solo con mi familia.

He sido Natalie más tiempo que ninguna de las otras chicas. He sido Natalie mucho más tiempo que Nora, pero algún día eso dejará de ser verdad.

Y ese es mi nuevo secreto de por vida. Igual que todas las chicas y nombres que llevo conmigo.

La chica a la que ama mi madre, la chica que piensa que soy... Esa no es la piedra angular de nadie. La dejé marchar. Se convirtió en algo que tenía que asesinar para que Nora pudiera salir adelante.

Dejé una parte de ella en aquella playa sangrienta, aniquilé otros pedazos con un envase de tinte en un motel de mala muerte; y él no lo sabe y nunca se lo diré, pero el amor de Wes me ayudó a destruir lo que fuera que quedase de ella, porque nadie puede amar ni conocer a la hija de mi madre.

Natalie ha desaparecido. Nora es real ahora. Cosas más raras y secretas habrán sucedido, supongo. Pero este es un conocimiento mío y de nadie más, y soy consciente del valor de las cosas que solamente me pertenecen a mí.

Me vuelvo por fin. Se le corta la respiración y conozco el motivo. Me parezco mucho a ella con este aspecto. Mirarme debe de ser como ver una foto de sí misma a los diecisiete, y mirarla a ella es igual que ver el camino que habría seguido de no haber encontrado la manera de escapar.

—Qué mayor estás.

Caminando hacia delante, me deslizo a la silla que tiene enfrente. Veo al guardia en el pasillo a través del ventanuco de la puerta. Me pregunto cuánto rato tenemos. Uno las manos delante de mí, sobre la mesa. Le sostengo la mirada, pero guardo silencio.

Sus ojos recorren mi rostro y cualquier otro lo interpretaría como una madre que se empapa de su hija después de tanto tiempo separadas, pero yo sé la verdad. Está buscando pistas. Indicios. Cualquier cosa que pueda deducir y utilizar.

—Estaba muy preocupada. Pensaba que quizá...

—¿Había muerto?

—Los días malos —dice, y, ay, parece tan sincera... Entrelaza los dedos con fuerza, pero yo no dejo que eso me afecte. Soy un cristal. Un reflejo. Todo rebota en mí en lugar de entrar—. Te he buscado. Lo mejor que he podido, aquí dentro.

—Seguro que sí.

El leve arqueo de una ceja —no tienen una forma tan elegante aquí dentro, las lleva un poco más descuidadas, parecidas a las mías— delata su incomodidad.

—Me preguntaba si te habrían puesto en protección de testigos. Tu hermana también ha intentado dar contigo. ¿Has estado con los alguaciles? ¿Has podido escapar por fin?

El alivio estalla en mi pecho. La trampa que tendí a través de Duane ha funcionado. La tapadera de Lee sigue intacta de momento. Mi madre no sabe cómo escapé. Piensa que fue cosa del FBI.

—Podría haber burlado a mis vigilantes desde el primer día —respondo—. No me he tomado la molestia hasta ahora.

—¿Qué haces aquí, nena? ¿Necesitas ayuda? ¿Va todo bien?

Sus ojos se inundan de lágrimas que nunca derramará, porque la única motivación que hay detrás es información, no emoción.

—Ya sabes por qué estoy aquí.

Retiro las manos de la mesa y me retrepo en la silla, sin parpadear, mirándola con displicencia. Ella respira, inspira y espira, firme como una maldita roca, pero sus ojos vagan por mi rostro de nuevo.

Y entonces ella también se arrellana, lo mejor que puede, encadenada a la mesa. Las lágrimas se han esfumado en un periquete y esa sonrisa que se dibuja alrededor de sus labios...

Esa es mi madre.

—La peluca tiene gracia —me dice, y su sonrisilla se acentúa—. Te has cortado el pelo, me han dicho.

Intenta ponerme nerviosa, así que dejo que la pausa se alargue. Es un truco de principiante: permite que el objetivo llene los silencios. Pero también es el más natural tratándose de ella, después de tanto tiempo. Sé que tiene preguntas.

Sin embargo, no estoy dispuesta a ofrecerle respuestas. En sus manos se convertirían en armas. Igual que todo.

—No te divorciaste de él.

Es una constatación. No, no lo es. Quiero que lo sea; quiero ser así de fuerte. Pero me sale el tono de la acusación que es.

—Lo amo —dice, y dudo que jamás haya pronunciado palabras más sinceras.

Porque de verdad lo quiere, ¿verdad? Es retorcido y malsano; un reflejo distorsionado de lo que yo sé que es el amor. Pero lo que siente es real. Tan real que se abalanzó directa a la boca del cocodrilo, sabiendo que podría morderla. Y cuando lo hizo, me arrastró al agua con ellos. Carnaza a su disposición.

—Te iba a matar.

—Pero no lo hizo —replica, en un tono más suave—. Fue un malentendido. Y entonces tuviste que meterte por medio...

—Me puse delante de la pistola.

Aprieta los labios y se le acentúan las arrugas de alrededor de la boca. No se las puede rellenar aquí.

—Estás viva gracias a mí —le recuerdo. Quiero decirlo una vez. Que conste.

—Estoy aquí gracias a ti —replica para darle la vuelta, para que duela, porque es igual de cierto.

Me encojo de hombros, decidida a ser igualmente cruel.

—Hice lo que me dijiste que hiciera, Abby. Fui una víbora.

—Mordiste al hombre que no debías, nena.

—¿Porque es tu marido?

—Porque te estás portando como una tonta. Has venido aquí a sabiendas de que tan pronto como salgas de esta habitación, le haré saber que me has visitado. Te daré ventaja, nena, porque te quiero. Pero tendré que contárselo.

Agacho la cabeza y me miro los pies. El sentimiento que noto dentro no es resignación ni dolor. Es una especie de chasquido que encierra para siempre toda esperanza.

No quiere que su marido me asesine. Pero tampoco quiere ponerse a malas con él.

«No puedes tener ambas cosas, Abby.»

—¿Qué haces aquí? —vuelve a preguntar, y esta vez la curiosidad es auténtica, hay desconcierto genuino en ella.

Me inclino hacia delante, mis ojos están húmedos y mi boca es vulnerable cuando por fin alzo la vista. Sus cejas se arrugan y el fogonazo de rabia ha desaparecido, reemplazado por una inquietud que sé que es casi real.

—Hazme un favor. —Aguardo un instante para que pueda acariciar la esperanza un poco más. Para que le duela cuando pronuncie las palabras que la machacarán—. Piensa por una vez en la vida. Me enseñaste todo lo que sabías. Todo.

Tengo ganas de humedecerme los labios. Los noto resecos, pero sería una señal de nerviosismo.

—Has estado tratando de descifrar qué pasó esa noche y justo después. Y todo este tiempo te has preguntado: «¿Qué haría Natalie?». Pero no te estabas haciendo la pregunta correcta.

Traga saliva. Su garganta se desplaza una pizca: debilidad. Mis ojos bajan y suben, y ella sabe que lo he visto. Su boca se hunde. Mamá está enfadada.

Así que entro a matar.

—¿Qué habrías hecho tú? —le pregunto—. Si él hubiera sido un objetivo y no el amor de tu vida, ¿qué habrías hecho, con todos tus trucos y tu chispa, si tu madre hubiera permitido que un hombre te pusiera la mano encima? No para estafarlo. No por dinero. No por ninguna de las cosas que me enseñaste a considerar importantes. No. Lo hiciste por el amor de un maltratador que intentó matarte y que quiere asesinarme a mí. Así que no te preguntes qué habría hecho Natalie. Pregúntate qué habría hecho Abby. ¿Qué habría hecho la mujer que me enseñó a contraatacar?

Se estremece y, Dios, me gustaría ser la clase de persona que sonríe. Me gustaría ser tan dura. Me gustaría sentirme eufórica.

Pero solo estoy triste.

Únicamente intento sobrevivir. A ella. A él. A mí misma, quienquiera que sea.

—¿Qué habrías hecho? —repito.

Y esta vez me responde por fin:

—Habría ideado un plan y buscado aliados. Y habría encontrado la manera de escapar.

Veo encajar las piezas en su cerebro; fichas de dominó que caen y la internan en el túnel que he cavado con las manos desnudas.

—Continúa.

—Habría conseguido un arma... movido ficha cuando se hubiera presentado la ocasión. Habría huido sin mirar atrás. Habría hecho lo que hiciera falta.

—Eso fue lo que yo hice —digo—. Lo que hizo falta.

Está ahí, la insinuación de que hay más, y entonces su piel de gallina me indica que estoy excavando en el lugar preciso.

He ensayado este momento mentalmente cien veces durante el viaje en avión, en el baño de la habitación del hotel, en el trayecto a la cárcel. Confeccioné un guion de cómo discurriría y ella se atiene a él. Ha llegado el momento.

No flaquees ahora, Nora. La recta final y luego a casa. Con ellos.

«Por favor, que pueda volver con ellos.»

—¿Qué es lo más importante, Abby?

Dejo que mi voz suene chillona. Formulo la pregunta cuya respuesta ha incrustado en cada nombre, peinado y personalidad. Imito su misma expresión, exhibo su mismo semblante, y la piel de gallina se le extiende hasta el cuello.

—Cuenta siempre con la ventaja definitiva —susurra.

Sonrío. Con crueldad esta vez, porque acabamos de alcanzar el momento en el que tengo que serlo.

—¿Qué has hecho? —pregunta, y por fin estoy lista para revelárselo. El secreto que he guardado a buen recaudo durante tanto tiempo.

—En su caja fuerte, además de los discos externos, había una memoria USB. Estaba encriptada de un modo distinto al resto. Le entregué el material al FBI para que pudieran encerrarlo y me proporcionaran la protección que necesitaba. No hacía falta que supieran nada de la memoria USB.

—Te la quedaste.

Sigo adelante.

—Tardé años en aprender lo suficiente como para desencriptarla. Pero lo hice. Y lo que encontré...

Ahora sonrío sin más. Lo que encontré no es nada que merezca una sonrisa; es un espanto, un cofre del tesoro malsano repleto de secretos sórdidos y actos repugnantes. Pero también es la razón por la que voy a vencer.

Como voy a protegernos a todos.

—Manejaba la información más sucia que te puedas echar a la cara, ¿eh? Sois tal para cual.

La miro con desprecio y resisto la tentación de añadir un golpe de melena, pero me da miedo que se abalance sobre mí.

Jamás me ha puesto la mano encima; nunca le hizo falta. Se cernía sobre mí la amenaza mayor de tener que sacrificar alguna parte de mí —a mí misma, mi cuerpo, mi inocencia, mi seguridad— en beneficio de ellos..., sus objetivos y el amor de su vida, que la convirtió a ella en la peor amenaza.

Pero ahora solo estamos nosotras dos. No hay objetivos. Ni Raymond.

No hay nada salvo la verdad entre ella y yo, y es la primera vez que sucede. Siempre había mentiras y resbaladizos subterfugios. Pero ella ya no se puede esconder.

Y yo he decidido no hacerlo más.

—¿Tienes su material de chantaje?

—Era un desastre. Apenas estaba organizado. Pero lo clasifiqué por colores. Ya sabes, rojo para los políticos, azul para los maderos corruptos, verde para los traficantes, etcétera.

—Natalie... —dice, y hay un tono de advertencia en su voz. Hay un asomo de preocupación materna que no tengo claro si es realidad o ficción porque, a estas alturas, ¿qué parte de ella es real y cuál ficticia?—. Tienes que huir. Lejos y cuanto antes.

—No.

—Nena, interpondrá una apelación el año que viene. La batalla será encarnizada, pero cuenta con los mejores abogados.

—Y tú lo animarás —digo, y no es capaz de mirarme a la cara.

Le quedan seis años de condena, y si él está fuera para cuando salga, su felicidad será completa. Se pelearán, se acostarán, gritarán, se tirarán cosas y harán las paces, todo en el transcurso de veinticuatro horas, y el ciclo se repetirá una y otra vez hasta que un día algo se tuerza y yo ya no esté allí para inclinar la balanza y salvarla. La matará. No hay otro final posible. Ella lo sabe. Yo lo sé. Pero no puede detenerse. Y yo tenía que alejarme.

Conozco el asunto de la apelación desde comienzos del verano. Lee y yo discutimos por culpa de eso. Ella quería huir en el acto. Yo prefería esperar a ver. No. Eso no es del todo cierto. Quiero esperar y luchar. En esa persona me he convertido.

En eso me ha convertido amar, perder y luego considerar familia a Wes. En eso me ha convertido querer y conservar a Iris. Tal vez no albergue esperanza, pero estoy decidida.

—Natalie, te matará.

—Y tú lo ayudarás, ¿verdad? —pregunto, mirándola a los ojos y ansiando que fuera de otro modo—. Cuando llegue el momento, harás lo que te pida.

Desvía la vista. Su pecho hundido se eleva y desciende con respiraciones profundas. Veo su clavícula, que asoma del uniforme caqui. Está más delgada. Y no con la esbeltez cultivada de la adicta al gimnasio que era en mi infancia. Con la de «la comida es una mierda, no duermo una mierda, todo es una mierda».

—Nena —dice con la voz rota, y obtengo mi respuesta, aunque no fuera su intención.

Una mujer dividida, ese es el estado de mi madre en todo momento. Titubea entre sus hijas y su marido, entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, el amor y el dolor. Es un compendio de líneas difusas y malas ideas, y se siente demasiado atraída por el peligro. Odio hasta qué punto me veo reflejada en ella, incluso ahora.

Pero su lealtad no se inclina a mi favor, por más que lo desee. Y mi lealtad no se inclina a su favor, por más que ella desee recuperar el control sobre mí.

—Tengo que sobrevivir. Voy a pasar aquí un montón de tiempo por lo que hiciste.

Suelto una carcajada.

—Estás aquí por lo que tú hiciste. Tú le dejaste poner empresas fantasma a tu nombre y usarlas para blanquear dinero. Y luego te negaste a darle la espalda, ni siquiera después de que te apuntara con una pistola.

—Siempre lo estabas contrariando.

—Tonterías —le espeto, y mi tono recuerda tanto al de Lee que creo que la sobresalta. Da un respingo en el asiento—. Ya no puedes embaucarme —le digo—. Me has enseñado todo lo que sabes. ¿Cómo te sienta comprender que no solo fui más lista que tú, sino también más madura... a los doce años?

—Estoy tan orgullosa que apenas puedo soportarlo —replica, y es como un rayo de verdad entre las dos, que corta nuestra ira por la mitad—. Eres todo lo que quería que fueras, lo que te crie para ser, y lo que tienes que ser. Pero no serás nada si no huyes. Solamente estarás muerta.

—Que te den.

Quiero que suene a gruñido, pero brota como un sollozo. Ha dicho todo lo siempre quise oírle decir, pero ya no significa una mierda, porque va a correr a sus brazos. Le va a contar todo lo que le he dicho, y si sale...

Se acabó. Se acabó.

—Tú y yo somos iguales —prosigue—. Deberías ser capaz de entender mis acciones. Lo que hacemos tú y yo es sobrevivir. A pesar de lo que la vida nos ponga al paso. Encontramos una salida. Sé que encontrarás una salida. Igual que hice yo.

—La vida no me puso esta mierda al paso, fuiste tú. Tú me hiciste así. Tú lo trajiste a tu vida. Tú los metiste a todos en nuestra vida. No somos iguales. Yo nunca haría lo que tú hiciste.

—Pero ya lo has hecho —dice—. Te escogiste a ti, nena. Me dejaste atrás para que me encontraran los federales. Yo nunca te habría hecho eso.

—Claro, tú solo dejaste que me maltrataran en nombre del amor y que abusaran de mí en favor de tu estafa.

Sus cadenas rascan la anilla de la mesa. Nunca había dicho esas palabras en voz alta. No a ella, al menos. Se las dije a mi psicóloga y..., bueno, a nadie más. Solo a Margaret. Lee lo sabe porque a ella también le sucedió, Wes leyó entre las líneas de todas las historias y a Iris se lo revelé de ese modo en que nos decimos a veces las cosas las chicas. Pero esas palabras, la pura verdad, son demasiado duras para soltarlas sin más..., de viva voz, y a mí me enseñaron a estar callada. Son brutales, y a mí me enseñaron a suavizar mis palabras. Duelen. A mí y a ella.

—En cuanto me di cuenta... —Se recupera a la velocidad del rayo, como si lo hubiera tenido preparado todo este tiempo.

—Para —le digo.

Se lo ordeno, porque temo que, si continúa, se lo soltaré todo: las historias que Lee me contó sobre la clase de estafa que llevaba a cabo antes de la del amor. No debo. No me pertenecen. Y creo que podría matarla si esas palabras existieran en esta habitación entre las dos, y no puedo. No puedo. (Una parte de mí quiere hacerlo, por Lee, por mí misma.)

—¿Sabes lo que hice para que pudiéramos escapar de Washington? —cuchichea.

—Demasiado poco, demasiado tarde.

—Eso es... —Su boca se estira, sus labios casi desaparecen.

Me estremezco, horribles escalofríos me recorren la columna. Está enfadada. No tiene remordimientos. No se siente culpable. No, únicamente le molesta que lo haya mencionado siquiera.

Me gustaría tener la mano de Iris en la mía y que me la estrechara con fuerza. Casi lo noto, de tanto que lo deseo. Estoy a punto de cerrar los ojos para imaginarlo. Pero en vez de eso me armo de valor.

—He venido aquí a darte un mensaje —digo—. Quiero que se lo comuniques a Raymond de mi parte.

Enarca una ceja, a la espera.

—Si me pasa algo, no solo hay personas que se asegurarán de que ciertas informaciones contenidas en la memoria USB vayan a parar a manos del FBI. He creado un programa que se pondrá en marcha si muero. Todo ese material de chantaje que tanto tiempo le costó reunir y negociar inundará el mercado y parecerá que él lo está vendiendo. ¿Crees que sobrevivirá mucho tiempo dentro o fuera de la cárcel entonces? ¿Y tú?

Aprieta los labios con fuerza al oír mi pregunta. Puede que esté orgullosa de mí por ser más lista que ellos, pero también me odia por ello. Esa es la razón de que esté en la cárcel: hizo un buen trabajo convirtiendo a sus niñitas en un par de víboras. No pensó que nos daríamos la vuelta y la morderíamos, aunque tampoco nos dejó otra opción.

No obstante, Abby no sabe qué ser si no es el centro de mi universo. No sabe cómo existir cuando el eje de mi mundo —y de todos los que caen en sus redes— no se inclina a su favor. Le he ganado terreno y ahora es ella la que ha perdido el equilibrio.

—Destrucción mutua asegurada, Abby. Si envía a alguien a matarme, en el peor de los casos, lo apuñalan con un cepillo de dientes antes de que interponga la apelación siquiera. En el mejor de los casos, la apelación prospera y, cuando salga, todas las personas cuyos secretos hayan salido a la luz irán a por él. Porque he tenido años para examinar los archivos de esa memoria a mi antojo, rastrear cada uno de esos hilos tan retorcidos y a cada persona implicada en cada sucio secreto. Hay muchas personas poderosas haciendo montones de cosas malas en ese dispositivo. Sé lo de Dallas. Y lo de Yreka.

—¿Qué pasó en Yreka? —pregunta, lo que supone un enorme descuido por su parte, porque me informa de que sabe lo de Dallas.

Sabe lo de la puñetera Dallas y la que él organizó allí. Se me revuelve el estómago. Tengo que salir de aquí antes de que pierda toda la compostura. He hecho lo que venía a hacer.

—Tendrás que preguntarle. Tiene una elección por delante. Es muy sencillo: si yo muero, él muere. Si yo vivo, él tendrá una posibilidad.

—No permitirá que te quedes con esa porquería —dice—. Que la tenga el FBI es una cosa; no pueden usarla del modo que tú... —Deja la frase en suspenso. Niega con la cabeza—. Irá a por ti, sea como sea. Tienes que marcharte. Lejos. Tienes que cambiar. Convertirte en otra chica. Sé que puedes hacerlo, nena. Tienes una facilidad innata para convertirte en otra persona. Puedes esconderte de él.

Su voz se parece a la de aquella noche, cuando le suplicaba. Me está suplicando. Parece que lo hace por mí, pero yo sé la verdad; suplica por él.

La he asustado, descolocado al comprobar cómo he crecido y evolucionado de un modo que no logra entender del todo.

—No quiero esconderme.

—¡No se trata de lo que tú quieras!

—Claro que sí —digo, y he ahí la verdad, la que he creado para mí—. Solamente se trata de lo que yo quiera. Porque yo tengo la ventaja definitiva. Fui más lista que tú en aquel entonces. Soy mejor estafadora ahora. Estaré esperando, pertrechada con todo lo que me enseñaste más todo lo que he aprendido yo sola. Y si acaso sale alguna vez y es tan estúpido como para venir a buscarme en persona, lo haré pedazos y esta vez no se los devolveré.

Se le corta el aliento, pero yo permanezco serena y fuerte. «No es normal.» Oigo la voz de North en mi mente. Veo la misma conclusión en el semblante de mi madre.

Y puede que no lo sea. Pero puede que no quiera serlo.

—Este juego no es para ti. —Niega con la cabeza—. Se te da bien esconderte, nena. Pero luchar no.

—No tienes ni idea de lo que se me da bien.

Me levanto e, igual que la última vez que me separé de ella, es fácil.

Es necesario.

Me acerco a la puerta y el guardia da un paso adelante para abrirme cuando exclama:

—¡Natalie!

Vuelvo la vista atrás. Una última mirada. Una última vez. Porque, pase lo que pase, tanto si yo gano como si lo hace él, no voy a volver. Se acabó. Necesito que lo sepa.

—Ese ya no es mi nombre —le digo.

Y me marcho.