La revolución moderna ha transformado el mundo en los últimos 250 años. En las tablas 13.1 y 13.2 y en la figura 13.1 tenemos la producción industrial comparada de casi todo este período. Y lo primero que salta a la vista es que la producción industrial global casi se ha multiplicado por 100. Las cifras, lógicamente, son muy provisionales; las estadísticas en bruto no son fiables, ya que definen el «potencial industrial» y no incluyen a todos los países. Sin embargo, las conclusiones generales que sacamos de estas tablas son muy claras y no variarían por mucho que se precisaran los detalles.
Los grandes cambios que vemos en estas tablas podrían parecer universales e instantáneos a la escala de la gran historia. Para entenderlos bien tenemos que utilizar una lente más pequeña y analizar la forma y la cronología de la transformación en diferentes regiones del mundo. A escalas temporales de un par de siglos, la transformación sigue un camino definido. Este camino nos interesa, porque afectó decisivamente a la forma y al impacto de la revolución moderna. Las regiones que se encontraban en el eje de la nueva red global de intercambios fueron las primeras en experimentar los elevados índices de innovación y los extraordinarios flujos de energía característicos de la modernidad. A finales del siglo XIX, su primacía industrial les proporcionó una ventaja económica, política y militar decisiva que les permitió poner su sello en la forma y la naturaleza de la modernidad en todo el mundo.
La transformación se vio primeramente en Europa occidental. En el curso de un siglo revolucionó los índices del desarrollo y las estructuras sociopolíticas de Europa. Estos cambios alteraron radicalmente el papel de Europa en el sistema global. En 1750, el Reino Unido, Alemania, Francia e Italia eran responsables, aproximadamente, del 11 por 100 de la producción industrial global; en 1880 tenían casi el 42 por 100. Lo que es hoy el conjunto del «mundo desarrollado» era responsable, en 1750, de alrededor del 27 por 100 de la producción global, en 1860 del 63 por 100 y en 1953 de casi el 94 por 100. En el primer siglo de industrialización, la primacía la tuvo claramente el Reino Unido. En 1750 era responsable de menos del 2 por 100 de la producción global; en 1880, de más del 20 por 100.
TABLA 13.1. POTENCIAL INDUSTRIAL TOTAL, 1750-1980 (RU EN 1900 = 100)
FUENTES: Daniel R. Headrick, «Technological Change», en B. L. Turner II et al., eds., The Earth as Transformed by Human Action: Global and Regional Changes in the Biosphere over the Past 300 Years, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, p. 58; basado en Paul Bairoch, «International Industrialization Levels from 1705 to 1980», Journal of European Economic History 11 (1982), pp. 292 y 299.
NOTA: Las cifras recogen la producción artesanal, además de la manufactura industrial. Las cantidades se han redondeado y se basan en medias anuales trienales, con la excepción de 1913, 1928 y 1938. Por este motivo, las cantidades del epígrafe Mundo no coinciden con los totales de los epígrafes Países desarrollados y Tercer mundo. Las cifras que figuran bajo estos dos epígrafes se han calculado teniendo también en cuenta países que no aparecen en la lista.
TABLA 13.2. POTENCIAL INDUSTRIAL TOTAL, 1750-1980. PORCENTAJES RESPECTO DEL TOTAL GLOBAL
FUENTE: Tabla 13.1.
FIGURA 13.1. Potencial industrial global, 1750-1980. Basada en la tabla 13.2.
El cambiante equilibrio del poder industrial revolucionó el equilibrio del poder militar y político. En 1800, las potencias europeas controlaban alrededor del 35 por 100 de la tierra del planeta; en 1914 controlaban alrededor del 84 por 100.1 También se modificó el equilibrio del poder demográfico, aunque de manera menos radical. Las cifras de la tabla 11.1 indican que la población europea estuvo de 1000 a 1800 entre el 12 y el 14 por 100 de la mundial (con una subida temporal al 16 por 100 en el siglo XIV). En 1900 subió al 18 por 100 y a finales del siglo XX cayó al 9 por 100 aproximadamente. Estas cifras no reflejan la importancia demográfica de Europa, porque no tienen en cuenta a los millones que se marcharon de Europa y se instalaron en las Neoeuropas de América y Australasia.
La industrialización pareció un fenómeno europeo durante gran parte del siglo XIX. En el XX, sin embargo, se manifestó a escala global, ya que fuera de la zona axial de las economías europeas empezó a aumentar la producción. Conforme crecían la población, la economía y la capacidad militar de las sociedades europeas y noratlánticas, los gobiernos de otras regiones trataron de imitar los progresos económicos, políticos y militares de Europa. El resultado de sus esfuerzos y de la creciente cohesión económica y cultural del mundo fue la universalización del modelo europeo de modernidad. La velocidad y la escala de los cambios impidieron la posibilidad de que se produjeran revoluciones industriales regionales independientes, semejantes a las transformaciones regionales independientes del Neolítico. Por el contrario, el modelo europeo de modernidad sirvió de guía a la industrialización global, del mismo modo que la tecnología de las primeras regiones agrícolas creó un modelo que se copió en las redes regionales de intercambio de comienzos de la era agraria. No es una casualidad que los empresarios de todo el mundo vistan en la actualidad a la europea y no a la oriental, ni que el inglés sea hoy el idioma internacional del comercio y la diplomacia.
¿Por qué la transformación se vio primero en Europa? ¿Por qué no se desintegró la transformación europea tal como le había ocurrido a la revolución económica de la era Song? ¿Por qué carriles avanzó la modernidad durante el primer siglo, cuando estuvo básicamente limitada a Europa y Norteamérica? ¿Y cuáles fueron los principales rasgos de estas primeras transformaciones? Éstos son los temas fundamentales que abordaremos en este capítulo.
A causa de la trascendencia de las primeras transiciones a la modernidad, el resto del capítulo se dedicará a las regiones axiales de Europa occidental y del Atlántico norte. En aras de la claridad, se diferenciarán tres aspectos de la revolución moderna: el cambio económico, el político y el cultural. En realidad fueron facetas de una sola transformación, compleja e interrelacionada, que se produjo a una velocidad vertiginosa.
Conforme los historiadores han ido profundizando en los detalles del cambio económico (Patrick O’Brien lo llama «puntillismo histórico»), muchos han acabado poniendo en duda la idea de «revolución industrial», del mismo modo que algunos arqueólogos han puesto en duda la idea de «revolución neolítica». Cuando se mira de cerca, destacan los detalles, no las pautas generales. Pero desde la perspectiva de la historia mundial, cuesta no advertir la esencia revolucionaria de los cambios económicos. En un estudio general reciente O’Brien escribe:
Según todos los indicadores construidos y reconstruidos desde entonces para medir los ritmos del cambio económico, parece innegable, cuando comparamos la primera mitad del siglo XIX con la primera mitad del XVIII, la existencia de un período intermedio de discontinuidad acentuada. Jamás había habido un nivel de aceleración tan sostenido en Gran Bretaña (ni en ningún otro lugar de Europa o América). En suma, el ritmo de expansión a largo plazo de Gran Bretaña entre 1750 y 1850 fue históricamente único e internacionalmente extraordinario.2
Al hablar de las primeras etapas de la revolución industrial, me centraré en Gran Bretaña. Esto no significa que Gran Bretaña fuera un caso típico; lejos de ello, su primacía daba a entender que era atípico.3 Como han sostenido O’Brien y Caglar Keyder, el modelo francés de modernidad, aunque distinto del británico, no fue «inferior» en absoluto. El campesinado francés duró más tiempo e incluso consolidó su posición tras la Revolución de 1789; en consecuencia, la agricultura francesa siguió siendo más tradicional que la británica hasta bien entrado el siglo XIX y sus estructuras sociales fueron probablemente menos desiguales. Sin embargo, son poco importantes las diferencias que hay entre los dos países en lo que se refiere a las tasas de crecimiento de la producción a largo plazo de 1780 a 1914.4 Y en realidad no hay diferencias en el ritmo de las innovaciones. Muchos progresos tecnológicos decisivos fueron «occidentales» y no «británicos». Entre ellos hay que mencionar los primeros experimentos con máquinas de vapor; la invención del telar Jacquard (Francia, 1801), que utilizó por primera vez la codificación digital como forma de control mecánico; la invención de la desmotadora de algodón (Estados Unidos, 1793); la invención de ciertos procedimientos decolorantes (Francia, 1784); la fabricación de porcelana (Meissen, 1708); el hallazgo de nuevas técnicas para la fabricación del vidrio y el papel; y los primeros pasos de la aviación cuando los hermanos Montgolfier, dos empresarios del ramo del papel, llevaron a cabo el primer vuelo dirigido de la historia, en Antonnay, en el suroeste de Francia (1783). Sin embargo, la región cuya transformación económica se ha estudiado con mayor profundidad es Gran Bretaña (véase la tabla 13.3). Es asimismo la región donde el carácter revolucionario de estas transformación se hizo patente por primera vez a los contemporános. El revolucionario francés Blanqui habló de revolución industrial ya en 1837 para señalar que las transformaciones económicas que se estaban produciendo en Gran Bretaña eran tan revolucionarias como los cambios sociopolíticos de la Revolución francesa.5 Así pues, Gran Bretaña sigue siendo un excelente observatorio para estudiar el momento del despegue y ver qué representó a escala regional.
TABLA 13.3. ESTIMACIÓN DE LA TASA DE CRECIMIENTO ECONÓMICO EN GRAN BRETAÑA, 1700-1831
FUENTE: Basado en N. F. R. Crafts, British Economic Growth During the Industrial Revolution, Clarendon, Oxford, 1985, p. 45.
NOTA: El producto nacional es el cálculo aproximado de la producción conjunta de la agricultura, la industria y los servicios.
Por desgracia, la expresión de Blanqui exagera la trascendencia del cambio industrial. Por lo que se refiere a Gran Bretaña, los cambios introducidos en los métodos de producción industrial fueron sólo una parte de una revolución económica que tuvo tres planos. Primero: las estructuras sociopolíticas en las que se desarrollaba la actividad económica se transformaron con la aparición de un sistema de clases sociales e intercambios económicos de cuño capitalista. Segundo: el sector agrario se transformó cuando la subsistencia dejó de ser el objetivo primario de la producción agrícola y fue sustituida por la obtención de beneficios, y gracias a la difusión de las innovaciones aumentó la productividad agrícola. Aunque los cambios técnicos no fueron tan espectaculares en la agricultura como en la industria, su impacto real fue mayor, por lo menos hasta comienzos del siglo XIX. Los cálculos de N. F. R. Crafts indican que la productividad agrícola de la mayor parte del siglo XVIII aumentó por lo menos con la rapidez de la productividad industrial y en ocasiones con más rapidez.6 Tercero: los nuevos métodos de producción, basados en la mecanización y el uso de nuevas fuentes de energía (como el carbón y el vapor), revolucionaron la escala y la productividad de muchos sectores de la industria británica, en concreto la producción de algodón, carbón y hierro. Casi todo este extraordinario aumento de la productividad fue posible gracias a las tecnologías que explotaron las colosales reservas de energía solar de los combustibles fósiles.
Al igual que muchas otras regiones de Afroeurasia, la Gran Bretaña del siglo XVIII estaba en extremo mercantilizada, sobre todo en dos planos: las estructuras gubernamentales y las de la sociedad rural. Los gobiernos y los grupos de poder afines nos ayudan a comprender por qué los empresarios británicos, al menos en las primeras etapas de la revolución industrial, sacaron tanto provecho de las nuevas tecnologías, sin descontar las ya ensayadas en el extranjero.7
La posición estratégica de Gran Bretaña en las redes globales de intercambio del siglo XVIII dependía hasta cierto punto, como es lógico, de la geografía, que ponía a la isla en el epicentro del nuevo sistema global. Su situación física obligaba a los gobiernos británicos a interesarse especialmente por el comercio. Pero, como hemos visto, los gobiernos británicos estaban ya predispuestos a esta transformación. El alto nivel de comercialización de Gran Bretaña se debió en buena medida a las continuas y elevadas inversiones económicas y militares de los gobiernos, que contaban con el apoyo de importantes sectores de la nobleza y de la burguesía mercantil, en la protección de los intereses comerciales británicos en el extranjero.8 El gobierno tenía buenas razones para apoyar el comercio, tanto interior como exterior, porque la mayor parte de sus ingresos procedía, en el siglo XVIII, de los derechos de aduanas y diferentes clases de derechos interiores. Al fundar el Banco de Inglaterra y apoyar la expansión ultramarina, estaba protegiendo sus propios intereses al mismo tiempo que los de una minoría mercantil nutrida y acaudalada. El contraste con la China Ming —cuyos gobiernos despreciaban el comercio, dependían básicamente de ingresos no comerciales como los impuestos sobre la tierra y se negaban a apoyar el comercio exterior— es impresionante. Pero también lo es el contraste geográfico entre las dos sociedades: una situada ahora en el centro de las redes globales de intercambio, la otra en el borde de una red de intercambio grande y antigua, pero subglobal.
El comercio había transformado asimismo a la sociedad rural británica. Ya en la Inglaterra de los Tudor y los Estuardo, los trabajadores rurales sin tierra comprendían aproximadamente entre el 25 y el 30 por 100 de la población.9 En la década de 1640, un autor inglés decía que «la cuarta parte de los habitantes de las parroquias de Inglaterra es gente pobre que no tiene con qué comer, salvo cuando es tiempo de cosecha». Las investigaciones recientes, basadas en las estimaciones del estadístico inglés Gregory King, vienen a decirnos que en 1688 alrededor del 43 por 100 de la población estaba compuesto por «cottagers y pobres» o por «trabajadores y criados no domésticos», que no ganaban suficiente para vivir por su cuenta.10 La mayoría no poseía ni un palmo de tierra, y quienes tenían alguna parcela no sacaban de ella lo suficiente para vivir y pasaban a ser proletarios (según la terminología de Marx). Muchos se iban a los centros urbanos, que estaban creciendo con rapidez. En 1700, Londres cobijaba al 10 por 100 de la población nacional. Las condiciones de vida de la capital eran en muchos aspectos peores que las de las aldeas (las tasas de mortalidad eran muy elevadas: el 42 por 1.000, según Gregory King), pero en Londres por lo menos había oportunidades para encontrar trabajo.11
¿Qué sectores de la economía británica de principios del XVIII eran más importantes? Los cálculos modernos indican que la renta nacional estaba repartida del siguiente modo: el 37 por 100 de los ingresos procedía de la agricultura, el 20 por 100 de la industria, el 16 por 100 del comercio, otro 20 por 100 de rentas y servicios, mientras que los ingresos procedentes de la misma administración constituían el 7 por 100 restante. En otras palabras, la industria, el comercio, las rentas y los servicios aportaban más de la mitad de los ingresos nacionales británicos.12 Con la mitad de la población dependiendo de un salario y no de la agricultura de subsistencia, y con una economía nacional en la que las actividades comerciales generaban más del 50 por 100 de la renta nacional, la sociedad británica estaba ya más cerca de la sociedad capitalista ideal que de las sociedades exactoras tradicionales. Los modelos de desarrollo basados en la estructura social predicen que en un medio así debería proliferar la innovación; y eso es precisamente lo que observamos.
Lo que más trascendencia tuvo fue la difusión de las actitudes y métodos comerciales en el sector agrícola, el más importante de la mayoría de las sociedades premodernas. Los métodos capitalistas empezaron a transformar la agricultura británica en los siglos XVII y XVIII. Fue un hecho de enorme importancia, porque la agricultura seguía siendo el motor de la economía británica, tal como lo había sido en todas las civilizaciones agrarias tradicionales. En el siglo XVIII era todavía el sector productivo de mayor envergadura y de él dependían casi todos los comestibles, vestidos y materias primas rurales. La cambiante estructura social de la propiedad de la tierra durante los siglos XVII y XVIII fomentó una transformación tecnológica que, aunque lenta desde el punto de vista moderno, supuso una revolución en la escala de la historia universal.
La misión primaria de la agricultura, en casi todas las civilizaciones agrarias, era alimentar a los que trabajaban la tierra. En Gran Bretaña, sin embargo, y en el curso de dos siglos, la tierra fue concentrándose en las manos de grandes propietarios para los que la tierra no era un medio de subsistencia, sino un medio de extraer beneficios. Mientras tanto crecía el número de pequeños campesinos expulsados de la tierra o a los que se negaba el derecho tradicional a usar los pastos, los prados y los bosques. Los gobiernos venían fomentando periódicamente estas medidas desde el siglo XVII, autorizando los cercamientos —que permitían a los terratenientes desoír los derechos tradicionales a la tierra—, con el fin de formar latifundios, consolidados y vallados. Antes de mediados del siglo XVIII la mitad de la tierra inglesa estaba vallada; a finales de siglo se completó el proceso, gracias sobre todo a leyes dictadas por el Parlamento. El resultado fue que el campesinado británico desapareció y Gran Bretaña pasó a ser la primera sociedad a gran escala que prosperó sin campesinos.
Estos cambios fueron catastróficos para casi todos los habitantes del campo. Incapaces ya de vivir de lo que producían ellas mismas, las familias rurales quedaron a merced del inseguro y caprichoso mercado laboral. W. G. Hoskins describe así el cambio que se produjo en la aldea de Wigston Magna, en Leicestershire, cuando las «mejoras» agrícolas introdujeron dinero, pero no riqueza:
La economía doméstica de toda la aldea se alteró de modo radical. El campesino ya no podía obtener lo necesario para vivir sirviéndose de las herramientas, el suelo, los recursos de su región y la fuerza de sus brazos. El campesino autosuficiente se transformó en un gastador de dinero, porque todo lo que necesitaba estaba ahora en las tiendas. El dinero, que en el siglo XVI había desempeñado un papel menor, aunque ineludible, ahora era lo único imprescindible para seguir vivo. El ahorro campesino fue sustituido por el ahorro comercial. Cada hora de trabajo tenía ahora un valor monetario, el paro resultaba catastrófico, porque ya no había ningún pedazo de tierra al que el asalariado pudiera volver. Sus amos isabelinos habían tenido necesidad de dinero de manera ocasional, pero él lo necesita casi todos los días y desde luego todas las semanas del año.13
La ley de cercamientos de 1765 fue la muerte para Wigston Magna. Los pequeños propietarios desaparecieron como colectivo en unos sesenta años y se convirtieron en braceros, tejedores o mendigos.14
Conforme desaparecían las tierras de los campesinos, crecían las de los terratenientes y con ellas el tamaño medio de las explotaciones. En el sur de las Midlands (los condados centrales de Inglaterra), la proporción de explotaciones mayores de 50 hectáreas pasó aproximadamente del 12 por 100 a principios del siglo XVII a alrededor del 57 por 100 dos siglos después.15 Estas cifras señalan la rapidez con que podía subir la curva de la desigualdad durante la revolución moderna. En casi todas las civilizaciones agrarias, la mayoría de la población tenía derecho a la tierra cultivable; en realidad, este derecho estaba garantizado por los bajos niveles de la productividad agrícola, dado que las sociedades tenían que emplear casi toda la fuerza de trabajo disponible en la producción de alimentos. Pero la tierra estaba ahora concentrada en pocas manos. El cambio en el régimen de propiedad revolucionó la economía de la producción agrícola. Como es probable que quienes cultivan a gran escala no se coman lo que producen, sin duda trabajan la tierra buscando un beneficio. Por lo tanto, el creciente tamaño de las explotaciones es un buen indicador indirecto de la comercialización de la agricultura británica.
La comercialización a esta escala cambió las relaciones con la tierra en lo que se refiere a las actitudes y los métodos. Para sacar beneficios de los cercamientos, los terratenientes tenían que producir para el mercado o alquilar la tierra a «agricultores mercantiles», esto es, agricultores que produjeran para el mercado y pagaran un porcentaje de sus beneficios. Los dos métodos hacían de la agricultura un negocio y no un medio de supervivencia. Pero el segundo método tenía la ventaja de permitir que los aristocráticos terratenientes se mantuvieran al margen del burdo oficio de ganar dinero, aunque disfrutaban de sus ganancias. Eric Hobsbawm llega a la siguiente conclusión: «Carecemos de cifras fiables, pero en 1750 ya era perceptible la estructura característica de la propiedad inglesa: unos miles de terratenientes que arrendaban la tierra a decenas de miles de agricultores que a su vez la trabajaban con la ayuda de cientos de miles de braceros, criados y pequeños minifundistas que trabajaban a jornal casi todo el tiempo».16
Los cambios producidos en el control de la tierra revolucionaron las técnicas agrícolas. Los agricultores mercantiles tenían que producir para mercados competitivos, así que tenían que producir mucho y bien. Pero también tenían más acceso que los simples campesinos a un capital que podían invertir en métodos de producción más eficaces. Y después de la ley de cercamientos tuvieron acceso por lo general a grandes lotes de tierra que les permitieron explotar economías de escala con métodos agrícolas modernos que no estaban al alcance de los pequeños productores. En realidad, fueron pocas las tecnologías nuevas que se introdujeron a finales del siglo XVII y en el XVIII; lo más importante en esta etapa fue perfeccionar de manera eficaz las técnicas ya existentes. La tecnología de la agricultura moderna no se transformó hasta el siglo XIX, con la introducción de la maquinaria y los fertilizantes artificiales. Casi todos los métodos introducidos hasta entonces por los agricultores con iniciativa se conocían desde la Edad Media y muchos se utilizaban ya en distintos puntos de Europa. Lo nuevo en Gran Bretaña fue el número de los que adoptaron estas técnicas, de los que tenían dinero para invertir en ellas y de los que las utilizaban con eficacia.
Los agricultores británicos imitaron los métodos utilizados ya en los Países Bajos desde la Edad Media y que a menudo reciben el nombre de «nueva agricultura». Se trataba de una nueva forma de explotación agropecuaria que aumentaba la producción y reducía los barbechos. Muchos granjeros empezaron a plantar cultivos de barbecho como los tréboles y los nabos. Los nabos se utilizaban para alimentar a los animales y aumentaban la cantidad de cabezas, y con más cabezas había más estiércol. Las legumbres, que son buenas fijadoras del nitrógeno, contribuían a regenerar el suelo. En consecuencia, las nuevas rotaciones de cultivos aumentaron la cantidad de cultivos y de cabezas que podía sostener un área concreta de tierra. Pero hubo también otros cambios —mejoras en el riego, la recuperación de suelos y la cría intensiva de animales— impulsados por la necesidad de una agricultura orientada al mercado que diera productos en gran cantidad y a bajo coste.
Según se fueron generalizando los cambios, creció la productividad de la agricultura británica y descendió el porcentaje de trabajadores agrícolas. Aunque cayó la proporción del empleo agrícola, la contribución de la agricultura a la renta nacional siguió estando alrededor del 37 por 100 entre 1700 y 1800.17 La producción total de la agricultura británica se multiplicó aproximadamente por 3,5 entre 1700 y 1850, mientras que la mano de obra masculina empleada en la agricultura bajó del 61 por 100 (en 1700) a cerca del 29 por 100 (en 1840). Se ha calculado que los trabajadores agrícolas de sexo masculino de la Gran Bretaña de 1840 producían alrededor de 17,5 millones de calorías por cabeza, cifra que contrasta con los 11,5 millones de los trabajadores franceses y con cifras inferiores de otros países de Europa.18 La tabla 13.4 muestra el crecimiento en la producción de ciertos productos.
TABLA 13.4. PRODUCCIÓN DE LOS PRINCIPALES PRODUCTOS AGRÍCOLAS EN GRAN BRETAÑA,
FUENTES: Maxine Berg, The Age of Manufactures, 1700-1820: Industry, Innovation, and Work in Britain, Routledge, Londres, 1994 (2ª ed.), p. 81, que cita a R. C. Allen, «Agriculture and the Industrial Revolution, 1700-1850», en Roderick Floud y Donald McCloskey, eds., The Economic History of Britain since 1700, Cambridge University Press, Cambridge, 1994, 1, p. 109.
NOTA: En el «grano» se incluyen el trigo, el centeno, la cebada, la avena, las alubias y los guisantes, sin la vaina, y la avena consumida por los animales. Los «productos animales» comprenden la carne, la lana, los lácteos, el queso, las pieles y el heno vendido fuera de la finca. El bushel imperial británico equivale a 36,367 litros; la libra británica actual tiene 0,454 kg.
La creciente productividad de la agricultura británica en el siglo XVIII tuvo una gran trascendencia. En primer lugar, permitió que la población aumentara rápidamente. Las estimaciones de Crafts dan a entender que la productividad creció aquel siglo lo suficiente para sostener las elevadas tasas de crecimiento demográfico que llamaron la atención de Malthus; pero en el siglo XIX la productividad se aceleró más aún, impidiendo así una grave crisis malthusiana como la que se declaró en otras regiones del mundo, de Irlanda a China, pasando por Pakistán y la India.19 En Gran Bretaña, el crecimiento demográfico amplió los mercados de los productos agrícolas, estimuló las inversiones y puso en circulación más mano de obra para los sectores no agrícolas de la economía.
¿Por qué atraía tanto la tierra al capital mercantil? Una respuesta es que el crecimiento demográfico y el declive de la agricultura de subsistencia ampliaron el mercado interior de productos rurales. Los que carecían de tierra tenían que comprar la comida, por muy pobres que fuesen. Así que los agricultores podían confiar normalmente en la expansión de los mercados para sus productos. Estos procesos crearon un mercado completamente nuevo: un gran mercado de bienes de consumo baratos. Estos mercados apenas habrían podido levantar cabeza en una sociedad de agricultores de subsistencia, hecho que desde siempre había limitado el alcance y las posibilidades de la agricultura comercial en el mundo preindustrial. Ciudades como Pekín, Bagdad o la Roma imperial necesitaban cantidades ingentes de alimentos; lo mismo cabe decir de muchas casas privilegiadas, que pedían manjares de lujo además de productos básicos. Pero fuera de estas grandes ciudades, la mayoría de la población se alimentaba de lo que cultivaba. La aparición de sociedades en que la mayoría de la población dependía totalmente de los mercados para sobrevivir fue un fenómeno nuevo que dio un gran impulso a la producción mercantil de productos de consumo masivo.
El cambio fue particularmente rápido porque en la Gran Bretaña del siglo XVIII, al igual que en otros países europeos, los mercados exteriores de productos rurales crecieron también muy aprisa. Eran sobre todo mercados coloniales, protegidos (a veces con costes elevados) por gobiernos de orientación mercantil creciente. La expansión colonial y las leyes de navegación de 1651 y 1660 crearon un mercado grande y protegido para los productores británicos. Las Antillas tuvieron gran importancia, ya que su economía de monocultivo (centrada en el azúcar desde mediados del siglo XVII) obligaba a importar todos los productos alimenticios. Por estos y otros medios, la situación de Gran Bretaña en el epicentro de las redes globales de intercambio impulsó decisivamente la actividad comercial.
Habida cuenta de la creciente cantidad de individuos sin tierra y aspirantes a jornaleros, de las minorías gobernantes que cada vez dependían más de los ingresos del comercio, de la existencia de un sector agrícola sumamente comercializado y del paso franco que se tenía para acceder a los crecientes mercados internacionales, lo sorprendente es lo mucho que tardó la transformación de la industria. Una causa de esta tardanza fue que las inversiones necesarias para fundar una fábrica o comprar una máquina de vapor eran superiores a las necesarias para «mejorar» la agricultura o renovar las industrias domésticas. En consecuencia, casi toda la producción industrial británica seguía siendo tradicional entre finales del siglo XVII y principios del XIX. Casi todos los artículos seguían produciéndose en talleres artesanales que funcionaban a una escala que se diferenciaba poco de la de Sumer, 4.000 años antes, o que aprovechaban el trabajo de las familias campesinas que hilaban o tejían en casa. En realidad, la revolución industrial dio un nuevo impulso a la producción a pequeña escala durante un tiempo. Otra causa de la tardanza pudo ser que en un mundo todavía dominado por el sector rural, la demanda de productos industriales seguía estando por debajo de la demanda de productos agrícolas.
Con el tiempo, sin embargo, la búsqueda del beneficio empezó a transformar la industria como había transformado la agricultura. Es difícil determinar cuándo se convirtió en inundación el goteo de innovaciones característico del mundo premoderno. En los siglos XVII y XVIII hubo innovaciones en la producción industrial de toda Europa. Pero costaría demostrar que el ritmo de innovación fue más rápido en Gran Bretaña que en otros lugares antes de mediados del siglo XVIII aproximadamente. En 1709, ante el aumento del coste de la madera (que se multiplicó por diez entre 1500 y 1760, mientras que los precios en general se multiplicaron sólo por cinco), Abraham Darby se puso a experimentar con el coque en los altos hornos de Coalbrookdale, en Shropshire, donde se fabricaba hierro.20 Los chinos habían empleado estas técnicas en el siglo XI, pero no hay pruebas de que las técnicas de Darby procedieran directa o indirectamente de las prácticas chinas.21 En realidad, sus métodos no fueron del todo eficaces y apenas se difundieron hasta que se perfeccionaron en la década de 1760. Pero redujeron los costes y aumentaron la producción, al igual que el proceso de pudelación, inventado por Henry Cort en 1784. En general, la producción británica de hierro se multiplicó por diez en el siglo XVIII.22
Otra técnica cuya trascendencia se vio tiempo después fue el uso del vapor para extraer el agua de las minas. La idea de que la presión atmosférica era una fuente potencial de fuerza mecánica se remontaba por lo menos al siglo XVI, y es posible que en China se conociera tanto como en Europa.23 El inventor francés Denis Papin, que conocía bien la teoría científica que había detrás de la idea de la presión atmosférica, realizó en 1691 la primera exhibición pública del uso potencial del vapor como fuente de fuerza mecánica. Thomas Savery construyó una bomba de vapor en 1698; la máquina utilizaba el vacío creado por la condensación del vapor para succionar el agua. Thomas Newcomen construyó una versión perfeccionada en 1712. Tuvo un uso limitado a causa de su ineficacia, ya que dependía del calentamiento y enfriamiento continuos de un solo cilindro. Además, consumía grandes cantidades de carbón, de modo que las primeras máquinas industriales de vapor se instalaron en grandes minas de carbón, donde el combustible era abundante y barato. Aquí elevaron la productividad, sobre todo en las minas que se inundaban a menudo. En Coalbrookdale, en la fundición de Derby, se utilizó por primera vez en 1742 una máquina de vapor, no para extraer agua, sino para mover los fuelles de unos altos hornos. A mediados del siglo XVIII ya había empresas por toda Europa y América que utilizaban la máquina de Newcomen.
Los empresarios del ramo textil también experimentaron con las últimas técnicas, a fin de satisfacer la creciente demanda de productos del que era el segundo sector productivo más grande de casi todas las economías premodernas. Ya en 1702 se fundó en Derby una fábrica con máquinas holandesas de retorcer seda, movidas por una rueda hidráulica. En 1718, otro propietario, Thomas Lombe, protagonista de uno de los primeros casos de espionaje industrial planificado, copió ciertas técnicas que ya se utilizaban en Italia y levantó una fábrica mejorada. En la década de 1730 los fabricantes de lino y algodón se esforzaron por construir máquinas parecidas, así como máquinas que mecanizaran la tejeduría; entre éstas estuvo la lanzadera volante, inventada en 1733. El apoyo del gobierno, que se materializaba con decretos que prohibían la importación de artículos de algodón, fomentó la innovación desde los años treinta. En las décadas de 1770 y 1780 aparecieron tres máquinas que transformaron la hilatura del algodón: la water frame de Richard Arkwright, la spinning jenny de James Hargreaves y la spinning mule de Samuel Crompton, que era una modificación de la jenny.24 Las tres aumentaron notablemente la producción, aunque al principio se utilizaron sobre todo en la industria doméstica. Durante las dos últimas décadas del siglo, estas y otras innovaciones posteriores redujeron en un 85 por 100 el precio de los artículos de algodón, que en Europa dejó de ser un producto de importación caro y se convirtió en una mercancía de consumo masivo.25
Arkwright construyó su primera water frame a gran escala y la instaló en una fábrica, donde era movida por una rueda hidráulica. Las máquinas de este inventor no necesitaban el sistema fabril, pero las fábricas permitían a los empresarios tener más control sobre la disciplina y la calidad. Esto viene a recordarnos que los cambios fundamentales de este período fueron también organizativos y no sólo tecnológicos. En el mundo preindustrial, casi toda la producción no agrícola se había organizado en casas familiares o en talleres pequeños. Las empresas productoras consistían en pequeños grupos de individuos, a veces emparentados, que trabajaban juntos y a menudo en lo mismo; las empresas de esta clase pudieron multiplicarse durante un tiempo a consecuencia de los primeros inventos de la revolución industrial, como la spinning jenny. La fábrica era una unidad de producción mucho mayor y más anónima, más parecida a un ejército que a una familia. Y normalmente exigía una división más compleja del trabajo, la destreza y la autoridad. La difusión posterior del modelo fabril estuvo relacionada con el cambio tecnológico: las máquinas fundamentales de gran tamaño rendían más si se concentraba la fuerza de trabajo en un solo sitio. Pero el modelo fabril dio además a los empresarios esa capacidad de orientar los procesos laborales que se necesitaba para maximizar la eficacia y reducir los costes. Al fin y al cabo, no podía esperarse que los trabajadores asalariados, contratados uno por uno, respondieran con la solidaridad propia de una familia que trabaja unida en su propia casa. Así pues, en la difusión de la fábrica tuvo que ver tanto la necesidad de mejorar la disciplina laboral como la tecnología.26 Era una forma de supervisar a la vez a los trabajadores y las máquinas. Las tecnologías de gestión de la revolución industrial tenían raíces en todos los suelos del naciente sistema global del mundo. La dirección disciplinada de grandes colectivos humanos se venía practicando en los ejércitos europeos desde el siglo XVI27 y en las plantaciones de esclavos de América. Otras técnicas de control, como los interrogatorios para la selección de personal, procedían en última instancia de China.
Los cambios descritos hasta aquí dan una idea de la fuerza que tenía la innovación en lo que se refiere a la organización y la técnica, por lo menos en sectores tan fundamentales como el textil, la extracción del carbón y la transformación del hierro. Sin embargo, poco se había hecho hasta entonces en Gran Bretaña que no pudiera haberse conseguido con los progresos alcanzados en otros lugares del sistema mundial afroeuroasiático: en China, en India y Pakistán, en el mundo islámico o en otros puntos de Europa. Lo que revolucionó la industria británica fue la yuxtaposición de la fuerza del vapor, el perfeccionamiento de la maquinaria y la organización fabril.
FIGURA 13.2. Evolución de la máquina de vapor en la Gran Bretaña del siglo XVIII. A: en la «máquina atmosférica» de Newcomen, utilizada por primera vez en 1712, se introducía vapor en un cilindro, se inyectaba un chorro de agua fría y el vapor, al condensarse, creaba un vacío que tiraba de un pistón que accionaba la bomba. Comparado con modelos posteriores, tenía poca utilidad, sobre todo porque el cilindro se calentaba y enfriaba sin cesar. En consecuencia consumía grandes cantidades de carbón y sólo podía aprovecharse en las minas, donde el carbón abundaba y era barato. B: James Watt patentó en 1760 una máquina de vapor perfeccionada. Entre las distintas mejoras, separó el condensador del cilindro para que la temperatura de éste fuera más constante. Además, para mover el pistón, empezó a utilizar la presión del vapor en vez del vacío creado por la condensación. El menor consumo de la máquina de Watt permitió utilizar las máquinas de vapor fuera de las minas de carbón. Tomado de James E. McClellan III y Harold Dorn, Science and Technology in World History: An Introduction, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1999, p. 282, fig. 13.1, p. 284, fig. 13.2. © 1999 Johns Hopkins University, reimp. con permiso de The Johns Hopkins University Press.
James Watt introdujo mejoras en la máquina de vapor en la década de 1760. En primer lugar separó el condensador del cilindro, con lo cual eliminó una importante causa de pérdida de calor y consiguió que la máquina consumiera mucho menos combustible. En segundo lugar, en vez de aprovechar la presión atmosférica del vapor condensado para formar un semivacío (como la máquina de Newcomen), la máquina de Watt utilizaba directamente la fuerza expansiva del vapor para mover un pistón (véase la figura 13.2). Gracias a estos y otros cambios, la máquina de vapor fue más barata, más potente y más adaptable. En la década de 1790 ya había tornos movidos por máquinas de vapor y no por personas o ruedas hidráulicas, y la productividad se disparó. Una spinning mule movida por una máquina de vapor podía producir en 1800 tanto como 200 o 300 hiladores. La máquina de vapor perfeccionada representa el primer avance importante de la capacidad humana para generar energía en muchos milenios. En la disponibilidad de fuentes de energía para elaborar los productos básicos no había un cambio semejante desde que los humanos aprendieron a aprovechar la fuerza de tracción de otros animales, 6.000 años antes, o desde que aprendieron a explotar sistemáticamente a otros humanos a gran escala, 5.000 años antes. Con la introducción de la fuerza del vapor, y luego de la electricidad y el petróleo, las sociedades humanas empezaron por fin a explotar las inmensas fuentes de energía encerradas en el mundo inorgánico. (El primer caso con trascendencia, la pólvora, se utilizó sobre todo en tecnologías destructivas y no productivas.) Cada cambio inauguraba una nueva gama de nichos ecológicos para la explotación humana.
Las máquinas de vapor perfeccionadas elevaron rápidamente la productividad en unos cuantos ramos de la industria. Además impusieron cambios en la organización del trabajo, pues para compensar su coste tuvieron que mover cierta cantidad de aparatos, por lo cual fueron incompatibles con la industria doméstica. Funcionaban mejor en las fábricas, donde podía haber una inspección continua, y los trabajadores pasaron a ser poco más que protectores de máquinas: arreglaban los hilos rotos, las alimentaban con materias primas y las mantenían en buen estado. Al difundirse, las máquinas de vapor pasaron a ser importantes consumidoras de carbón y metal. Así pues, su uso fomentó la minería, la producción de hierro y diversos progresos en ingeniería. Al cabo de unas décadas habían revolucionado también los medios de transporte terrestre. La idea de utilizar el vapor como fuerza de locomoción flotaba en el aire desde hacía décadas (en la década de 1760 se había inventado en Francia una carretilla de vapor), pero las primeras máquinas de vapor que se construyeron eran demasiado grandes. La primera locomotora de vapor que funcionaba se construyó en 1802 en Coalbrookdale y su autor fue Richard Trevithick, que ya había diseñado una máquina de vapor de alta presión, más pequeño. La locomotora se utilizó al principio como un caballo mecánico, para transportar el carbón más aprisa. En los treinta años que siguieron se mejoraron tanto los raíles como las locomotoras. La Stockton and Darlington Railway, la primera línea que transportó pasajeros, además de carbón, se inauguró en 1825.
Lo primero que se advierte cuando repasamos estas innovaciones es que, aunque produjeron un impacto fundamental, evolucionaron acumulativamente, basándose en inventos y recursos tomados del sistema mundial. Los inventores británicos aprovecharon los saberes tradicionales y un conocimiento de técnicas dispuso en una compleja red de ideas que abarcaba todo el sistema global. La «hiladora de seda» de Thomas Lombe tiene una genealogía que se remonta a la China medieval, pasando por Italia. El conocimiento del potencial comercial del algodón reflejaba el alcance de las importaciones textiles de la India desde el siglo XVII, mientras que las técnicas del teñido debían mucho a los métodos indostánicos, persas y turcos.28 En un artículo titulado «The Pre-Natal History of the Steam Engine», Joseph Needham, historiador de la ciencia china, sostiene que había antecedentes en China y en Grecia, además de en Europa, y concluye: «De ningún individuo puede decirse que fuera “el padre de la máquina de vapor”; tampoco hubo una sola civilización que fuera su cuna».29 Las tecnologías de la primera revolución industrial fueron afroeuroasiáticas, incluso mundiales, pero donde primero se puso de manifiesto todo su potencial para aumentar la productividad fue en Inglaterra.
Además, en la industria lo mismo que en la agricultura, las técnicas que se necesitaron en las primeras etapas de la revolución industrial dependían más de los saberes artesanales tradicionales que en métodos o técnicas radicalmente nuevos. Hubo muchos pioneros que no eran científicos ni teóricos, sino trabajadores manuales. Peter Mathias señala que,
en términos generales, las innovaciones no fueron el resultado de la instrumentalización formal de la ciencia aplicada, ni una consecuencia del sistema educativo oficial del país. [...] La mayoría de las innovaciones salió de la cabeza de aficionados inspirados, o de artesanos brillantes y con experiencia en relojería, en instalación de maquinaria, en herrerías o en los gremios de Birmingham. [...] Eran sobre todo hombres locales, formados empíricamente, con horizontes locales, con frecuencia muy aficionados a las cuestiones científicas, hombres despiertos que trataban de solucionar directamente los problemas concretos. Esta tradición todavía predominaba en la industria manufacturera británica a mediados del siglo XIX. No fue casual que el Crystal Palace de 1851, un milagro de hierro y vidrio semejante a las grandes estaciones ferroviarias del siglo XIX, fuese una idea del jefe de jardineros del duque de Devonshire. El hombre sabía de invernaderos.30
Esto no quiere decir que inventar y desarrollar tecnologías nuevas fuera empresa fácil, ni que la ciencia no desempeñara ningún papel; pero el conocimiento tecnológico vigente había llegado a un punto que favorecía los descubrimientos.31
La otra explicación de esta oleada de innovaciones es de naturaleza comercial y social. Situados en una importantísima encrucijada de crecientes redes mercantiles gracias a la cambiante topología de las redes globales de intercambio y a la arrolladora comercialización de sus minorías dominantes, y con el control de mercados grandes y protegidos en la India, Pakistán y América del Norte, los empresarios británicos disponían de materias primas, como el algodón, que no había en Gran Bretaña. Además, podían vender en mercados grandes y protegidos que se estaban formando con rapidez suficiente para absorber los enormes incrementos de la producción posibilitados por la nueva maquinaria. Pero también el mercado interior británico estaba creciendo con rapidez conforme se revolucionaba la estructura de clases, y el número de individuos que abandonaban la economía de subsistencia de la aldea y pasaban a ser asalariados urbanos no hacía sino aumentar. Estos mercados insertos en un sistema global y en rápido crecimiento, y la intensa competencia comercial fomentaron la innovación, sobre todo en la producción de mercancías para el mercado de masas, por ejemplo los artículos textiles (véase la tabla 13.5). A este estímulo no respondieron sólo los inventores conocidos, sino también miles de caldereros, inversores y empresarios que sabían explotar comercialmente los inventos importantes. Las innovaciones que determinaron la revolución industrial británica fueron la respuesta de una sociedad sumamente mercantilizada a los nuevos problemas y oportunidades mercantiles. Eric Hobsbawm resume así el papel de la demanda:
Las exportaciones, apoyadas activa y sistemáticamente por el gobierno, aportaron la chispa y, con los artículos de algodón, el «sector líder» de la industria. También aportaron mejoras decisivas en el transporte marítimo. El mercado interior puso la ancha base necesaria para una economía industrial generalizada y (con el crecimiento de las ciudades) los incentivos para hacer grandes mejoras en el transporte interior, una base potente para la industria del carbón y para determinadas innovaciones tecnológicas de importancia. El gobierno dio apoyo sistemático al comerciante y al fabricante y algunos incentivos, de ningún modo despreciables, para la innovación técnica y el desarrollo de industrias de bienes básicos.32
Sin embargo, la causa fundamental del ritmo acelerado de las innovaciones en la Gran Bretaña y la Europa del siglo XVIII fue la intensa urgencia por innovar que había en un mundo determinado por las fuerzas competitivas de un capitalismo progresivamente global. El peso de las presiones mercantiles se aprecia en las motivaciones concretas de los inventores. James Watt, por ejemplo, dijo en su autobiografía que estaba interesado en construir máquinas «buenas y baratas».33 Un indicador aún más claro es el que proporciona la astronómica cantidad de innovaciones que hubo en la Europa del siglo XVIII. Y como en todas partes aumentaba la necesidad de innovar en el proceso de industrialización, los índices de innovación se dispararon en todas las regiones que se estaban industrializando. Esto da a entender que en Europa occidental había aparecido una cultura de la innovación, un medio que estimulaba a los empresarios a buscar nuevas técnicas y a ponerlas en práctica. Estos argumentos son los puntales más sólidos de las explicaciones de la revolución industrial que se basan en el comercio y en la estructura social.
TABLA 13.5. VALOR AÑADIDO EN LA INDUSTRIA BRITÁNICA, 1770-1831 (MILLONES DE LIBRAS)
FUENTE: Maxine Berg, The Age of Manufactures, 1700-1820: Industry, Innovation, and Work in Britain, Routledge, Londres, 19942, p. 38.
Con la revolución económica se produjo asimismo una revolución política. El poder y alcance de los estados crecieron de manera paulatina en los siglos XVII y XVIII y con rapidez en el XIX, y lo mismo ocurrió con los recursos a su disposición. En consecuencia, se modificó su relación con la población gobernada. Los sistemas políticos actuales son a los grandes imperios exactores del pasado lo que estos imperios fueron a las jefaturas y a los sistemas del «gran hombre» a los que desplazaron. Charles Tilly comenta el proceso:
Los estados europeos han sufrido una evolución muy singular en el curso de los últimos mil años: eran avispas y se han convertido en locomotoras. Durante mucho tiempo se concentraron en la guerra, dejando la mayor parte de las actividades en manos de otras organizaciones, siempre que éstas rindieran tributo a intervalos apropiados. Los estados exactores siguieron siendo belicosos, pero perdieron peso en comparación con sus hinchados sucesores; clavaban el aguijón, pero no lo succionaban todo. Con el paso del tiempo, los estados —incluso las variedades más capitalistas— se hicieron cargo de las actividades, competencias y misiones cuya sola financiación representaba un freno. Estas locomotoras discurrían por raíles costeados por la población civil y mantenidos por un cuerpo administrativo. Sin los raíles, las máquinas de guerra no podían ir a ninguna parte.34
El poder de los estados europeos venía creciendo desde hacía siglos, por un lado a consecuencia del aumento de los recursos a disposición de las sociedades con gran empuje comercial, y por el otro en respuesta a las demandas fiscales y organizativas de la revolución de la pólvora.35 Pero estos cambios, que culminaron en el «absolutismo» de los siglos XVII y XVIII, fueron simples ejercicios de recuperación. En comparación con los gigantescos estados imperiales de China o del orbe islámico, los estados europeos del año 1000 d.C. eran pequeños y frágiles. La competencia militar, acentuada por la aparición de la pólvora, eliminó a los estados menores y con menos posibilidades. Los que sobrevivieron atravesaron una tórrida adolescencia durante la cual aprendieron muchas lecciones y conquistaron muchas habilidades adquiridas muchísimo antes por los grandes imperios agrarios. Sin embargo, el poder y el alcance de los estados absolutistas europeos no tienen nada de asombroso cuando se comparan con los estados chino u otomano.
Lo que cambió a raíz de la Revolución francesa fue la profundidad de la intromisión del poder estatal en la vida de la mayoría de los súbditos. Como señala Tilly:
Después de 1750, en los tiempos de la nacionalización y la especialización, los estados empezaron a pasar de un sistema casi universal de gobierno indirecto a un sistema nuevo de gobierno directo: la intervención no mediatizada en la vida de las comunidades, las familias y las industrias locales. Mientras los gobernantes dejaban de contratar mercenarios y pasaban a reclutar soldados entre la propia población nacional, y conforme aumentaban los impuestos para financiar los grandes ejércitos propios de las guerras del siglo XVIII, ganaban acceso a las comunidades, las familias y las industrias, y en el proceso eliminaban a los intermediarios autónomos.36
El cambio puede verse con toda claridad en la Francia revolucionaria, sobre todo porque la revolución propiamente dicha eliminó a muchos intermediarios que habían tenido autoridad durante el antiguo régimen. Pero también impulsó el cambio la necesidad de reunir ejércitos nuevos y poderosos partiendo de cero. Las conquistas francesas difundieron a su vez los nuevos métodos de gobierno (junto con el sistema métrico decimal) por otras regiones de Europa.
Para que estos cambios se produjeran fue esencial la gestión de la guerra. Mientras que los estados de comienzos de la modernidad europea se habían basado sobre todo en los ejércitos mercenarios, desde la Revolución francesa en adelante empezaron a participar directamente en el reclutamiento, la organización y la financiación de ejércitos nacionales. En consecuencia se amplió el papel fiscal y organizativo de los estados, que por ello mismo tuvieron que empezar a preocuparse por problemas que no les habían afectado hasta entonces, como la salud y la educación de los soldados potenciales.37 Estas presiones obligaron a los gobiernos a recopilar más información sobre los recursos demográficos y económicos que controlaban. Ya entrado el siglo XIX, empezaron a interesarse también por la salud pública y a financiar sistemas de educación pública. Las ideologías políticas y los compromisos electorales obligaron igualmente a los gobiernos revolucionarios franceses a responsabilizarse de la asistencia social de las clases populares y de la ley y el orden. La organización de milicias ciudadanas transformó el sentimiento nacionalista en un crucial mecanismo de legitimación, en virtud del cual los estados se convirtieron en fervientes protectores del pensamiento nacionalista y de los historiadores y literatos que formulaban ideologías nacionalistas.
La política electoral obligó a los estados a buscar la simpatía de crecientes sectores de la población, y la buscaron, por lo menos hasta cierto punto, presentándose como representantes del «pueblo». Ante la sorpresa de muchos tradicionalistas, la política democrática, llevada con prudencia, fortalecía los estados en vez de debilitarlos. Las elecciones pusieron también a disposición de los gobiernos nuevas fuentes de información sobre los cambios de actitud y las reivindicaciones de la población gobernada, aunque limitaron la medida en que los funcionarios y otros intermediarios podían filtrar la información que se transmitía a los gobernantes. Fuera cual fuese el mecanismo concreto, los nuevos métodos de recopilación de información —o de «vigilancia», como dice Anthony Giddens—38 fueron decisivos para los gobernantes en los nuevos y complejos medios de la política moderna.
El orden público fue un campo en el que estos cambios se reflejaron de manera decisiva, ya que su creación fue parte del proceso por el que los estados modernos acabaron monopolizando los medios de coacción. En la Francia del antiguo régimen, el estado se interesaba poco por los asuntos de orden público, que solía estar en manos de las autoridades locales; en los casos extremos se recurría al ejército. En la década de 1790, el gobierno francés fundó la primera organización burocratizada de policía, con funciones más preventivas que reactivas ante el delito y los desórdenes. Su primer director fue el antiguo jacobino Joseph Fouché, que fue nombrado ministro de policía. Como dice Tilly, «en la época de Fouché, Francia fue uno de los países más estrechamente vigilados del mundo».39
Así pues, fue en Francia donde cuajó primero lo que ha acabado por ser el estado moderno: una gran organización burocrática con una escala, un poder, una riqueza y un alcance inimaginables en el mundo premoderno. Esta revolución política de la modernidad es a la vez causa y consecuencia de la revolución económica. Es causa en la medida en que para que el capitalismo alcanzase todo su dinamismo se necesitaban estados eficaces con orientación comercial. La elevación del índice moderno de las diferencias económicas concentró en manos de las minorías más riqueza que nunca, y la conservación de estos vastos depósitos exigió la construcción de diques mucho más resistentes que los de la era agraria. Los estados, en suma, tenían que tener poder suficiente para proteger a los ricos y a los empresarios. Giddens señala que
la otra cara de la propiedad privada, como subrayaba Marx con gran coherencia, es que las masas de individuos pierden el control sobre los medios de producción. [...] La «liberalización» del trabajo asalariado fue sin lugar a dudas un factor decisivo en la aparición de la empresa capitalista a gran escala. Sin la centralización de un aparato legal coercitivo es probable que este proceso no hubiera cuajado o que no hubieran arraigado con tanta firmeza los derechos de la propiedad privada como capital.40
La defensa de la diferencia económica afectó a muchos ámbitos de la vida. En Gran Bretaña entrañó la promulgación de leyes sobre cercamientos; la protección de los bosques de la corona (que E. P. Thompson ha descrito de un modo ejemplar); el encarcelamiento, deportación o ejecución de rateros y ladronzuelos; y la protección de los derechos empresariales frente a la violencia industrial (un tema tratado también con brillantez por Thompson).41 Pero afectó también a muchos otros ámbitos. Por ejemplo, no se podía crear un sistema monetario moderno si no había un estado poderoso que tuviera importantes recursos fiscales y administrativos, además de un control efectivo sobre la legislación y los tribunales.
Pero el estado moderno es al mismo tiempo un producto de las transformaciones económicas de la modernidad. Así como los primeros estados aparecieron hasta cierto punto para solucionar los problemas que plantearon la dirección y la organización de las gigantescas concentraciones de personas y recursos de las primeras ciudades, también los estados modernos fueron, al menos hasta cierto punto, una forma de responder a los problemas y las posibilidades totalmente inéditos que planteó la abundante riqueza generada en las economías industriales. La sola escala de los recursos que estaban a disposición de los estados modernos habría exigido nuevos métodos de dirección incluso sin la necesidad estatal de administrar y engrasar la maquinaria del comercio que generaba el desarrollo. Pero los estados modernos también sacaron provecho de las nuevas tecnologías, sobre todo en los asuntos militares. Las nuevas formas de comunicación modificaron el movimiento de tropas y vituallas, mientras que los nuevos métodos manufactureros transformaron no sólo la producción de armas, sino también su naturaleza. La guerra de Secesión norteamericana fue la primera guerra industrializada de los tiempos modernos. Al mismo tiempo, el desarrollo de las comunicaciones y el aumento de la alfabetización aumentaron la capacidad de los estados para administrar la masa de información que necesitaban para gobernar con eficacia. Y mientras dependían de manera progresiva de las tecnologías y de los cuantiosos ingresos generados por las economías modernas, los estados modernos tuvieron que aprender asimismo a estimular el desarrollo moderando su legislación sobre las actividades empresariales y su interferencia en las mismas. Como sostiene Karl Polanyi en un estudio clásico sobre la modernidad, la conocida idea de que el estado moderno es menos intervencionista que los estados premodernos es falsa. En términos generales, los estados modernos intervienen más y con más eficacia que los estados agrícolas tradicionales; pero por otro lado saben muy bien que hay sectores económicos en los que una intervención excesiva puede resultar contraproducente.42
Estas generalizaciones han conocido multitud de excepciones en los dos últimos siglos. Ha habido muchos estados modernos que no han conseguido controlar de cerca la vida de sus ciudadanos; otros no han podido organizar el marco necesario para el desarrollo de una economía capitalista viable. Pero para los ciudadanos de los muchos estados que sí han sufrido estas transformaciones las consecuencias han sido paradójicas.
Por una parte, el estado moderno regula la vida de los ciudadanos sirviéndose de medios que en la era de los estados exactores habrían sido inconcebibles y seguramente considerados intolerables. Exige que se separe a los niños de los padres para que reciban educación obligatoria; exige información detallada sobre la vida de los individuos en aspectos que van desde los ingresos hasta las convicciones religiosas; legisla con toda clase de pormenores sobre cómo podemos y no podemos comportarnos. Y ahí están las formidables fuerzas de policía para hacer valer estas exigencias. El estado moderno se ha hecho cargo de muchas funciones educativas, económicas y de orden público que antaño estaban en manos de las familias y las comunidades locales. En este sentido, nuestra vida está más controlada por el estado que nunca. A semejanza de los centros nerviosos de los organismos policelulares, los estados modernos regulan la vida de los individuos porque sin cierto grado de coordinación central no podrían existir unas comunidades humanas que son muchísimo mayores y más interdependientes que las de los estados premodernos.
Por otra parte, casi todos los estados modernos fomentan la participación en la creación y puesta en práctica de medidas políticas mediante debates públicos y elecciones en las que pueden presentarse los ciudadanos en general. De este modo, los estados modernos animan a los ciudadanos a considerarse agentes activos y no simples súbditos. Además, los gobiernos modernos ponen límites claros a su propio poder, porque saben que la riqueza que administran depende en gran medida de no reglamentar demasiado la actividad empresarial. Y aunque tienen a su disposición más fuerza que ningún estado premoderno, normalmente la exhiben con más discreción. Además, los estados modernos posibilitan muchas actividades que habrían sido imposibles sin ellos. Proporcionan infraestructuras, protección y servicios de muchas clases, desde la educación hasta la atención sanitaria pública, y mantienen el marco legal y administrativo necesario para que prosperen las economías capitalistas modernas.
Aunque la capacidad reguladora del estado moderno se ha calificado a veces de «totalitaria», sus esfuerzos por aglutinar a todos los ciudadanos y cuidar de ellos explican por qué muchos lo consideran un aliado y un defensor de la libertad. Gran parte de la moderna vida política procede de la incesante renegociación de este equilibrio entre las actividades de control y las actividades de asistencia del estado moderno.
Entre los muchos cambios que transformaron la vida cultural hay que señalar la emigración de los antiguos campesinos a los centros urbanos, el creciente interés por las innovaciones tecnológicas, la preocupación de los gobiernos por la educación y la difusión de nuevos medios de comunicación de masas.
El cambio individual más importante fue tal vez la difusión de la educación colectiva. La educación, como ya hemos visto, apareció para hacer frente a las ingentes tareas administrativas de los primeros estados. Pero fue monopolio de minorías privilegiadas durante casi toda la era agraria, una forma de poder que se negó a la mayoría de la población. La relación de los estados modernos con sus ciudadanos era totalmente distinta, ya que exigía que toda la población, al menos hasta cierto punto, participara en las gigantescas labores organizativas de la sociedad. El requisito imprescindible para la participación popular en las funciones productivas y administrativas fue la alfabetización general. El efecto de esta revolución cultural fue profundo. Por ejemplo, la alfabetización colectiva se puso a «desencantar» el mundo socavando la autoridad de las formas de pensamiento tradicionales, a menudo con componentes mágicos. De este modo, la educación colectiva contribuyó a difundir una concepción del mundo diferente; si no una sólida comprensión de la ciencia moderna, por lo menos cierto escepticismo sobre los mapas no científicos de la realidad.
Estos progresos aparecieron acompañados y fueron influidos por un cambio profundo en la naturaleza de la alta cultura y en las actitudes ante el conocimiento. La actitud moderna habitual ante el conocimiento se puede calificar de competitiva, por comparación con el mercado. En las civilizaciones agrarias, en que la mayoría dependía de la información transmitida oralmente, el conocimiento estaba determinado en gran medida por la autoridad de maestros concretos. La educación consistía en la transmisión de habilidades y saberes tradicionales. Allí donde se difundía la alfabetización, el conocimiento se volvía abstracto y menos personal, y el conocimiento abstracto adquiría una autoridad totalmente independiente del prestigio de los maestros concretos. Además, en las sociedades en proceso de mercantilización se volvió costumbre poner a prueba el conocimiento tradicional, como vemos en la Grecia clásica, en la Persia abasí, en la China Song y en los primeros tiempos de la Europa moderna. Los métodos europeos de poner a prueba el conocimiento tenían un precedente en la tradición dialéctica de la filosofía socrática, transmitida por el mundo islámico, en cuyas madrazas se resolvían cuestiones importantes mediante el debate.43 Y en el Renacimiento, pensadores como Leonardo y Colón consideraban normal ir de corte en corte ofreciendo sus ideas, como si fueran buhoneros intelectuales.44
El naciente mercado de las ideas, en el que éstas no sobrevivían en virtud de la autoridad de maestros concretos, sino porque encontraban compradores que ponían a prueba su calidad, fue la palestra de juventud de la ciencia moderna. Aunque la influencia de la ciencia en los métodos de producción era todavía limitada, el estilo científico de pensar ya estaba presente en un mundo progresivamente dominado por las fuerzas del mercado, tanto en el campo de las ideas y de la política como en el terreno comercial. Como sostiene Margaret Jacob: «A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el conocimiento científico había calado muy profundamente en el pensamiento de los ingleses cultos y [...] este conocimiento contribuyó de manera directa a la industrialización, a la construcción del mundo en el que hoy vivimos».45 Pero el mercado de las ideas, como el de bienes de consumo, era ya global; las nuevas tecnologías, como las de la imprenta, permitían que las nuevas ideas circularan más aprisa y por un territorio más amplio. En el siglo XIX, y en Alemania en primer lugar, la ciencia empezó a integrarse en la actividad empresarial, y las empresas fundaban laboratorios con la misión concreta de elevar la productividad y los beneficios. En las postrimerías del siglo, la investigación científica estaba adquiriendo ya un papel fundamental en procesos de innovación que habrían podido languidecer si hubieran seguido confiándose a las habilidades técnicas y prácticas de los empresarios y los artesanos privados.
La penetración de la ciencia en la cultura moderna podría reflejar también otros cambios, menos perceptibles. Los asalariados, a diferencia de los campesinos tradicionales que practicaban una agricultura de subsistencia, vivían en un mundo en el que las fuerzas dominantes no eran ya caciques o gobernantes concretos, con nombre y apellidos, de los que podían quejarse. El mundo moderno está regido por fuerzas mayores y más impersonales, desde burocracias sin rostro hasta abstracciones como «la inflación» o «el imperio de la ley». Allí donde las fuerzas abstractas se encargan de ejercer la coacción del terrateniente, el verdugo y el capataz, no es de extrañar que aparezcan cosmologías regidas asimismo por fuerzas abstractas. Es posible que el rostro de Dios esté condenado a desaparecer detrás de la máscara neutral de la gravedad en un mundo determinado más por el comercio que por la coacción.
La investigación reciente ha hecho hincapié en los límites de la primera etapa de la revolución industrial. En Gran Bretaña aumentó rápidamente la productividad en la agricultura, en la industria del algodón, en la metalurgia y otras ramas de la industria, pero los ritmos de expansión de la economía británica no destacaron por su aceleración hasta la década de 1830. Las primeras innovaciones que aparecieron en la industria británica afectaron a sectores concretos de la economía, pero otros cambiaron poco hasta mediados del siglo XIX (véase la tabla 13.5). A pesar del crecimiento de la productividad en la agricultura, la producción de productos alimenticios estuvo un poco por detrás del crecimiento de la población hasta la década de 1830.46 Y la ralentización del crecimiento económico después de la década de 1870 sugiere que, por sí sola, la revolución industrial británica sólo pudo generar un impulso limitado. Si se hubiera producido, como en el caso de la revolución industrial de la China Song, en la periferia de un sistema mundial regional, su impacto habría sido más limitado y es posible que se hubiera disipado antes de un siglo.
Pero Gran Bretaña no era la China Song y estaba en el centro de las redes de intercambio más grandes y potentes que había habido en la historia, y el mundo en su conjunto estaba más unificado y orientado al mercado. Además, la revolución industrial resultó que se energizaba sola, ya que los inventos en el sector de los transportes y las comunicaciones —el ferrocarril, los buques de vapor, la bicicleta, la imprenta moderna, el telégrafo, el teléfono— aceleraban el intercambio de información en general y de nuevas tecnologías en particular. «Con la mejora de su movilidad —señala Joel Mokyr—, la tecnología viajó más fácilmente: la mentalidad de los emigrantes, la maquinaria vendida a países lejanos, los libros y periódicos técnicos, todo traía información tecnológica que iba de país en país. Más movilidad supuso asimismo más competencia internacional e interregional. Las sociedades que se habían quedado al margen del cambio tecnológico, desde Japón hasta Turquía, se sentían rezagadas y amenazadas, ya que la distancia las protegía cada vez menos».47 El desarrollo de las comunicaciones hizo que las innovaciones que reducían costes y aumentaban beneficios se adoptaran antes en las regiones ya mercantilizadas del Atlántico norte. El resultado no fue una explosión regional de innovaciones que se apagó al cabo de un par de siglos, sino una reacción en cadena que al final afectó a todo el planeta.
Las pautas de la industrialización variaron mucho a nivel regional. Como ya señaló Alexander Gerschenkron en los años sesenta, la secuencia del cambio tuvo consecuencias por sí sola.48 A principios del siglo XIX eran muchos los observadores exteriores que se daban cuenta de los cambios que se estaban produciendo en Gran Bretaña. Fue prácticamente inevitable que la industrialización fuese desde entonces un proceso más consciente, más dependiente de la intervención deliberada y más o menos planificada de los gobiernos (un proceso que culminaría en las economías dirigidas del siglo XX). Se podía imitar la tecnología británica y los gobiernos se dispusieron a fomentar el desarrollo de manera progresiva. Gobiernos y grandes bancos dirigían ya activamente el cambio industrial a finales del siglo XIX. Pero también influyeron las diferencias relativas a los recursos existentes, a la estructura social vigente, a las estructuras gubernamentales y a la geografía. La producción industrial fue el motor de los primeros cambios en Gran Bretaña, Bélgica, Alemania y Checoslovaquia, mientras que en Francia, los Países Bajos y Suecia no hubo un sector industrial moderno hasta tiempo después. No obstante, los ritmos de expansión económica en general fueron impresionantes en todas estas regiones durante el siglo XIX.
Si observamos el conjunto del cuadro, identificamos una secuencia, una serie de «olas» de industrialización, determinadas por tecnologías diferentes y con diferentes centros dinámicos.49 La primera ola, a finales del siglo XVIII, tuvo poca repercusión fuera de Gran Bretaña. El impacto decisivo de la tecnología del vapor en concreto no se hizo patente hasta mediados del siglo XIX, durante la segunda ola de innovaciones. Entre 1820 y 1850 comenzó la industrialización en serio en Bélgica, Suiza, Francia, Alemania y Estados Unidos. En la década de 1870, estas regiones creaban ya sectores nuevos, como la industria química (sobre todo para fabricar tintes y fertilizantes), la electricidad y el acero. Según Daniel Headrick ése fue el momento en que se produjo la tercera ola de innovaciones. La revolución industrial se extendía ya con gran rapidez por todas las economías noratlánticas; en realidad, progresos como la explotación de la electricidad dependieron de un abanico de innovaciones adoptadas ya en distintas partes de esta región axial, como Italia, los Balcanes, Alemania, la península escandinava, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.
Los industriales alemanes fueron los primeros en aplicar sistemáticamente la ciencia a la producción, mientras que Estados Unidos se adelantó en la industrialización de la agricultura, la producción en serie de recambios para mercancías como los fusiles y, durante la guerra de Secesión, la industrialización de la guerra. En 1900, Estados Unidos ya iba por delante de Gran Bretaña en la producción de manufacturas, y Alemania pisaba los talones a los dos; Estados Unidos era responsable de casi el 24 por 100 de la producción manufacturera mundial, el Reino Unido de casi el 19 por 100 y Alemania del 13 por 100 (véase la tabla 13.2). Alemania y Estados Unidos fueron asimismo los primeros países en ensayar dos formas de organización industrial, nuevas y policelulares: la empresa nacional, que integraba verticalmente objetivos repartidos hasta entonces en muchas empresas independientes, desde la producción de materias primas hasta la manufactura y las ventas al por mayor y al por menor; y la empresa sectorializada o polidivisionaria, que integraba horizontalmente sectores de producción diferenciados hasta entonces.50 La segunda y tercera olas crearon conjuntamente una larga escalada de la producción a finales del siglo XIX, no igualada hasta la segunda mitad del XX.
La segunda y tercera olas, como un gran maremoto de cambios, llevó la revolución industrial al resto del mundo, donde su impacto fue sobre todo destructivo. Así como la primera etapa de la globalización había destruido las sociedades tradicionales de América, la nueva tanda de integración global destruyó los sistemas políticos, sociales y económicos tradicionales que quedaban al margen de los nacientes centros industriales de la costa noratlántica. Conforme aumentaba la productividad en la industrializada región axial y bajaban los precios de mercancías británicas como los artículos textiles hechos con máquinas, los fabricantes de otras regiones vieron amenazadas sus fuentes de ingresos por las importaciones de origen europeo. Al entrar en los mercados globales, los pequeños fabricantes tuvieron que competir con grandes empresas que utilizaban las tecnologías más actuales, y había pocas dudas sobre quién perdería al final. Allí donde las potencias europeas tenían capacidad para acelerar estos procesos, por ejemplo en la India y Pakistán, los aceleraron manipulando barreras arancelarias u obligando a potencias y colonias más débiles a aceptar los productos europeos. Desde esta perspectiva, la capacidad de unos ejércitos recién industrializados, con armas modernas de producción en serie, y de unos medios de transporte mejores, como los buques de vapor y los ferrocarriles, pudo resultar decisiva, tan decisiva que Europa fue capaz de importar grano de la India incluso durante las terribles hambrunas que sufrió la península indostánica a finales del siglo XIX.51 Incluso la economía china, antaño autosuficiente, acabó cediendo ante la atracción gravitatoria de las economías noratlánticas que curvaba de manera creciente el espacio del comercio internacional. Gran Bretaña obligó a China a aceptar productos europeos, empezando por el opio, después de la primera guerra del opio (1842), cuando las fuerzas británicas amenazaron con cortar las rutas fluviales que abastecían al norte de cereales. Durante los siguientes sesenta años, las potencias europeas industrializadas se fueron apoderando económica y políticamente de China, tal como había hecho ya Gran Bretaña al apoderarse de la gigantesca economía del Gran Mogol. La última gran ola de imperialismo político se produjo en las dos últimas décadas del siglo, cuando los estados europeos impusieron un control imperial directo en gran parte de África. Las colonias económicas y políticas de Europa conocieron las formas más depredadoras del capitalismo decimonónico.
Las transformaciones de finales del siglo XIX crearon un mundo dividido entre los que tenían economía industrial y los que no la tenían. Los mismos procesos que enriquecieron a las sociedades del litoral noratlántico arruinaron a casi todo el resto del mundo; y las desigualdades interiores de cada nación, multiplicadas espectacularmente con la decadencia del campesinado tradicional, pasaron a ser ahora desigualdades entre regiones y naciones. Conforme cambiaba el equilibrio del poder económico y militar, la participación mundial de la producción industrial china pasó del 33 por 100 en 1800 al 6 por 100 en 1900 y al 2 por 100 en 1950; la de la India y Pakistán pasó del 20 por 100 en 1800 a menos del 2 por 100 en 1900. La expresión tercer mundo, acuñada en el siglo XX, seguramente carecía de sentido en 1750, cuando lo que hoy es el tercer mundo era responsable de casi el 75 por 100 de la producción industrial mundial. A finales del siglo XX era responsable de menos del 15 por 100. La producción industrial del tercer mundo decayó en la segunda mitad del siglo XIX: del 37 por 100 en 1860 pasó al 21 por 100 en 1880 y alrededor del 7 por 100 durante gran parte de la primera mitad del siglo XX (véanse la tabla 13.2 y la figura 13.3).
El desfase entre el «primer» y «tercer» mundo, que acabó por ser un rasgo familiar en el paisaje internacional del siglo XX, se manifestó por primera vez a finales del siglo XIX. Como dice Mike Davies,
En el momento de tomarse la Bastilla, las divisiones verticales de clase de las principales sociedades del mundo no se resumían en las brutales diferencias de ingresos entre sociedades. Las diferencias, por ejemplo, entre el nivel de vida de un sans-culotte francés y un agricultor del Decán eran relativamente insignificantes en comparación con el abismo que separaba a ambos de su respectiva clase dominante. Al final del reinado de Victoria, sin embargo, la desigualdad de las naciones era tan profunda como la desigualdad de las clases. La humanidad se había dividido irrevocablemente. Y la famosa «famélica legión» a la que la Internacional pide que se ponga en pie fue un invento tan moderno del mundo victoriano tardío como el alumbrado eléctrico, las ametralladoras Maxim y el racismo «científico».52
Las hambrunas de finales de la década de 1870, que afectaron a las regiones ecuatoriales y subecuatoriales de todo el mundo, señalaron un punto de inflexión en la historia del mundo moderno, ya que el efecto socioeconómicamente perturbador del imperialismo europeo multiplicó el impacto de una sequía tradicional, relacionada con El Niño, y produjo uno de los peores períodos de hambre que se habían dado desde el siglo XV.53 Peor aún fue lo que se produjo en el transcurso de los veinticinco años siguientes, mientras el tercer mundo en ciernes se iba integrando en las redes del transporte global, por las que el hambre y las epidemias se desplazaban por más territorio y más aprisa que nunca. Murieron más personas en estas catástrofes que en la primera guerra mundial.
Cuando los gobernantes tradicionales y al margen de la industrialización se dieron cuenta de su vulnerabilidad, se plantearon la posibilidad de industrializar su país. Pero ¿cómo? Las conclusiones a que he llegado en el capítulo anterior nos dicen que los problemas que afrontaron eran tanto políticos y culturales como económicos. Alcanzar los índices de innovación de la región axial del Atlántico norte quería decir que había que cambiar no sólo las estructuras económicas, sino también el sistema político y las actitudes culturales si se quería crear una sociedad capitalista bien integrada. Iba a ser una maniobra política delicada y difícil, sobre todo para los gobiernos más tradicionales, como el de la Rusia zarista, que mantenía muchas de las actitudes antimercantiles propias de los imperios exactores tradicionales. Los gobiernos tradicionales tendrían que llegar al final a un acuerdo con el nuevo mundo de la industria, pero, fueran cuales fuesen los acuerdos, inevitablemente pondrían en peligro la base secular en que se apoyaban tales gobiernos y minarían su estabilidad. Entre finales del XIX y principios del XX, dos gobiernos muy tradicionales, cuyas sociedades estaban ya modestamente mercantilizadas, lanzaron una campaña de industrialización dirigida por el estado. Mientras que el gobierno Meiji del Japón sorteó los rápidos de la industrialización con gran acierto, el gobierno zarista no tuvo tanta suerte; la paradójica misión de planear una industrialización sin empresarios correspondió al gobierno comunista de Stalin. Aunque la campaña de industrialización de Stalin consiguió éxitos notables al principio, su fracaso final ejemplifica la dificultad de sostener las innovaciones sin un mercado competitivo.54 Otras regiones poderosas en otra época —el mundo islámico, India, Pakistán y China— acometieron reformas sin demasiado entusiasmo y pasaron a depender de manera paulatina de las fuerzas económicas de Europa y a veces de sus fuerzas armadas.
FIGURA 13.3. El «ascenso de Occidente»: porcentaje del potencial industrial de China y el Reino Unido/Estados Unidos, 1750-1980, respecto del total global. Basada en la tabla 13.2.
Europa occidental fue la primera en cruzar el umbral de la modernidad, en el siglo XVIII y a principios del XIX. El cambio tuvo tres aspectos interrelacionados: el económico, el político y el cultural. Donde más se ha estudiado la revolución industrial (etiqueta aplicada a los aspectos económicos del cambio) ha sido en Inglaterra, el país en que primero se detectaron los cambios. Las estructuras sociales de Inglaterra se habían adaptado ya estrechamente al modelo de sociedad capitalista en el siglo XVIII, con su creciente clase de asalariados y sus gobiernos defensores de los intereses mercantiles. El potencial innovador del capitalismo británico se manifestó primero en la agricultura, cuya productividad elevaron los terratenientes orientados al comercio introduciendo mejoras a gran escala. Los avances industriales llegaron después; la innovación crucial fue el empleo de la fuerza del vapor en las grandes fábricas, que posibilitó el acceso al filón energético de los combustibles fósiles. El crecimiento de la riqueza y la necesidad de administrar las economías de mercado y de proteger las nuevas formas de riqueza plantearon problemas nuevos a los gobiernos, que tuvieron que movilizar recursos y apoyo político por vías nuevas. Estos procesos se ven con toda claridad en los cambios revolucionarios que transformaron el gobierno francés desde finales del siglo XVIII. Por primera vez en la historia, el gobierno se introducía en la vida cotidiana de la mayoría de los súbditos y se interesaba por su educación, su salud y sus actitudes. El cambio cultural más trascendente de la época fue probablemente la creciente importancia que adquirieron los enfoques científicos del mundo. Aunque las actitudes científicas no afectaron al grueso de la población hasta que las divulgó la educación de masas del siglo XX, desempeñaron un papel importante en las innovaciones tecnológicas de la revolución industrial. La influencia de la ciencia adquirió una importancia creciente durante la segunda y tercera olas de innovaciones del siglo XIX. La revolución industrial se difundió entonces por la Europa continental y por América del Norte, mientras los índices de innovación se reducían en Gran Bretaña. Fuera del núcleo de la industrialización, los efectos de las primeras etapas de la revolución moderna fueron básicamente destructivos. A finales del siglo XIX, las diferencias de riqueza entre las distintas áreas del mundo fueron por primera vez tan grandes como las diferencias dentro de las naciones, y las estructuras tradicionales que habían funcionado durante milenios se vinieron abajo, arrastrando consigo a quienes aún dependían de ellas para sobrevivir.
La literatura sobre la revolución industrial es muy abundante. Entre los estudios clásicos que todavía tienen valor, aunque algunos detalles hayan quedado anticuados, hay que citar Industria e imperio (1969) de E. J. Hobsbawm y Progreso tecnológico y revolución industrial (1969) de David Landes. Más recientes son La era de las manufacturas, 1700-1820 (19942) de Maxine Berg; The Industrial Revolution (1992) de Pat Hudson; y Cambio, continuidad y azar (1988) de E. A. Wrigley. British Economic Growth (1985) de N. R. F. Crafts es un repaso econométrico. Scientific Culture and the Making of Industrial West (1997) de Margaret Jacob es un estudio clásico sobre la relación entre la industrialización y la aparición de la ciencia. Un buen repaso reciente de la industrialización a escalas globales es The Industrial Revolution in World History (1993) de Peter Stearns. Patrick O’Brien y Caglar Keyder comparan dos vías a la modernidad en Economic Growth in Britain and France, 1780-1914 (1978). Kanneth Pomeranz, The Great Divergence (2000), R. Bin Wong, China Transformed (1997), y André Gunder Frank, ReOrient (1998), han propuesto que China estuvo en muchos aspectos tan cerca de la industrialización como Europa occidental, todavía a finales del siglo XVIII. Joel Mokyr, La palanca de la riqueza (1990), y James McClellan III y Harold Dorn, Science and Technology in World History (1999), analizan los avances tecnológicos. Charles Tilly, Coerción, capital y los estados europeos: 990-1992 (1992, edición revisada), es interesante cuando habla de los cambios políticos relacionados con la revolución industrial. Peter Mathias y John Davis, eds., The First Industrial Revolution (1989), es una colección de ensayos sobre la industrialización europea. Late Victorian Holocausts (2001) de Mike Davis hace una descripción impresionante del impacto destructivo de la revolución moderna fuera del centro industrial. The Birth of the Modern World (2003) de Chris Bayley es una elegante historia global del «largo» siglo XIX que hace hincapié en las relaciones entre la guerra y la construcción del estado.