Capítulo Seis

Astrid se arrepintió muchas veces de haber invitado a Henry a la casa de sus padres para el cumpleaños de Bethann, pero ella se lo había pedido y él había aceptado. Por lo tanto, no podía echarse atrás.

Henry no apareció por el despacho durante los dos días siguientes, por lo que ella no lo había visto desde la noche que lo invitó. Él le había enviado un mensaje de texto la noche anterior para preguntarle a qué hora iba a recogerla. En aquel momento, Astrid estaba de pie delante del espejo de su dormitorio deseando que pudiera convertirse en otra persona. En alguien que supiera lo que estaba haciendo con su vida en vez de una mujer que, simplemente, iba dando tumbos.

El timbre sonó y ella suspiró.

Fue a abrir la puerta principal. Tal y como había esperado, Henry estaba allí. Llevaba una camisa de rayas sin corbata y un par de pantalones oscuros. No se había afeitado y la ligera barba le daba un aspecto más sexy del que tenía normalmente.

–Entra –le dijo ella haciéndose a un lado para franquearle la entraba–. Voy a por mis cosas y estaré lista dentro de un minuto.

–Tómate tu tiempo.

Astrid se dirigió a su dormitorio y terminó de recoger sus cosas lo más rápidamente que pudo. Cuando regresó al salón, vio que Henry estaba enfrente de la pared donde tenía colgadas las fotos familiares.

–¿Es ésta Bethann?

–Sí. Cuando aprobó los exámenes de acceso a la universidad. Ésa es la casa donde viven mis padres.

–Todo el mundo parece muy feliz.

–Generalmente lo somos. ¿Listo?

–Sí –respondió Henry. Se dirigió hacia ella, pero, en vez de encaminarse hacia la puerta, se detuvo y la tomó entre sus brazos.

La besó. Ella cerró los ojos, saboreando aquel momento de intimidad. Un momento que pasó demasiado rápidamente. Henry terminó el beso y le colocó la mano sobre la espalda para dirigirla hacia la puerta. Esperó mientras ella cerraba la puerta con llave y luego los dos bajaron juntos la escalera.

Cuando estaban ya en el coche, el teléfono de Henry comenzó a sonar. Él miró quién lo llamaba.

–Es mi madre. Tengo que contestar.

–Por supuesto.

–Hola, mamá –dijo, tras poner la llamada en el altavoz.

–Hola, Henry. ¿Has tenido oportunidad de hablar a tus amigos sobre la idea de la televisión?

–Sí. Están hablándolo con sus jefes. Creo que tendremos noticias pronto.

–Me alegro. ¿Qué vas a hacer hoy?

–Voy a un cumpleaños de una amiga –dijo.

A Astrid le gustó el afecto y el respeto que se reflejaba en la voz de Henry cuando hablaba con su madre. Resultaba evidente que la relación entre ambos era muy cercana. Siguió escuchando la conversación hasta que él colgó.

–Lo siento –se disculpó Henry.

–No hay por qué. Tu madre te quiere mucho, ¿verdad?

–Demasiado, creo. Durante mucho tiempo estuvimos los dos solos y ella jamás ha dejado de cuidarme.

–¡Qué bien! ¿Cuándo se casó? Creo que dijiste que tienes dos hermanastros por parte de madre.

Henry conducía y hablaba sin dificultad. Su coche tenía un motor muy potente, pero conducía rápido aunque no alocadamente. La sensación de poder controlado era lo que atraía a Astrid profundamente.

–Se casó con Gordon cuando yo tenía nueve años. Yo había empezado a jugar al rugby y él estaba en un torneo en el que yo participé. Se conocieron allí. Mi madre... es maravillosa. Todos se quedan boquiabiertos cuando la conocen.

–Se parece a su hijo.

–Eso no lo sé. No creo que me sienten tan bien los sombreros como a ella –comentó Henry muy seriamente.

–¿Me estás tomando el pelo?

Henry se echó a reír.

–Sí. Efectivamente, me parezco en muchas cosas a mi madre.

Cuando se desviaron de la autopista para dirigirse a la casa de sus padres, Astrid comenzó a preocuparse por cómo se comportarían sus padres con Henry. Por fin, él aparcó frente a la casa, pero Astrid le agarró la mano antes de que pudiera salir.

–¿Sí?

–Escucha, todos van a sentir mucha curiosidad sobre ti. No te lo tomes como algo personal. Simplemente son así.

–No importa. Espero que me respondan a mí también algunas preguntas.

–¿Sobre qué?

–Sobre ti. Llevo mucho tiempo esperando que tú me cuentes tus secretos y creo que conocer a tu familia me mostrará otro lado de tu personalidad.

Astrid sacudió la cabeza. No estaba dispuesta a contarle todos los detalles de su relación con Daniel, como que se había quedado embarazada y que había perdido al bebé. Que su vida y sus sueños habían cambiado.

–No soy nada especial, Henry. Soy igual que cualquier otra chica de Surrey.

Astrid agarró la manilla de la puerta, pero, en aquella ocasión, fue Henry quien le impidió salir a ella.

–No te pareces a nadie del mundo, Astrid.

Había algo en aquellos maravillosos ojos azules que hizo que Astrid deseara creer sus palabras. Sin embargo, tenía miedo de confiar en él. Temía creer lo que él le dijera, pero, al mismo tiempo, sentía temor de que sus barreras no fueran suficientes para protegerlas. No obstante, fuera lo que fuera lo que tratara de decirse, sabía que estaba empezando a confiar en él.

Por eso lo había invitado al cumpleaños de su hermana. Por eso le había permitido que le tomara la mano mientras se dirigían a la puerta principal. Bethann abrió y Astrid se dio cuenta de que su hermana mayor no parecía muy contenta con ella o, más bien, con su elección de pareja.

Henry se llevó su pinta de Guinness a la terraza, donde se puso al lado del padre de Astrid. Spencer era un hombre afable, aunque algo silencioso, que estaba confinado en su silla de ruedas por problemas de diabetes.

Reconoció a Henry inmediatamente, pero no tardó en confesar que prefería el fútbol al rugby. La conversación fue agradable hasta que la hermana de Astrid se reunió con ellos.

–¿Puedo hablar contigo? –le preguntó Bethann.

–Por supuesto.

–Vamos a dar un paseo –le dijo.

Cuando llegaron al cenador, Bethann sugirió que se sentaran.

–Parece que estás a punto de presentar cargos –bromeó Henry.

–No hagas bromas. Siento que te parezca que me estoy pasando, pero no puedo permanecer en silencio.

–¿Por qué?

–Mi hermana no es la clase de mujer con la que deberías jugar. Tiene una familia que la quiere mucho y creo que deberías saber que mi bufete está especializado en los derechos de las mujeres.

–Te aseguro que no tengo intención alguna de hacerle daño a tu hermana, Bethann. Me siento atraído por ella y ella decide que quiere más, no hay nada que me puedas decir que me lo impida.

–Todos los hombres dicen eso.

–¿Incluso tu esposo? ¿Te hizo una promesa y la rompió?

Henry ya había conocido a Percy Montrose, el esposo de Bethann, muy brevemente antes de que él se marchara al supermercado a por más hielo.

–En especial él –replicó Bethann–, pero cuando él mete la pata, lo arregla inmediatamente. Lo que quiero saber es si Henry Devonshire es la clase de hombre que hace lo mismo.

–¿Hay algo que de verdad pueda decirte para que creas que soy un hombre de fiar? Parece que ya tienes una opinión muy concreta sobre mí.

–No. Lo siento si te ha parecido así. Es que... Escucha, quiero mucho a mi hermana y no quiero ver que sufre.

Henry colocó la mano sobre el hombro de Bethann.

–Yo tampoco.

Bethann lo miró y suspiró.

–Está bien.

–¿Henry? –dijo una voz. Era Astrid.

–Estoy aquí –respondió él.

–Percy ya ha regresado y estamos listos para comer –les informó ella.

–Genial –comentó Bethann dirigiéndose en solitario hacia la casa.

–¿Qué quería?

–Asegurarse de que no te voy a hacer daño –contestó Henry–. Fuera lo que fuera lo que ocurrió con Daniel... fue mucho más que el fin de una aventura, ¿verdad?

–No puedo... No quiero hablar de eso en estos momentos, ¿de acuerdo?

Henry vio el sufrimiento que él le había causado con su pregunta. Era la segunda vez que veía cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.

–Vamos a la casa –susurró él.

Astrid entrelazó su brazo con el de Henry y juntos se dirigieron al patio, donde su madre había puesto la mesa. Hacía un día precioso, de los que no abundan en Inglaterra dado que tan a menudo está nublado o lloviendo. Además, Percy era un hombre muy agradable, al que, evidentemente, todos apreciaban.

–¿Te gusta el fútbol como a Spencer? –le preguntó Henry a Percy.

–En absoluto. De hecho, Spencer solía ser un gran aficionado del London Irish.

–¿Solía?

–No salgo tanto como solía por lo que me pierdo muchos partidos. Además, verlo por la tele no es lo mismo –comentó Spencer.

–No, no lo es. ¿Te vas arreglando con tu silla de ruedas?

–Escucha al médico –respondió Spencer–. Yo no lo hice y mira dónde me veo por ello. Me temo que soy un poco testarudo. Creo que Astrid podría parecerse a mí en eso.

–Creo que sí. Ciertamente es muy obstinada.

–Ni que lo digas –comentó Spencer–, pero nos encantaba ir a ver esos partidos. Solía llevar a las chicas al campo cuando eran pequeñas. Creo que Astrid tenía un póster colgado en su habitación. ¿De qué jugador era?

Astrid se sonrojó y Bethann le dio un golpe a su padre.

–Ya está bien.

–¿Tenías un póster en tu habitación? –preguntó Henry.

–Sí. Tuyo –respondió ella. Todos los presentes se echaron a reír.

–Le gustabas mucho cuando tú empezaste a jugar para el equipo –dijo Mary.

–¡Mamá! –exclamó Astrid, sonrojándose. Por una vez, se quedó sin palabras–. Pues Bethann estaba coladita por Ronan Keating y, en ese momento, ella era una mujer adulta.

–Es muy mono –admitió Bethann.

–No se parece en nada a mí –dijo Percy.

–Bueno, creo que tengo derecho a que me gusten hombres que no se parecen en nada a ti.

–De eso ni hablar –replicó Percy con una sonrisa.

La conversación siguió por los mismos derroteros. Astrid se inclinó sobre él.

–¿Quién te gustaba a ti?

–Umm... Creo que nadie.

–¿No tenías ningún póster de Victoria Beckham en la pared?

Henry negó con la cabeza. Jamás le había gustado demasiado sentirse atraído por mujeres que resultaban inalcanzables para él. Prefería centrar su atención en mujeres de verdad.

–¡Venga, hombre! ¿Quién te gusta a ti? –quiso saber Percy.

Henry metió la mano debajo de la mesa y tomó la mano de Astrid.

–Astrid.

–¡Venga, hombre! –protesto Percy–. ¿Estás tratando de dejarme en evidencia?

–¿Y está funcionando?

–¡Sí! –exclamó Bethann. Sonrió a Henry. En ese momento, él supo que los temores de la hermana mayor habían quedado aplacados. Por el momento.

El día en casa de los padres de Astrid se fue transformando en noche. Eran más de las diez cuando Henry aparcó el coche frente al bloque en el que vivía Astrid.

–Gracias –dijo ella.

–¿Por qué?

Aquel día, Astrid había visto que Henry era efectivamente la clase de hombre que ella había pensado que era. Se había relacionado con facilidad con su familia, aunque sabía que él probablemente no se había sentido del todo a gusto. Había encajado, algo que Daniel jamás había conseguido. De hecho, él ni siquiera había conocido a su familia, aunque habían estado saliendo más de un año.

–Por soportar a mi familia.

–Me gusta tu familia. He tardado un poco en darme cuenta de que tu padre me estaba tomando el pelo con lo de que le gustaba el fútbol.

–Él es así –respondió Astrid con una sonrisa.

–Me ha caído muy bien. Me recuerda a mi padrastro.

–¿En qué sentido?

–En el modo en el que se relaciona contigo y con tu hermana. En el amor que tiene hacia tu madre. Sé que la familia es tan importante para tu padre como lo es para Gordon.

–¿De verdad? Se lo voy a decir. Le gustará oírlo.

–¿Es de verdad la silla de ruedas la razón por la que dejó de ir a los partidos de rugby?

–Sí. Le resulta difícil moverse y los asientos a los que siempre íbamos ya no le resultan accesibles.

–Yo tengo un palco en el Madejski Stadium. ¿Crees que a tus padres les gustaría venir con nosotros?

–Estoy segura de que sí. ¿De verdad los invitarías? Se supone que es para los directivos de la empresa, ¿no?

–Yo puedo utilizarlo para lo que quiera. Soy el jefe.

–Te gusta decir eso, ¿verdad?

–Sí. Soy un líder.

–¿Siempre?

–Sí, excepto cuando empecé a jugar. Siempre he tenido el control. He sido el que se aseguraba de que todos estaban donde tenían que estar. Bueno, ¿me invitas a subir?

–Estaba pensando en ello.

–Bien.

Henry salió del coche antes de que Astrid pudiera reaccionar. No tardó ni un segundo en abrirle la puerta. Aquel gesto era del agrado de Astrid. Resultaba algo pasado de moda, pero era una señal de respeto.

–No te he invitado a subir –dijo ella mientras Henry le tomaba la mano para ayudarla a salir del coche.

–Lo sé, pero vas a hacerlo.

Astrid simplemente se echó a reír. Resultaba tan... Aquel día vio lo fácilmente que había encantado a su padre, a su hermana y a su cuñado.

–Prométeme que es real.

–¿A qué te refieres?

Ella respiró profundamente.

–¿Estás fingiendo ser lo que yo necesito que seas?

–¿Y por qué iba a hacerlo? No estoy jugando contigo.

Astrid deseaba creerlo. Ciertamente. Se volvería loca si trataba de examinar cada gesto que él hacía. Lo condujo a su apartamento, sorprendida de lo normal que le resultaba tener a Henry en su casa. Se quitó los zapatos porque le dolían los pies por llevar zapatos de tacón todo el día.

–¿Te gustaría algo de beber?

–Un café sería estupendo –respondió él.

Ella fue a la cocina para prepararlo. Cuando regresó al salón, vio que Henry estaba examinando los CDs que ella tenía en una estantería.

–Tengo demasiados. No hago más que decir que me tengo que organizar un poco...

–Yo soy igual. Me gusta tu gusto.

–¿De verdad?

–Claro. ¿Te importa si pongo algo de música?

–No. Adelante. Tengo unas galletas muy buenas, si te apetecen para tomarlas con el café.

–Me encantaría. Soy muy goloso.

–Ya me he fijado.

–¿Sí?

–Ese tarro de dulces que tengo sobre mi escritorio. Debo de haberlo rellenado al menos tres veces desde que empezamos a trabajar juntos.

–Me has descubierto.

–Sí. Y tengo intención de saberlo todo sobre ti antes de que pase mucho tiempo.

Era mejor conocer sus secretos que dejar que él descubriera los de ella. Lo dejó con el equipo de música y fue a servir el café. Lo llevó al salón en una bandeja.

Henry estaba reclinado sobre el sofá con los ojos cerrados. Como fondo musical, el jazz. Louis Armstrong y Ella Fitzgerald.

Se sentó al lado de Henry y él la rodeó con un brazo para estrecharla contra su cuerpo. Después de unos minutos, le levantó la cabeza. La boca de él se movió hacia la de ella con seguridad. En aquella ocasión, el beso no tuvo nada de ligero o breve.