Los indígenas de la Tierra de Arnhem llamaron balanda a los primeros europeos que vieron, una palabra indonesia que deriva de «holandés».
TIM FLANNERY
El presente capítulo repasa la historia universal desde el año 1000 d.C. hasta 1700 aproximadamente y presenta algunos de los cambios que prepararon el camino de la revolución moderna. Habla primero de los procesos globales y expone que el aumento de tamaño de las redes de intercambio, lento hasta el siglo XVI y muy rápido desde entonces, creó nuevas posibilidades tanto para el intercambio de información y mercancías como para la innovación. Sostiene que la creación de una red de intercambio verdaderamente global en el siglo XVI aumentó de manera decisiva la escala, la trascendencia y la variedad de los intercambios de información y comerciales. La fusión de las zonas mundiales del Holoceno señala un momento revolucionario en la historia de la humanidad.
El capítulo describe además la cambiante topología de los intercambios globales. Conforme se transformaba la geografía de las redes de intercambio, los caudales de información y riqueza recorrían nuevos canales. Estos resultados fueron particularmente importantes en Europa occidental, que hasta entonces había estado en la periferia de los intercambios de la zona mundial afroeuroasiática, pero que de súbito se encontró en el eje del primer sistema global de intercambios. Las modificaciones en la escala y la geografía de las redes de intercambio pusieron los cimientos intelectuales y comerciales de la revolución moderna y determinaron su geografía.
Necesitamos plantear una explicación a tres escalas. Primera: la revolución moderna fue, y es en cierto modo, un proceso global, y no se puede entender debidamente sin valorar este rasgo. Sus materias primas intelectuales, materiales y comerciales proceden de todos los puntos del mundo. Y el nuevo nivel de sinergia creativa generado por la fusión de las dos zonas mundiales mayores —Afroeurasia y América— fue, y probablemente sigue siendo, la palanca de cambio más poderosa del mundo moderno. La revolución moderna fue también global por sus efectos, a la vez creativos y destructivos. De una forma u otra, su impacto se sintió muy pronto en todas las regiones del mundo.
Pero la modernidad no se experimentó del mismo modo en todas las zonas mundiales y la necesidad de entender la diversidad de sus influencias exige una explicación a otro nivel. La fusión de las zonas mundiales resultó ser un proceso brutal y destructivo para las poblaciones autóctonas (humanas y no humanas) en las tres zonas mundiales menores: América, Australia y el Pacífico. Los beneficios se acumularon de manera desigual primero en el interior de la zona afroeuroasiática y luego en las «neoeuropas» de América, Australia y el Pacífico, las nuevas sociedades creadas por poblaciones afroeuroasiáticas que emigraron (de grado o por fuerza) a las otras tres zonas mundiales. En cierto modo, la historia de la zona afroeuroasiática garantizaba que cuando sus poblaciones se encontraran con sociedades de otras zonas mundiales, prevalecerían las sociedades afroeuroasiáticas.
Ya hemos visto algunas razones de este predominio. Unas tienen que ver con la existencia de la fauna domesticada en Afroeurasia. Empleados para la tracción y el transporte, los animales multiplicaron las ventajas de la escala al extender y acelerar los procesos de intercambio en lo que era ya la zona mundial más grande y más variada. La amplitud y la pujanza de las redes de intercambio nos ayudan a entender parte de las ventajas tecnológicas de las sociedades afroeuroasiáticas. Pero los animales también intercambiaban enfermedades con los humanos; su proximidad, en combinación con los eficientes sistemas de comunicación que proporcionaban, permitió que las poblaciones de Afroeurasia fueran más resistentes a las enfermedades que las de las restantes zonas mundiales.1 Es posible que las enfermedades fueran más útiles a los afroeuroasiáticos a la hora de la conquista que sus avanzadas tecnologías navales y militares. La viruela, por ejemplo, como ha dicho Alfred Crosby, «desempeñó en la expansión del imperialismo blanco un papel tan importante como la pólvora, quizá más importante, porque los indígenas volvieron los mosquetes y luego los fusiles contra los invasores, pero pocas veces ha combatido la viruela en el bando de los indígenas».2
Pero las ventajas de la revolución moderna también se acumularon de manera desigual e irregular dentro de la gran zona mundial afroeuroasiática, una observación que nos lleva a la escala tercera o regional. Si pensamos que la revolución moderna fue un producto de las sinergias intelectuales y comerciales del primer sistema global, parece natural en principio que las materias primas intelectuales y comerciales de la modernidad se acumularan con preferencia en los ejes de intercambio y los centros de gravedad ya establecidos, por ejemplo en el mundo mediterráneo, o en Mesopotamia, o en el norte de la India, o en China. Y probablemente ocurrió algo así. Los ritmos de expansión e incluso de innovación fueron altos y sostenidos en todas estas regiones durante todo el período abarcado en el presente capítulo.3 Pero, aunque todas las regiones del antiguo centro estuvieran determinadas por la naciente red global de intercambio, la fuerza y la trascendencia de la revolución moderna brotó en otros lugares. El brusco aumento de las innovaciones que anuncia la modernidad se produjo primero en la franja occidental de la zona mundial afroeuroasiática, en una región no integrada en la creciente zona de civilizaciones agrarias hasta el I milenio d.C. y que tuvo una importancia secundaria hasta mediados del II milenio. Que la trascendencia adaptativa de la revolución moderna se plasmara allí primero no se hizo evidente, sin embargo, hasta 1776, cuando Adam Smith señaló que «China es mucho más rica que cualquier país de Europa».4
Una explicación idónea de la revolución moderna debe aspirar a explicar sus orígenes a las tres escalas. Como dijo el islamista Marshall Hodgson en un trabajo publicado en 1967,
así como la civilización había aparecido a un nivel agrario en un solo lugar o, a lo sumo, en unos cuantos, y de allí se extendió por casi todo el resto del planeta, la nueva y moderna forma de vida no apareció al mismo tiempo ni en todas las regiones con población urbana, sino que empezó cristalizando en una zona pequeña, Europa occidental, desde donde se difundió por el resto. Los nuevos baremos no fueron resultado de unas presuntas condiciones ideales que Occidente poseyera en exclusiva. Así como habría sido imposible que surgiera la vida urbana y alfabetizada sin la acumulación previa de un caudal de invenciones y costumbres sociales, mayores y menores, procedentes de multitud de pueblos, también la gran mutación cultural moderna contó con las aportaciones previas de todas las poblaciones urbanas del hemisferio oriental. No sólo fueron necesarios los inventos y descubrimientos de muchos individuos —pues hasta la fecha se habían hecho pocos en Europa—; fue asimismo necesario que hubiera grandes regiones con población mayoritariamente urbana y relativamente densa, unidas por una gran red comercial interregional, para que se formara el vasto mercado mundial que se había gestado poco a poco en el hemisferio oriental, en el que se amasaron fortunas europeas y con el que la imaginación europea se ejercitaba.5
En la actualidad, casi cuarenta años después de que Hodgson escribiera ese pasaje, se aprecia mucho mejor la medida en que la revolución moderna fue resultado de varios procesos globales, aunque su trascendencia se viera al principio sólo en la franja occidental de la zona mundial afroeuroasiática.
Hemos visto en capítulos anteriores que, en las escalas grandes, el tamaño, la variedad y la vitalidad de las redes de intercambio podían ser importantes factores determinantes de los niveles de innovación, mientras que en escalas ligeramente menores también adquieren protagonismo el crecimiento de la población, la actividad estatal y la expansión del comercio. Todos estos elementos estuvieron determinados en gran medida por los ciclos malthusianos que caracterizaron la historia de casi todas las sociedades agrarias. Las redes de intercambios comerciales, políticos e informativos se extendieron con más fuerza en las eras de expansión demográfica y se redujeron con frecuencia en las de decadencia. Y durante las fases de expansión, la creciente esfera de los intercambios, el crecimiento de la población, la actividad estatal y la actividad comercial tendieron a generar innovaciones. En el milenio anterior a la Revolución Industrial hubo dos grandes ciclos malthusianos que fueron cruciales en la historia de toda la zona mundial afroeuroasiática e, indirectamente, también en la de otras zonas (véase la figura 10.4). El primer ciclo empezó por una reactivación demográfica, en la segunda mitad del I milenio, y terminó bruscamente con la peste negra de mediados del siglo XIV. El segundo, que empezó después de la peste, finalizó con una ralentización menos radical, en el siglo XVII.
Donde se ven mejor los ciclos malthusianos es en los ritmos del crecimiento demográfico (véanse la tabla 11.1 y la figura 10.4). En todos los ciclos malthusianos se pueden identificar ciertas innovaciones importantes que han permitido a las poblaciones aumentar hasta alcanzar otro nivel. El ciclo posclásico estuvo relacionado hasta cierto punto con los avances en las tecnologías agrícolas, como la introducción en Europa de arados más pesados tirados por caballos, o la introducción de cultivos nuevos como el centeno o variedades nuevas de arroz (gracias a la actividad gubernamental, aunque fueron los agricultores quienes mejoraron las variedades de arroz) y sistemas de regadío mejor administrados. Los métodos agrícolas experimentaron una revolución en China, el norte de Europa y el mundo islámico entre los siglos VIII y XII. El crecimiento de la población mundial estimuló la colonización. En realidad, el crecimiento fue más rápido en lugares como el centro de Asia, Europa septentrional y oriental y el sur de China, que habían sido fronterizos en la era clásica. El 60 por 100 de la población china vivía en las tierras septentrionales, que estaban determinadas por el río Amarillo; 250 años después sólo vivía allí el 40 por 100 y el sur del país se había convertido en el centro demográfico del imperio chino.6
En el extremo occidental, en las tierras fronterizas que hoy llamamos Europa, la colonización interior desplazó hacia el norte el centro demográfico de gravedad cuando empezaron a cultivarse tierras que hasta entonces se habían considerado estériles. Los páramos, bosques y pantanos ingleses empezaron a cultivarse en los siglos XII y XIII. Como señala Briggs: «Los “yermos” de Dartmoor, por ejemplo, se cultivaron; se sembraron terrazas construidas en laderas [...] en Wiltshire y en Dorset; los monjes de la abadía de Battle, en Sussex, construyeron diques sucesivos para recuperar las marismas. A finales del siglo XIII se cultivaba ya un área mayor que la que se cultivaba antes de las guerras del siglo XII».7 En las costas noroccidentales de Europa, entre el Rin y el Loira, colonos y terratenientes ganaban tierras de los pantanos costeros y las marismas, dando lugar a un proceso que en los Países Bajos acabó convirtiéndose en un importante arte nacional. En Europa oriental, una migración gigantesca y sin precedentes de campesinos que comenzó en el siglo VI creó los cimientos demográficos de los primeros grandes estados rusos.
El crecimiento de la población fomentó la expansión urbana. En Europa, comprendida Rusia, las ciudades con más de 20.000 habitantes pasaron de 43 a 103 entre 1000 y 1300.8 En el mundo islámico hubo ciudades superpobladas. Bagdad, la capital abasí, tuvo en el siglo IX alrededor de medio millón de habitantes. Pero incluso en los confines del mundo islámico, en Jorezm, a orillas del mar de Aral, crecían las poblaciones situadas en el eje de las rutas comerciales que unían los bosques de Siberia, las estepas y las tierras urbanizadas del sur. En Jorezm se observa la mezcla de alta cultura y miseria que es característica de casi todas las ciudades premodernas. El geógrafo árabe al-Muqaddasí escribió que su capital, Kath, tenía una mezquita soberbia y un palacio real, y que sus almuédanos eran famosos en todos los dominios abasíes por «la belleza de su voz, la expresividad de sus recitaciones, su porte y su cultura». Sin embargo, «el río inunda continuamente las calles y los moradores se alejan sin cesar de la orilla. Hay muchos vertederos que inundan todos los tramos de los caminos. Los moradores hacen sus necesidades en las calles y acumulan los excrementos en pozos, de donde luego se llevan en sacos a los campos. Es tal la cantidad de excrementos que los forasteros sólo pueden transitar por las calles de día».9
También en China prosperaron las ciudades, sobre todo en el sur, donde había más comercio. Es posible que en el siglo XII China fuera «la sociedad más urbanizada del mundo», ya que los niveles de urbanización llegaban quizá al 10 por 100.10 Hang-Cheu probablemente era por entonces la ciudad más grande del planeta, con un millón de habitantes por lo menos. Constaba de muchos distritos: barrios hacinados de clase obrera con casas de varios pisos; barrios extranjeros, con cristianos, judíos y turcos; un gran barrio musulmán con muchos comerciantes extranjeros; y una rica zona meridional habitada mayoritariamente por funcionarios del gobierno y comerciantes ricos.11 La lista de los gremios de Hang-Cheu que ha elaborado el historiador Jacques Gernet nos ofrece una idea aproximada de los oficios que se ejercían en la ciudad. En palabras de Janet Abu-Lughod, había «joyeros, doradores, fabricantes de pegamento, comerciantes en arte y antigüedades, vendedores de cangrejos, aceitunas, miel o jengibre, médicos, adivinos, buhoneros, boteros, guardas de baños y [...] cambistas».12 En esta época, las ciudades más grandes del mundo estaban en China.13
La expansión urbana fomentó el comercio local e internacional. Apareció toda una jerarquía de mercados. En los niveles inferiores estaban todavía dominados por el trueque, como da a entender un texto chino del siglo XII:
El mercado pequeño:
gente con hatos de té o sal,
gallinas que cacarean, perros que ladran,
se cambia arroz por leña,
se trueca pescado por arroz.
Por todas partes:
las banderas verdes de las tabernas
donde hay ancianos recostados,
adormecidos por la bebida.14
Pero también florecieron mercados regionales e internacionales. En 1000 d.C., casi todos los habitantes del noroeste de Europa eran aún campesinos autosuficientes; más al sur también era rural casi toda la producción, incluso en las antiguas regiones urbanas, como el norte de Italia. Pero a principios del II milenio, al crecer la población y las ciudades, aumentaron también las redes comerciales y la actividad comercial. Las célebres ferias de Champaña unían Flandes con las antiguas redes comerciales de Italia y el Mediterráneo. La expansión del comercio y las ciudades fue tan espectacular en Europa que un historiador, Robert S. López, ha dicho que la «revolución comercial de la Edad Media» marcó un punto de inflexión fundamental en la historia del mundo moderno. Para otro historiador, Carlo Cipolla, «el crecimiento de las ciudades europeas en los siglos X y XII representó un punto de inflexión en la historia de Occidente y, para el caso, de todo el mundo».15 Estos comentarios se refieren al ritmo del cambio en Europa, pero subestiman el alcance y la trascendencia de los cambios producidos en otros lugares de Afroeurasia.
Que la comercialización fue grande en toda la zona afroeuroasiática se ve en la consolidación y crecimiento de un ya próspero sistema de comercio interregional. El sistema mundial del siglo XIII, perfectamente descrito en un influyente trabajo de Janet Abu-Lughod, unía China, el sureste asiático, el Indostán, el mundo islámico, Asia central, ciertas partes del África subsahariana, el Mediterráneo y Europa en una sola red comercial por la que circulaban más mercancías que por las redes de la era clásica.16 Como ha señalado Thomas Allsen, por estas redes circulaban grandes cantidades de información política, cultural y tecnológica, así como de mercancías y enfermedades.17 Los pastores desempeñaron papeles importantes en este sistema en calidad de protectores, de guías y, en ocasiones, de mercaderes. El alcance de estas redes de comercio y cultura, sometidas a la influencia islámica, se observa con claridad en las memorias de Ibn Battuta, un erudito marroquí que viajó de Marruecos a La Meca, luego por las estepas eurasiáticas, por la India, por China y por el Sahara entre 1325 y 1355.18 Bajo el dominio mongol, las redes comerciales transeuropeas fueron más importantes aún, porque los mongoles protegían el comercio de las tierras que gobernaban. Aunque estas redes terrestres fomentaron los intercambios por todas las redes comerciales euroasiáticas, es posible que las rutas marítimas les superasen en importancia, sobre todo las que unían China, la India y el mundo islámico. Un signo temprano de la precocidad comercial de Europa es que los comerciantes desempeñaron un papel activo en muchos sistemas. En el siglo X había comerciantes y colonos vikingos desde Groenlandia (y durante un tiempo desde Terranova) hasta Bagdad y Asia central. A principios del siglo XIV, los comerciantes italianos (siguiendo las huellas de Marco Polo) viajaban tan regularmente entre el Mediterráneo y China que se publicaron guías de viaje para orientarles. Pero no estaban solos. Los comerciantes armenios y judíos desempeñaron papeles cruciales en los intercambios transeuroasiáticos.19 Las religiones, a saber, el cristianismo, el zoroastrismo, el budismo, el maniqueísmo y el islam, también se desplazaban con sorprendente libertad por las principales redes comerciales afroeuroasiáticas. Y lo mismo las enfermedades. Al final llegó de Oriente la peste bubónica. Su difusión fue un exponente de la escala y vitalidad de las redes de intercambio afroeuroasiáticas, aunque para poner fin al ciclo de expansión posclásico.
El eje de estas redes permaneció en el mundo islámico, por lo que no es de extrañar que el islam se expandiera durante todo este período. En los siglos anteriores al año 1000 d.C. quedó patente la importancia de la región axial mesopotámico-persa en el papel crucial que desempeñaron los imperios sasánida e islámico en las redes afroeuroasiáticas de intercambio. En su primer milenio de vida, las civilizaciones islámicas que controlaban esta zona estimularon los intercambios de ideas, mercancías y tecnologías entre las diferentes áreas de las redes afroeuroasiáticas, potenciando en consecuencia el crecimiento demográfico y aumentando la sinergia de las redes de comercio e información. Como ha expuesto Andrew Watson, la expansión del islam fue posible en parte gracias a la actitud aperturista de los primeros estados islámicos ante la innovación, sobre todo en la agricultura.20 En los siglos que siguieron, los agricultores del mundo islámico importaron y aprendieron a explotar un amplio abanico de nuevos cultivos —árboles frutales, legumbres, cereales y plantas productoras de fibras, condimentos y sustancias estupefacientes—, dentro de lo que podríamos denominar intercambio abasí, por comparación con el posterior «intercambio colombino». De la India, África y el sureste asiático llegaron muchos cultivos nuevos. Y como con los cultivos y las tecnologías también se acumulaba información, en el mundo islámico pasó a ser el centro tanto de la ciencia euroasiática como del comercio. Fue allí y no en Europa donde se guardaron para el futuro los mayores hitos de la filosofía y la ciencia clásicas del mundo mediterráneo. No cabe ninguna duda de que el eje de la ecúmene afroeuroasiática estaba en el mundo islámico en el año 1000 d.C.; y la expansión del islam prosiguió durante todo el ciclo malthusiano posclásico. En 1500, los estados islámicos comprendían el imperio otomano, el más poderoso del mundo mediterráneo; el imperio safawí de Persia; y una serie de estados que iban desde las Filipinas hasta el África subsahariana, pasando por el sureste y el sur de Asia.
Pero, aunque el eje de las redes afroeuroasiáticas de intercambio estuviera en el suroeste asiático, el centro de gravedad estaba en China y la India. El tráfico que pasaba por el Mediterráneo oriental sería más variado y procedería de una región más amplia, pero el volumen que circulaba por Asia oriental era el más elevado. Asia atraía a los comerciantes europeos, sobre todo China, porque allí estaban los mercados más grandes, los centros urbanos más poblados y la economía más dinámica del mundo. La historia económica de Asia oriental no se ha estudiado tanto como la de Europa; desde el siglo XVIII, los modelos de la historia económica de Asia han estado condicionados por imágenes que han presentado como «asiático» un tipo de economía y sociedad básicamente estático. La realidad era otra.21 Las economías asiáticas no sólo eran las mayores del mundo, sino que probablemente tenían el nivel de comercialización más elevado, en todos los estratos de la sociedad, y los niveles de productividad más altos, tanto en el campo como en los centros urbanos.
Como ya hemos comentado en el capítulo 10, Lynda Shaffer ha sostenido que el principal rasgo geográfico de esta era de la historia universal fue la «meridionalización».22 Afín al fenómeno de la occidentalización, más reciente, la meridionalización empezó, según Shaffer, con innovaciones tecnológicas y comerciales en la producción textil, la metalurgia, la astronomía, la medicina y la navegación, todas ensayadas ya en la península indostánica y el sureste asiático. Un autor musulmán, al Jahiz, escribía en el siglo IX d.C.:
Por lo que se refiere a los indios, están entre los primeros en astronomía, matemáticas [...] y medicina; sólo ellos poseen los secretos de esta última y con ellos practican curas muy notables. Conocen el arte de tallar estatuas y el de las figuras pintadas. Suyo es el juego del ajedrez, que es el más noble de todos los juegos y exige más juicio e inteligencia que ningún otro. Fabrican espadas de Kedah y son maestros en su manejo. Tienen una música magnífica. [...] Tienen un alfabeto capaz de expresar los sonidos de todos los idiomas, y también muchos números. Han escrito muchísima poesía y muchos tratados largos, y tienen un profundo conocimiento de la filosofía y las letras. [...] Por la sensatez de sus juicios y costumbres inventaron los alfileres, el corcho, los mondadientes, el corte de la ropa y el tinte para el cabello. [...] Ellos fundaron la ciencia firk, que permite contrarrestar la acción de un veneno cuando ya se ha administrado, y la del cálculo astronómico, luego adoptada por el resto del mundo. A esta tierra fue a parar Adán cuando descendió del Paraíso.23
Las innovaciones ideadas o conservadas en la península indostánica se difundieron por el sureste asiático y China, y luego por el mundo islámico, aportando gran parte de la fuerza impulsora del ciclo malthusiano posclásico. Shaffer señala: «En 1200, el proceso de meridionalización había creado un Sur próspero desde China hasta el Mediterráneo musulmán».24
La expansión de los mercados afroeuroasiáticos durante el ciclo malthusiano posclásico permitió que el comercio y los dedicados a él adquirieran una importancia cultural, económica y política sin precedentes. Ya hemos visto que los comerciantes desempeñaron un papel destacado en todas las civilizaciones agrarias; pertenecían a las clases altas, pero a un estrato inferior y a veces despreciado. No obstante, conforme se fueron ampliando las redes comerciales de las civilizaciones agrarias con el paso de los milenios, creció asimismo el volumen de la riqueza que pasaba por manos mercantiles y con él el número y la categoría de quienes administraban o dependían de la riqueza comercial. Al final del ciclo malthusiano posclásico, los comerciantes formaban una clase social importante, rica y con características propias en casi todos los estados de los mundos mediterráneo e islámico, la península indostánica y China. En ciertas regiones y países, como las ciudades-estado de Italia, o los Países Bajos, o el sureste asiático, los comerciantes formaban la clase dirigente.
La reforzada confianza en los ingresos comerciales produjo cambios fundamentales en las actitudes, las estructuras estatales y la política de estos estados. Ya hemos visto que los ingresos de los estados que quedaban cerca de los principales sistemas comerciales solían depender más del comercio que de la exacción. En Europa se multiplicaron los estados pequeños durante el ciclo malthusiano posclásico, ya que aquí (a diferencia de lo sucedido en el Mediterráneo oriental, el norte de la India y China) no apareció ningún imperio exactor para suceder a los gigantes imperiales de la era clásica. Europa, lo mismo que ciertas zonas del sur y el sureste de Asia, creció como una región de múltiples estados, todos pequeños y muy competitivos. El tamaño de éstos limitaba el volumen de las exacciones posibles; la competencia despiadada elevó el coste de la supervivencia; y la proximidad de rutas comerciales de primer orden permitió desviar ingresos procedentes del comercio. En un medio así, las fuentes comerciales de ingresos dejaron de ser un recurso vergonzoso: no sólo eran la salvación fiscal de muchos estados pequeños, sino que además determinaban sus estructuras económicas y políticas e incluso sus valores y su composición social.
En Italia aparecieron núcleos de ciudades-estado con una gran iniciativa comercial; también aparecieron en el noroeste de Europa, sobre todo en Flandes y en las ciudades de la Liga Hanseática, que comerciaban con pieles y pescado del Atlántico y el Báltico. Como estos estados dependían tanto del comercio, sus gobernantes solían aliarse con los comerciantes y en ocasiones eran comerciantes. No es de extrañar que estos estados apoyaran la actividad mercantil con todas las fuerzas políticas y militares a su alcance, y practicaran una confusa mezcla de política exactora y comercial, recurriendo a la fuerza cuando podían y negociando con diplomacia cuando no había más remedio. Thomas Brady señala que, en Italia, «aparecieron estados gobernados por comerciantes o por comerciantes y terratenientes poco después del año 1000 d.C. Pisa, Génova y Venecia encabezaron el grupo, pero a lo largo y ancho de Europa central, desde la Toscana hasta Flandes y desde Brabante hasta Livonia, los comerciantes no sólo abastecían a los soldados —como sucedía en toda Europa—, sino que estaban en los gobiernos que declaraban guerras y, en ocasiones, se ceñían la armadura y se iban a combatir también ellos».25 A veces, estos estados mercantiles llegaban a ser tan fuertes que derrotaban militarmente incluso a estados exactores muy poderosos, como fue el caso de las ciudades-estado atenienses que, 1.500 años antes, habían derrotado al imperio persa en Maratón (490 a.C.) y Salamina (480 a.C.). En 1176, una coalición de municipios del norte de Italia derrotó en la batalla de Legnano al emperador germánico Federico Barbarroja, liberándose así del yugo imperial. Un tío de Barbarroja comentó la singularidad del fenómeno en estos términos: «En los municipios italianos no se niegan a nombrar caballeros ni a conceder cargos honorables a jóvenes de posición inferior, ni siquiera a los que trabajan en viles oficios mecánicos y que otros pueblos excluyen de los círculos más respetables y honorables, como si fueran la peste».26
Los estados mercantiles militarmente poderosos como los descritos reflejan la ley a largo plazo que dice que, cuando las redes comerciales se amplían y aumenta la riqueza que circula por ellas, crece asimismo la influencia potencial de los grupos de poder mercantiles, hasta que a veces se dan cuenta de que pueden enfrentarse a los grupos exactores vecinos, no sólo en el campo del comercio, sino también en el de batalla. Uno de los indicadores decisivos de la revolución moderna será el aumento de la influencia económica y militar de los estados cuya economía se basaba en los intercambios comerciales y no en las tradicionales prácticas exactoras, como la recaudación de impuestos sobre la tierra. Pero hasta el siglo XIX no se vio con claridad que, gracias al aumento de la riqueza que circulaba por las redes comerciales internacionales, los estados mercantiles acabarían eclipsando incluso a los imperios exactores más poderosos, y precisamente en su especialidad: el uso de la fuerza.
China es un ejemplo interesante del impacto potencial de la comercialización en el interior de los poderosos imperios exactores. En el I milenio a.C. había ya actividad comercial en gran parte de China, incluso la tierra podía comprarse y venderse. La aparición de una clase mercantil poderosa e independiente a mediados de dicho milenio se refleja en los clásicos literarios de finales de la dinastía Cheu, entre ellos los de Confucio (forma latinizada de Kong Fuzi, o «Maestro Kong», que vivió c. 551-479 a.C.). A comienzos de la dinastía Han había comerciantes ricos que abastecían a los nobles y los gobernantes, pequeños comerciantes que compraban y vendían en centros provinciales, y comerciantes ambulantes que compraban y vendían en las aldeas, integrando de este modo también a los aldeanos en las redes de comercio. Ch’ang-ngan (la moderna Sian), la capital Han, tenía casi 34 kilómetros cuadrados, un área mucho mayor que la de la Roma contemporánea, que sólo tenía 13 kilómetros cuadrados.27 Según el historiador imperial Sima Qian (que escribió a finales del siglo II a.C.), en las poblaciones grandes podían comprarse «bebidas alcohólicas, comidas preparadas, sedas, prendas de cáñamo, tintes, cueros, pieles, útiles de lacar, objetos de cobre y hierro».28 Una descripción de la misma época nos indica que estaba surgiendo una clase mercantil rica y con características propias, sin dejar de transmitir por ello ese aire de reconvención con que los miembros de la nobleza tradicional trataban habitualmente a los comerciantes:
Los comerciantes acaudalados atesoran bienes y multiplican sus beneficios, mientras que los menos afortunados se quedan vendiendo en sus tiendas. Controlan los mercados y todos los días disfrutan de la vida en las ciudades. Se aprovechan de las acuciantes necesidades del gobierno para vender a precio doble del normal. Sus hijos no aran ni cavan la tierra. Sus hijas no crían gusanos de seda ni tejen. Tienen vestidos hermosos y se atiborran de mijo y carne. Adquieren fortunas sin sufrir los padecimientos de los agricultores. Su riqueza les permite codearse con príncipes y marqueses y disponer de un poder mayor que el de los funcionarios.29
El aumento de la actividad comercial, por ofrecer nuevas fuentes de ingresos a los estados, podía tener al final consecuencias poco perceptibles pero importantes en los sistemas estatales. Pero era menos probable que transformara aquellos estados que podían recurrir fácilmente a fuentes tradicionales, como los impuestos sobre la tierra, sobre todo si eran imperios exactores grandes, como la China Han, que poseían vastos territorios. Sin embargo, allí donde los métodos fiscales tradicionales eran insuficientes, la extensión del comercio podía transformar incluso a los estados más poderosos. Esta mutación se observa en China durante el ciclo malthusiano posclásico. Tras el largo período de desorganización que siguió al declive de la última dinastía Han, a principios del siglo III d.C., China volvió a unificarse bajo las dinastías Sui (589-617) y Tang (618906). Durante el reinado Tang, un fuerte gobierno central y una administración relativamente disciplinada posibilitaron el rápido crecimiento de la población urbana y de la actividad comercial, sobre todo en el sur. Los Tang fueron excepcionalmente aperturistas ante las influencias extranjeras, tanto en la religión (fue la gran época del budismo chino) como en el comercio. Pero a los Tang no les entusiasmaba la idea de apoyar las iniciativas comerciales privadas. Su base imponible era la tierra y hasta la rebelión de An Lushan (755-763) gestionaron los impuestos con una eficacia nunca superada. En consecuencia, no necesitaban ni les interesaban los ingresos procedentes del comercio. Los Tang, durante la mayor parte de su reinado, manifestaron por el comercio y las actividades comerciales, tanto interiores como exteriores, el desprecio que era tradicional. Por ejemplo, a los comerciantes no les estaba permitido presentarse a los exámenes para entrar en el funcionariado.
Sin embargo, los gobernantes de la dinastía Song (960-1276) estaban en una posición mucho más débil. Al declinar la dinastía Tang, en el siglo X, gran parte del norte de China quedó en poder de la dinastía K’i-tan (Lao). En 1125, la dinastía Song perdió lo que le quedaba de la China septentrional, que quedó en manos de la dinastía manchú de los Yurset (Kin). Obligados a desplazarse hacia el sur, donde proliferaba el comercio, los Song trasladaron la capital de K’ai-fong a Hang-cheu. Con los continuos problemas militares que había en el norte, sin los colosales ingresos tributarios que había dado la China unificada y en el ambiente emprendedor de la China meridional, los gobernantes de la siguiente dinastía Song empezaron a mirar con mejores ojos la actividad comercial y a los que se dedicaban a ella. En el siglo XII permitieron incluso que los comerciantes prósperos adquiriesen categoría oficial; y a Marco Polo le contaron que el emperador Song había invitado a su palacio a comerciantes ricos, algo impensable durante los Tang.30 Este cambio de actitudes se debió a las duras realidades fiscales. A mediados del siglo XIII, el 20 por 100 de los ingresos de los Song procedían de los impuestos sobre el comercio exterior, que doscientos años antes habían alcanzado sólo el 2 por 100.31 No es de extrañar que los Song meridionales empezaran a fomentar la actividad comercial y la innovación tecnológica. Mientras que durante los Tang sólo se había permitido el comercio con el exterior en un puerto, el de Cantón, durante los Song se abrieron otros siete puertos. Para coadyuvar a este tráfico se construyeron durante los Song meridionales los avanzadísimos juncos. Disponían de brújula y timón de popa, mamparos estancos y cámaras especiales de flotación.32 También floreció el comercio interior, sobre todo en el sur, donde se disparó la demografía y se desarrollaron rápidamente redes comerciales con el sureste asiático y Japón. Para apoyar la creciente monetización, los Song acuñaron ingentes cantidades de monedas; hacia 1080 acuñaban alrededor de 6 millones de series al año (o lo que es igual, alrededor de 200 monedas por persona), mientras que los Tang no habían emitido por lo general más de 100.000 o 200.000 al año (unas 10 monedas por persona).33
Ya hemos visto que las innovaciones que aumentan la eficacia suelen surgir más de los intercambios comerciales que de las medidas exactoras, en las que la coacción puede ocupar el lugar de la eficacia. Y que de los estados que miran con buenos ojos la actividad comercial y crean un medio político y jurídico de apoyo es razonable esperar signos de creciente apertura a las innovaciones. Esta ecuación parece confirmada en la historia de la dinastía Song, porque, a pesar de su debilidad política, su reinado fue una época de crecimiento e innovaciones asombrosos.
A mediados del siglo XI, China estaba dividida en tres grandes potencias: los Song, los K’i-tan (en el norte y el noreste) y el reino Tangut o Si Hia (en el noroeste). Este período de gobierno dividido fue el preludio de una época de innovación tecnológica extraordinaria que fue una especie de culminación del largo proceso de meridianización. Ante todo se revolucionaron las bases agrícolas de la economía Song. Según Mark Elvin:
la revolución agrícola [...] tuvo cuatro aspectos. (1) Los campesinos aprendieron a preparar mejor el suelo gracias a los nuevos conocimientos, a herramientas mejoradas o de nuevo cuño y a un uso más amplio del estiércol, el fango de río y la cal como fertilizantes. (2) Se introdujeron variedades de semillas que daban cosechas más abundantes, o eran más resistentes a la sequía, o que por madurar más aprisa permitían plantar a continuación para que hubiera dos cosechas al año en la misma tierra. (3) Se elevó el nivel de competencia de las técnicas hidráulicas y se construyeron redes de riego de una complejidad sin precedentes. (4) El comercio permitió la especialización en cultivos que no eran los cereales básicos y, por lo tanto, una explotación más eficaz de una variable gama de recursos.34
Elvin llega a la conclusión de que, en el siglo XIII, China tenía probablemente el sector agrícola más productivo del mundo, con la única posible excepción de la India.
Los gobiernos simpatizantes también fomentaron la innovación en otros sectores de la economía. El uso generalizado, por los gobiernos y los funcionarios, de la imprenta de tipos fijos (con planchas de madera) para difundir el conocimiento técnico permitió que se conocieran y divulgaran las últimas técnicas y las últimas investigaciones en metalurgia, armamento, agricultura, medicina e ingeniería. En la fabricación del hierro se utilizó carbón y quizá también coque; y las estadísticas oficiales dicen que en 1078 se producían ya 113.000 toneladas al año, es decir, alrededor de 14 kilos por persona. Este nivel de producción multiplicaba por seis lo que normalmente se había producido durante los Tang y no fue igualado en Europa hasta el siglo XVIII.35 Por la misma época, dos fábricas de armas del gobierno producían al año 32.000 armaduras de tres tamaños. La producción de cobre creció tan bruscamente que en los glaciares de Groenlandia se aprecia el repentino aumento de la contaminación cúprica de la atmósfera en aquella época.36 También durante la dinastía Song se experimentó con la tecnología de la pólvora, aunque los primeros en aprovechar sus propiedades explosivas en la guerra fueron sus rivales del norte, los Yurset (Kin), en 1221. A finales del siglo XIII ya había cañones en China septentrional.37 En el siglo XI se había inventado asimismo una máquina de devanar la seda: fue el primer intento de mecanizar la producción textil que se conoce.38 También hubo inventos interesantes en los métodos de comercio (véase la figura 12.1). El gobierno incluso empezó a financiar la emisión de papel moneda a principios del siglo XI.39
Las innovaciones de esta época no fueron exclusivamente chinas y más bien reflejan la creciente predisposición de los gobiernos y los grupos privilegiados a explotar las últimas ideas productivas y comerciales, fuera cual fuese su procedencia. Gran parte de la innovación china se basaba en un arsenal de conocimientos que se había acumulado en otras áreas del sistema afroeuroasiático. Por ejemplo, las variedades de arroz que sostenían la explosión demográfica del sur procedían de Vietnam. Muchas otras técnicas habían llegado de la India o del mundo islámico. Las técnicas hidráulicas habían conocido un gran desarrollo en el mundo islámico, donde el riego tenía una historia milenaria; y en la India se habían desarrollado los métodos de la manufactura textil. Las investigaciones de Joseph Needham sobre la tecnología china han puesto de manifiesto el virtuosismo tecnológico de China, pero es posible que sin querer hayan descuidado las tecnologías innovadoras de otras regiones del sistema mundial afroeuroasiático.40
Pese a todo, los índices de innovación durante la dinastía Song fueron excepcionales. En realidad, el alcance de la comercialización y la innovación fue tan asombroso en aquella época que cualquiera diría que la China medieval estuvo a punto de vivir una revolución industrial propia. Pero si hubo revolución, no se sostuvo, y en consecuencia no pudo revolucionar el mundo. Hay tres motivos que explican por qué no precipitó un cambio general: en primer lugar, los factores que indujeron a los Song a proteger el comercio y la actividad empresarial fueron transitorios; en segundo lugar, que China estuviera en el borde y no en el eje de las redes afroeuroasiáticas de intercambio ralentizó la difusión de sus innovaciones por otras regiones; y en tercer lugar, el conjunto del sistema mundial no era todavía bastante grande o no tenía aún la cohesión suficiente para garantizar que las innovaciones chinas se adoptarían con rapidez en otras regiones.
FIGURA 12.1. Actividad comercial en China durante la dinastía Song. Con permiso del Museo del Palacio de Pekín.
El sistema chino de estados rivales resultó inestable a la larga. La arraigada tradición de la unidad política y cultural y la perfecta cohesión de los sistemas de comunicaciones auguraban que China volvería a unificarse antes o después y que la riqueza tecnológica de la época Song se dedicaría, una vez más, a consolidar a una poderosa dinastía común. La verdad es que este proceso culminó en 1279, cuando los mongoles de Kublai Kan conquistaron el sur de China. Consumada la nueva unidad, desaparecieron dos de las tres condiciones que movían a los estados a proteger la expansión comercial (el tamaño territorial y la competencia), y la tercera (el fácil acceso a sistemas comerciales muy concurridos) no tardó en desvanecerse. China dejó de ser una región de estados vulnerables, competitivos y dispuestos a conseguir ingresos como fuese. Durante las dinastías Yuan y Ming, los ingresos estatales volvieron a obtenerse con los procedimientos de exacción más tradicionales, como gravar con impuestos al campesinado.41 El solo tamaño de la China unificada dificultaba mucho que los ingresos procedentes del comercio pudieran competir con los derivados de los métodos más tradicionales. Durante los siglos que siguieron, la tremenda inercia de este gigantesco sistema hizo que el abandono de los métodos tradicionales fuera más complejo y difícil de lo que habría sido en una región de estados rivales menores.
FIGURA 12.2. Construcción naval en China y Europa en el siglo XV. Arriba: reconstrucción de uno de los barcos del almirante chino Yeng He. Entre 1405 y 1433, Yang He se puso al frente de siete grandes flotas de hasta 60 embarcaciones y 40.000 soldados que recorrieron las costas de la India, el suroeste asiático y África oriental, con mapas asombrosamente exactos de todas las tierras que visitaban. Sus embarcaciones mayores tenían compartimientos estancos bajo cubierta y cinco veces la eslora de la carabela colombina Santa María (abajo). Colón zarpó cincuenta años después de la última expedición de Yeng. Su flota carecía de las perfecciones tecnológicas de las flotas chinas y tenía una idea bastante menos exacta de su punto de destino. Sin embargo, las naves de Colón eran más manejables y probablemente más aptas para explorar mares desconocidos. Con permiso de Relics Publishing House, Pekín.
Los gobiernos chinos del siglo XV se desentendieron casi totalmente de las redes del comercio internacional, aunque muchos súbditos siguieron comerciando, a pesar de los redoblados obstáculos con que tropezaban. Las tradiciones navales de los Song siguieron vigentes hasta el siglo XV. Entre 1405 y 1433 partieron hacia el oeste, a las órdenes del eunuco musulmán Yeng He, siete expediciones independientes que llegaron a tener hasta sesenta naves y 40.000 soldados (véase la figura 12.2).42 Pasaron por Ceilán, La Meca y África oriental, y es posible que incluso atracaran en el norte de Australia. Pero no fueron expediciones fundamentalmente comerciales y el gobierno que las financió no buscaba tanto ingresos comerciales como el sometimiento simbólico a la autoridad de China. No es de extrañar que tuviera un interés limitado en la continuidad de la empresa, ya que las expediciones resultaron en extremo onerosas. Al final, tras llegar a la conclusión de que era mejor gastar el dinero protegiendo sus vulnerables fronteras septentrionales, el gobierno Ming dejó de sufragar estas costosas aventuras. Unas décadas después prohibieron todos los fletes chinos, aunque algunos comerciantes se las ingenieron para burlar las restricciones de un modo u otro.
El otro factor que amortiguó el impacto de la revolución económica Song fue la situación geográfica de China, que estaba en el borde de la red de intercambios afroeuroasiática. Aunque el volumen de los intercambios que se producían en China era enorme, las redes chinas no llegaban tan lejos ni transmitían tanta diversidad de información y bienes de consumo como las redes de las regiones axiales, por ejemplo la de la patria islámica de Mesopotamia; así pues, su influencia en otras áreas del mundo afroeuroasiático fue limitada. Es verdad que las innovaciones chinas tuvieron consecuencias en otros lugares; muchos inventos, como la imprenta de tipos móviles, el papel moneda (y la tecnología de la fabricación del papel) y la pólvora llegaron a Occidente, donde con el tiempo tuvieron una influencia revolucionaria. Además, el gran impulso comercial chino atraía a los comerciantes extranjeros, que viajaban a Oriente por mar y por tierra. Pero estos progresos causaron poco impacto inmediato fuera de China.
Por último, y en relación con el punto anterior, las redes afroeuroasiáticas tenían una cohesión débil y estaban aisladas de las redes de otras zonas mundiales. La lentitud con que se adoptaron en el extranjero las innovaciones chinas da a entender que ni en China ni en el resto del mundo existían las condiciones necesarias para que se produjera una revolución industrial internacional. Los intercambios de bienes de consumo, ideas y riqueza estaban todavía maniatados por tecnologías de las comunicaciones que habían cambiado poco desde el I milenio a.C. Una prueba de la limitación de los intercambios informativos es lo poco que se sabía sobre China en la Europa medieval, una ignorancia sólo comparable a la propia ignorancia de los chinos sobre Afroeurasia occidental.
En resumen: durante el ciclo malthusiano posclásico, las redes de intercambio afroeuroasiáticas, aunque no estuvieron tan conectadas como en la época moderna, estuvieron más integradas que nunca y la actividad comercial floreció en las principales civilizaciones agrarias. Las innovaciones se produjeron con más rapidez que en la era clásica, sobre todo en la época de prosperidad de los Song. Y gran parte de las innovaciones, en esta era como en las anteriores, procedía de estados donde los gobernantes se aliaban con grupos mercantiles y se integraban en vastas redes de intercambio comercial e informativo.
En el siglo XV, pasada la crisis causada por la peste negra, la población volvió a crecer en toda Afroeurasia. Una vez más, el crecimiento de la población fomentó el comercio y la expansión urbana. Las redes comerciales del ciclo anterior, en decadencia durante parte del siglo XIV y el XV, se reactivaron a comienzos del siglo XVI, aunque con un alcance mayor. Los comerciantes europeos desempeñaron un papel importante en la formación de estas conexiones, que ahora se establecían sobre todo por vía marítima. Y la actividad de los comerciantes y los marinos, por lo general con respaldo gubernamental, produjo al final uno de los adelantos más significativos de este período: la formación de las primeras redes de intercambio que daban la vuelta al mundo. Salvar el Atlántico a comienzos del siglo XVI fue un acontecimiento de gran trascendencia histórica y no es casualidad que casi todos los historiadores de la modernidad, sobre todo los de la tradición marxista, lo hayan puesto entre los acontecimientos más destacados del pasado milenio. Como dijo el propio Marx, «el comercio mundial y el mercado mundial datan del siglo XVI, momento en que empieza la historia moderna del capital».43
El primer sistema mundial que apareció en el siglo XVI unió los mercados de Afroeurasia, América, el África subsahariana y, con el tiempo, también los de Melanesia, Australia y Polinesia.44 Este sistema tenía casi dos veces el tamaño de los sistemas que habían existido hasta entonces y por él circulaba una gama mucho más variada de bienes y recursos. Este tamaño y la escala de los intercambios que se producían en su interior daban a entender que había en circulación más riqueza que nunca. El volumen de esta riqueza que fluía por los sistemas internacionales de intercambio acentuó la diferencia entre los depósitos de riqueza mayores y menores, y aumentó la influencia de los comerciantes y los financieros que gestionaban los intercambios. El creciente abismo entre ricos y pobres dinamizaba multitud de flujos comerciales, y el «voltaje» económico que se acumulaba en el nuevo sistema global movía un motor comercial de potencia sin precedentes. La plata que los españoles se llevaron de América dinamizó el comercio europeo y mundial, y la que no circuló por Europa llegó a la India por las Filipinas y luego a China. La demanda china de plata (potenciada por la devaluación de los billetes y las monedas de cobre, la difusión del comercio en el medio rural y la monetización del sistema tributario) disparó el comercio mundial de la plata.45
Pero había otros intercambios igual de importantes. En El intercambio transoceánico, Alfred Crosby describe la circulación en ambos sentidos de cultivos, tecnologías y personas, incluso la de bacterias patógenas desencadenada por la unión de los sistemas mundiales afroeuroasiático y americano. El intercambio de enfermedades condenó a la integración global a ser un proceso destructivo para las zonas mundiales menores. Los intercambios de enfermedades en las regiones más densamente pobladas de Afroeurasia había aumentado hacia 1500 la inmunidad general en toda esta zona mundial. Pero este fortalecimiento no se produjo en América ni en las comunidades, más aisladas, de las zonas mundiales de Australasia y el Pacífico. Así, cuando los europeos llegaron a América con sus propios microbios, murieron infinitamente más americanos de enfermedades europeas que europeos de enfermedades americanas.46
Nuestras cifras no son más que modestas conjeturas, pero el descenso de la población que se produjo en el siglo XVI en las regiones más densamente pobladas de Mesoamérica y el Perú fue realmente catastrófico: la población descendió alrededor del 70 por 100 y en el conjunto del continente americano parece que descendió entre el 50 y el 70 por 100.47 A los contemporáneos de ambos lados de la divisoria no les pasó por alto esta desigualdad en el intercambio de enfermedades. Como dijo un nativo del Yucatán, antes de la llegada de los europeos «no había enfermedades; no había dolores de huesos; nadie tenía fiebre, nadie tenía viruela [véase la figura 12.3]; a nadie le quemaba el pecho; nadie tenía dolores de vientre; nadie tenía tisis; nadie tenía dolores de cabeza. La humanidad marchaba bien en aquellos tiempos. Cuando llegaron los extranjeros, cambiaron las cosas».48 Los ingleses de la colonia de Roanoke Island hicieron observaciones parecidas en 1585, pero desde el otro lado de la frontera epidemiológica. Thomas Hariot, el inspector de la colonia, escribió que tras pasar por los pueblos y aldeas indígenas,
FIGURA 12.3. Aztecas víctimas de la viruela en el siglo XVI, según una historia española de «Nueva España». Tomado de Alfred Crosby, Ecological Imperialism: The Biological Expansion of Europe, 900-1900, Cambridge University Press, Cambridge, 1986, lámina 9; procedente de Historia de Nueva España, de Bartolomé de Las Casas, vol. 4, libro 12, lám. cliii, ilustr. 114. Con permiso del Peabody Museum of Archaeology and Ethnology de la Universidad de Harvard.
unos días después de nuestra partida la población empezó a morirse con rapidez y muchos en breve tiempo; en unos pueblos alrededor de veinte, en otros cuarenta, en otros sesenta y en uno ciento veinte, lo que en verdad fue mucho dada la cantidad de habitantes. [...] Las enfermedades eran allí tan raras que ni siquiera sabían qué eran ni cómo se curaban; según contaron los más ancianos del país, nunca había ocurrido cosa igual.49
Cuando los europeos llegaron a Australasia y el Pacífico, las poblaciones indígenas sufrieron las consecuencias con una violencia parecida. En términos generales, los africanos subsaharianos se libraron, porque siempre habían formado parte de las grandes redes afroeuroasiáticas y, de todos modos, vivían en un medio microbianamente más peligroso aún que la mayoría de los euroasiáticos. Las enfermedades euroasiáticas eliminaron poblaciones indígenas por doquier, facilitando así la instalación de los emigrantes europeos que con el tiempo convirtieron amplios territorios de las zonas mundiales menores en colonias euroasiáticas, con cultivos, animales, plagas y enfermedades euroasiáticos.50
Mientras la introducción de los animales y cultivos euroasiáticos transformaba la economía, las estructuras sociales y las redes de intercambio de América, la introducción de los cultivos americanos causó en Eurasia un impacto casi del mismo calibre. De América llegaron el maíz, las alubias, los cacahuetes, distintas variedades de patata, el boniato, la mandioca, la calabaza, la calabaza vinatera, la papaya, la guayaba, el aguacate, la piña, el tomate, la guindilla y el cacao.51 La mandioca es hoy el principal producto de muchas regiones tropicales de la zona afroeuroasiática; el maíz y las patatas son productos principales en muchas zonas templadas. Los productos americanos se adoptaron antes en China, donde los introdujeron los portugueses en el siglo XVI, que en el resto de Afroeurasia.52 Los boniatos se cultivaban ya en 1560-1570 y más de la tercera parte de lo que se cultiva hoy en China es de origen americano.53 Como estos cultivos prosperaron allí donde los productos más conocidos no crecían tan bien, los cultivos americanos ampliaron la superficie de tierra cultivable y, por lo tanto, potenciaron el crecimiento demográfico en muchas áreas de Afroeurasia a partir del siglo XVI.
Los vastos flujos de riqueza e información que se generaron en este período tuvieron un profundo impacto en los estados y sociedades de todo el orbe. En América, el impacto inicial fue rápido y destructivo. La integración global causó la muerte de millones de individuos y el fin de los imperios, estados, culturas y religiones tradicionales. Y la pauta se repitió en cada mundo que visitaban los europeos, desde Mauricio hasta Hawai.
Los efectos fueron menos evidentes y tardaron más en manifestarse en la zona afroeuroasiática. Pero las nuevas y dilatadas redes de intercambio, el crecimiento demográfico, la actividad del estado y la difusión del comercio fomentaron el desarrollo y la innovación en gran parte de Afroeurasia y desde luego en las zonas centrales más densamente pobladas. En palabras de Joel Mokyr:
La edad de los descubrimientos fue [...] la edad de las consecuencias de quedar al descubierto, porque el cambio tecnológico se basó sobre todo en la observación de las tecnologías y los cultivos ajenos y en llevárselos a otra parte. Los dinámicos europeos adoptaron cultivos americanos a cambio de los animales, el trigo y las vides que introdujeron en el Nuevo Mundo. Además, llevaron flora americana a África y Asia, y viceversa, organizando un tráfico masivo que habría podido calificarse de arbitraje ecológico. Por ejemplo, introdujeron los plátanos, el azúcar y el arroz en el Nuevo Mundo, y la mandioca en África, donde acabó siendo el principal producto de muchas regiones.54
Los aumentos de población se debieron en parte a la «innovación» de utilizar cultivos americanos en Europa, China y África. El cultivo de estos nuevos productos exigió una serie de innovaciones agrícolas menores, por ejemplo distintos modelos de rotación de cultivos y varias formas de arar y de regar. Los nuevos cultivos fueron especialmente importantes en China, porque podían plantarse en terrenos no aptos para el arroz; también produjeron grandes cambios en África.55 Pero también hubo adelantos notables en la navegación y en la marina de guerra (que aportó los recursos tecnológicos para la formación de un sistema mundial unificado en el siglo XVI), en las tecnologías mineras, en el arte de la guerra y en los métodos comerciales.
Sin embargo, los índices de innovación fueron hasta cierto punto normales y en ningún lugar llegaron al nivel que se alcanzaría durante la revolución industrial. Incluso en Europa, donde la aparición del sistema global produjo el máximo impacto comercial inmediato, la innovación tecnológica fue sorprendentemente lenta, en los siglos centrales del milenio, en los sectores no relacionados con la guerra, la navegación, la fabricación de instrumentos y la metalurgia.56 Como observa Peter Stearns:
La tecnología [de 1700] y los métodos de producción occidentales siguieron anclados en las tradiciones básicas de las sociedades agrarias, sobre todo en lo que se refiere a depender de la fuerza humana y animal. Los métodos agrícolas apenas habían cambiado desde el siglo XIV. La producción, a pesar de algunas técnicas nuevas, siguió combinando habilidad y herramientas manuales, y por lo general tenía lugar en talleres muy pequeños. La respuesta occidental más trascendente a las nuevas oportunidades manufactureras fue una notable ampliación de la producción rural (interior), sobre todo de artículos textiles, pero también de pequeños objetos metálicos.57
Los efectos a gran escala que produjeron en Afroeurasia las nuevas redes globales de intercambio fueron menos perceptibles y menos directos. En todas la regiones centrales creció la población y se amplió la actividad comercial. En China, la población pasó de 70 a 150 millones de habitantes aproximadamente entre 1400 y 1700. La población de la India pasó, en el mismo período, de 74 a 175 millones, y en Europa, de 52 a 95 (véase la tabla 11.1). Según una estimación reciente, la población asiática siguió aumentando más aprisa que la europea hasta bien entrado el siglo XVIII, momento en que Asia contenía alrededor del 66 por 100 de la población mundial y producía casi el 80 por 100 del valor total de los bienes y servicios del planeta.58 Los historiadores han tendido a creer que el crecimiento demográfico aumentó la pobreza de Asia oriental en esta época, pero se trataba de un prejuicio infundado. Por el contrario, parece que, como ha señalado André Gunder Frank,
hasta 1750 o 1800, los asiáticos llevaron la delantera en la economía y el sistema mundiales, no sólo en población y producción, sino también en productividad, competitividad y comercio; en suma, en producción de capital. Además, y en contra de los mitos que se han forjado los europeos hasta ayer mismo, los asiáticos tenían la tecnología y fomentaron las instituciones económicas y financieras que correspondía. Así pues, el «locus» de la acumulación y el poder del sistema mundial moderno no cambió gran cosa en aquellos siglos. China, Japón y la India iban en cabeza, y el sureste asiático y Asia occidental les pisaban los talones.59
Como ya se ha observado, el predominio de las economías asiáticas no pasó inadvertido a observadores europeos como Adam Smith, ya a finales del siglo XVIII. Y Europa no llevaba todavía la delantera a nivel tecnológico. Philip Curtin dice que, en el siglo XVII,
no había empezado aún la «edad europea» de la historia universal. La economía de la India era todavía más productiva que la de Europa. Incluso la productividad per cápita de la India o China, aunque muy baja según los parámetros de los últimos tiempos, era probablemente mayor que la de Europa en el siglo XVII. El liderazgo tecnológico europeo sólo era indiscutible en sectores especializados como el de los transportes marítimos, en el que avanzó muchísimo en los siglos XVI y XVII la construcción de buques de vela. Por lo demás, era Europa quien importaba manufacturas de Asia, y no al revés.60
Que durante todo este período gravitaran hacia Asia los excedentes de plata confirma la centralidad de Asia en el naciente sistema mundial de comercio. Y estos cambios no fueron superficiales: la actividad comercial afectó a todos los niveles de la sociedad. Los gobiernos chinos del siglo XVII empezaron a dejar de recaudar los impuestos en especie para recaudarlos en metálico, un claro indicio de la medida en que había llegado al sector rural la expansión del comercio. Como ha dicho Kenneth Pomeranz, indicadores como el consumo de azúcar o de artículos textiles y otros productos secundarios, así como las estadísticas de la esperanza de vida, nos dan a entender que, en el siglo XVIII, la calidad de vida era en China tan alta como en Europa.61
Según todos estos indicadores, la fase de expansión de principios del ciclo malthusiano moderno, a pesar de la gigantesca ampliación de la escala de las redes de intercambio, fomentó un moderado nivel de innovación, no las alturas que son características de la era moderna. Por lo tanto, habría sido lógico esperar que, antes o después, la mayor parte del planeta se precipitase en una u otra modalidad de decadencia malthusiana. En gran parte de Afroeurasia hubo una ralentización del desarrollo en el siglo XVII, aunque no fue ni mucho menos tan brusca como la que se había producido al final del ciclo precedente. El desarrollo se reanudó poco después en los puntos más dispares del mundo, incluso en regiones como la India y China, que quedaron rezagadas en el siglo XIX. Observadores como Adam Smith y Thomas Malthus tenían buenos motivos, todavía en 1800, para suponer que la pauta de los ciclos malthusianos que se había detectado en la era de las civilizaciones agrarias era un rasgo permanente de la vida económica.62 Algunos investigadores modernos han sostenido que, de no haberse dado un par de circunstancias bastante casuales, como la abundancia de yacimientos carboníferos en Gran Bretaña, se habrían cumplido sus previsiones.63
Pero a comienzos del ciclo malthusiano moderno hubo otros cambios que prepararon el camino de los decisivos progresos del siglo XIX.
Los modelos de innovación que apelan a la estructura social dan a entender que deberíamos esperar que la innovación más rápida se produzca allí donde todos los sectores sociales están integrados en las redes comerciales y donde en consecuencia están condicionados por las leyes de la eficiencia y la productividad que permiten el éxito en un entorno comercial competitivo. La versión simplificada de los modelos marxistas que se ha ofrecido en el capítulo anterior se centra en las consecuencias que tuvo la expansión del comercio en dos sectores fundamentales: por un lado, la influencia y el poder crecientes de las clases mercantiles; por otro, la creciente incorporación de la población rural (la mayoría de la población en casi todas las civilizaciones agrarias) a toda clase de actividades comerciales, hasta que las deudas o el embargo separan de la tierra a los individuos, que pasan a ser trabajadores asalariados cuya vida depende por entero de las redes comerciales.
Hay muchos estudios de tradición marxista que han analizado estos temas y alegado que en casi todas las regiones centrales de la zona afroeuroasiática estaban en marcha estos procesos. Mercados y comerciantes eran de importancia vital para el funcionamiento de las sociedades agrarias, incluso las más tradicionales. Estados menos mercantilizados como Polonia o Moscovia protegían activamente el comercio y, donde era posible, la expansión colonial, sobre todo en regiones potencialmente aprovechables como las tierras de Siberia, abundantes en pieles. De este modo, amplias áreas del mundo habitadas por sociedades basadas en el parentesco cayeron en los engranajes de las redes comerciales de intercambio, por lo general con profundas repercusiones en su forma de vida tradicional.64
Estos cambios podían transformar los estados, porque la creciente dependencia respecto de los ingresos procedentes del comercio menguaban la importancia relativa de los ingresos tradicionales, procedentes de los tributos feudales o de los impuestos sobre la tierra, y obligaban incluso a los grandes estados exactores a preocuparse más por las actividades comerciales. Como en muchos estados tradicionales, los gobiernos de Moscovia hicieron monopolio suyo casi todo el comercio lucrativo, por ejemplo el de pieles y el de metales preciosos. Pero en el siglo XVII buscaron la forma de gravar también los sectores comerciales interiores e impusieron tasas sobre la venta de sal y en particular sobre la venta de vodka. Estos productos eran estratégicos, porque en un país donde casi todos los campesinos eran en gran medida autosuficientes, eran los únicos productos que no podían producirse en la unidad familiar y, por lo tanto, tenían que comprarse. La sal se necesitaba para conservar los alimentos y el vodka no tardó en ser un componente esencial de los rituales religiosos y sociales de las aldeas. En 1724, las tasas sobre la venta de licor constituían el 11 por 100 de los ingresos de la administración; a principios del siglo XIX, las tasas sobre el vodka eran la principal fuente de ingresos y representaban entre el 30 y el 40 por 100 de los ingresos totales del estado.65 Conforme ganaban importancia los ingresos procedentes del comercio, el gobierno ruso se encontró con que, a pesar de su hostilidad manifiesta hacia los comerciantes, tenía que negociar con ellos. En varios momentos de la década de 1850 temió la posibilidad de una bancarrota, ya que los poderosos comerciantes que controlaban el licor podían rechazar las condiciones que les ofrecía. Este caso de transformación del régimen fiscal es muy curioso, porque el imperio ruso siguió siendo en muchos aspectos una sociedad exactora clásica hasta bien entrado el siglo XIX.
La expansión del comercio afectó al sector rural tanto como a las ciudades y a los estados. En realidad, a mediados del II milenio d.C. había pocas zonas rurales dentro de las grandes civilizaciones de Afroeurasia en que los campesinos no estuvieran relacionados con una u otra clase de comercio. Y en todas estas civilizaciones había un gran número de individuos que dependían cada vez más únicamente del trabajo asalariado. El sector rural chino se comercializó pronto. Mark Elvin observa que en la China Song, ya en 1000 d.C.,
el creciente contacto con el mercado convirtió al campesinado chino en una clase de pequeños empresarios versátiles, sensatos y orientados hacia el beneficio. La gama de los oficios se amplió en el sector rural. En los montes se plantaban árboles para proveer de madera a la creciente industria de la construcción naval y de viviendas en las ciudades en expansión. Se producían verduras y fruta para el consumo urbano, y toda clase de aceites para cocinar, iluminar, impermeabilizar, untarse el pelo y preparar medicamentos. El azúcar se refinaba, se cristalizaba y se empleaba como conservante. El pescado se criaba en estanques y embalses, hasta el extremo de que cuidar de los pececillos recién nacidos para aumentar las existencias se convirtió en una actividad productiva de primer orden. [...] Cultivar moreras para aprovechar las hojas fue una actividad lucrativa y había mercados especiales de moreras jóvenes. Los campesinos también fabricaban objetos de laca y herramientas de hierro.66
Cuanto más mercantilizadas estaban las regiones, más variadas eran las posibilidades de los campesinos de generar ingresos comerciales. Podían vender sus excedentes agrícolas o especializarse en productos comerciales como los lichis y las mandarinas; podrían fabricar y vender fibras o dedicarse a otros oficios de ocupación parcial; podían enviar a algunos miembros de la familia a las ciudades en busca de trabajo asalariado. Conforme aumentaban sus ingresos procedentes de la actividad comercial, los campesinos de toda Afroeurasia pasaban del sometimiento a las leyes tributarias al sometimiento a las leyes del comercio. Ya no bastaba con pagar el tributo exigido por los terratenientes o los estados; además tenían que adaptarse a los niveles de productividad o calidad exigidos por los clientes o por los empresarios, ya fuesen los importadores europeos de lana o los comerciantes en madera de los pueblos colindantes. Y de este modo, unas veces muy aprisa, otras de manera casi imperceptible, los campesinos acabaron siendo o pequeños empresarios o trabajadores asalariados.
Pero estos procesos tenían un límite en China, al igual que en gran parte del resto de Afroeurasia. Aunque totalmente dedicados a una clase u otra de comercio, los campesinos se resistieron a dar el último paso, que era cortar totalmente sus vínculos con la tierra, y los gobiernos, acostumbrados a los tradicionales impuestos sobre la tierra, apoyaban a menudo su resistencia. Como dice R. Bin Wong, en la China del siglo XVIII «muchos campesinos eran propietarios de su explotación, por lo menos en parte, y muchos arrendaban algún lote de tierra. Prácticamente toda la tierra se trabajaba al nivel de producción de la unidad familiar; fueron pocos los terratenientes que ampliaron sus bases de producción directa en respuesta a las oportunidades del mercado».67 Los campesinos tradicionales solían conservar un acentuado compromiso ético con el antiguo principio de que tenían derecho a la tierra; creían que la tierra no era algo que se compraba y se vendía, como los costales de grano. Estas actitudes perduraron en muchos países hasta bien entrado el siglo XX. En una petición enviada en 1906 a los diputados procampesinos del recién fundado parlamento ruso, los amotinados soldados campesinos reclamaban:
En nuestra opinión, la tierra es de Dios, la tierra debería ser libre, nadie debería tener derecho a comprarla, venderla o hipotecarla; el derecho de compra viene bien a los ricos, pero para el pobre es un derecho muy perjudicial. [...] Los soldados somos pobres, no tenemos dinero para comprar tierra cuando nos licencien y volvamos a casa, y todos los campesinos necesitan la tierra desesperadamente. [...] La tierra es de Dios, la tierra no es de nadie, la tierra es libre y esta tierra libre de Dios deberían trabajarla los trabajadores libres de Dios, no braceros contratados por los terratenientes y kulaki [campesinos ricos].68
Aunque el sector rural chino estaba muy comercializado en el siglo XVIII, las estructuras de la propiedad y el control de la tierra ponían límites a la integración de la mayoría de la población en las redes comerciales. Y según los modelos marxistas tradicionales, estos límites estaban condenados a restringir a largo plazo los índices de innovación.
Las actitudes y prácticas comerciales habían calado hondo en la vida rural e incluso afectado a las costumbres de los gobiernos en algunos de los imperios exactores más tradicionales, pero no habían minado aún las estructuras de poder y de producción características de las sociedades agrarias tradicionales.
La mercantilización de las estructuras sociales, políticas y económicas llegó más lejos en Europa occidental que en ningún otro lugar de la zona afroeuroasiática. Las sociedades europeas eran jóvenes y más maleables que las de las regiones centrales, que eran más antiguas; sus estados eran menores y más sensibles a las presiones comerciales internacionales; y por motivos que se comentarán más abajo, también estaban más abiertas a las actividades comerciales; y quizá lo más importante de todo: la cambiante topología de las redes globales de intercambio permitió que, a comienzos del ciclo malthusiano moderno, el volumen, variedad y frecuencia relativos de los intercambios informativos y comerciales que pasaban por Europa fueran mayores que en el resto del mundo.
La cambiante topología de los intercambios globales
La creación de una red global de intercambios afectó a Europa de manera decisiva, porque se produjo con un reajuste de la topología de los intercambios globales. En la escala mayor, las estructuras de los sistemas de intercambio de la zona afroeuroasiática se habían mantenido relativamente estables durante milenios, con regiones axiales en el extremo oriental del Mediterráneo, el norte de la India y Asia central; desde el I milenio a.C. el centro de gravedad se había desplazado hacia el este, hacia las regiones más densamente pobladas del norte de la India y China. Pero con la unión de las zonas mundiales afroeuroasiática y americana se formó de pronto otra región axial en Europa occidental y toda la costa atlántica por la que pasaban la mayoría de los intercambios que se producían entre Afroeurasia y América. Lo que había sido una región periférica de la zona afroeuroasiática pasó a ser repentinamente el eje más importante de la mayor red de intercambios que había existido en la historia. Aunque el centro de gravedad de los sistemas globales de intercambio seguía estando en el Lejano Oriente todavía en 1800 d.C., en la nueva región axial de Europa occidental había mayor diversidad en los intercambios.
Fue un hecho de enorme trascendencia, sobre todo para el futuro de Europa. En cierto modo fue contingente. Europa estaba en el lugar idóneo para sacar provecho de los crecientes intercambios de la naciente red global. Tras haber estado durante milenios en la periferia del sistema afroeuroasiático, tuvo la suerte de encontrarse en el siglo XVI en el eje de red de intercambios más grande y variada de la historia. Estar de pronto en el centro de la nueva red global revolucionó la vida de toda la región. El material de intercambio que pasaba ahora por Europa era mucho mayor que nunca. El caudal de plata que circuló entre América y el Lejano Oriente, pasando por Europa y el mundo islámico, entre los siglos XVI y XIX, es sólo un ejemplo entre otros del crucial papel mediador que desempeñó Europa.69 Así pues, es evidente que no necesitamos apelar a la excepcionalidad de Europa para explicar el destacado papel de este continente en el mundo moderno, del mismo modo que no tenemos por qué entender la aparición de la civilización urbana en Sumer como un signo de la excepcionalidad de esta región. Como ha dicho Andrew Sherratt:
Europa occidental tropezó con un papel nuevo gracias al descubrimiento del Nuevo Mundo y el crecimiento de los vínculos atlánticos. No hay, pues, ninguna relación predeterminada entre el desarrollo social o económico y el medio por el que se desarrolla una región; desde el punto de vista local, el cambio suele ser arbitrario e imprevisible. La ampliación del sistema mundial y las modificaciones de su forma y sus conexiones imponen a las regiones papeles inesperados para los que en su momento suelen parecer poco aptas.70
Al igual que en Sumer más de 4.000 años antes, un aumento brusco en la escala de los intercambios y un repentino reajuste de las redes potenciaron y posibilitaron una escala de inversión inédita en lo que hasta entonces había sido un páramo.71
Pero no deberíamos exagerar tales contingencias, porque la situación estratégica de Europa no era totalmente aleatoria. Había otras regiones de la zona afroeuroasiática que también estaban en condiciones de construir y mantener flotas mercantes capaces de dar la vuelta al mundo, flotas parecidas quizá a las capitaneadas por el almirante Ming Yeng He a comienzos del siglo XV. Si se hubieran decidido, es posible que los ejes del nuevo sistema global hubieran sido ellas y no el litoral atlántico. Un mundo en el que el eje y el centro de gravedad hubieran coincidido en China habría podido generar una revolución moderna más rápida y caótica que esta que conocemos, que tiene el eje en un lugar del mundo y el centro de gravedad en otro situado a mucha distancia. La topología del nuevo sistema no estuvo determinada sólo por la geografía: Europa pasó a ser el eje del nuevo sistema global de intercambios, entre otras cosas porque estaba predispuesta a desempeñar el papel.
Las sociedades de Europa occidental estaban excepcionalmente preparadas para sobrevivir en el nuevo sistema comercial global que apareció en el siglo XVI, y ello por dos razones. Primera, eran jóvenes y flexibles. En el noroeste de Europa los estados habían surgido en los últimos 1.500 años. Por entonces ya había estados poderosos y florecientes hacía más de 3.000 años en Mesopotamia y al menos 2.000 en China. El buen resultado de estos grandes estados exactores señala la medida en que sus estructuras políticas y militares, sus alianzas de clase y sus valores estaban adaptados a la ecología social y política de la era agraria. En cambio, los jóvenes estados europeos aparecieron en un mundo más mercantilizado. Sus estructuras y tradiciones de gobierno, sus actitudes y alianzas de clase características y sus tradiciones militares estaban adaptadas a un medio sociopolítico muy distinto. Obviamente, había grandes diferencias entre unos estados europeos y otros, diferencias que se analizan de manera magistral en Coerción, capital y los estados europeos: 990-1992 (edición revisada 1992). Sin embargo, la regla general es que los sistemas estatales de la Europa mediterránea (y los estados coloniales de América a un nivel incluso mayor) desarrollaron sus estructuras y actitudes básicas en un mundo más mercantilizado que el de la era clásica.
Segunda: el sistema estatal europeo se caracterizó por una serie de rasgos que ya hemos visto (en el capítulo 10) y cuya acción combinada hizo que los grupos de poder fueran más tolerantes con el comercio. En Europa occidental, a diferencia de lo ocurrido en Mesopotamia y China, no aparecieron más imperios exactores tras el hundimiento de los que habían gobernado la región en la era clásica. El Sacro Imperio Romano aspiró a desempeñar este papel, pero no lo consiguió. En consecuencia, Europa occidental cristalizó como un mosaico de estados pequeños, en competencia incesante y cerca de las principales rutas comerciales del mundo mediterráneo. Es una articulación que ya conocemos.72 En períodos de comercialización limitada, como el que fue testigo del florecimiento de las ciudades-estado de la Grecia clásica, estos factores creaban sistemas comercial y militarmente audaces que podían llegar a ser sorprendentemente poderosos. Sus comerciantes recorrían gran parte del mundo conocido; y como ya se ha señalado, sus ejércitos llegaban en ocasiones a desafiar a los gigantes del mundo exactor, como las ciudades-estado griegas, que derrotaron a los persas en Maratón y Salamina. Pero no podía esperarse que sustituyeran a los grandes imperios por tiempo indefinido. En el mundo del siglo XVIII, mucho más mercantilizado, las parecidas diferencias entre los estados y las regiones podían resultar más decisivas.
Estos dos factores explican por qué las sociedades europeas estaban ya bien adaptadas a las realidades económicas, políticas y militares de un mundo en extremo mercantilizado. Más concretamente, nos ayudan a entender la gran competitividad y la frecuente brutalidad del espíritu comercial característico de los sistemas europeos desde el siglo XV en adelante. En la fase de expansión que siguió a la peste negra, los estados europeos se enzarzaron en una lucha a muerte por participar de la riqueza comercial disponible en las crecientes redes euroasiáticas. Incluso los estados más tradicionales, como los que expulsaron a los musulmanes de la península Ibérica o la Francia de Luis XVI, entendieron la importancia de los ingresos procedentes del comercio. La monarquía española se apoyó mayoritariamente, en su momento de máximo esplendor, en los créditos y en los ingresos de procedencia mercantil, mientras que los gobiernos franceses del siglo XVII dependieron de una amplia gama de impuestos sobre el consumo y el comercio.73 El aumento de la actividad comercial y del interés y protección de los gobiernos europeos impulsó mejoras en la construcción naval y la navegación, en el sector textil (el segundo sector más grande de casi todas las economías premodernas), en la construcción de esclusas y tal vez incluso en la imprenta. De manera indirecta fueron factores que influyeron en la conquista hispanoportuguesa de las redes comerciales atlánticas y en la posterior conquista de las civilizaciones agrarias americanas.74 La colosal riqueza que se extrajo de América —y el extraordinario poder comercial, político y militar que pudo construirse con estos ingresos, como demostraron los casos de España y Portugal— fomentaron la intensificación de esta pujanza comercial que fue el distintivo de los estados europeos de principios del período moderno. Este complejo del poder estatal que depende de los ingresos del comercio explica también por qué en el siglo XVI podían verse barcos europeos en todos los rincones del mundo.
Así pues, no fue una casualidad que Europa se encontrase en el eje del nuevo sistema global de intercambios. La aparición de un mundo muy competitivo de estados expansionistas y mercantilizados en las costas atlánticas presagiaba que sobre las aguas del Atlántico acabaría tendiéndose un puente. En realidad, ya los vikingos del ciclo malthusiano anterior, adelantándose al feroz expansionismo de los estados europeos de siglos posteriores, habían tendido uno, aunque frágil y poco duradero.
La posición estratégica de Europa fue responsable, evidentemente, de que los cambios producidos en el nuevo sistema global la afectaran más a ella que al resto del mundo. En la historia del mundo moderno se suelen pasar por alto los intercambios de información. Sin embargo, como ya he sostenido en capítulos anteriores, las modificaciones de la cantidad y variedad de la información intercambiada entre las comunidades pueden ser, en las escalas grandes, un determinante crucial de los índices de innovación. Europa quedó inundada de información en la primera etapa del período moderno. En el eje del nuevo sistema global de intercambio, fue la primera que recibió la masa de nuevos conocimientos sobre América y sobre otras regiones de Afroeurasia. Pasó a ser un centro de intercambio de los nuevos conocimientos geográficos y culturales. En consecuencia, fue en la vida intelectual europea donde esta nueva información que fluía por la primera red global de intercambio dio los primeros y más impresionantes frutos.
La asimilación de esta masa de información de última hora transformó la vida intelectual europea. Margaret Jacob dice que la literatura de viajes de los siglos XVI y XVII tuvo un «efecto acumulativo», que «fue cuestionar la validez absoluta de las costumbres religiosas que durante mucho tiempo se habían considerado primordiales, sobre todo entre los eclesiásticos».75 Conforme se ampliaba el teatro del intercambio de información y la imprenta la difundía a mayor velocidad, los sistemas tradicionales de conocimiento tuvieron que someter sus presuntas verdades a pruebas de dificultad creciente y abandonar muchos de sus rasgos más obtusos. Como ha dicho Andrew Sherratt en un trabajo reciente que subraya el papel de la generalización de los intercambios en la historia humana: «La “evolución intelectual” [...] es sobre todo la aparición de modos de pensar apropiados para crecientes masas de población. [...] Esta comunicabilidad se ha manifestado en los últimos quinientos años en el desarrollo de la ciencia, que se ha esforzado en buscar criterios de aceptación libres de condicionamientos culturales».76 Lo que mejor explica el escepticismo radical que destila la orientación de la ciencia moderna en relación con las versiones tradicionales de la realidad, y que se hace patente por primera vez en la Europa del siglo XVI, es esta entrada de nuevos caudales de información y conocimientos. Los «filósofos naturales» europeos, desde el siglo XVII en adelante, sabían que trabajaban con una masa de información prodigiosamente aumentada, gran parte de la cual socavaba la credibilidad de los mapas tradicionales de la realidad. Steven Shapin ha dicho que «los sistemas filosóficos basados en el conocimiento restringido seguramente eran defectuosos por esta misma razón, y la experiencia aportada, por ejemplo, por los primeros viajes al Nuevo Mundo, sirvió de puntal de algunas corrientes tempranas del escepticismo moderno sobre los sistemas filosóficos tradicionales».77 El escepticismo sobre los fundamentos del conocimiento, la búsqueda de conclusiones de universalidad creciente (las leyes newtonianas de la gravedad son un ejemplo) y el uso de procedimientos de verificación más rigurosos (como los utilizados por Galileo) pueden considerarse consecuencias de la expansión del marco en el que se ponían a prueba los sistemas de conocimiento en el naciente sistema global de intercambios de información.
El impacto de las redes globales de intercambio en las estructuras sociales, políticas y económicas de Europa es más conocido, pero igual de significativo. Los comerciantes europeos y los gobernantes que los protegían fueron recompensados de manera espectacular y rápida. Mientras los soldados españoles conquistaban los núcleos agrícolas de Mesoamérica y Perú, los portugueses, los franceses, los holandeses y los británicos empezaron a colonizar otras regiones americanas, habitadas hasta entonces por comunidades sin estado de agricultores o cazadores-recolectores. El regalo de la plata americana financió el poderío español del siglo XVI. En realidad, España dependía tanto de la plata americana que cuando se cerró el grifo en el siglo XVII, decayó su influencia comercial y política. La plata americana sirvió asimismo para que los comerciantes europeos, por lo general apoyados por sus gobiernos, entraran por las buenas o por las malas en las ricas redes comerciales de Asia. Como ha señalado André Gunder Frank, la política de patada en la puerta con que entraron en las redes comerciales del sureste y el sur de Asia durante este período guarda afinidad con los métodos de los ejércitos mongoles que se habían apoderado tres siglos antes de las vías comerciales de las Rutas de la Seda.78 Los comerciantes europeos estaban adoptando el papel mediador desempeñado por los mongoles en el sistema mundial del siglo XIII, pero lo hacían en el escenario, mucho mayor, del primer sistema global de comercio.
Los beneficios procedentes de estas actividades animaron a las élites mercantiles y a los estados a estrechar las alianzas formadas provisionalmente en tiempos anteriores. La gran dependencia de los estados respecto de los ingresos procedentes del comercio dio a aquéllos una estructura particular y una política característica. En primer lugar, los comerciantes solían tener una posición muy elevada en estos estados; en algunos, como Venecia o los Países Bajos, eran el estado. En segundo lugar, los estados que dependían de los ingresos procedentes del comercio tenían que apoyar el comercio y en consecuencia protegían los derechos de los comerciantes con un entusiasmo poco común en los imperios agrarios, más grandes y tradicionales. Esta política solía empujar a los estados a emprender guerras comerciales. Por último, un medio así podía tener efectos menos perceptibles en las actitudes de las minorías gobernantes, instándolas a pensar no sólo en métodos de recaudar tributos, sino también en formas de generar riqueza de naturaleza empresarial. La política mercantilista de los estados europeos del siglo XVII —reflejada por ejemplo en las Leyes de Navegación de la mancomunidad inglesa, que protegieron el comercio británico en las colonias británicas—, es un claro ejemplo de la nueva actitud de los gobiernos ante el comercio y las medidas que estos cambios fomentaban. También ilustra esta tendencia la proliferación por toda Europa de las leyes sobre patentes, que empezaron a emitirse en Venecia en el siglo XV. Los gobiernos fomentaron también la innovación fundando sociedades científicas u ofreciendo premios. (El premio más célebre pertenece, hablando con propiedad, al capítulo siguiente. En 1714, el gobierno británico convocó un certamen para la construcción de un reloj lo bastante resistente y seguro para llevarse en un barco, con objeto de que los marineros pudieran calcular la longitud. El premio no se adjudicó hasta 1726, a John Harrison.)79
Con el paso del tiempo, la extensión del comercio transformó a las minorías exactoras tradicionales. Lo más probable es que estas transformaciones se produjeran cuando aumentaban bruscamente las necesidades económicas de las minorías en medios donde había a mano ingresos procedentes del comercio. Tenemos un ejemplo clásico en el comercio lanar de Inglaterra, porque incitó a los terratenientes a expulsar de sus tierras a los arrendatarios y a sustituirlos por ovejas, sobre todo en el siglo XVI, en que gracias a la disolución de los monasterios hubo más tierra disponible. La nobleza inglesa, tradicionalmente exactora, se dedicó al comercio de manera progresiva y produjo lana para los mercados de Flandes, invirtió en el comercio exterior o en piratería (como las expediciones de Francis Drake y John Hawkins), o se vinculó con la clase mercantil mediante el matrimonio. Detrás de los complejos rituales de la primacía de la nobleza que seguían vigentes a comienzos del período moderno podemos ver una lenta modificación de las personas y del carácter de la clase que formaban. Los nobles de toda Europa occidental estaban dejando de ser exactores y convirtiéndose en comerciantes y hombres de empresa, y todo de manera imperceptible. Muchos nobles, como el jurisperito francés Charles Loyseau, siguieron creyendo sin duda durante todo este período que, «vil o sórdido, es el beneficio lo que infama a la nobleza, cuyo papel es vivir de rentas».80 Pero en la práctica, esta imagen idealizada de la nobleza como clase exactora se volvía cada vez más anticuada. Si sus libros de contabilidad se hubieran sometido a inspección, se habría visto que muchos, poco a poco, se estaban convirtiendo en capitalistas, aunque seguramente se habrían horrorizado si se lo hubieran dicho. Al mismo tiempo, los comerciantes «mercantilizaban» a la nobleza contrayendo matrimonios mixtos, o comprando títulos (sobre todo en Francia), o asociándose con aristócratas deseosos de aprovecharse de su experiencia financiera y comercial. Allí donde los aristócratas se negaban a embarcarse en la libre empresa o a asociarse con comerciantes que podían ayudarles a hacerlo, al final sucumbían. En la literatura rusa del siglo XIX hay símbolos clásicos de esta claudicación, como Stepan Oblonski (hermano de Anna Karenina) y la señora Ranevski del Jardín de los cerezos de Chéjov.
Las alianzas entre comerciantes y gobiernos podían acabar en simbiosis. Muchos gobiernos habían cooperado ya con los comerciantes y algunos habían incluido a comerciantes en sus estructuras; pero esta cooperación empezaba a producirse ya incluso en estados de extensión modesta pero de alcance global. En algunos casos, los comerciantes pasaron a ser parte integral del gobierno. En un extremo estaban los Países Bajos, donde la clase comercial era el gobierno; en el otro estaban España o Rusia, donde los gobiernos eran tradicionales y recurrían a los comerciantes a regañadientes, para pedirles préstamos o encargarles la dirección de operaciones comerciales de envergadura. En medio estaban países como Gran Bretaña y Francia, donde los comerciantes y algunas actividades mercantiles se estaban incorporando poco a poco a las estructuras de gobierno.81
Entre los resultados más espectaculares de la naciente simbiosis de gobiernos y comerciantes destaca la elevada mercantilización de la guerra, que al final permitió a los estados mercantiles derrotar a los imperios exactores en la palestra bélica, así como en la comercial. La violenta competitividad del medio europeo determinó que la mercantilización de los estados europeos mercantilizara también la guerra. Este proceso, sostenido por abundantes caudales de plata americana, produjo una revolución en la tecnología militar que elevó tanto la destructividad como el coste de la guerra a cotas desconocidas hasta entonces. Charles Tilly afirma que los estados europeos se formaron inicialmente en respuesta a las necesidades de la guerra.82 Como en la antigua Sumer y en muchos otros sistemas regionales de estados competitivos de tamaño medio y pequeño, la guerra era endémica en Europa. Prepararse para la guerra y movilizar a los soldados, las armas y los suministros que se necesitaban estaban entre las principales misiones de los gobiernos. Las consecuencias militares de estos sistemas se reflejan bien en un diálogo entre el jesuita Guido Aldeni y un amigo chino que le preguntó: «Si tenéis tantos reyes, ¿cómo evitáis las guerras?». Aldeni respondió que los enlaces mixtos entre los grupos gobernantes o la autoridad de los papas bastaban para mantener la paz, pero fue una respuesta capciosa. La conversación tuvo lugar durante la guerra de los Treinta Años.83 China es un interesante contrapunto, porque el derrocamiento de la dinastía Ming por la manchú a mediados del siglo XVII dio lugar a un período de conflictos continuos. En estas guerras desempeñaron un papel esencial los cañones y los mosquetes, imitados de los modelos otomanos o de Asia meridional, o fabricados siguiendo las directrices chinas por los europeos presentes en China. Pero cuando la dinastía manchú (Ts’ing) hubo consolidado su superioridad, la innovación militar volvió a decaer y el desfase que había en tecnología militar entre China y Europa empezó a aumentar, dejando a China en situación de máxima vulnerabilidad en el siglo XIX.84
La pauta general es antigua, pero la forma en que los estados europeos se movilizaban para la guerra presenta unas características que son distintas de Europa. Tilly señala que la movilización, hasta el siglo XV, se llevaba a cabo de acuerdo con métodos que podríamos llamar exactores: «Las tribus, las levas feudales, las milicias urbanas y fuerzas tradicionales parecidas desempeñaban el papel principal en la guerra, y los soberanos solían extraer el capital que necesitaban con tributos o rentas sobre la tierra y sobre los individuos que estaban bajo su autoridad».85
Sin embargo, entre el siglo XV y comienzos del XVIII se difundió la costumbre de comprar o contratar tropas, por lo general con préstamos que los estados pedían a los grandes capitalistas. De este modo, las victorias militares reflejaron de manera paulatina la prosperidad comercial. Ya en 1502, Robert de Balsac, un veterano francés de las guerras de Italia, terminaba un estudio sobre el arte de la guerra señalando que «lo más importante de todo es que el triunfo en la guerra depende de tener dinero suficiente para proveer a todas las necesidades de la empresa».86 La entrada de nuevas formas de riqueza que se produjo durante los cien años siguientes elevó bruscamente las apuestas en esta secular carrera armamentista de Europa.
El paso a métodos más comerciales de hacer la guerra reflejaba hasta cierto punto la naturaleza mercantilizada del sistema estatal europeo. Pero no fue menos importante el cambio fundamental que se produjo en las técnicas militares y que se conoce con el nombre de revolución de la pólvora.87 Sus raíces tecnológicas recorrían todo el sistema afroeuroasiático. Los experimentos chinos del período Song se basaron probablemente en lo que se sabía de las técnicas bizantinas sobre el uso del aceite con fines incendiarios (de donde salió el llamado fuego griego). Este conocimiento entró en el sureste asiático a través de intermediarios árabes y de allí pasó a China. Los primeros que utilizaron en la guerra las propiedades explosivas de la pólvora fueron los Kin, los rivales septentrionales de los Song, en 1221.88 Pero fue en Europa donde estas tecnologías se desarrollaron más a fondo. Los cañones de asedio empezaron a revolucionar la guerra en el siglo XV, porque exigieron la construcción de fortificaciones más complejas y caras. Los cañones móviles elevaron más aún los costes. El creciente uso de mosquetes portátiles en el siglo XVI transformó el papel de la infantería, que necesitó un nivel y una modalidad superiores de adiestramiento y disciplina. La dotación de cañones a los barcos transformó igualmente la guerra en el mar. El coste creciente de los ejércitos y las flotas favoreció a los estados que podían movilizar más rápidamente los mayores fondos y las mejores fuentes de financiación, es decir, los estados más mercantilizados como los Países Bajos. Pero incluso los estados tradicionales, como la Rusia moscovita, se dirigían a fuentes de ingresos nuevas, más comerciales, para costear las reformas militares. Fue Iván el Terrible quien empezó, en el siglo XVI, a explotar el monopolio estatal del vodka; en el siglo XIX era ya la principal fuente de ingresos del estado ruso y cubría casi todos los gastos de la defensa.89
Los investigadores están de acuerdo, en términos generales, en que el comercio afectó a los estados europeos a principios del período moderno. El acuerdo es menor en lo que se refiere a su influencia en las zonas rurales europeas. La historiografía tradicional ha considerado decisivamente capitalista el sector rural de Europa occidental y, por lo tanto, radicalmente distinto del sector rural, por ejemplo, de China o la India. Las investigaciones de última hora han obligado a modificar estas conclusiones, ya que hemos acabado por comprender hasta qué punto podían estar mercantilizadas las regiones rurales incluso en Asia oriental. Sin embargo, sigue en pie la posibilidad de que en algunas áreas de Europa occidental (sobre todo Gran Bretaña) la mercantilización del sector rural fuera más profunda que en gran parte de Asia oriental y que empezara a transformar las formas tradicionales de propiedad y control de la tierra, y a desarticular las estructuras tradicionales que preservaban el acceso de los campesinos a la tierra.
El comercio europeo, como el de cualquier otro sitio, nunca tuvo problemas para plantar una pica en las zonas rurales. Las exóticas baratijas urbanas o los artículos más necesarios como la sal encontraban en seguida el camino de los mercados rurales, aunque sólo fuese para participar en trueques y operaciones por el estilo. Pero era poco probable que estos artículos revolucionasen la vida rural. Más decisivas fueron las presiones que obligaron a los campesinos —a los europeos tanto como a los de Asia oriental— a complementar los ingresos agrícolas con empleos asalariados. Estas presiones podían ser fiscales. Conforme los terratenientes y los gobiernos pasaban a depender del comercio, tendían a exigir que los impuestos o las rentas tradicionales se pagaran en metálico y no en especie o en servicios, modificación que obligó a los contribuyentes a ganar dinero. La presión demográfica, al producir escasez de tierra, pudo haber surtido el mismo efecto. El crecimiento de la población del ciclo malthusiano posclásico hizo que, en el siglo XIII, alrededor de la mitad de las familias campesinas de muchos puntos de Europa careciera de tierra suficiente para el propio mantenimiento y obligara a buscar cualquier clase de trabajo asalariado. En un estudio sobre la Europa preindustrial, Catharina Lis y Hugo Soly señalan que
en Picardía, hacia 1300 [...] el 12 por 100 de la población estaba compuesto por indigentes y mendigos sin tierra que dormían en chozas fuera de la aldea y vivían trabajando por un salario; [...] el 33 por 100 cultivaba pequeños terrones y también se veía obligado a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir; [...] el 36 por 100 estaba compuesto por individuos pobres que no tenían ni una yunta de bueyes o de caballos, pero que por lo general conseguían prestaciones laborales; [...] el 16 por 100 tenía una explotación de tamaño suficiente para librarse de dificultades; y [...] el 3 por 100 mandaba sobre los demás.90
Allí donde la tierra no producía lo suficiente para alimentar a la unidad familiar y cumplir con las obligaciones con el estado, los terratenientes y otros (por ejemplo las parroquias), los campesinos tenían varias opciones. Podían tratar de vender productos rurales a mejor precio en los mercados locales, aunque aquí solían tropezar con la competencia de productores más fuertes. Podían pedir dinero a los prestamistas locales, lo cual, en la era de la expansión del crédito, era la forma más peligrosa de entrar en el mundo de los ricos. También podían dedicarse a actividades comerciales dentro de la unidad familiar, por ejemplo hilar o tejer. Estos procesos, que han acabado conociéndose con el nombre de protoindustrialización, podían crear regiones en que los ingresos campesinos procedían fundamentalmente de las actividades industriales domésticas. El estudio de Maxine Berg sobre las industrias domésticas de Staffordshire a finales del siglo XVII nos da una idea de su extraordinaria variedad:
En Needlewood Forest se torneaba madera, se curtían pieles y se hacían trabajos de carpintería, en el sur de Staffordshire había carbón, además de hierro y artículos metálicos como cerrojos, asas, botones, guarniciones y clavos; y carbón y hierro en Cannock Chase. En Kinver Forest, en el suroeste, había fabricantes de guadañas y de herramientas afiladas, y cristaleros en Stourbridge, en la frontera Staffordshire-Worcestershire. En Bursham, al noroeste, había alfarería, y en el noreste había minas de donde se extraía mena. Y por todo el territorio se trabajaba el cuero y se tejía con cáñamo, lino y lana.91
La autora añade que en Essex, en 1629, había ya entre 40.000 y 50.000 personas que dependían tanto de la manufactura de ropa que «se habrían muerto de hambre si no hubieran estado trabajando continuamente y recibiendo un salario todas las semanas»; en un contexto así, una crisis comercial podía causar la ruina inmediata de miles de personas.92 Algunos miembros de las unidades familiares salían en busca de trabajo asalariado, en el campo o en alguna población cercana. Por último, en la base de esta larga y resbaladiza pendiente, estaban los que habían abandonado totalmente la tierra y se esforzaban por sobrevivir como obreros asalariados.
Las estrategias familiares que vemos hoy en las zonas rurales podían verse en todas las regiones de civilización agraria donde el campesinado sufría una fuerte presión comercial, fiscal o demográfica. Cada medida que se tomaba aumentaba el componente monetario del presupuesto familiar, atrayéndolo progresivamente hacia el mundo del comercio. Los campesinos entraron en el mundo capitalista a regañadientes. He aquí cómo describe estos procesos una historia social de la Francia del siglo XVII:
Casi todos los campesinos, enfrentados al crónico y tremendo desequilibrio entre el grano que podían llamar propio y el mínimo que necesitaban para sobrevivir, recurrieron a la improvisación. Alquilaban alguna hectárea de más para complementar las propias. Se ofrecían como braceros en las explotaciones mayores durante la activa estación estival. Cultivaban huertos a destajo y vendían legumbres y fruta en los mercados de los alrededores. La leche procedía de una sola vaca que estaba en los huesos. Había pocos cerdos en el Beauvaisis y solían competir con los humanos por la comida. Cuatro o cinco pollos en el corral y unas cuantas ovejas pastando con el rebaño de la aldea: esto era todo lo que podía permitirse la familia campesina normal. Añádanse los magros salarios que se sacaban en invierno hilando y tejiendo, y si el año era bueno, el déficit casi podía remontarse. Si los tiempos eran malos, podía ocurrir que los campesinos no pagaran los impuestos. También llegaba inevitablemente el momento en que tenían que pedir grano prestado. Estas deudas se traducían antes o después en la pérdida de una parte de la tierra que les quedaba. Faltos de tierra y endeudados, los campesinos corrían peligro de perder su preciada posición en la comunidad, de caer en la categoría de los pobres sin tierra.93
A medida que los campesinos y los terratenientes se adentraban en las redes de la actividad empresarial, cambiaban sus relaciones con la tierra. Para los grupos privilegiados cuyos ingresos procedían cada vez más del comercio, en medios en que se comercializaban crecientes cantidades de productos agrícolas, procurar tierra a los campesinos no era ya de vital importancia. Como los terratenientes tenían ahora fuentes de ingresos que no dependían del trabajo de los campesinos, podían perfectamente, como en el caso extremo de la Inglaterra del siglo XVI, sustituir a los campesinos por ovejas y seguir adelante. A consecuencia de estos cambios, los estados, los terratenientes e incluso algunos campesinos ricos empezaron a ver la tierra como una fuente de beneficios comerciales y no como una fuente de productos. Los gobiernos de países como Inglaterra fomentaron la comercialización de la tierra aboliendo o comprando antiguos derechos a la misma y expulsando a los arrendatarios que no tenían más derechos que los de la costumbre. A lo largo de tres siglos (de 1500 a 1800), la supresión del tradicional derecho de los campesinos a la tierra poniendo cercas en los campos acabó con el campesinado tradicional. En otras partes los campesinos iban perdiendo la tierra ante presiones más lentas y a veces más lacerantes, como los impuestos, las deudas, las malas cosechas y la escasez de tierra. A veces, como en la Francia posrevolucionaria, los derechos a la tierra se protegían, pero las presiones del comercio obligaban a hacerse pequeño empresario si se quería sobrevivir. La comercialización, conforme se adentraba en el campo, transformaba la tierra en una mercancía y a los campesinos en jornaleros o en pequeños empresarios. Así empezó a invadir el capitalismo todos los rincones de la vida rural.
La comercialización de la tierra acentuó las diferencias en riqueza, ya que socavó la ley básica de las civilizaciones agrarias: que los productores rurales tenían que tener tierra. La expresión que utilizó Marx para describir el cambio era una imagen eléctrica. Lo que él llamó «acumulación primitiva» del capitalismo era, a diferencia de las formas acumulativas y más sencillas que se describieron en el capítulo anterior, una especie de «electrólisis» social, como la acumulación que se produce en la batería de un coche. La energía potencial se genera por la gravitación de un ion hacia el polo negativo de la batería y de otro ion hacia el polo positivo.94 Durante la fase de acumulación primitiva, la propiedad y la riqueza gravitaron hacia la clase propietaria, mientras que la falta de propiedades caracterizó a la naciente clase de los proletarios. Fue un proceso doloroso y salvaje, sobre todo en las primeras etapas; el capitalismo primitivo, como cualquier aprendiz de depredador (y como las formas más simples y antiguas de exacción), al principio se preocupó más por consumir que por la salud de su víctima.95 Sin embargo, como dijo Marx, la creciente energía potencial generada por esta electrólisis social es lo que explica el dinamismo del sistema capitalista. Expulsando a los campesinos de la tierra se les obligaba a dedicarse, decisiva y permanentemente, a actividades asalariadas. En tanto que asalariados acabaron compitiendo con otros asalariados, mientras que como campesinos tradicionales sólo habían aspirado a sobrevivir. En tanto que asalariados, el precio que tenían que pagar si resultaban ineficaces era el despido y tal vez la miseria; como campesinos, el precio se reducía a la pobreza, ya que aún tenían un pedazo de tierra para alimentarse. Así pues, la expulsión de los campesinos de la tierra, como decía Marx, fue un paso crucial en la creación de un mundo en el que la competencia obligaba al grueso de la población a interesarse, como los comerciantes, por cuestiones de eficacia y productividad. Al igual que los comerciantes, tenían que comprar y vender (porque no podían producir ya su propia comida ni su ropa); y, al igual que los comerciantes, para sobrevivir tenían que trabajar con mayor ahínco en un mundo de creciente competitividad. Marx habló de «plusvalía absoluta» para explicar la progresiva dedicación al trabajo en la historia del capitalismo temprano. Jan de Vries ha sostenido recientemente que en Europa hubo por lo menos una «revolución industriosa» antes que la más conocida «revolución industrial» de los siglos XVIII y XIX.96
Lo que sigue sin estar claro es si estos procesos habían ido mucho más lejos en Europa que en otras regiones de Afroeurasia. Resulta tentador decir que, aunque casi todos los campesinos de 1700 estaban dedicados a actividades de mercado de una u otra clase, la región donde más se practicó la expropiación de tierras fue Europa occidental y en concreto Gran Bretaña. Sin embargo, las recientes investigaciones han puesto de manifiesto que no hay tantas diferencias para justificar el alegato de que Europa occidental, o Gran Bretaña, era ya «capitalista», mientras que China, por ejemplo, no lo era.
Llegamos a una conclusión frustrante. La repentina aparición de una red global de intercambios había transformado los sistemas socioeconómicos de muchas regiones del mundo. Aunque con resultados catastróficos para las poblaciones autóctonas de otras zonas mundiales, había multiplicado la riqueza concentrada en las regiones más proclives al comercio de Afroeurasia. Tanto Afroeurasia como América estaban integradas en sistemas globales de intercambio, así que en 1700 el mundo estaba mucho más mercantilizado que unos siglos antes. Las estructuras sociales de algunas regiones estaban más cerca que nunca del modelo ideal de economía capitalista. Los productores rurales estaban entregados a actividades empresariales o asalariadas y el comercio estaba rompiendo el tradicional aislamiento del mundo aldeano. Además, había muchas otras partes fuera de las áreas centrales de civilización agraria que estaban también inmersas en redes de actividad empresarial. Entre ellas estaban las regiones colonizadas de América y Siberia, así como zonas significativas de África y, ya a finales del siglo XVIII, gran parte del Pacífico y Australasia. Y por añadidura, como en períodos anteriores, la expansión de las redes de intercambio y el aumento de la población, de la actividad comercial y de la actividad del estado habían impulsado notorios avances en algunos sectores de la economía, como el comercio, la minería y la guerra, así como multitud de innovaciones menores pero muy significativas en la agricultura (por ejemplo, la introducción de nuevos cultivos). Por último, y quizá lo más importante de todo: el solo tamaño del sistema global moderno multiplicaba las posibilidades de la sinergia comercial e intelectual al aumentar el volumen del tráfico y la medida en que los productos e ideas de una región podían fomentar la actividad económica en otras partes del sistema. En este gigantesco escenario planetario, el comercio no sólo estaba más extendido sino que además era más dinámico a efectos sociales, políticos y económicos. Resulta tentador creer que el mundo había llegado al umbral del capitalismo tal como lo definía Marx: como «una acumulación de valores de uso suficientemente elevada para cumplir las condiciones objetivas, no sólo de la producción de mercancías o valores necesarios para reproducir o mantener con vida la fuerza de trabajo, sino también para absorber la fuerza de trabajo excedente».97
Espoleado por la repentina aparición de un sistema global de intercambio y por el brusco aumento del volumen, variedad y frecuencia de toda clase de intercambios, el sistema mundial moderno estaba ante el umbral de la modernidad, pero no lo había cruzado aún. Hay aspectos importantes en los que el mundo de 1700 seguía siendo decididamente premoderno y precapitalista. La modernidad es impensable sin unos niveles de productividad agrícola lo suficientemente elevados para apartar del trabajo agrícola a una mayoría de productores. Sin embargo, en ninguna región del mundo se había cruzado claramente este umbral a comienzos del siglo XVIII (aunque las cosas fueron muy distintas al finalizar el siglo). Inglaterra era tan excepcional como cualquier otra región, dado que allí, a finales del siglo XVII, entre el 70 y el 75 por 100 de la tierra cultivable estaba en manos de una clase terrateniente relativamente empresarial y el 40 por 100 de la población no trabajaba ya en el sector agrícola.98 Pero estas cifras dicen al mismo tiempo que más de la mitad de la población seguía dedicada a labores agrícolas y que alrededor de las tres cuartas partes de la población vivía aún en aldeas y villorrios.99 Incluso Inglaterra seguía siendo fundamentalmente agrícola, como todas las sociedades exactoras desde hacía 4.000 años; alrededor del 50 por 100 de la población trabajaba en el sector agrícola todavía en 1759.100 «Lo que no puede negarse —observa Peter Mathias— es que la unidad principal de la economía era la tierra, la mayor fuente de riqueza en rentas, beneficios y salarios, y el patrón unipersonal más poderoso. Directa e indirectamente, gran parte de las materias primas de la industria dependía de la producción doméstica. El cervecero, el molinero, el curtidor, el candelero, el tejedor e incluso el herrero de la Inglaterra aldeana alimentaban y eran alimentados por la agricultura».101 En otros lugares se notaron mucho menos los cambios; en Francia, por ejemplo, los campesinos constituían alrededor del 85 por 100 de la población, los habitantes de centros urbanos alrededor del 13 por 100 y la nobleza alrededor del 1 por 100.102
Los límites a que llegaron los cambios socioeconómicos antes del siglo XVIII explican el otro rasgo sorprendente de la primera fase de la era moderna: la continuada lentitud de las innovaciones, según los parámetros modernos. A un extraterrestre que hubiera visitado nuestro planeta en 1700 le habría costado mucho identificar dos de los rasgos más destacados del mundo moderno: el papel dominante de Europa y la aceleración del ritmo de las innovaciones.
Durante dos largos ciclos malthusianos, el primero hasta el siglo XIV, el segundo hasta el XVII, hubo un aumento sostenido y acelerado de los índices de acumulación en las principales regiones de civilización agraria. En estas regiones centrales aumentó también de manera apreciable la comercialización, sobre todo a raíz de la aparición, en el siglo XVI, de una red global de intercambios. En ciertas regiones, como la China Song o la Europa de principios del siglo XVI, la comercialización condujo a la aparición de políticas más comprometidas con las formas comerciales de riqueza que con las exactoras. En suma: en algunas regiones empezaron a aparecer lo que podríamos llamar estados capitalistas y los mercados mundiales se ampliaron y adquirieron más cohesión.
No obstante, no hubo cambios revolucionarios en este período. En lo que se refiere al siglo XVIII, no sería desacertado decir que las estructuras políticas dominantes del naciente sistema mundial eran todavía más exactoras que capitalistas. A pesar de los elevados niveles de comercialización que encontramos en muchas regiones, los gobiernos más poderosos seguían siendo tradicionales por su actitud y por su política económica y social. Puede que el signo más claro de esta continuidad del pasado fuera el hecho de que Asia siguiera siendo el centro del sistema mundial, algo que los historiadores no han entendido plenamente hasta los últimos años.
Incluso en Europa, donde había erosionado más que en ningún otro lugar las estructuras políticas tradicionales, tuvo un efecto limitado en la forma de producir mercancías en el sector rural. Las estructuras capitalistas dominaban los sistemas comerciales y determinaban la política de los principales estados, pero no dominaban la producción. Como ha señalado Charles Tilly: «La verdad es que los capitalistas, durante casi toda la historia, han trabajado más como comerciantes, empresarios y banqueros que como organizadores directos de la producción»,103 una observación válida para 1700. El capitalismo estaba transformando el comercio, pero no había transformado aún los métodos de producción en serie. La unidad básica de producción seguía siendo la unidad familiar: la familia campesina que trabajaba la tierra o en industrias domésticas y la familia artesana de los centros urbanos. Aunque los salarios iban adquiriendo importancia para sus miembros, éstos no eran todavía trabajadores asalariados. Así pues, los métodos y actitudes comerciales no habían afectado aún de manera apreciable a la producción, que seguía siendo tradicional y de pequeña escala. Las estructuras sociales de Europa también seguían siendo tradicionales en muchos aspectos, como puede verse con claridad en el predominio de la agricultura y la extensión del campesinado.
Así pues, en el siglo XVIII había un sistema global en el que seguían dominando las estructuras tributarias tradicionales. Sin embargo, todas las regiones del sistema estaban ya en extremo mercantilizadas, a consecuencia de un largo y acelerado proceso de acumulación de conocimientos y recursos, sobre todo recursos comerciales. Además, en algunas regiones, en particular en Europa, las estructuras capitalistas tenían poder suficiente para dominar las estructuras del estado y la política del gobierno, y algunas de estas estructuras estatales neocapitalistas tenían fuerza suficiente para enfrentarse militarmente a grandes estados exactores. Esta combinación —sistema mundial sumamente mercantilizado y regiones con estructuras políticas en transformación— fue el requisito que hizo falta para la rápida formación de todo un sistema mundial impulsado por las dinámicas necesidades del capitalismo.
La literatura sobre la historia universal de los últimos 1.000 años es abundante y variada, pero hay desacuerdo en múltiples tema decisivos. Mark Elvin nos da en The Pattern of the Chinese Past (1973) la que todavía es una de las mejores descripciones del crecimiento económico de la época Song. Robert S. Lopez describe a la tradicional usanza eurocéntrica la expansión de la Europa medieval y su significado en La revolución comercial en la Europa medieval (1971), un título que puede complementarse con Carlo Cipolla, Before the Industrial Revolution (19812). Eric Jones suscitó otra serie de debates sobre los procesos globales que conducen a la modernidad con dos trabajos de envergadura, El milagro europeo (19872), y Crecimiento recurrente (1988). Hubo muchas réplicas, las más recientes de las cuales han reducido el papel de Europa y realzado los elevados niveles de productividad y el alto nivel de vida que había en Asia oriental a principios del período moderno. Entre los últimos títulos que siguen esta línea hay que destacar los debidos a Janet Abu-Lughod (Before European Hegemony, 1989), André Gunder Frank (ReOrient, 1998), Kenneth Pomeranz (The Great Divergence, 2000) y R. Bin Wong (China Transformed, 1997). Alfred Crosby ha subrayado más que nadie la importancia de los intercambios ecológicos entre las zonas mundiales afroeuroasiática y americana y en el interior de las mismas: véanse El intercambio transoceánico (1972) e Imperialismo ecológico (1986); William McNeill (La búsqueda del poder, 1982) y Geoffrey Parker (La revolución militar, 19962) han estudiado la revolución militar producida a principios del período moderno, mientras que Charles Tilly (Coerción, capital y los estados europeos: 990-1992, 1992, edición revisada) nos ofrece uno de las mejores historias sintéticas de la formación de los estados europeos durante el último milenio.