Los dos capítulos anteriores han abarcado regiones tan grandes que la luz tardaría miles de millones de años en recorrerlas y con tantas estrellas como granos de arena hay en una playa. Al final del capítulo 2 nos hemos centrado en una región de una sola galaxia, la Vía Láctea. En este capítulo nos trasladaremos a una escala más reducida, la de una sola estrella y uno de sus planetas. En esta escala tan diminuta está esa estrella local que llamamos «el Sol», una estrella que parece dominar todo nuestro universo. No es de extrañar, pues, que muchas religiones terrenales tomaran al Sol por el dios supremo. Pero el lugar en que vivimos es la Tierra y ésta es, en muchas religiones, nuestra madre nutricia. Los griegos la llamaron «Gaia» (que en griego se pronuncia «Guea»).
La Tierra, como todos los demás planetas y satélites del sistema solar, es un subproducto de la formación del Sol. Aunque no era el único agente, la gravedad es la protagonista de este capítulo, como lo ha sido en la historia de la formación de las estrellas en general. Nuestros conocimientos sobre la aparición del sistema solar han sufrido una revolución desde la década de 1960, gracias al empleo de ingenios espaciales que nos permiten viajar indirectamente por buena parte de nuestro sistema planetario.
Los planetas del sistema solar, incluida la Tierra, se formaron en el mismo momento que el Sol, hace alrededor de 4.560 millones de años. Todos tienen un tercio de la antigüedad del universo. Los estudios realizados sobre la composición y el movimiento del Sol, los planetas, los satélites y los meteoritos que pueblan el sistema, más las recientes observaciones de los planetas que se están formando alrededor de las estrellas cercanas, nos permiten hablar con bastante seguridad de cómo se formó el sistema solar. Pero quedan algunas dudas acerca de los detalles.
El Sol contiene alrededor del 99,9 por 100 de la materia de nuestro sistema planetario. Lo que aquí interesa es el restante 0,1 por 100, porque de ese diminuto residuo salieron todos los planetas, incluida la Tierra. Ya hemos visto que cuando las nubes de materia se contraen, la gravedad tiende a imprimirles rotación y forma de disco. La nebulosa solar, la nube de gas y polvo con que se formó nuestro sistema planetario, no fue una excepción. Mientras el Sol se formaba, en un proceso que duró unos 100.000 años, la gravedad atrajo hacia su centro casi toda la materia de la nebulosa. Pero hubo jirones de polvo y gas que, mantenidos a distancia por la fuerza centrífuga, se quedaron dando vueltas alrededor, semejantes a los anillos que vemos rodeando los grandes planetas gaseosos, Saturno, Júpiter, Urano y Neptuno. Lo sabemos con seguridad porque a finales de la década de 1990 los astrónomos vieron por primera vez en la historia la formación de anillos parecidos alrededor de estrellas recién formadas en nuestro sector periférico de la Vía Láctea. La nebulosa solar estaba compuesta sobre todo por hidrógeno y helio (alrededor del 98 por 100 de su masa), y de manera secundaria por otros elementos repartidos en pequeñas cantidades.
Conforme el Sol se inflamaba, los anillos interiores de la nebulosa se calentaban más que los exteriores. Este calor expulsó de la región interior los materiales más volátiles (gaseosos). Pero más allá, al otro lado de la órbita que luego sería de Júpiter, reinaba una temperatura inferior que permitió que las sustancias gaseosas se licuaran o solidificaran. El resultado fue que las órbitas interiores concentraron más material rocoso, mientras que en las exteriores se acumularon más gases. Esto explica que los planetas interiores sean rocosos y que los exteriores (de Júpiter en adelante) estén compuestos principalmente por hidrógeno y helio, que en la Tierra son gases. También explica que los planetas exteriores sean tan grandes: Júpiter tiene más de 300 veces la masa de la Tierra (aunque en tamaño es mil veces menor que el Sol) y Saturno casi 100. (Plutón, que es menor que la Luna, no se admite ya como planeta, sino en todo caso como el mayor de los planetésimos que quedan.) El agua (el hielo) es el compuesto químico simple más frecuente, ya que está formada por los dos elementos reactivos que más abundan, el hidrógeno y el oxígeno. Así, los planetas que se formaron a distancias donde el agua era normalmente un cuerpo sólido acabaron por ser mayores que los que se formaron en regiones donde era un cuerpo gaseoso y podía expulsarse con facilidad. Además, la masa superior de los planetas exteriores les permitió capturar más fácilmente elementos como el hidrógeno y el helio, que conservan el estado gaseoso incluso a temperaturas muy bajas. En la actualidad, el sistema solar está dividido en dos clases generales de planetas: un anillo interior de cuerpos rocosos y más bien pequeños, con densidad superior a 3 gramos por centímetro cúbico, y un anillo exterior de cuerpos muy grandes pero menos compactos, con una densidad inferior a 2 gramos por centímetro cúbico.
Aunque la temperatura y los materiales variaban de una órbita a otra, las partículas de materia chocaban entre sí en el interior de cada una o eran atraídas por la gravedad. A veces se fundían, atraídas por fuerzas electroestáticas, esas mismas fuerzas que se ven en acción cuando se frota un bolígrafo o un peine y se pone encima de un puñado de trocitos de papel. Por un mecanismo deducido por Kant en 1755 y que los astrónomos llaman acreción, gracias a estas civilizadas colisiones se formaron pequeños y blandos grumos de roca. Crecieron, adquirieron el tamaño de una bola de nieve, se convirtieron en meteoritos y luego en planetésimos. Al igual que los autos de choque, los planetésimos tenían una órbita desigual y a menudo chocaban entre sí. Conforme crecían, los choques se volvían más violentos. En menos de 100.000 años se formó una legión de planetésimos, ninguno de los cuales tenía más de 10 kilómetros de diámetro. Los cometas modernos como el Halley son en su mayoría supervivientes de esta etapa primitiva del sistema solar y nos permiten imaginar el aspecto que probablemente tuvieron algunos de los primeros planetésimos. Sin embargo, los cometas actualmente existentes seguían entonces una órbita más excéntrica o más lejana, entre otras cosas a consecuencia de la atracción gravitatoria del superplaneta que se estaba gestando, Júpiter. Gracias a eso se libraron de ser carne de planeta. Hay miles de millones de cometas que todavía dan vueltas más allá de los planetas exteriores, en la Nube de Oort, que empieza más allá de Neptuno, a más de 35 veces la distancia que media entre la Tierra y el Sol. Casi todos son diminutos, pero hay algunos, como Quirón, que podrían tener 200 kilómetros de diámetro.
Cuando el Sol tenía alrededor de 100.000 años, expulsó el gas y las partículas de polvo que quedaban en las órbitas interiores, un fenómeno denominado viento de T Tauri y que suele estar relacionado con las estrellas jóvenes. Cabe suponer que el viento de T Tauri barrió también la incipiente atmósfera que hubiese en el planetésimo que con el tiempo sería la Tierra. En las órbitas interiores sólo quedaron planetésimos sólidos demasiado grandes para ser arrastrados por el viento solar. Poco a poco, los planetésimos mayores fueron capturando objetos menores en sus redes gravitatorias, hasta que el más grande de cada órbita engulló casi todo el material que tenía a mano. Así, alrededor de un millón de años después del nacimiento del Sol quedaban sólo unos treinta protoplanetas, de tamaño parecido al de la Luna o Marte. Cada uno era dueño de una órbita y todos daban vueltas en el plano del primitivo disco solar. En el curso de otros cien millones de años configuraron el sistema solar tal como lo conocemos hoy día.
Los planetas interiores (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte y los asteroides) se formaron básicamente con silicatos (compuesto de silicio y oxígeno), pero también con metales y gases retenidos. La Tierra, por ejemplo, está compuesta de oxígeno (casi el 50 por 100) y pequeñas cantidades de hierro (19 por 100), silicio (14 por 100), magnesio (12,5 por 100) y muchos otros elementos de la tabla periódica. Los asteroides que habitan entre Marte y Júpiter podrían ser los restos de un planeta rocoso «frustrado» cuya formación fue interrumpida por el fuerte tirón gravitatorio del cercano Júpiter. Júpiter, el planeta más grande, se formó seguramente muy pronto, quizá 50 millones de años o más antes que la Tierra.1 Tiene casi el tamaño suficiente para que en su centro se originen reacciones nucleares. Casi es una estrella pequeña, pero no lo es del todo. Si hubiera sido un poco mayor, nuestro sistema planetario tendría dos soles y su estructura y su historia habrían sido muy diferentes. La órbita de los planetas sería mucho menos regular y estable, y no es probable que hubiera aparecido la vida en ninguno.
Los discos de materia que hay alrededor de todos los planetas mayores (el caso más espectacular es el de Saturno) dan a entender que todos tenían tamaño suficiente para haberse formado con su propia nebulosa, como si fueran estrellas embrionarias. La nebulosa de Júpiter era en realidad tan parecida a la del Sol que sus satélites interiores, Ío y Europa, son rocosos, mientras que los exteriores son más gaseosos, probablemente porque la radiación del naciente planeta alejó los elementos gaseosos.
¿Es único nuestro sistema planetario o su formación fue un fenómeno corriente? Hasta hace poco, los astrónomos carecían de medios directos para detectar la existencia de planetas incluso en las estrellas más cercanas. Sin embargo, en 1995 se comprobó por primera vez la existencia de un planeta que daba vueltas alrededor de otra estrella. En mayo de 1998, el observatorio espacial Hubble hizo la primera fotografía de este presunto planeta. Era grande —tres veces el tamaño de Júpiter— y al parecer fue expelido por un sistema de estrellas binarias de la constelación de Tauro.2 Los astrónomos han fotografiado también discos de acreción de sistemas planetarios embrionarios. Este indicio sugiere que los sistemas planetarios podrían ser muy frecuentes, aunque su estructura concreta podría variar mucho de unos casos a otros. Si, como los últimos datos sugieren, sólo el 10 por 100 de las estrellas se forma con un cortejo planetario, entonces, y por fijarnos únicamente en nuestra galaxia, podría haber diez mil millones de estrellas con sistema planetario, sea cual sea su forma. Esto significa que el nicho astronómico que ocupamos, aunque inusual a la escala del universo, no es infrecuente. En la Vía Láctea, por ejemplo, podría haber millones de sistemas planetarios capaces en principio de fomentar alguna clase de vida. ¿Significa esto que la vida es habitual en el universo? Volveremos más abajo sobre esta pregunta y también en el capítulo 4, cuando repasemos cómo apareció la vida en la Tierra.
La acreción fue un proceso caótico y violento, y lo fue más conforme aumentaban el tamaño y la atracción gravitatoria de los planetésimos. Los choques entre los planetésimos del interior de cada órbita generaban grandes cantidades de calor y energía. La violencia de estas colisiones se refleja en la rara rotación e inclinación del eje de casi todos los planetas, un hecho que sugiere que, semejantes a bolas de billar, unos chocaban contra otros en algún punto de su trayectoria. La superficie de la Luna presenta un testimonio gráfico de estos procesos. Como la Luna carece de atmósfera, su superficie no está sometida a ninguna clase de erosión y conserva las huellas de su historia primitiva. Dicha superficie está acribillada por millones de impactos de meteorito, como puede verse en una noche despejada con unos simples prismáticos. Durante, digamos, mil millones de años, la historia de la Tierra fue así de violenta, hasta que el propio planeta engulló casi todo el material que quedaba en su órbita. La furia de esta época primitiva de la historia de la Tierra, llamada «hádica» (por Hades, el infierno), explica por qué quedan tan pocos indicios de ella (véase la tabla A1 del apéndice 1). Al cabo de mil millones de años, la frecuencia de las colisiones se redujo. Como es evidente, algunos planetésimos consiguieron sobrevivir hasta el día de hoy. Así pues, sigue habiendo colisiones y algunas han desempeñado un papel fundamental en la historia de la Tierra. Pero son mucho menos frecuentes que en la época hádica.
La Tierra primitiva tenía poca atmósfera. Antes de alcanzar el pleno desarrollo, su gravedad era insuficiente para impedir que los gases se perdieran en el espacio, y eso que el viento solar ya había barrido buena parte del material gaseoso de las órbitas interiores del sistema. Así que tenemos que imaginarnos la Tierra como una mezcla de materiales rocosos, metales y gases retenidos, con poca atmósfera y sometida continuamente al bombardeo de planetésimos menores. La Tierra primitiva habría sido un auténtico infierno para los humanos.
Conforme aumentaba de tamaño, la Tierra se calentaba, por un lado, a causa de los choques con otros planetésimos y, por otro, a causa de la creciente presión que había en su interior. Además, el sistema solar primitivo contenía materiales radiactivos en abundancia, tal vez formados en la supernova que explotó no mucho antes de la formación del Sol. Buena parte de este calor se ha retenido hasta la actualidad, aunque con el paso del tiempo se han filtrado hasta la superficie grandes cantidades procedentes del protegido núcleo del planeta. Conforme se calentaba la Tierra, se derretía su interior, donde los elementos se iban ordenando de acuerdo con su densidad, según un proceso denominado diferenciación. Unos 40 millones de años después de formarse el sistema solar, casi todos los elementos metálicos pesados que había en la Tierra primitiva, como el hierro y el níquel, se habían hundido hacia el centro, dando al núcleo del planeta una naturaleza férrica. Este núcleo metálico es responsable del característico campo magnético que ha desempeñado un papel tan importante en la historia del planeta: al desviar las numerosísimas partículas de alta energía que circulaban por el espacio, ha protegido los delicados procesos químicos que al final dieron lugar a la vida.
Conforme los materiales pesados se hundían hacia el centro, ascendían los silicatos, que eran más ligeros, en el curso de un proceso parecido al de los altos hornos. Los silicatos más densos formaron el manto de la Tierra, una región de casi 3.000 kilómetros de espesor que está entre el núcleo y la corteza. Gracias al bombardeo de los cometas, cuyos impactos desgarraban y calentaban la superficie del planeta, los silicatos más ligeros llegaron a la superficie, donde se enfriaron más aprisa que los materiales del interior, que estaban mejor protegidos. Estos materiales más ligeros, como las rocas que llamamos granitos, formaron una corteza continental de unos 35 kilómetros de espesor. En comparación con el radio de la Tierra, esta capa es tan delgada como una cáscara de huevo. La corteza del fondo marino (formada sobre todo por basaltos volcánicos) es aún más delgada, de unos 7 kilómetros. Entre la superficie y el núcleo de la Tierra hay casi 6.400 kilómetros; así pues, la corteza continental llega sólo a 1/200 de la distancia que la separa del núcleo. Buena parte de la corteza primitiva ha seguido en la superficie hasta nuestros días. Las partes más antiguas, localizadas actualmente en distintos puntos de Canadá, Australia, el sur de África y Groenlandia, tienen alrededor de 3.800 millones de años.
Los materiales más ligeros, incluidos los gases como el hidrógeno y el helio, fueron ascendiendo a la superficie en forma de burbujas. Así pues, hay que representarse la superficie de la Tierra primitiva como una gigantesca zona volcánica. Y podemos averiguar qué gases ascendieron a la superficie analizando la mezcla gaseosa que expulsan los volcanes en la actualidad. Son hidrógeno (H), helio (He), metano (CH4), vapor de agua (H2O), nitrógeno (N), amoníaco (NH3) y ácido sulfhídrico (H2S). Otros materiales, entre ellos elevadas cantidades de vapor de agua, llegaban con los bombardeos de los cometas. Buena parte del hidrógeno y el helio se perdió, pero cuando el planeta estuvo formado, su tamaño permitió que la gravedad retuviera un elevado porcentaje de los gases que quedaban; y estos gases formaron la primera atmósfera estable de la Tierra. Buena parte del metano y del ácido sulfhídrico se convirtió en anhídrido carbónico (CO2), que no tardó en dominar la joven atmósfera. Con una atmósfera abundante en anhídrido carbónico, el cielo tendría un color rojo en vez de azul. Sin embargo, al enfriarse la Tierra, el vapor de agua acumulado en la atmósfera cayó en forma de lluvias torrenciales que duraron millones de años. Estas precipitaciones formaron los primeros mares. Tuvieron que formarse hace más de 3.500 millones de años, porque sabemos que por esas fechas había ya organismos vivos. Su presencia indica que las temperaturas de la superficie terrestre habían descendido por debajo de los 100 grados. Los primeros mares disolvieron buena parte del anhídrido carbónico presente en la atmósfera. Para el ojo humano, el cielo estaría adquiriendo gradualmente un matiz azul.
Que el agua exista en estado líquido en la superficie terrestre tiene una importancia fundamental para nosotros, porque significa que las temperaturas del planeta permitían ya la aparición de las complejas y frágiles moléculas que se organizaron en las primeras formas de vida. No se sabe por qué las temperaturas de la Tierra son tan favorables para la vida. Es posible que en todos los sistemas planetarios haya una estrecha franja —lo bastante alejada de la estrella local para no hervir, pero lo bastante cercana para recibir calor— en cuyo interior pueda surgir la vida. No obstante, sabemos que las atmósferas no se forman según leyes sencillas y previsibles. La primera atmósfera de Venus quizá se pareciese a la de la Tierra; pero su gruesa capa de nubes y las tremendas cantidades de luz solar que recibía generaron un desbocado efecto invernadero que ha hecho que en la superficie de Venus se alcancen actualmente temperaturas que llegan al punto de ebullición del plomo. En realidad es un planeta esterilizado. Por ser más pequeño y con menor gravedad, Marte apenas tiene ya atmósfera, aunque en tiempos pasados es posible que tuviera más. Cabe la posibilidad de que la Tierra fuera apta para la vida por una singular combinación de circunstancias, lo que da a entender que, aunque en el universo haya miles de millones de planetas, tal vez sean pocos los capacitados para desarrollar vida.3 Sin embargo, como veremos en el capítulo 5, una vez que se formó la vida, los organismos empezaron a sentirse cómodos y a modificar la atmósfera y la superficie terrestre con objeto de volverlas más aptas para ellos.
Es posible que muchos ingredientes de la atmósfera primitiva (por ejemplo, buena parte del agua), así como muchos compuestos químicos orgánicos responsables de las primeras formas de vida, llegaran con los cometas que bombardearon la superficie durante los primeros mil millones de años de existencia de la Tierra.4 Este bombardeo constante podría explicar también la formación de la Luna, que apareció entre 50 y 100 millones de años después de formarse el sistema solar. El estudio de las rocas de la Luna ha revelado que este satélite es menos denso que la Tierra y contiene mucho menos hierro. Esta diferencia podría explicarse imaginando que un protoplaneta, tal vez del tamaño de Marte, pasó rozando la Tierra cuando ya se había completado el proceso de diferenciación. El golpe pudo desgajar parte del manto y de la corteza de la Tierra primitiva, sin alcanzar el núcleo abundante en hierro. El puñado de escombros se puso a dar vueltas alrededor de nuestro planeta, a semejanza de los anillos de Saturno, hasta que al final se volvió compacto por acreción y formó la Luna.
Así pues, alrededor de mil millones de años después de formarse el sistema solar, la Tierra ya tenía satélite; un núcleo de hierro caliente; un interior, el manto, caliente y semilíquido; una corteza delgada pero sólida; mares; y una atmósfera en la que abundaban el nitrógeno, el anhídrido carbónico y el vapor de agua. Para los humanos habría sido un lugar tórrido, peligroso y desagradable, inundado por una lluvia ácida incesante y cubierto periódicamente por los océanos de lava que se formaban con la violenta llegada de cometas y asteroides. Pero contenía ya todos los ingredientes necesarios para que apareciesen y prosperaran las primeras formas de vida. Sobre todo contenía agua, porque estaba suficientemente alejado del Sol para que el vapor se licuara, pero suficientemente cerca para que no se congelase.
¿Cómo sabemos tanto sobre la Tierra primitiva? Lógicamente, he introducido algunas hipótesis en la historia que acabo de contar, pero por lo demás se basa en multitud de datos comprobados. Hay dos clases de información cuya importancia es tal que merece que las veamos con detenimiento.
No tenemos medios para perforar la Tierra más que superficialmente, de modo que para analizar el interior nos apoyamos en métodos indirectos. Por suerte, el estudio de los terremotos ha desarrollado un método secundario para describir dicho interior. Los geólogos registran los terremotos con sismógrafos, que son instrumentos que miden las vibraciones bruscas de la Tierra causadas por sacudidas violentas. Situando sismógrafos en distintos puntos de la superficie, se pueden registrar las vibraciones con gran precisión y determinar el punto de origen, la potencia y la forma. También se puede registrar cómo se desplazan las vibraciones por el interior de la Tierra. Estas observaciones han revelado que las ondas se desplazan de distinto modo según la clase de material que atraviesen; y sabiendo esto se pueden cartografiar los estratos que componen el planeta (véase la figura 3.1).
Más notables aún son las técnicas que nos permiten efectuar dataciones absolutas de fenómenos que ocurrieron hace muchos millones e incluso miles de millones de años. En realidad, esta capacidad para dar fechas absolutas en relación con acontecimientos del pasado remoto —incluidas las de la infancia de la Tierra— es uno de los rasgos más extraordinarios del moderno mito de la creación (véase el apéndice 1).
En el pasado las fechas antiguas se calculaban recurriendo a toda clase de técnicas.5 Una de las herramientas más importantes la constituían los registros genealógicos. En la Europa del siglo XVII, los estudiosos de la Biblia utilizaban las listas genealógicas del Antiguo Testamento para calcular el momento en que Dios creó el mundo. A finales del siglo XVIII, los geólogos aprendieron a determinar la fecha relativa de muchos acontecimientos geológicos del pasado analizando los fósiles o rocas específicos que se encontraban en los diferentes estratos. Las fechas relativas no nos dicen con exactitud cuándo vivió un animal o cuándo se dejó allí una roca concreta, pero nos informan del orden en que se produjeron los acontecimientos. Los paleontólogos se volvieron expertos en fósiles concretos que podían emplearse como puntos de referencia de las dataciones relativas. En manos de un experto, una clase particular de trilobites o las extrañas huellas dentadas que dejaron unos seres antiquísimos que se llaman graptolitos pueden probar que determinadas rocas de diferentes partes del mundo se depositaron allí en la misma época. Estos métodos se utilizaron para elaborar las primeras versiones de la cronología geológica, que nos dice el orden aproximado en que aparecieron diferentes capas rocosas y diferentes clases de organismos (véase la tabla A1). Ya en el siglo XIX, incluso estas técnicas rudimentarias sugerían que la Tierra tenía más de 6.000 años. No obstante, la mayoría de los científicos creían que podía tener unos cientos de millones de años.
La datación relativa se ha ido perfeccionando y hoy sigue siendo un instrumento muy eficaz para fechar rocas. Pero en el siglo XX se produjo una revolución decisiva con la aparición de las llamadas técnicas de datación radiométricas. En muchas situaciones son capaces de informarnos, con una exactitud asombrosa, de cuándo se formó un objeto concreto. Con estos métodos podemos determinar las fechas absoluta y relativa de muchos acontecimientos muy anteriores a la aparición de los humanos. Las técnicas de datación radiométricas se describen más detalladamente en el apéndice 1.
Las fechas de que nos servimos para reconstruir actualmente la historia de la formación de la Tierra se basan sobre todo en el análisis de material que sigue circulando por el sistema solar. El material de la superficie terrestre o del interior de su corteza se ha reciclado demasiadas veces para decirnos nada seguro sobre las primeras etapas de nuestro planeta. Las rocas más antiguas (que están en Groenlandia) tienen alrededor de 3.800 millones de años, es decir, que aparecieron cuando el planeta tenía ya unos 800 millones de años. Para averiguar cuándo se formaron la Tierra y el sistema solar tenemos que servirnos de materiales que hayan permanecido inalterados desde entonces. Los meteoritos (en particular los llamados condritos) vienen como anillo al dedo, ya que al parecer son escombros de la nebulosa solar que dio origen a nuestro sistema planetario. Esto quiere decir que se formaron en los primeros tiempos; y han cambiado poco desde entonces. No es de extrañar por tanto que las técnicas radiométricas atribuyan por lo general a los meteoritos una antigüedad de 4.560 millones de años. Las rocas lunares más antiguas arrojan fechas parecidas. La proximidad de estas fechas y la ausencia de objetos más antiguos en el sistema solar sugieren que éste se formó hace alrededor de 4.560 millones de años.
¿Cómo se convirtió la caliente Tierra primitiva en la Tierra actual, con su cielo azul, su atmósfera abundante en oxígeno, sus montañas, sus continentes y sus océanos?
Antes de la década de 1960, la geografía y la geología eran ya disciplinas bien pertrechadas que habían acumulado muchos indicios sólidos sobre la formación de las masas de tierra y agua. Pero carecían de una idea organizadora que explicara la transición de los inhóspitos tiempos primitivos a las condiciones que conocemos actualmente. A finales de los años sesenta, con la formulación y difusión de la teoría de la tectónica de placas, las ciencias de la Tierra se articularon alrededor de una idea generatriz o paradigma tan eficaz como la teoría del big bang en la astronomía moderna. Por primera vez en la historia de nuestra civilización se pudo dar una versión coherente y científica de la historia del planeta.
La geología moderna se gestó en Europa, lo que significa que recibió la influencia de los mitos creacionistas del cristianismo. Pero, como hemos visto, ya en el siglo XVII se dudaba que la Tierra hubiera sido creada por Dios hacía sólo 6.000 años. Un científico danés, Nicolaus Steno, adujo que los fósiles eran restos de organismos que habían vivido antiguamente. Adujo asimismo que las montañas se habían formado a lo largo de los milenios en virtud de procesos como la actividad volcánica. Estos postulados comportaban consecuencias trascendentes. Por ejemplo, daban a entender que los fósiles marinos encontrados en los Alpes a gran altura podían ser realmente restos de peces antiguos. Cualquier explicación no milagrosa tenía que admitir que los Alpes habían estado antiguamente bajo el agua. Y costaba creer que un proceso como la emergencia de una cordillera se hubiera producido en un período de sólo 6.000 años sin la mediación de catástrofes planetarias u otros acontecimientos. Ciertos geólogos que tomaban por modelo el diluvio que describe la Biblia argüían que en la historia temprana de la Tierra había habido muchas catástrofes de gran magnitud. Y estas teorías permitieron, al menos en determinados círculos, defender la cronología del Génesis hasta el siglo XIX.
Pero entre los geólogos fue creciendo el escepticismo. En el siglo XVIII algunos se pusieron a cartografiar sistemáticamente los estratos de la corteza terrestre. Charles Lyell fue el primero en enunciar claramente lo que ha dado en llamarse principio del uniformismo. Era la tesis, adelantada ya por Steno, de que la Tierra no se formó con una serie de catástrofes, sino con el paso del tiempo y por obra de las mismas fuerzas geológicas lentas que están en vigor actualmente. Estas fuerzas entrañaban procesos como el vulcanismo (actividad volcánica), capaz de elevar tierras por encima del nivel anterior, y la erosión, que desgasta lentamente el material de las montañas, las convierte en llanuras y, con el tiempo, las sumerge bajo las aguas. Lyell aducía que casi todos los rasgos de la Tierra moderna podían explicarse apelando a estos procesos opuestos, el que elevaba las montañas y el que tendía a desgastarlas. En sus Principios de geología (1830), un libro fundamental, expuso las inevitables consecuencias de su teoría: la Tierra no tenía miles de años, sino millones.
A finales del siglo XIX se admitía ya por convención que la Tierra llevaba rodando por lo menos 20 millones de años y quizá 100. Estas cantidades las infirió William Thompson (lord Kelvin) suponiendo que la Tierra y el Sol hubieran sido antiguamente bolas de materia derretida que se habían enfriado poco a poco. En esta interpretación, el factor fundamental en la historia del planeta era su paulatino enfriamiento durante millones de años. Conforme se enfriaba, el vulcanismo y la erosión habían ido perfilando la forma que tienen hoy los continentes y los mares. Hasta el descubrimiento de la radiactividad, a principios del siglo XX, y antes de que Marie Curie averiguara que los materiales radiactivos generaban calor, no se cayó en la cuenta de que el Sol y la Tierra podían tener fuentes de calor en su propio interior. Esto quería decir que probablemente se enfriaron más despacio de lo que había imaginado lord Kelvin y que los dos cuerpos podían ser mucho más antiguos de lo que indicaba su influyente cálculo.
Mientras tanto, una extraña observación realizada en el siglo XVII había llevado a ciertos pensadores a plantearse otras formas de describir la historia de la Tierra. Los primeros mapas modernos del mundo se trazaron un siglo después de que los europeos llegaran a América y al Pacífico. Como señaló Francis Bacon en 1620, era fácil ver en esos mapas que los continentes parecían piezas de un rompecabezas. La semejanza resultaba asombrosa cuando se comparaba la costa occidental de África con la oriental de Sudamérica. No hacía falta mucha imaginación para concebir que todos los continentes habían formado una sola superficie en tiempos antiguos. ¿Cómo se explicaba esta coincidencia?
La idea de que los continentes eran fruto de una disgregación recibió un sólido tratamiento científico en El origen de los continentes y los océanos (1915), del geógrafo alemán Alfred Wegener. El autor había reunido una importante cantidad de indicios que sugerían que los continentes habían estado unidos en tiempos primitivos. La coincidencia de los perfiles continentales era mucho mayor si, en vez de probar a unir los continentes por las costas, se unían por las plataformas. Wegener señaló además que muchos rasgos geológicos actuales parecían continuarse de un continente a otro. Por ejemplo, describió una serie de formaciones rocosas, conocidas con el nombre de cadena de Gondwana y originadas al parecer por la actividad glacial. La cadena iba desde el norte de África hasta Australia, pasando por África occidental, Sudamérica y la Antártida. Wegener adujo que estos rasgos se originaron conforme estas regiones se desplazaban hacia el Polo Sur. En otras palabras, los continentes no habían estado siempre inmóviles en el mismo sitio, sino que habían ido «a la deriva» por la superficie del planeta. La teoría de Wegener acabó llamándose precisamente deriva continental.
Las pruebas presentadas por Wegener eran impresionantes, pero no explicaban cómo se habían desplazado por la superficie del planeta bloques de tierra como África, Asia o América. Por esta y otras razones, la influyente American Association of Petroleum Geologists condenó públicamente la teoría de Wegener en 1928. Durante cuarenta años la deriva continental se consideró poco más que una hipótesis interesante y la mayoría de los geólogos se dedicó a buscar explicaciones más convencionales para las anomalías estudiadas por Wegener. Hasta después de la segunda guerra mundial no se consiguió explicar cómo y por qué los continentes se desplazaban por la superficie del planeta. Pero una vez que se consiguió explicar, la idea de Wegener volvió a adquirir crédito. En realidad, con adiciones posteriores, es hoy la idea central de la geología moderna: la teoría de la tectónica de placas.
La moderna teoría de la tectónica de placas surgió gracias a ciertas tecnologías inventadas durante la segunda guerra mundial. La apertura de nuevos frentes fomentó la invención del sonar para la detección de submarinos. Pero el sonar servía también para cartografiar el fondo marino con una precisión sin parangón hasta entonces. Cuando los oceanógrafos se pusieron a investigar los detalles del fondo marino, se percataron de la extrañeza de ciertos rasgos. Uno era una larga cordillera que pasaba por el centro del Atlántico y por otros mares. En el centro de estas sierras oceánicas había cadenas de volcanes cuya lava se deslizaba hasta el fondo marino adyacente.
El estudio de los campos magnéticos de los lechos marinos adyacentes a las sierras oceánicas puso de manifiesto una rareza mayor. Mientras que las rocas próximas a las sierras tenían una orientación magnética normal, otras vetas algo alejadas presentaban a menudo una polaridad opuesta a la de la Tierra actual, con el Polo Norte en el sur y el Polo Sur en el norte. Más lejos aún volvía a invertirse la polaridad, y así sucesivamente, hasta comprobar que había una serie de vetas que alternaban la polaridad magnética. Los geólogos acabaron comprendiendo que es la propia polaridad de la Tierra lo que cambia cada varios centenares de milenios y que aquello significaba que las vetas se habían depositado en diferentes períodos. Cuando por fin se emplearon técnicas de datación más exactas, se puso de manifiesto que el lecho marino más joven era el más cercano a las sierras del centro del océano, mientras que las vetas más alejadas eran progresivamente más antiguas. Las más antiguas eran las más alejadas y éstas tenían a lo sumo 200 millones de años, es decir, eran mucho más jóvenes que las partes más antiguas de la corteza continental, algunas de las cuales tienen casi 4.000 millones de años.
En los años sesenta, y gracias a la iniciativa del geólogo norteamericano Harry Hess, empezó a haber una explicación coherente para todas estas anomalías. La lava que brotaba de las aberturas que agrietaban las dorsales oceánicas estaba formando otro lecho marino. Estas regiones reciben el nombre de márgenes de expansión. La lava se iba acumulando y acababa formando cordilleras de basalto, pero al mismo tiempo hacía de cuña y separaba el suelo anterior. En consecuencia, algunos océanos, como el Atlántico, se ensanchaban. Modernas observaciones vía satélite han revelado que el Atlántico es unos tres centímetros más ancho cada año; crece aproximadamente a la misma velocidad que nuestras uñas. Esto da a entender que el Atlántico se originó hace unos 150 millones de años, cuando ciertas partes de lo que hoy es América del Norte se separaron de lo que hoy es Eurasia occidental.
Este indicio no significaba que la Tierra se estuviera dilatando, porque los geólogos no dejaron de advertir que había zonas, como la costa occidental de Sudamérica, en que el lecho marino era tragado hacia el interior. Aquí estamos ante lo que se llama márgenes de subducción. En estas zonas, las placas tectónicas chocan, empujadas por el lecho marino que está ensanchándose en todo el mundo y presionando las placas de la corteza continental. El suelo oceánico, formado sobre todo por basaltos volcánicos, es más pesado que el material granítico que predomina en la corteza continental. Así que cuando una placa oceánica choca con una placa continental, ésta suele ponerse encima de la oceánica. La placa oceánica bucea por debajo de la continental y al final se hunde hacia el interior. (Este reciclaje continuo explica por qué la corteza oceánica suele ser mucho más joven que la continental.) Los bloques de la corteza oceánica descendente raspan las placas continentales de encima y el material que tienen debajo, generando mucho calor y mucha presión. En Sudamérica, este calor, en combinación con los movimientos de los dos océanos que la abrazan y los de la placa continental, es responsable de la actividad volcánica que originó la cordillera de los Andes.
En otras zonas tenemos las denominadas márgenes de colisión, constituidas por regiones comprimidas de la corteza continental. El caso más espectacular es el de la India septentrional, punto donde la placa de la península indostánica empuja a la placa asiática. En estas zonas, los bordes de las dos placas se levantan y forman grandes cordilleras (en el caso indostánico, el Himalaya). Por último tenemos zonas donde las placas se cruzan mientras avanzan, como en el caso de la falla de San Andrés, en California. Casi todos los movimientos de las placas causan terremotos, porque con la fricción que se produce entre ellas y el material que hay debajo es casi imposible que no haya consecuencias aparatosas: tras un largo período de acumulación de presión, una placa suele saltar con violencia. Así que en principio se podría trazar el perfil de las placas tectónicas cartografiando las regiones de actividad sísmica más intensa.
El detallado relieve de regiones donde han chocado partes de la corteza ha revelado que la capa superior del planeta (la litosfera) consta de cierta cantidad de placas rígidas y es como una cáscara de huevo resquebrajada. Hay ocho placas grandes y siete pequeñas, además de balsas menores de material. Las placas se deslizan sobre un estrato de materiales más blandos, la astenosfera, que tiene entre 100 y 200 kilómetros de espesor. Las placas se mueven impulsadas por los movimientos de la astenosfera y también por la presión de materiales comprimidos que emergen de zonas más profundas por las junturas de las placas y a veces por sus grietas. Al igual que la espuma que se forma en la superficie del caldo cuando hierve, el material de las placas se dobla, se resquebraja y se mueve impulsado por las corrientes de materiales que hay debajo y que son más blandos, calientes y maleables. En otras palabras, es el calor del interior de la Tierra lo que aporta la energía que hace falta para desplazar grandes placas de materia por la superficie. Lo que genera este calor es sobre todo el material radiactivo que hay en el interior del planeta y que procede de la supernova que explotó poco antes de la formación del sistema solar. Tal era el motor geológico que Wegener no podía encontrar: era imposible que adivinara que los continentes se pasean por la superficie de la Tierra impulsados por la energía que queda de una supernova que explotó hace más de 4.600 millones de años. Lo cual nos remite a la gravedad, porque fue esta fuerza lo que construyó y luego destruyó la estrella que pereció en la explosión.
La tectónica de placas es una teoría que unifica muchos aspectos de la geología. Nos ayuda a entender la formación de las montañas, la actividad volcánica y muchas anomalías geológicas estudiadas por geógrafos como Wegener. Y nos enseña que en principio podría reconstruirse la historia de la superficie de la Tierra indicando qué aspecto ha tenido en las diferentes épocas. Mientras tanto, el uso de sistemas de cartografía geológica más seguros, como el GPS (Global Positioning System), ha permitido medir con gran precisión el movimiento de las placas tectónicas.
Con la teoría de la tectónica de placas y lo que sabemos sobre la formación de la Tierra podemos proponer una historia bastante coherente de nuestro planeta.
La fase hádica duró desde la formación del planeta, hace 4.560 millones de años, hasta 600 millones de años después.6 La superficie estaba caliente, y era volcánica e inestable. Además, sufría constantes bombardeos de cometas y otros planetésimos que quedaban.
Hace 3.800 millones de años, al principio de lo que los geólogos llaman era arcaica, había aparecido ya la corteza continental; lo sabemos porque aún quedan restos de corteza con esta antigüedad. También es probable que ya hubiera mares. En la atmósfera predominaban seguramente el anhídrido carbónico, el nitrógeno y el ácido sulfhídrico, transportado en buena parte por los cometas. Oxígeno libre había poco, porque el oxígeno es muy reactivo y, por lo tanto, se combina con otros elementos para formar compuestos químicos. Es posible que se estuvieran moviendo las partes más antiguas de la corteza continental, pero no estamos seguros de que la tectónica de placas funcionara entonces igual que en la actualidad. Con atmósfera y abundancia de agua, es probable que hubiera erosión y modificación de la superficie al mismo ritmo que en nuestros días. La erosión rápida y el bombardeo continuo explica por qué la primitiva superficie del planeta se construyó no una, sino muchas veces, aunque es un proceso del que prácticamente no quedan vestigios; lo que sabemos de las etapas iniciales de la historia de la Tierra sigue siendo esquemático.
Es probable que los primeros fragmentos de corteza formaran diminutos continentes de breve duración. Sin duda estaban rodeados por mares con multitud de islotes volcánicos, y había volcanes subterráneos. Hace unos 3.000 millones de años, estos microcontinentes debieron de fundirse y formar placas mayores, pues en el núcleo de escudos continentales modernos, en África, América del Norte y Australia, hay placas de esta antigüedad. Pero no tenemos forma de saber dónde estaban estas placas antes de los últimos 500 millones de años.
MAPA 3.1. La Tierra en transformación: movimientos tectónicos durante 540 millones de años. De Cesare Emiliani, The Scientific Companion: Exploring the Physical World with Facts, Figures, and Formulas, John Wiley, Nueva York, 19952, p. 190; de Emiliani, Dictionary of the Physical Sciences: Terms, Formulas, Data, Oxford University Press, Oxford, 1987, p. 48, reproducido con permiso de Oxford University Press, Oxford, Inglaterra.
La geología moderna ha elaborado un cuadro de perfección creciente que nos muestra los movimientos tectónicos que se han producido desde entonces. Estos movimientos se han descubierto principalmente investigando la orientación magnética de rocas cuya edad se conoce. Partiendo de aquí, se puede calcular por encima dónde estaban cuando se formaron. Estos estudios arrojan al parecer una pauta muy simple de dispersión y convergencia. Hace unos 250 millones de años, casi todas las placas estaban unidas en un supercontinente que Wegener había bautizado Pangea. Estaba rodeado por un solo mar, llamado Panthálassa. Hace 200 millones de años, Pangea se dividió en dos grandes bloques. En el norte quedó Laurasia, que comprendía lo que hoy son Asia, Europa y América del Norte; en el sur, Gondwana, que abarcaba Sudamérica, la Antártida, África, Australia y la India. Más tarde, también Laurasia y Gondwana se fragmentaron. Es posible que en la actualidad estemos en las primeras fases de otra convergencia, porque África y la India se desplazan hacia el norte. Ciertos indicios encontrados hace poco sugieren que unos 500 millones de años antes de la formación de Pangea había existido otro supercontinente que hoy denominamos Rodinia.7 Hoy por hoy es la fecha más antigua a la que podemos remontar la dinámica de la tectónica de placas (véase el mapa 3.1).
Esta historia es una parte fundamental del moderno mito de la creación, porque la distribución concreta de los continentes y los mares en las diferentes etapas de la historia de la Tierra ha desempeñado un papel decisivo en la aparición de las formas de vida y en el funcionamiento de las atmósferas y los climas, como veremos en el capítulo 5. Con estos y algunos otros mecanismos, la historia de la Tierra configuró la evolución de los organismos vivos. Los dos capítulos siguientes estudiarán cómo se adaptaron los organismos vivos a las cambiantes condiciones del planeta y cómo éste fue cambiando conforme se iba cubriendo de una tenue membrana de vida.
El Sol y el sistema solar se formaron al mismo tiempo, hace unos 4.560 millones de años, durante el hundimiento gravitatorio de una nube de materia. El Sol se formó en el centro de la nube y absorbió casi todo el material que contenía. Las salpicaduras de materia que quedaron fuera orbitaron alrededor de la nueva estrella, formando un disco plano. En el interior de las órbitas se formaron grumos de materia gracias a las colisiones y a la atracción gravitatoria, hasta que al final no quedó más que un cuerpo planetario en cada órbita. Como el viento solar había despejado ya los elementos más volátiles de la región central, los planetas interiores tendieron a ser más rocosos y los exteriores más gaseosos.
La Tierra se derritió al poco de formarse; los materiales pesados se hundieron hasta el núcleo y los más ligeros salieron a la superficie. Hace unos 4.000 millones de años la estructura de su interior era parecida a la de nuestros días. En cambio, la superficie y la atmósfera experimentaron muchos cambios antes de tener el aspecto actual. Desde la aparición de la teoría de la tectónica de placas, en los años sesenta, ya no cabe duda de que las placas continentales se han ido desplazando lentamente por la superficie del planeta, cambiando poco a poco la forma de los continentes y los mares.
Hay muchas historias excelentes de la Tierra y entre ellas hay que mencionar The Story of Earth (1986), de Peter Cattermole y Patrick More, y A Short Story of Planet Earth (1996), de J. D. Macdougall. Los libros de Preston Cloud (El cosmos, la tierra y el hombre, de 1978, y Oasis in Space, de 1988) son clásicos, aunque algunos de sus detalles podrían haber caducado. Our Cosmic Origins (1998) de Armand Delsemme y The Scientific Companion (19952) de Cesare Emiliani resumen muchos detalles técnicos, mientras que Earth and Life through Time (1986) de Steven Stanley describe la estrecha relación que hay entre la historia del planeta y la historia de la vida. Los diversos libros de James Lovelock sobre la hipótesis de «Gaia» describen también la historia de la Tierra y de la vida como una andadura interrelacionada. Los títulos de Isaac Asimov son resúmenes muy amenos, pero algunos han quedado un poco anticuados. El breve trabajo de Ross Taylor, «The Solar System: An Environment for Life?» (2002), describe bien hasta qué punto las contingencias han hecho que cada planeta sea único.