Este libro ha comenzado analizando estructuras muy grandes y escalas temporales gigantescas. Pero su enfoque se ha ido concentrando: primero en un solo planeta, luego en la historia de una sola especie y por último en un solo siglo de la historia de esa especie. Ahora, para mirar hacia el futuro, tenemos que recuperar las escalas del tiempo y el espacio.
Estamos en una situación que es como ir en un coche rápido por la noche, por un paisaje desconocido, con muchos desniveles y socavones, y precipicios cerca. Un faro, por débil y parpadeante que sea, podría evitar algunos de los peores desastres.
MURRAY GELL-MANN
En principio parece absurdo hablar del futuro. A fin de cuentas, el futuro es imprevisible.
No se trata sólo de que no sepamos suficiente. Ciertos científicos del siglo XIX creían que la realidad era determinista y previsible. Creían que si sabíamos lo suficiente sobre la posición y movimientos de todo lo que nos rodea, podríamos predecir el futuro con exactitud. Ahora sabemos que no es posible. La física cuántica pone de manifiesto que la imprevisibilidad forma parte de la naturaleza de la realidad. La realidad es confusa en los niveles más pequeños. Parece que hay un límite para la precisión con que podemos medir los movimientos de las partículas subatómicas. En cierto modo es como si estuvieran dispersas en el tiempo y el espacio, así que lo único que podemos hacer es calcular la probabilidad de su existencia en un punto y en un momento concretos. Esta imprevisibilidad se suele denominar caos, dado que la teoría del caos ha demostrado que miles de millones de pequeñas incertidumbres pueden asociarse en largas cadenas causales hasta que, en el mundo a gran escala que habitan los humanos, crean mucha imprevisión a gran escala. En los años noventa se demostró con rigurosas pruebas matemáticas que el comportamiento caótico es algo más que simple ignorancia o inexactitud: es la forma de ser de las cosas. Aunque los cambios se produzcan según leyes deterministas exactas, no podemos saber el punto de partida del cambio con precisión suficiente para prever con exactitud su comportamiento futuro. Así, aunque la realidad sea determinista, no es previsible por fuerza.
FIGURA 15.1. Salida de la Tierra vista desde la Luna. Esta famosa fotografía se tomó desde el Apolo el 8 de diciembre de 1968. Hoy es un arraigado símbolo de la progresiva conciencia de la unidad y la fragilidad humanas. El autor de la foto fue probablemente William Anders, uno de los tres astronautas de la misión. En una entrevista de 1998 dijo: «Las imágenes de la Tierra vista desde la Luna consiguieron que la raza humana, los dirigentes políticos, los grupos ecológicos y toda la ciudadanía se dieran cuenta de que estamos amontonados en un planeta diminuto que parece de juguete, y de que hay que tratarlo mejor, a él y a nosotros mismos, o desapareceremos de aquí muy pronto». Como ha señalado Fred Spier, la foto de la salida de la Tierra no deja de ser también un irónico símbolo de la fragilidad de los mapas humanos de la realidad, ya que las versiones sobre qué astronauta hizo las fotos, y cuándo, son totalmente contradictorias. (Fred Spier, «The Apollo 8 Earthrise Photo», 2000, en http://www.i20.uva.nl/inhoud/gig/Apollo%208%20US.pdf [página consultada en abril de 2003]). Foto por gentileza de la NASA.
Pero hay otra clase de incertidumbre. Saber cómo funciona un objeto no tiene por qué servirnos para prever su comportamiento cuando se combina con otros objetos en un sistema mayor. Los sistemas interactivos con elementos diferentes parecen funcionar según leyes de última hora que no siempre podemos deducir conociendo el funcionamiento de sus componentes. Conocer el hidrógeno y el oxígeno no nos da mucha información sobre el agua, que es resultado de su combinación química.1 Ricard Solé y Brian Goodwin han señalado que «en el caso del caos, lo que imposibilita la predicción de la dinámica es la sensibilidad a las condiciones iniciales. En el de las propiedades emergentes es la incapacidad general de los observadores para predecir el comportamiento de sistemas no lineales basándose en el conocimiento de sus partes e interacciones».2
Hemos visto en marcha las dos clases de imprevisibilidad, en la evolución y en la historia humana. Con las mismas leyes de la selección natural o del cambio cultural pueden construirse muchos futuros posibles. Hasta cierto punto, los cambios tienen siempre un final abierto. No obstante, entre el pasado y el futuro hay una diferencia real que convierte las predicciones en un juego peligroso. Peter Stearns nos recuerda hasta qué punto lo es enumerando las predicciones fallidas más espectaculares que se formularon en Estados Unidos en el siglo XX: «Un despertador que envía impulsos electrónicos al cerebro de la persona dormida (1955); los cerebros electrónicos decidirán quién se casa con quién y los matrimonios serán más felices (1952); sólo trabajará el 10 por 100 de la población y el resto cobrará por no hacer nada (1966 y en fechas posteriores); dentro de unas décadas desaparecerán las enfermedades contagiosas y las del corazón (otra vez 1966, sin duda el año glorioso de los entusiastas de la tecnología)».3 Por todos estos motivos, los historiadores no suelen enfocar el futuro en su totalidad. R. G. Collingwood dijo muy seriamente: «El oficio del historiador consiste en conocer el pasado, no el futuro, y allí donde los historiadores afirmen que son capaces de concretar el futuro, podemos decir sin riesgo a equivocarnos que falla algo en su concepción básica de la historia».4
A pesar de estas cautelas, es imposible sustraerse a la tentación de hacer predicciones. Hay por lo menos dos situaciones en las que podemos y debemos hacerlas. La primera se da cuando tratamos de entidades que cambian con lentitud o con sencillez. La apertura de los finales abiertos varía, porque incluso en los procesos regidos por el caos la imprevisibilidad tiende a darse dentro de unos límites. Así pues, el cambio es razonablemente sencillo y fácil de prever en algunos procesos y a ciertas escalas. Se trata de los cambios que los deterministas de antaño pensaban que eran característicos de todas las transformaciones. Por ejemplo, cuando los químicos mezclan sustancias definidas a temperaturas concretas, por lo general prevén el resultado exacto de la operación. Esto no significa que predecir sea fácil, sólo que a veces es posible, si tomamos las debidas precauciones. Cuando se dispara un cañón, el punto donde aterriza el proyectil es de la máxima importancia; al artillero le conviene conocer las matemáticas de la balística, porque de ellas puede depender la victoria o la derrota. El pensamiento determinista da buenos resultados cuando el cambio es lento. En estos procesos, el presente parece estirarse y adentrarse en lo que creemos que es el futuro. Entre el principio y el fin de un suspiro puede transcurrir un par de segundos, pero entre la formación y la desaparición de una montaña pueden transcurrir millones de años. Así que podemos decir con cierta seguridad que el Everest seguirá estando donde está dentro de mil años.
También vale la pena meditar sobre el futuro cuando nos enfrentamos a procesos complejos cuyo resultado nos afecta y sobre los que tenemos alguna influencia. Elegir qué acciones compramos o por qué caballo apostamos en las carreras son ejemplos válidos. No son procesos deterministas, y en consecuencia no podemos preverlos con la seguridad de un artillero. Pero tampoco tienen un final totalmente abierto. Si el cambio es muy aleatorio, ponerse a predecir es derrochar energía; lanzar una moneda al aire es una forma de tomar decisiones tan racional como cualquier otra. Pero cuando en sistemas que nos afectan hay aunque sea sólo un mínimo de previsibilidad, vale la pena reflexionar sobre lo que ocurre: y estas situaciones se dan por doquier en la vida cotidiana. Cuando las barajamos, las predicciones pasan a ser un juego de porcentajes. Las que tienen muy en cuenta las variables implicadas en los cambios en cuestión probablemente pueden, con el tiempo, acertar más veces que las que no se molestan en contemplarlas. Algunos jugadores ganan mucho dinero. En estas situaciones interesa muchísimo meditar la predicción. Los animales barajan predicciones sin cesar a propósito, por ejemplo, de las probabilidades de que aparezcan depredadores peligrosos en determinado lugar. Los que aciertan sobreviven y los que no, no. De este modo, la capacidad de previsión acaba por incorporarse al paquete genético de casi todas las especies. Las elecciones cuyo resultado importa, y que no son ni deterministas ni totalmente aleatorias, nos rodean por doquier. No es de extrañar, pues, que en todas las sociedades humanas haya profesiones totalmente basadas en la previsión, y aquí basta pensar en los astrólogos, en los corredores de bolsa, en los profesionales de las apuestas, en los hombres del tiempo... o en los políticos.
Los seres vivos hacen estas dos clases de previsiones continuamente, y del mejor modo que saben, ya sean águilas que caen en picado sobre una presa o inversores que compran acciones. En realidad, es imposible obrar sin prever. Hablando con propiedad, las previsiones son tan inevitables como los suspiros.
Al pensar en el futuro a las escalas de la gran historia nos involucramos en las dos clases de previsión. Este capítulo empezará comentando el futuro inmediato a una escala de un siglo aproximadamente. El cambio es complejo e inestable a esta escala, pero no hay motivos para pensar que sea totalmente aleatorio. Además, tenemos que prever a esta escala porque nuestras previsiones influirán en nuestros actos y éstos determinarán hasta cierto punto la vida de nuestros hijos y nietos. Así pues, tratar de prever la configuración que tendrá el próximo siglo es un asunto serio. Sobre el «futuro medio», a una escala de centenares o miles de años, es casi imposible hacer previsiones serias. Tenemos poca influencia sobre estas escalas y hay demasiados futuros posibles. Nuestra capacidad previsora es tan limitada que no vale la pena dedicar demasiado esfuerzo a esta empresa. Sin embargo, cuando pasamos al futuro lejano, a escalas temporales y objetos mayores, como planetas, o estrellas, o galaxias, o el propio universo, las previsiones vuelven a ser fáciles. Esto se debe a que en estas escalas tratamos con cambios más lentos y previsibles, ante los que el pensamiento determinista vuelve a ser válido. Tampoco aquí hay certidumbre, pero el margen de posibilidades es más estrecho.
Las cosas ocurrieron muy despacio y al principio no nos dimos cuenta —explicaba Jean-Marie—. Al principio de una enfermedad no te enteras de que puede hacerte daño. Sólo cuando ya no puedes andar comprendes que estás realmente enfermo. Cuando vimos que la tierra se moría, supimos que teníamos que hacer algo. Pero no sabíamos qué hacer. [Jean-Marie Sawadogo, 55 años, cabeza de una familia que vivía cerca de Ouagadougo, capital de Burkina Faso]
PAUL HARRISON
Las llanuras que hoy día se llaman campos de Feleo [lugar del Ática donde nació Platón] tenían un suelo muy fértil, sobre las montañas había extensos bosques de los que aún quedan actualmente huellas visibles. Pues bien, entre estas montañas que ya no pueden alimentar más que a las abejas hay algunas en las que no hace aún mucho tiempo se talaron árboles para techar grandes edificios cuyas vigas aún están en pie. Había también multitud de altos árboles cultivados, y la tierra brindaba a los rebaños unos pastos inagotables. El agua fecundante de Zeus que caía cada año sobre ella no discurría en vano, como actualmente, para perderse en el mar desde la tierra estéril: la tierra tenía agua en sus entrañas, recibía del cielo una cantidad suficiente para empaparla y además conducía y desviaba por sus anfractuosidades el agua que caía en los lugares elevados, de suerte que por doquier fluían los generosos caudales de las fuentes y los ríos. Respecto de todos estos hechos, los santuarios que subsisten en nuestros días en honor de las antiguas fuentes son un testimonio fehaciente de que esto que acabamos de contar es verídico. [...] Nuestra tierra ha venido a ser, en comparación con lo que era entonces, como el esqueleto de un cuerpo descarnado por la enfermedad. Las partes grasas y blandas de la tierra han desaparecido y no queda más que el espinazo desnudo de la región.
PLATÓN
La escala de un siglo tiene importancia estratégica porque estará determinada por personas que viven actualmente y afectará a la vida de nuestros hijos y nietos. Es la escala que debemos tener en cuenta si queremos transmitir a nuestros herederos el mundo en buen estado. Además, la aceleración de las transformaciones en el siglo XX hace que sea social y políticamente irresponsable no contemplar el futuro a esta escala, dado que las cosas pueden cambiar muy aprisa. Y a esta escala, la voluntad política y la creatividad pueden tener un valor de previsión. Así que nuestras previsiones podrían determinar el futuro. Debemos aprender a prescindir del relato de creación moderno y a aceptar que somos los autores colectivos del capítulo siguiente.
Pero predecir a esta escala es muy difícil y se parece más a la previsión del tiempo que a la previsión de la trayectoria de un misil. Para jugar bien a este juego de porcentajes primero tenemos que fijarnos en las tendencias a largo plazo que hemos repasado en los capítulos anteriores, porque, a semejanza de los procesos geológicos, es muy probable que sigan en funcionamiento durante algún tiempo. Pero también tenemos que tener en cuenta la posibilidad de que las tendencias cambien de dirección o den giros bruscos y aleatorios. Y tenemos que disciplinarnos intelectualmente para que nuestros mapas de la realidad sean verosímiles hasta donde podamos. La joven disciplina denominada futurología, cuyo origen se remonta a los intentos de prever los progresos tecnológicos durante la segunda guerra mundial, ha estado dominada por el deseo de modelar futuros pensando en la tecnología, en las consecuencias militares (como en On Thermonuclear War, 1960, de Herman Kahn) y en los efectos ecológicos (como en los modelos de Donella Meadows y sus colaboradores en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, cuya primera entrega fue Los límites del crecimiento, 1972).5 Pero a pesar de la perfección de algunos de estos modelos, quienes los construyen, desde los corredores de bolsa hasta los meteorólogos, saben que lo más que pueden esperar es un porcentaje de conjeturas acertadas algo superior al de sus rivales. Así pues, las reglas básicas de la futurología seria son: a) buscar las tendencias a largo plazo y analizar su funcionamiento; b) construir modelos que sugieran qué tendencias pueden interaccionar; y c) estar atentos a las contratendencias u otros factores que pudieran desnaturalizar o pasar por alto las previsiones sugeridas por las tendencias a largo plazo y los modelos sencillos. Hecho esto, sólo resta prepararse para la probable posibilidad de que muchas previsiones estén equivocadas. Por lo que digo no parece que se pueda sacar mucho partido de la futurología, pero es mejor que no hacer nada, del mismo modo que observar el terreno de un hipódromo siempre será mejor que lanzar una moneda al aire. A largo plazo se ganará más dinero observando el terreno.
Algunas tendencias descritas en el capítulo anterior, como la aceleración del ritmo del propio cambio, son preocupantes. Clive Ponting, en su notable Historia verde del mundo (1992), ha sabido reflejar la inquietud que producen.6 En el primer capítulo de este libro hay una parábola de la historia humana en su conjunto; procede de la historia de uno de los lugares más remotos de la Tierra, la isla de Pascua. Se encuentra en el océano Pacífico, a 3.500 kilómetros al oeste de Chile; el punto habitado más próximo es la isla Pitcairn, situada 2.000 kilómetros al oeste. La isla de Pascua, cuyo nombre local es Rapa Nui, se llama de aquel modo porque los europeos que iban a bordo de un buque holandés, el Arena, la descubrieron el domingo de Resurrección de 1722. La tripulación del Arena comprobó que en la isla había unas 3.000 personas que vivían en cuevas y en chozas de juncos. Parecían estar en guerra continua por culpa de los escasos recursos alimenticios. En términos generales era un lugar sumido en la miseria absoluta. Sin embargo, los europeos descubrieron que en la isla había también más de 600 esculturas gigantescas, casi todas con más de seis metros de altura. Estaban bellamente talladas y eran de una elegancia asombrosa, y muchas tenían una especie de moño de piedra (de 10 toneladas en algunos casos) en lo alto de la cabeza. Para esculpir, transportar y erigir aquellas estatuas había hecho falta una perfección técnica y organizativa impresionante, pero entre los isleños del siglo XVIII no había el menor rastro de esta capacidad. Además, costaba entender que un medio tan pobre hubiera alimentado a una sociedad capaz de levantar aquellos monumentos. En el siglo XVIII sólo había en la isla una especie de árbol silvestre y otra de arbusto silvestre. (El árbol silvestre se extinguió en el siglo XX, aunque volvió a introducirse con especímenes conservados en un jardín botánico de Suecia.) La única fuente de proteínas animales parece que eran las gallinas, ya que la inexistencia de botes impedía pescar a los isleños.
El misterio de la isla de Pascua se ha desvelado gracias en parte a las técnicas modernas, como el análisis de los restos de polen, con los que los arqueólogos reconstruyen medios y paisajes antiguos. Lo que salió a la luz fue una triste historia. La ocupación de la isla se produjo en las últimas fases de la colonización del Pacífico, la cuarta zona mundial del Holoceno. (No es inverosímil que hubiera una población anterior, de origen suramericano, pero no hay nada demostrado.) La isla fue colonizada hace probablemente unos 1.500 años por un grupo de veinte o treinta habitantes de las islas Marquesas, que llegaron en bote. El pequeño tamaño de la isla y la limitación de sus recursos garantizaban las dificultades de la colonización. La isla tiene sólo 22,5 kilómetros de longitud por unos 11 de anchura. No había entonces mamíferos autóctonos y la pesca obtenible en las costas era limitada. Los colonos llevaban consigo gallinas y ratas; y no tardaron en averiguar que entre los productos a los que estaban acostumbrados, como el ñame, la colocasia, el plátano o el coco, sólo uno, el boniato, podía cultivarse allí. De modo que la base de su dieta pasó a ser el pollo y el boniato. La buena noticia fue que no costaba mucho vivir de aquellos productos básicos. La isla tenía bosques frondosos y el suelo era volcánico y fértil.
Con el paso del tiempo aumentó la población y aparecieron aldeas independientes, esparcidas por toda la isla. La competencia entre las aldeas y los jefes de las mismas pudo haber adoptado la forma de conflicto armado, pero también adoptó una forma moderna identificable: la construcción competitiva de monumentos. Ya en 700 d.C. empezaron a construirse grandes patios de piedra (llamados ahu) con esculturas. Es posible que fueran monumentos dedicados a dirigentes locales vivos o muertos, porque algunos, desde luego, contienen tumbas. En muchos puntos de Polinesia pueden verse monumentos parecidos, pero ninguno tan grandioso como los de la isla de Pascua. Conforme prosperaban estas sociedades, aparecieron jerarquías materiales y políticas, y aumentaron las prácticas organizativas y tecnológicas de los isleños. La disposición de algunos ahu parece estar en correspondencia con las estrellas, un detalle que no tiene por qué resultar extraño en una población que desciende de navegantes. Y parece que inventaron una forma sencilla de escritura.
El principal dilema para los arqueólogos era saber cómo se habían transportado y colocado las esculturas. Parece que las transportaron con rodillos hechos con troncos de árbol. Hace unos 500 años, la isla tenía alrededor de 7.000 habitantes y la competencia entre las aldeas era terrible. Construir y transportar esculturas suponía la tala de una cantidad creciente de árboles... hasta que se taló el último que quedaba. La sociedad local decayó repentinamente. La brusquedad de la catástrofe se advierte en la existencia de esculturas a medio tallar en las paredes volcánicas de las canteras principales. Los efectos de la deforestación fueron devastadores, ya que la madera se necesitaba no sólo para transportar las esculturas, sino también para construir embarcaciones pesqueras y casas, para confeccionar redes y ropa (con las fibras de la morera del papel) y para hacer leña con que cocinar y calentarse. Ya no se podía pescar, ni confeccionar ropa, ni construir casas; la alimentación se deterioró y los isleños empezaron a vivir en cuevas y chozas de juncos. La deforestación aumentó la erosión, reduciendo la fertilidad del suelo y las cosechas. El pollo pasó a ser el principal producto alimenticio y la población se vio en la triste situación de tener que construir fortalezas de piedra para los pollos, que defendían en grotescas y sangrientas guerras avícolas. La escasez de proteínas animales se compensaba a veces con un poco de canibalismo. Como ya no podían celebrarse las ceremonias que rodeaban la construcción de monumentos, las estructuras políticas se vinieron abajo. La verdad es que las antiguas tradiciones desaparecieron tan radicalmente que los isleños de dos siglos después apenas sabían nada del pasado de la isla o del significado de las esculturas. En resumen: el crecimiento demográfico y un consumo creciente de recursos impulsado por la competencia política y económica produjeron la decadencia ambiental y social.
Lo más aterrador de esta historia es que los isleños y sus dirigentes tuvieron que verlo venir. Tuvieron que saber, mientras talaban los últimos árboles, que estaban destruyendo su futuro y el de sus hijos. Y sin embargo talaron los árboles. ¿Podemos ver en la historia de Rapa Nui una parábola que nos invita a pensar en la historia humana? Al fin y al cabo, la destrucción de ambientes tras períodos de cambio rápido, por la extinción de la megafauna en la Edad de Piedra o por el riego excesivo en la Mesopotamia del III milenio a.C. o en las tierras mayas hace sólo unos mil años, es un tema que se repite en la historia humana.
Hay semejanzas inquietantes entre las tendencias descritas en el capítulo anterior y la historia de la isla de Pascua. Conforme aumentan las desigualdades globales, los recursos se consumen en cantidades crecientes para mantener las vastas estructuras jerárquicas de las sociedades capitalistas modernas. Las sociedades modernas tienen su propia forma de competir construyendo monumentos. Los recursos, desde el agua potable hasta la madera, se consumen más aprisa de lo que tarda su reposición; y los residuos, desde los plásticos hasta el carbono, se vierten más rápidamente de lo que los ciclos ecológicos naturales tardan en absorberlos. Sin embargo, la población sigue aumentando y los políticos de todo el mundo alegan que el crecimiento económico debe continuar, e incluso acelerarse, para aliviar la miseria de los países más pobres y mantener el nivel de vida de los más ricos. Pero ¿de verdad puede sostenerse este crecimiento? Si los niveles del consumo actual son ya peligrosos, entonces resulta aterrador imaginar un mundo en el que toda la población consume recursos y produce residuos al ritmo de las naciones industriales más ricas. Gandhi entendió el problema ya en 1928, cuando escribió: «No permita Dios que la India abrace nunca la industrialización a la manera de Occidente. [...] Si toda una nación de 300 millones se dedicara a una explotación económica semejante, dejaría el mundo tan pelado como si hubiera pasado una plaga de langostas».7 Sin embargo, al capitalismo, que hoy es la fuerza dominante del desarrollo económico, le sienta bien el crecimiento; y los dirigentes políticos y económicos que tienen hoy el máximo poder responden a las demandas de los electores con planes y proyectos a corto plazo, igual que los constructores de monumentos de la isla de Pascua. Al igual que en la isla de Pascua, parecen incapaces de detener los procesos que ponen en peligro el futuro de nuestros hijos y nietos.
Aunque siempre es posible que nos vaya mejor que a los habitantes de Rapa Nui.8 El aprendizaje colectivo, que se mueve hoy a una escala y con una eficacia mayores que nunca, podría ser el puntal más importante de la esperanza. Si hay soluciones, para los humanos y para la biosfera en general, las redes globales de información de los humanos modernos las descubrirán seguramente. Estas redes nos aportan la tecnología que nos permite moldear la biosfera como queremos, y las modernas redes del aprendizaje colectivo, impulsadas electrónicamente, nos han ayudado a conocer los peligros de nuestro creciente poder ecológico. A grandes rasgos, el problema está claro. Para impedir que se repitan a escala global las catástrofes que destruyeron la isla de Pascua tenemos que encontrar formas de vida más sostenibles. Tenemos que utilizar el agua, la madera, la energía y las materias primas a un ritmo que pueda mantenerse, no durante decenios, sino durante siglos, y debemos verter residuos en cantidades que puedan absorberse sin peligro, para no destruir el medio ni a las demás criaturas. ¿Podemos hacerlo?
Si la población sigue creciendo al ritmo de finales del siglo XX, no hay esperanza. Sin embargo, hay motivos para ser optimistas, porque las tasas globales del crecimiento demográfico parecen haber frenado tanto en los países más ricos como en los más pobres. Los indicadores de esta transición demográfica son muy sólidos actualmente. Durante casi toda la era agraria, las tasas del crecimiento demográfico estaban determinadas por las elevadas tasas de natalidad y mortalidad; las familias querían tener muchos hijos porque sabían que algunos morirían durante la infancia. El crecimiento demográfico de los países más ricos depende hoy de otros factores, ya que las tasas de natalidad y mortalidad han descendido y la calidad de vida es mejor que antes. Sobreviven más niños y se espera que los individuos vivan más; pero como los hijos ya no son el único apoyo de la vejez, hay menos necesidad de tenerlos para que garantices la longevidad de los padres. El resultado es que las tasas de natalidad han descendido y el crecimiento demográfico también, tanto que en algunos países la tasa es cero. El rápido crecimiento demográfico de los últimos siglos y decenios estuvo determinado por un punto medio entre los dos extremos en el que descendía la tasa de mortalidad (gracias a la mejora de los servicios sanitarios y al aumento de la producción de alimentos) mientras se mantenía elevada la tasa de natalidad. La clave para estabilizar la población global en el siglo XXI será reducir la tasa de natalidad en los países más pobres, que siguen teniendo los valores más altos. Los factores que probablemente permitirán este resultado son el aumento de la riqueza, el fomento de la vida urbana, la mejora de la salud infantil y el aumento de la educación, sobre todo de las mujeres del tercer mundo (en especial en cuestiones de salud y métodos anticonceptivos). Invertir en la mejora de la salud y en la educación de las mujeres de los países más pobres podría incidir de un modo espectacular en las tasas de crecimiento de las próximas décadas. La tasa de natalidad ha descendido ya en muchos países pobres, de modo que es probable que en el curso del siglo XXI se estabilicen las tasas mundiales del crecimiento demográfico. En 1998 había ya treinta y tres países con crecimiento demográfico cero.9 Las estimaciones más optimistas dicen que la población mundial se estabilizará entre 9.000 y 10.000 millones. Alimentar, vestir y alojar a otros 3.000 o 4.000 millones de personas será un gran reto, sobre todo porque casi todas nacerán en los países peor pertrechados para esta misión; pero dados el rápido incremento de la producción de alimentos en el siglo XX y los inmensos recursos disponibles en los países más ricos, no tiene por qué ser imposible. El gráfico de la figura 15.2 señala la probable evolución del crecimiento demográfico durante el siglo XXI, tanto en los países más ricos como en los más pobres.
¿Podrá estabilizarse también el consumo? Para eso tenemos que adoptar dos medidas fundamentales que ya han empezado a aplicarse a escala menor. La primera es pasar del consumo de recursos vírgenes al reciclaje. La segunda, depender más de fuentes de energía sostenibles y no contaminantes. Ya existen las tecnologías necesarias para explotar la energía solar, la energía eólica y las pilas de combustible de hidrógeno, aunque en los mercados mundiales actuales (que no se incluyen entre los costes ambientales de las fuentes de energía) no pueden competir comercialmente con los combustibles fósiles que todavía mueven la revolución moderna. Pero contamos ya con tecnologías que permiten el intercambio barato de información, gracias a la revolución tecnológica de finales del siglo XX. En principio tenemos las tecnologías que se necesitan para construir una economía mundial sostenible sin reducir drásticamente el nivel de vida medio de los países más ricos. Pero podría suceder, como en la isla de Pascua, que los problemas más difíciles de resolver fueran políticos y educativos y no tecnológicos.
Los problemas políticos son formidables. Los dirigentes políticos y económicos con más poder para tomar decisiones en estos temas tienen que rendir cuentas a grupos de presión concretos, sean regionales o económicos, y la dinámica de los procesos políticos les incita a pensar con escalas temporales demasiado breves para abordar con eficacia asuntos sociales y ecológicos de interés mundial. Su resistencia al cambio recibirá el apoyo de los ciudadanos prósperos de los países más ricos, para quienes la crisis ecológica sigue siendo una amenaza lejana e incierta y no la catástrofe que es ya en muchos países pobres. Además, parece que el capitalismo, para existir, ha de depender del crecimiento continuo. ¿Significa esto que hay que desmantelar el capitalismo? Por desgracia, las revoluciones comunistas del siglo XX nos han dado a entender que la destrucción del capitalismo puede resultar una medida muy perniciosa, una medida que en cualquier caso no es probable que dé lugar a sociedades igualitarias o sensibles a los problemas ecológicos.
FIGURA 15.2. «Ciclo malthusiano» moderno, 1750-¿2100? El gráfico representa una estimación del crecimiento demográfico futuro tanto en las regiones desarrolladas del mundo como en las que están en vías de desarrollo. Casi todos los demógrafos están de acuerdo en que el rápido crecimiento de los dos últimos siglos se ralentizará y en que la población mundial se estabilizará alrededor de 2100. Pero como indica el gráfico, el crecimiento proseguirá durante un tiempo en las regiones menos preparadas para sostener más población. Basada en Paul Kennedy, Preparing for the Twenty-First Century, Fontana, Londres, 1994, p. 23.
Pero también hay factores optimistas en el plano político. Un indicio es la reciente y rápida formación de una conciencia mundial a propósito de los problemas ecológicos y su interrelación con cuestiones sociales y económicas; casi todos los gobiernos actuales se toman en serio estas cuestiones y lo mismo los votantes que los eligen. La Cumbre de la Tierra —la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo que se celebró en Río de Janeiro en 1992— fue un importante gesto simbólico en defensa de la sostenibilidad, en el que se acordó que los países más ricos ayudaran a los más pobres a desarrollarse por medios «medioambientalmente viables». Por primera vez se llegaba internacionalmente a la conclusión de que era necesario equilibrar el crecimiento con la sostenibilidad. En el peor de los casos fue una victoria retórica; diez años después se celebró otra conferencia, en Johannesburgo.
También ha habido casos de cooperación internacional, sobre todo en asuntos en los que era fácil llegar a un acuerdo. En los años setenta empezaron a acumularse datos de que la capa de ozono se estaba reduciendo por culpa de los clorofluorcarbonos (CFC).10 Éstos se empleaban en refrigeración, en sistemas de aire acondicionado y como productos de limpieza y disolventes. En 1977, a propuesta de algunos países desarrollados, se puso en marcha el UNEP (Programa sobre el Medio Ambiente de las Naciones Unidas) para afrontar el problema y aquel mismo año se celebró una conferencia durante la cual se adoptó un plan de acción global. La verdad es que nadie se tomó el plan con la seriedad suficiente para hacer nada, entre otras cosas porque las pruebas científicas seguían sin ser concluyentes. A principios de los años ochenta, Estados Unidos, responsable del 30 por 100 de las emisiones totales, lideró una campaña para reducir el uso de CFC, por un lado porque había sustitutos a mano y por otro a causa de las presiones interiores de los incipientes grupos ecologistas. Pero otros países —entre ellos algunos de la Comunidad Europea, responsable del 45 por 100 de la producción mundial— se manifestaron en contra de la regulación. Ciertos países en vías de desarrollo, como China y la India, también se manifestaron en contra, dado que planeaban aumentar su producción de CFC. Salta a la vista que los acuerdos internacionales son inútiles sin la cooperación de los productores principales en acto o en potencia. Algunos países pobres arguyeron que necesitarían ayuda económica internacional para escapar a la dependencia del CFC. A mediados de los años ochenta se consolidaron los testimonios científicos y varios «estados líderes» impulsaron la celebración de una convención internacional con compromisos concretos y vinculantes sobre el tema. En 1985 se firmó el Acuerdo de Viena para la Protección de la Capa de Ozono, pero fue poco más allá de exigir la cuantificación internacional de las emisiones de CFC. En 1987, en la conferencia del UNEP en Montreal, tras muchas discusiones y muchos forcejeos con las divisiones internas, y por presiones de los países líderes (entre ellos Estados Unidos), la Comunidad Europea aceptó reducir el 50 por 100 para 1999. El Protocolo de Montreal sobre Sustancias que Reducen la Capa de Ozono permitió a los países desarrollados aumentar temporalmente la producción, aunque con el ojo puesto en la producción final. Por desgracia, el veto de Estados Unidos y Japón impidió ayudar económicamente a los países en vías de desarrollo que necesitaban adaptarse. Unos meses después, los últimos descubrimientos científicos, entre ellos la localización de un gran agujero en la capa de ozono en el Polo Sur, pusieron sobre el tapete la urgencia de la cuestión. En mayo de 1989, ochenta naciones se manifestaron a favor de suprimir totalmente la producción de CFC para el año 2000. En 1990 se creó un fondo para ayudar a adaptarse a los países en vías de desarrollo y treinta y dos países industrializados contribuyeron con 1.000 millones de dólares. Aún quedan lagunas en estos acuerdos, pero en términos generales han sido muy fecundos. La producción de CFC bajó de alrededor de 1,1 millones de toneladas en 1986 a 160.000 toneladas en 1996, y hay indicios de que el agujero de la capa de ozono ha comenzado a reducirse.
La reacción internacional a la crisis del ozono demuestra que es posible la cooperación. Los países, como los individuos, pueden trabajar juntos a veces para solucionar problemas comunes. Y allí donde hay un problema serio y probado, se puede organizar la cooperación con rapidez y eficacia, aunque ponga en peligro ciertos intereses regionales. Los mecanismos de cooperación internacional que existen en la actualidad son toscos e incómodos, pero pueden solucionar las cosas en un momento de crisis. La respuesta a la reducción de la capa de ozono no es el único caso que ejemplifica su eficacia, como ha señalado Lester Brown: «La contaminación atmosférica de Europa, por ejemplo, se ha reducido de manera espectacular a consecuencia del tratado de 1979 sobre contaminación atmosférica transfronteriza a larga distancia. Las emisiones mundiales de clorofluorcarbono (CFC) se han reducido en un 60 por 100 desde 1988, año de emisiones máximas, de acuerdo con el tratado de 1987 sobre la disminución del ozono y las enmiendas posteriores. La matanza de elefantes en África ha caído en picado a causa de la prohibición de 1990 de comerciar con marfil, de acuerdo con la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Animales y Vegetales en Peligro».11
Pero hay un problema más grave aún. Hemos visto que el capitalismo es la fuerza motriz de las innovaciones en el mundo moderno y que las economías capitalistas dependen del aumento de la producción y las ventas. ¿Es compatible este crecimiento con la sostenibilidad? La respuesta no está clara, pero hay motivos para creer que el capitalismo podría ingeniárselas para coexistir por lo menos con algunas de las primeras etapas de la transición a la sostenibilidad. Un motivo es que las economías capitalistas necesitan aumentar más los beneficios que la producción, y pueden obtenerse beneficios de muchas maneras, algunas compatibles con una economía sostenible. En principio, reciclar recursos y vender información y servicios en vez de mercancías puede generar beneficios con la misma eficacia que con la explotación de recursos vírgenes. Si los gobiernos gravaran con más impuestos los métodos de producción insostenibles, las inversiones no tardarían en reconducirse hacia actividades más sostenibles, que entonces producirían más beneficios. No hay una incompatibilidad absoluta entre el capitalismo y la sostenibilidad. Los mercados pueden dirigirse, como bien saben los gobiernos desde que John Maynard Keynes llamó la atención sobre el particular en los años treinta. Y entre los métodos de dirección más efectivos hay que mencionar los impuestos y las subvenciones para modificar los costes y cambiar el rumbo de la actividad económica. Como ha dicho Brown con contundencia, el capitalismo contemporáneo es ecológicamente destructivo, entre otras cosas, porque no puede contabilizar los valores ecológicos. Por ejemplo, los métodos contables modernos no pueden valorar debidamente los servicios prestados por los bosques en la prevención de inundaciones, la absorción del anhídrido carbónico excedente, la prevención de la erosión del suelo y la conservación de la biodiversidad. En principio, pues, es totalmente factible recurrir a los impuestos y las subvenciones para incluir estos costes en las transacciones económicas. En realidad, los gobiernos actuales utilizan estos mecanismos de manera rutinaria. Un ejemplo sencillo de cómo podrían orientar los mercados hacia productos más sostenibles sería gravar con impuestos el uso de los combustibles fósiles, impuestos deducibles quizá de los impuestos sobre la renta. Estos impuestos podrían modificar el equilibrio actual entre la rentabilidad de los combustibles fósiles y la de fuentes energéticas menos perjudiciales como la energía eólica y las pilas de combustible, ya que, en una economía de mercado, el comportamiento de los precios puede transformar rápidamente la orientación de millones de consumidores y fabricantes.
Pero ¿existe voluntad política para poner en práctica estas medidas? Para que la respuesta sea afirmativa han de ocurrir dos cosas: el peligro ecológico debe ser innegable para quienes ejercen el poder en el mundo moderno (los gobiernos pueden reaccionar con rapidez antes las crisis cuando no caben dudas sobre su seriedad y magnitud) y las actitudes populares, sobre todo en los países más ricos, deben cambiar. Las actitudes son de importancia decisiva. La convicción general de que el crecimiento continuo de la producción es beneficioso en sí mismo es uno de los principales obstáculos de la reforma. Esta convicción se mantendrá mientras sigamos concibiendo el vivir bien como nos lo enseñó el capitalismo consumista, como el consumo incesante de bienes materiales en cantidad y de calidad crecientes. Modificar las definiciones de lo que es vivir bien podría ser a la postre un paso decisivo hacia una relación más sostenible con el medio ambiente.
Los restantes problemas son éticos y políticos. ¿Son tolerables las grandes desigualdades del mundo moderno? ¿Generarán conflictos que obliguen al final a emplear las destructivas tecnologías militares que están hoy a nuestra disposición? A fin de cuentas, las redes de información del mundo moderno pueden difundir conocimientos tanto para fabricar armas nucleares y biológicas como para construir placas solares. Seguro que dentro de unos decenios habrá más naciones con armas destructivas y habrá aumentado el número de organizaciones guerrilleras como alQaeda que se consideren representantes de los humillados y desposeídos. En este punto es difícil hacer predicciones, porque los cambios políticos dependen mucho de las decisiones y los actos de los individuos. ¿Llegarán los gobiernos de los países más ricos a la conclusión de que reduciendo la pobreza del mundo aumentan su propia seguridad? Es posible que fuerzas menos tangibles pero no menos fundamentales inciten a los políticos a solucionar la miseria de los países más pobres del mundo. Las economías capitalistas necesitan mercados, y ya hemos visto que el capitalismo consumista se diferencia de las formas capitalistas anteriores porque los niveles de producción suben tanto que hay que vender mercancías a la propia fuerza de trabajo, a las clases subordinadas que Marx llamaba proletariado. Las mismas presiones conducirán sin duda con el tiempo al aumento del nivel de vida de las clases subordinadas incluso de los países más pobres del mundo. Y de este modo, conforme el capitalismo mundial va adoptando formas menos depredadoras, puede elevar la calidad de vida fuera del núcleo industrializado. Así, si un capitalismo mundial maduro es capaz de soslayar los peligros del exceso de consumo mundial contra el que nos avisaba Gandhi, es lícito esperar que, aunque las desigualdades relativas sigan aumentando, crezca durante el siglo XXI la calidad material de vida de las clases subordinadas de muchos otros países, y de este modo se generen nuevos mercados y se reduzcan los conflictos políticos y militares mundiales. Por este camino podrían reducirse las formas más degradantes de pobreza, aunque la desigualdad en general está condenada a proseguir mientras el capitalismo siga siendo el principal determinante del cambio económico.
Si en el presente siglo se afrontan con sinceridad los problemas ecológicos y políticos del siglo XX, entonces es posible que las futuras generaciones hereden los beneficios de la revolución moderna. De lo contrario, hay un peligro muy real de que la revolución moderna se descontrole y desencadene catástrofes militares y ecológicas que legarán a nuestros hijos y nietos un mundo tan degradado como la isla de Pascua, pero con una destrucción a una escala mucho mayor.
Cuando pensamos en futuros más lejanos, por ejemplo en los dos próximos milenios, el final del cambio histórico aparece tan abierto que nos desborda. Peter Stearns dice muy acertadamente que la «previsión milenaria» es una «equivocación segura».12 A esta escala hay tantos futuros alternativos y se presentan con tanta rapidez que cualquier cosa que digamos será una simple conjetura. Además, en la escala de los milenios, a diferencia de lo que ocurre en la escala de cien años, nuestra capacidad para influir en el futuro se reduce hasta volverse insignificante, así que tenemos menos interés por hacer previsiones.
Cuesta poco imaginar catástrofes producidas por guerras nucleares o biológicas, desastres ecológicos, incluso una colisión con un asteroide de buen tamaño. Si la causa es humana, este final de la historia podría significar que la especie fue demasiado ambiciosa, que lo que a principios del siglo XXI pensábamos que era progreso era en realidad el principio del fin. El mejor símbolo de la ambición y la creatividad humanas sería entonces Ícaro. Tampoco cuesta imaginar futuros utópicos en los que casi todos los problemas del mundo moderno se habrán solucionado, en los que los humanos habrán aprendido a construir economías ecológicamente sostenibles, en los que se habrán reducido mucho las desigualdades entre los grupos y las regiones, y en los que la capacidad tecnológica humana se empleará para procurar a la mayoría de la población mundial una vida mejor y no una cantidad creciente de bienes materiales. Un futuro así daría la razón a cuantos han visto la historia humana como un camino hacia el progreso.
Sin embargo, los futuros intermedios son a la vez más probables y más difíciles de imaginar. Lo mejor que podemos hacer en este caso es meditar algunas de las tendencias a largo plazo que determinan el mundo moderno y dar por sentado que seguirán vigentes durante algún tiempo.
Si las tendencias demográficas actuales se mantienen durante un siglo o más, el crecimiento demográfico dará un frenazo brusco y a partir de entonces la población se estabilizará o disminuirá, mientras que la longevidad media aumentará. Pero otra tendencia, la innovación tecnológica, no da indicios de ralentizarse. Es posible que al futuro le aguarden eras de estancamiento tecnológico, como ya las hubo en el pasado, pero la explosión actual de creatividad tecnológica parece que tiene cuerda para varios siglos. Con una población estable y un ritmo creciente de innovaciones en tecnología de la información, en ingeniería genética y en el dominio de nuevas fuentes de energía (entre ellas tal vez la fusión del hidrógeno), el aumento de la productividad podría usarse no sólo para mantener los niveles de vida mínimos de una población en crecimiento incesante, sino para elevar el nivel de vida real de todo el mundo. Las tendencias sociales y económicas de los últimos 5.000 años no permiten prever para el futuro ninguna reducción significativa de la desigualdad económica y política. Por el contrario, dan a entender que las diferencias económicas se agudizarán y que se ensanchará el abismo entre los más débiles y los más poderosos. Pero, como ya hemos visto, la aparición del capitalismo consumista durante el siglo pasado nos permite pensar que podría subir el nivel de vida de los situados en la base de la curva del enriquecimiento, aunque sólo sea porque los pobres son lo bastante numerosos para constituir mercados interesantes para las economías capitalistas cuya búsqueda de consumidores nuevos se intensifica conforme se estabiliza la población y la productividad sigue creciendo.
Si los obstáculos ambientales no hunden el capitalismo mundial —si, por el contrario, se las arregla para encontrar mercados nuevos vendiendo a pobres y a ricos, buscando el beneficio en una producción ecológicamente sostenible y comerciando más con servicios e información que con productos materiales—, entonces es probable que las transformaciones generadas por las tecnologías se disparen hasta un punto que hoy apenas podemos columbrar. La biotecnología podría inventar nuevas formas de alimentar, vestir y equipar a un mundo de 10.000 o 12.000 millones de habitantes. También podría conseguir que estos habitantes fueran cada vez más longevos y llevaran una vida cada vez más sana. La nanotecnología y una nueva generación de microchips más rápidos podrían rodearnos de robots inteligentes de todos los tamaños, algunos de los cuales es posible que llegaran a comportarse de manera que fuese difícil distinguirlos de los cerebros humanos. Mientras tanto, las nuevas fuentes energéticas deberían aumentar la energía disponible. Por último, las tecnologías espaciales imaginadas por el maestro de escuela ruso Konstantin Tsiolkovski, que fueron las que permitieron que un humano abandonara la Tierra el 12 de abril de 1961 y que otros humanos aterrizaran en otro cuerpo celeste el 21 de julio de 1969, conducirán sin duda, con el tiempo, a otra fase migratoria de la historia de la especie. En esta fase, el mundo interconectado de nuestros días se fragmentará y volverá a estar organizado en redes regionales independientes. Lo que hace que estas ideas no sean totalmente ciencia ficción es saber que hace 500 años nadie tenía la menor idea de la velocidad y el alcance de las transformaciones que harían de América del Norte, una región de cazadores-recolectores y sociedades con agricultura a pequeña escala, la superpotencia que es en la actualidad.
La colonización de otros mundos podría empezar por la explotación industrial de la Luna, los planetas cercanos y los asteroides. Podría proseguir con la fundación de colonias en algunos planetas del sistema solar. Poner a punto la explotación industrial de asteroides y la colonización de Marte podría tardar menos de un siglo. Un tema ya más sujeto a especulaciones (y más complejo en el plano ético) es hacer planes para la «terrificación» de Marte, es decir, para la modificación de la atmósfera y la temperatura marcianas con objeto de que los humanos y otros organismos terrícolas puedan vivir en aquel planeta.13 Ya hay algunos planes en este sentido, pero los cambios en que se basan podrían tardar miles de años en completarse. Si tienen éxito, los humanos habrán aprendido a «domesticar» planetas tal como en otras épocas domesticaron a los grandes herbívoros. Si los humanos acabaran por emigrar de la Tierra en gran número, la historia humana descrita hasta aquí en el presente libro terminará por presentarse simplemente como el capítulo primero de otra historia que en su mayor parte transcurrirá lejos de este planeta. En cierto modo, las migraciones a otros planetas serán como una repetición de las grandes migraciones de la Edad de Piedra, cuyos miembros buscaron nuevos medios primero en África y luego en las tierras inexploradas de Australia, Siberia y América. O quizá fuera mejor compararlas con los grandes viajes marítimos que colonizaron el Pacífico. Pero sobrevivir fuera de la Tierra exigirá la puesta en marcha de todo el ingenio tecnológico de que sean capaces los humanos. Los emigrantes del futuro tendrán que inventar formas de vivir totalmente nuevas, lo más seguro en entornos completamente artificiales. A semejanza de los habitantes de la isla de Pascua, no siempre lo conseguirán. Aunque se queden en nuestra vecina celeste más cercana, la Luna, vivirán en un desierto pelado, sometidos a aterradoras temperaturas extremas, bajo un cielo completamente negro.
Viajar fuera del sistema solar es ya otra historia, por las grandes distancias que hay por medio y por la ley einsteiniana que dice que nada puede viajar más aprisa que la luz.14 La luz tarda más de cuatro años en llegar a la estrella más cercana, Próxima de Centauro, y más de 30.000 años en llegar al centro de nuestra galaxia. En la actualidad no hay nadie que sepa ni por asomo cómo construir una nave espacial que alcance al menos la décima parte de la velocidad de la luz, que es la velocidad mínima capaz de permitir viajes de ida y vuelta de duración inferior a la de la vida humana. En las propuestas más optimistas no se contempla la posibilidad de efectuar tales viajes durante los próximos siglos. Es posible que sea más realista pensar en expediciones colonizadoras cuyo personal, a semejanza de los colonizadores polinesios, no espere volver a casa. Podrían contar con el apoyo de naves mayores y más lentas que podrían tardar cientos de años en llegar al punto de destino. A diferencia de las embarcaciones polinesias, las «arcas espaciales» podrían transformarse en viviendas permanentes, y serían más cómodas y atractivas que cualquier planeta que encontraran por el camino (véase la figura 15.3). En vez de recorrer el universo como lo hacemos actualmente, a bordo de planetas creados por la naturaleza y cuyos movimientos no podemos gobernar, los humanos del futuro podrían viajar en planetas artificiales cuya dirección pudiera variarse. En tal caso, el futuro humano no radicará en la colonización de miles de planetas, sino en la construcción de miles o millones de arcas espaciales que periódicamente aterrizarán en los planetas que más cerca les queden para repostar combustible y reabastecerse de materias primas. Se ha calculado que una serie de expediciones sucesivas de colonizadores interestelares que viajaran a una velocidad relativamente lenta podría tardar cien mil años en llegar a las regiones más lejanas de nuestra galaxia; nuestros conocimientos actuales no nos permiten pensar en viajes a otras galaxias. Pero no habrá arcas espaciales ni siquiera en el futuro inmediato.
Si los humanos viajan fuera del sistema solar, es posible que la sociedad humana vuelva a dividirse en mundos independientes, como las múltiples sociedades del Pacífico, cada una con su historia particular, dado que los contactos serán intermitentes y muy espaciados. Según Arthur C. Clarke: «La limitación de la velocidad de la luz volverá a dividir inevitablemente a la raza humana en comunidades dispersas, aisladas por barreras espacio-temporales. Volveremos a ser como nuestros remotos antepasados, que vivieron en un mundo de distancias inmensas y a menudo insalvables, pues nos adentramos en un universo que es más vasto que todo lo que soñaron».15 Si la división dura lo suficiente, las redes que han unido a los humanos durante casi toda su historia acabarán por deshilacharse. Las redes culturales serán las primeras en cerrarse, los vínculos genéticos que definen la unidad de la especie se debilitarán y en cierto momento se romperán. Los humanos, como los pinzones de las islas Galápagos, evolucionarán y darán lugar a especies nuevas y divergentes, cada una adaptada a un medio local concreto.
FIGURA 15.3. Posible imagen de una colonia espacial. ¿Será cósmico el futuro de los humanos? ¿Vivirá así la mayoría dentro de dos o tres siglos? ¿Repetirán los humanos las épicas migraciones del Paleolítico, pero a la escala del sistema solar o del espacio interestelar? La ilustración se basa en ciertas ideas del físico de Princeton Gerard K. O’Neill en los años setenta y ochenta sobre la exploración del sistema solar a bordo de una colonia espacial. Cada cilindro tendría a lo sumo 30 kilómetros de longitud y podría albergar a miles o cientos de miles de personas. Cada una de las tres franjas («campos») tendría luz solar durante un tercio del «día» colonial. Tomado de Nikos Prantzos, Our Cosmic Future: Humanity’s Fate in the Universe, Cambridge University Press, Cambridge, 2000, p. 42.
Colonicen o no los humanos otros mundos, la evolución es inevitable. Pocas especies de mamíferos viven más de unos cuantos millones de años sin producir especies nuevas. La especie humana es muy reciente y tiene un futuro potencial de cientos de miles, quizá de millones de años. Pero las tecnologías genéticas modernas podrían permitir dentro de poco la manipulación consciente del paquete genético humano. Gracias a la descodificación del genoma a finales del siglo XX conocemos ya nuestro organigrama, aunque no todos los intrincados caminos por los que unas partes del organigrama se relacionan con otras. Por lo tanto, es muy probable que los humanos, en los próximos siglos, intervengan genéticamente en su propio cuerpo, sin esperar a que los lentos procesos de la selección natural cumplan su cometido.16 ¿Tendrá sentido pensar entonces que tales personas somos nosotros o que son nuestros descendientes?
¿Conocerán estos descendientes alguna vez a otros seres inteligentes e interconectados? Hay poderosos motivos para creer que no, por lo menos dentro de nuestra galaxia. La observación de los planetas de estrellas próximas y el hallazgo de organismos vivos en ambientes que hasta entonces se creían totalmente inhabitables —como chimeneas de volcanes submarinos y núcleos helados de las piedras— indican que la vida podría ser muy común, por lo menos allí donde hay estrellas y planetas. Además, la rapidez con que aparecieron en la Tierra las primeras formas de vida nos da a entender que ésta puede formarse pronto donde hay condiciones idóneas. Pero parece que las formas de vida inteligente, capaces de intercambiar información como los humanos, son un fenómeno más bien inusual. Tuvieron que transcurrir 4.000 millones de años para que aparecieran en nuestro planeta criaturas interconectadas de cerebro grande, y aun así fue un proceso poco seguro que habría podido tardar más; parece que los caminos evolutivos que conducen al cerebro grande son muy estrechos. Así pues, no hay ninguna certeza de que aparezca otra especie como la nuestra, ni siquiera después de períodos muy largos. Además, si fuera común la existencia de criaturas inteligentes que intercambian información, no deja de ser desconcertante que no tengamos ningún indicio de ellas. Encontrándose el físico Enrico Fermi de visita en Los Álamos en 1950 planteó el asunto con una pregunta muy sencilla: «¿Dónde están?». Si las especies inteligentes fueran un fenómeno común, tendría que haber muchas comunidades inteligentes e interconectadas, con tecnología mucho más avanzada que la nuestra, y ya deberíamos habernos cruzado con señales procedentes de algunas.17 Si los humanos llegan alguna vez a los planetas de las estrellas próximas, es posible que, a semejanza de los navegantes polinesios que se adentraron en el Pacífico, descubran que no hay criaturas tan complejas ni tan tecnológicamente avanzadas como nosotros.
Pero estamos especulando demasiado, cosa por lo demás inevitable cuando hacemos conjeturas sobre cómo serán las sociedades humanas dentro de un milenio. Comprenderemos hasta qué punto son especulativas estas ideas si recordamos que los dinosaurios parecían ser un grupo floreciente hasta que un asteroide que cayó en la Tierra hace 65 millones de años acabó con todos.
Por extraño que parezca, la incertidumbre se despeja cuando pasamos a las escalas mayores, dado que los astrónomos trabajan con objetos más grandes pero más sencillos que los de los historiadores, objetos que cambian muy despacio en el transcurso de períodos larguísimos. Los astrónomos están convencidos de que saben bastante bien lo que aguarda a los planetas y a las estrellas, e incluso al mismo universo.
La suerte final de la biosfera está determinada por la evolución de la Tierra y el Sol. Éstos son sistemas más grandes, pero más sencillos que la biosfera y la sociedad humana, lo que quiere decir que su evolución futura es más previsible. El Sol va por la mitad del camino de su vida y aún tiene otros 4.000 millones de años por delante. Pero la vida en la Tierra se extinguirá mucho antes de que se apague el Sol. Conforme envejezca, el Sol se irá calentando hasta que al final también subirá la temperatura de la superficie de la Tierra. La biosfera podría amortiguar las consecuencias durante un tiempo, pero los organismos que todavía vivan en la Tierra al final se quedarán sin opciones. Dentro de 3.000 millones de años la Tierra recibirá tanto calor del Sol como Venus en la actualidad; el agua de los mares romperá a hervir y el vapor que se desprenda contribuirá al calentamiento planetario generalizado. La Tierra se volverá inhabitable18 y al final será tan árida y estéril como la Luna.
Cuando el Sol queme todo su hidrógeno, se volverá inestable. Expulsará materia de las capas exteriores y el núcleo, sometido ya a menos presión, crecerá hasta alcanzar el lugar donde está hoy la órbita de la Tierra. Sin embargo, gracias a la reducción de la masa y de la atracción gravitatoria del Sol, la Tierra conseguirá desplazarse a otra órbita, a unos 60 millones de kilómetros de distancia. Nikos Prantzos ha descrito el paisaje resultante visto desde la Tierra: «Si un observador pudiera vivir en el horno de la calcinada superficie, con una temperatura cercana a los 2000 grados centígrados, observaría un espectáculo de pesadilla. El disco solar llenaría más de las tres cuartas partes del cielo».19 Si alguien estuviera allí para observar la absorción de la Tierra por el Sol, es posible que fuera un habitante de la mitad exterior del sistema solar; los satélites de Júpiter y Saturno, como Titán y Europa, podrían ser habitables durante un tiempo. Cuando el Sol empiece a quemar el helio del núcleo volverá a contraerse, pero sólo durante 100 millones de años. Cuando se quede sin helio, volverá a dilatarse y se pondrá a fabricar oxígeno y carbono. En esta etapa serán ya inhabitables incluso los planetas exteriores. Por último se apagará la fragua del núcleo solar y el astro explotará y se convertirá en una enana blanca: una masa de materia muy brillante y caliente que, como no tendrá motor de calor interno, se apagará y oscurecerá poco a poco, y languidecerá en una existencia futura que durará muchísimo más que su fase de fusión.
Los centenares de miles de millones de estrellas de la Vía Láctea no notarán su desaparición, aunque deberían, dado que será un pequeño anticipo del futuro lejano de la galaxia. Ya se ha gastado el 90 por 100 del material del que se forman las estrellas, de modo que la era de la formación estelar está tocando a su fin. Cesará dentro de unas decenas de miles de millones de años; entonces, cuando empiece la agonía de las estrellas supervivientes, las luces del cielo se oscurecerán y se apagarán. En un universo frío y oscuro, las diferencias de energía no serán lo bastante intensas para crear entidades complejas; la simplicidad del universo aumentará sin cesar y la segunda ley de la termodinámica hará valer su sombría autoridad con efectividad creciente. Pero esto no sucederá ni en seguida ni sin resistencia; las estrellas menores, semejantes a los restos de un ejército guerrillero antaño poderoso, sobrevivirán durante muchos más millones de años de los que tendrá entonces el universo. Luego, dentro de unos cuantos billones de años, también ellas se apagarán y el universo volverá a estar oscuro, como en sus primeros momentos. Pero entonces será un gigantesco almacén de chatarra cósmica, plagado de objetos fríos y oscuros: enanas marrones, planetas muertos, asteroides, estrellas de neutrones y agujeros negros.20
¿Y qué ocurrirá después? No lo sabemos con seguridad, aunque tenemos varios guiones probables. El futuro depende mucho del equilibrio entre la expansión, que tiende a disgregar el universo, y la fuerza de gravedad, que tiende a aglutinarlo. Si hay masa/energía suficiente para frenar totalmente la expansión, entonces, al cabo quizá de unos billones de años, es posible que el universo empiece a contraerse. La fase de contracción no será una simple inversión de la fase expansiva, como algunos han creído hasta hace poco. Incluso llegó a pensarse que después de las grandes contracciones (big crunches) habría nuevos big bangs, en una sucesión de universos hinchables y deshinchables que algunos ven como una versión moderna de las cosmologías cíclicas, por ejemplo la de los mayas.21 Estas ideas incitaron a los astrónomos a elaborar un censo detallado de la cantidad de materia/energía que hay en el universo. Al principio dio la impresión de que no había suficiente para frenar la expansión, pero poco a poco ha ido poniéndose de manifiesto que hay ingentes cantidades de materia o energía que no podemos ver. Y mientras se aplicaban varios métodos indirectos para calcular la cantidad de esta materia oscura, empezó a verse que el equilibrio entre la gravedad y la expansión era extraordinariamente delicado y que sobre el futuro del universo no podía decirse nada con seguridad. En la década de 1990, sin embargo, el descubrimiento de la llamada energía de vacío aportó una solución a la polémica, por un lado porque la energía de vacío podría ser responsable por sí sola de gran parte de la materia/energía que falta, y por el otro porque confirmaba que la expansión del universo no se ralentizaría, sino que aumentaría, pues parece que la energía de vacío acelera ligeramente la velocidad a la que se expande el universo.
Casi todos los astrofísicos creen actualmente que el universo se expandirá hasta el infinito. En la jerga del gremio, es un universo «abierto» y no «cerrado». Según vaya creciendo aumentará el espacio intergaláctico y el universo se volverá más sencillo, más frío y más inhóspito en un lento e infinito proceso de extinción. Los buenos tiempos habrán terminado para siempre. Al reducirse las diferencias de temperatura entre los objetos calientes y fríos, aumentará la entropía y con ella las dificultades para que se formen entidades complejas, aunque la creciente expansión no permitirá que el universo llegue nunca al estado de perfecto equilibrio termodinámico. Conforme el universo vaya envejeciendo, la luz procederá de explosiones ocasionales, cuando bloques de materia fría choquen entre sí al azar y den lugar a nuevas estrellas. Estos faros solitarios acabarán iluminando un gigantesco cementerio galáctico, rodeados por miles de millones de cadáveres estelares. La gravedad impulsará algunos cadáveres hacia los espacios vacíos, donde vivirán solos y alejándose sin cesar de todo lo existente, hasta que al final perezcan en su universo privado. Los cadáveres que hayan quedado en la órbita de las ex galaxias serán agrupados por la gravedad y se fundirán hasta formar gigantescos agujeros negros de magnitud galáctica. Toda la materia que quede fuera empezará asimismo a desintegrarse, siempre que (como aseguran algunas teorías modernas) los protones no sean eternos. Unos 1030 años después del big bang, el universo será un lugar frío y oscuro, habitado sólo por agujeros negros y partículas subatómicas errabundas que seguirán trayectorias separadas entre sí por distancias de años luz.
Pero como ya expuso Stephen Hawking en los años setenta, incluso los agujeros negros pierden energía y dentro de inconcebibles cantidades de tiempo también ellos desaparecerán. Morirán por evaporación cuántica, un proceso que durará miles de millones de veces más que todas las eras transcurridas hasta entonces, tanto que cada período de mil millones de años será como un grano de arena en una playa terrestre (véase la tabla 15.1). A estas escalas, y como dice Prantzos, los 1030 años que transcurran hasta que los agujeros negros se apoderen del universo «parecerán más breves de lo que hoy nos parece a nosotros el tiempo de Planck».22 ¿Qué dejarán tras de sí los agujeros negros? Muy poco: Paul Davies imagina «un puré finísimo de fotones, neutrinos y una cantidad menguante de electrones y positrones, todos alejándose unos de otros muy lentamente. Por lo que sabemos, ya no se producirán más procesos físicos básicos. Ningún acontecimiento trascendente vendrá a turbar la sombría esterilidad de un universo que ha recorrido su camino y afronta el paso a la vida eterna, aunque quizá fuera mejor decir muerte eterna».23
A un observador imaginario que viese la agonía de los últimos agujeros negros los miles de millones de años repasados en el presente libro le parecerán como un destello de creatividad que se produjo al principio del tiempo, una fracción de segundo durante el que energías gigantescas y caóticas desafiaron la segunda ley de la termodinámica y crearon como por arte de magia un ejército de entidades exóticas y complejas que formaron nuestro mundo. Durante aquella fugaz primavera, antes de que se enfriase y se oscureciese, el universo rebosó de creatividad. Y en una oscura galaxia como mínimo apareció una especie interconectada e inteligente que fue capaz de concebir el universo como una unidad y de reconstruir gran parte de su historia.24
TABLA 15.1. CRONOLOGÍA DEL FUTURO CÓSMICO EN UN UNIVERSO ABIERTO
FUENTE: Basado en Nikos Prantzos, Our Cosmic Future: Humanity’s Fate in the Universe, Cambridge University Press, Cambridge, 200, p. 263.
Resulta muy tentador creer que este destello de creatividad se produjo para los humanos, que es la explicación última de las teorías que dicen que el mundo fue creado de la nada. La ciencia moderna no tiene ningún motivo para creer en este antropocentrismo. Por el contrario, parece que somos una de las creaciones más exóticas de un universo que está en la fase más juvenil, exuberante y productiva de su larga vida. Aunque ya no nos vemos en el centro del universo ni nos consideramos la causa final de su existencia, hay grandeza de sobra para muchos humanos.
Predecir el futuro es arriesgado, porque el universo es de naturaleza impredecible. Pero en determinadas situaciones tenemos que intentarlo. Vale la pena meditar sobre lo que sucederá en cien años, porque lo que hagamos hoy repercutirá en la vida de los que habiten el planeta dentro de un siglo. Si nuestras previsiones no se alejan mucho del blanco y obramos guiándonos con inteligencia por ellas, es posible que evitemos alguna catástrofe. Las catástrofes pueden sobrevenir de muchas maneras, por ejemplo pueden adoptar la forma de degradación ecológica grave o de conflictos militares generados por la creciente desigualdad en el acceso a los recursos. Los dos temas están relacionados; y con una gestión inteligente, se podría cambiar el rumbo del mundo y orientarlo hacia una relación más sostenible con el medio, y crear una economía global que eleve las condiciones de vida de los pobres, aunque siga favoreciendo a los ricos. A la escala de varios siglos se multiplican las posibilidades tan rápidamente que no vale la pena esforzarse por hacer previsiones. Pero hay tendencias a largo plazo, sobre todo en tecnología, que pueden darnos una idea convincente de cómo serán algunos futuros posibles. Los humanos podrían emigrar a otros planetas o satélites del sistema solar, incluso más lejos; y podrían aprender a dominar los procesos genéticos con gran precisión. Pero cualquier predicción concreta que se hiciera podría venirse abajo por culpa de una crisis inesperada, ya la causaran los humanos, la geología o cualquier asteroide que chocara contra nosotros. Las previsiones vuelven a ser más seguras cuando pasamos a las escalas cosmológicas. El Sol y su sistema planetario desaparecerán dentro de 4.000 millones de años, pero el universo vivirá mucho más tiempo. Indicios de última hora sugieren que la expansión del universo podría ser infinita. Si es así, podemos servirnos de los conocimientos actuales sobre física de partículas y procesos astronómicos para entender que con la expansión del universo vendrá su desintegración. Desde el punto de vista de un futuro increíblemente lejano, cuando el universo no contenga más que un fino rocío de fotones y partículas, los 13.000 millones de años repasados en este libro parecerán una breve y exuberante primavera.
Peter Sears, Millennium III, Century XXI (1996), comenta la historia de la futurología; y Yorick Blumenfeld, ed., Scanning the Future (1999), reúne varios ensayos sobre el mismo tema. En Signs of Life (2000), Ricard Solé y Brian Goodwin hacen un buen balance de los problemas de la previsión y de la naturaleza de lo impredecible. Entre los títulos más accesibles sobre el futuro ecológico hay que destacar Lester Brown, Eco-Economía (2001, una obra duramente criticada en el plano estadístico por Bjørn Lomborg, El ecologista escéptico, 2001), y Paul Kennedy, Hacia el siglo XXI (1994). El futuro medio está mejor representado en las obras de ficción. El tercer milenio (1985), de Brian Stableford y David Langford, es una «historia» fascinante y moderadamente optimista de los próximos mil años, mientras que Cántico por Leibowitz (1959), escrita por Walter Miller en plena guerra fría, imagina un futuro en el que la creatividad y el racionalismo sólo consiguen desembocar en holocaustos nucleares periódicos. La ciencia vuelve por sus fueros en escalas mayores aún. Nikos Prantzos, Our Cosmic Future (2000), analiza las posibilidades de los viajes espaciales y repasa los futuros cosmológicos más lejanos, al igual que Paul Davis, Los últimos tres minutos (1995).