Capítulo 5

LA APARICIÓN DE LA VIDA Y LA BIOSFERA

DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

Una vez que apareció la vida en la Tierra, la selección natural se encargó de que los organismos vivos se multiplicaran y diversificaran, siempre que encontrasen nuevos nichos que ocupar en un mundo en transformación. El presente capítulo describirá los principales cambios acaecidos en la historia de la vida en la Tierra. ¿Cómo creó la evolución la variedad de organismos que vemos actualmente? ¿Cuáles son las principales etapas de la historia de la vida en la Tierra? Aunque la versión disponible tenga muchos detalles oscuros, las líneas generales están hoy bastante claras.

Después de unos 4.000 millones de años de evolución casi todos los organismos vivos siguen siendo simples y pequeños. Las bacterias son mayoría, como siempre, y pocas alcanzan un diámetro mayor de una centésima de milímetro. A diferencia de las estrellas (cuya complejidad no aumenta necesariamente con el tamaño), los organismos vivos tienden a ser más complejos cuanto más grandes son. Así pues, el predominio de las bacterias obedece la regla general que dice que las entidades más simples son más fáciles de producir y de mantener que las entidades complejas, además de ser más duraderas y más numerosas. La inmensa mayoría de los organismos vivos pertenece a lo que Lynn Margulis y Dorion Sagan han llamado «microcosmos».1 Por este motivo ha dicho Stephen Jay Gould que, aunque la aparición de la vida señala la aparición de nuevas formas de complejidad, la historia de la vida en la Tierra no es una simple crónica de entidades que se vuelven complejas. Las recetas genéticas más sencillas siguen funcionando perfectamente, de modo que en la complejidad no hay ninguna virtud evolutiva particular.2 Si a ello vamos, ha habido organismos que han evolucionado hacia una mayor simplicidad: las serpientes han perdido las patas, los topos los ojos y los virus incluso la capacidad de reproducirse por su cuenta.

Pero también es verdad que la selección natural ha experimentado sin cesar con formas nuevas de vida y en este experimento de 4.000 millones de años de duración ha dado origen a organismos más complejos que los que vivían en la Tierra primitiva. Han aparecido aunque no parezca haber ningún impulso activo hacia el aumento de la complejidad y aunque los organismos complejos quizá no sean tan importantes en el esquema general de las cosas. Como han dicho John Maynard Smith y Eörs Szathmáry: «La teoría de la evolución por selección natural no predice que lo organismos hayan de ser más complejos. […] A pesar de lo cual, algunos linajes se han vuelto más complejos».3 Con el tiempo apareció un mundo de organismos «macrocósmicos» dentro y al lado del mundo microcósmico; como somos organismos grandes, tendemos a prestar atención a este proceso, del mismo modo que nuestra historia del universo se ha concentrado en un planeta oscuro que da vueltas alrededor de una estrella oscura por la sencilla razón de que vivimos en ese planeta.

La historia de la creciente complejidad biológica se puede contar como una serie de grandes transiciones, que son: el origen de la vida propiamente dicha, la aparición de células eucariotas, la reproducción sexual, la producción de organismos policelulares como nosotros y la aparición de organismos que se organizan en grupos sociales.4 En cada etapa, las moléculas, las células y los individuos han estado en estrecha conexión dentro de estructuras mayores —como la actividad del ramo durante las fusiones de empresas— y la evolución ha tenido que encontrar nuevas formas de comunicación y cooperación entre ellos. Explicar cómo ha surgido la complejidad por selección natural equivale a explicar por qué ha sido ocasionalmente beneficioso (en sentido darwiniano) para las moléculas reproductoras el cooperar dentro de entidades de tamaño creciente, hasta llegar a organismos tan sobresalientes como nosotros, que somos estructuras gigantescas, compuestas por miles de millones de células que cooperan estrechamente.

A pesar de nuestro tamaño (somos a un organismo unicelular lo que el Empire State Building a un ser humano), no deberíamos exagerar nuestra complejidad. Una forma conocida de medir la complejidad creciente es calcular la cantidad de genes que se necesitan para construir organismos diferentes. Ahora bien, este cálculo no nos deja en tan buen lugar como podría esperarse. Los humanos no poseemos esa cantidad intermedia de genes, entre 60.000 y 80.000, que antaño se creía imprescindible para fabricarnos, sino más bien la mitad, alrededor de 30.000. Las lombrices intestinales tienen alrededor de 19.000, dos tercios de nuestro genoma, y las moscas de la fruta casi la mitad, unos 13.000; y Escherichia coli, una bacteria de nuestro intestino, podría tener 4.000 genes. Así pues, aunque construir organismos grandes cuesta más que construir organismos pequeños, la diferencia no es tan grande como se creía. Entre nuestros parientes biológicos están los chimpancés, pero también las amebas y las lombrices intestinales.

LA ERA ARCAICA: LA EDAD DE LAS BACTERIAS

Los testimonios más importantes para reconstruir la historia de la vida en la Tierra proceden del registro fósil, que nos revela muchas cosas sobre los últimos 700 millones de años. Pero esto es menos de la quinta parte del tiempo transcurrido desde la aparición de la vida en el planeta. El registro fósil no nos dice nada de épocas anteriores —durante las que los organismos vivos eran células simples que vivían en el mar— porque estos organismos primitivos carecían de partes duras capaces de fosilizarse. No obstante, los paleontólogos han averiguado la forma de localizar y analizar los diminutos «microfósiles» de las bacterias y dicen que los más antiguos tienen 3.500 millones de años, es decir, que son casi contemporáneos de los primeros indicios de vida que aparecieron. En los últimos años, los biólogos han recurrido de manera progresiva al análisis y la comparación del material genético de las especies modernas. Su trabajo puede poner de manifiesto la existencia de vínculos evolutivos entre especies actuales, imposibles de detectar con estudios basados únicamente en el registro fósil.

En las cronologías planetarias convencionales, la era hádica es la de la formación de la Tierra y dura hasta hace unos 4.000 millones de años; la era arcaica es la que abarca el primer período de vida en la Tierra y se extiende desde 4.000 millones de años antes del presente hasta 2.0002.500 millones de años antes del presente. Las primeras formas de vida aparecieron al comienzo de dicha era y ocurrió en contacto con el agua. Puede que los primeros organismos fueran arquebacterias y que se formaran en las tórridas chimeneas volcánicas del fondo o del subsuelo marino. También es posible que fueran otras modalidades de bacterias, si hemos de dar crédito a las recientes investigaciones que sugieren que tanto las arquebacterias como los organismos eucariotas descendían de organismos anteriores y más sencillos, las llamadas eubacterias.5

Fuera como fuese, la vida apareció pronto. Probablemente había ya organismos vivos hace 3.800 millones de años, porque en rocas de Groenlandia de esa antigüedad se han encontrado restos del isótopo C12, que normalmente se asocia con la presencia de vida. La vida existía ya sin lugar a dudas hace 3.500 millones de años, que es la antigüedad de ciertas rocas del sur de África y Australia occidental que al parecer contienen microfósiles de bacterias parecidas a las actuales cianobacterias (es decir, las algas verdiazules).6 Eran parecidas a los organismos actuales que vuelven verde el agua estancada. Su presencia da a entender que los mares de la Tierra primitiva ya estaban llenos de vida. La rapidez con que apareció vida en el planeta ha inducido a muchos biólogos a creer que, dadas las condiciones idóneas en cualquier lugar del universo, la vida podría aparecer con rapidez y naturalidad. Así pues, la vida, lejos de ser un fenómeno atípico, podría ser normal en todo el universo. Como ha dicho recientemente Paul Davies, el universo, por lo menos en su fase evolutiva actual, parece ser un lugar «biofavorable».7

Pero esta disposición «favorable» tiene sus límites. Toda estructura compleja necesita para sobrevivir un flujo de energía constante. Empresa prioritaria de todo organismo es encontrar fuentes de nutrientes y energía, y no siempre es empresa fácil. Las soluciones que hallaron los primeros organismos tuvieron una gran repercusión en la historia de la vida en la Tierra e incluso moldearon el planeta.

Es posible que los primeros organismos extrajeran la energía de los productos químicos del subsuelo, que «comieran» elementos químicos. Si se trataba de arquebacterias, probablemente extraían la energía de las fumarolas del fondo de los mares. Pero muy pronto hubo organismos que aprendieron a conseguir energía comiéndose a otros organismos. De este modo se estableció una clara diferencia entre productores primarios, que extraen la energía del medio inorgánico, y organismos situados en la parte superior de la cadena alimentaria, que se alimentan de otros organismos vivos, incluyendo a los productores primarios. Si ésta hubiera sido la única forma de extraer energía, la historia de la vida en la Tierra habría estado limitada por la energía procedente del líquido núcleo del planeta, que estaba a disposición de los organismos que vivían en el fondo del mar. Pero hace por lo menos 3.500 millones de años había organismos que vivían cerca de la superficie y allí aprendieron a alimentarse de luz solar. Y el Sol es una fuente de energía más rica que el horno del centro de la Tierra. Las células de las cianobacterias contenían moléculas de clorofila y éstas les permitían procesar la luz en esa reacción química tan decisiva que se llama fotosíntesis.

La fotosíntesis es tan importante para la vida en la Tierra que vale la pena esforzarse para entender cómo funciona.8 Las moléculas son átomos unidos por enlaces químicos. Para formar los enlaces químicos se necesita energía y se puede liberar parte de esa energía destruyendo los enlaces. Así pues, los compuestos químicos pueden concebirse como depósitos de energía. Los organismos vivos acceden a la energía almacenada en moléculas orgánicas, como la glucosa, destruyendo sus enlaces químicos. Como romper los enlaces también requiere energía, el truco está en encontrar la forma de liberar más energía de la empleada para romper el enlace. Y esto es lo que hacen las enzimas. Las enzimas son moléculas (sobre todo proteínas) cuya forma les permite desestabilizar moléculas energéticas concretas con muy poco esfuerzo. Al hacerlo, liberan mucha más energía de la que invierten. El principio de utilizar una pequeña cantidad de energía para obtener una cantidad mayor es de lo más cotidiano: lo ponemos en práctica cada vez que encendemos una hoguera con una cerilla. Sin embargo, todo este proceso exige una inversión inicial de energía para formar los enlaces químicos que hacen de depósitos. Y aquí es donde interviene la fotosíntesis. En esta reacción, la clorofila (en presencia de agua y anhídrido carbónico) aprovecha la energía de la luz para crear una pequeña corriente eléctrica. Esta corriente pone en marcha una compleja cadena de reacciones que forman moléculas de sustancias como la glucosa, que pueden almacenar energía. Así es como las plantas utilizan la luz solar: fabrican en su interior pequeños paquetes de energía y los abren cuando hace falta. Como es lógico, otros organismos pueden aprovechar también la energía almacenada comiéndose las plantas. Cuando nos comemos una manzana, forzamos sus cerraduras y nos llevamos la energía almacenada por el manzano. Cuando quemamos carbón, liberamos energía almacenada por los árboles del período carbonífero, que concluyó hace 300 millones de años. De este modo se pueden almacenar en paquetes muy pequeños cantidades muy grandes de energía derivada de la luz solar. Es fácil olvidar que una taza de gasolina, que contiene energía almacenada por organismos de hace muchos millones de años, es capaz de impulsar a un camión cuesta arriba. También olvidamos con facilidad que sin el continuo aporte energético de la luz solar, toda la biosfera se quedaría sin energía.

Gracias a las complejas reacciones químicas de la fotosíntesis, los organismos vivos empezaron a almacenar los abundantes frutos de la luz. Alimentada por ésta, la vida podía florecer ya hasta un extremo inimaginable en un mundo sin sol. Buena parte del resto de la historia de la vida en la Tierra está determinada por las diferentes formas de captar, distribuirse y repartirse la luz las especies que han poblado el planeta. La historia humana es parte de esta saga, porque los humanos han ideado medios de aprovechar la luz, medios de capacidad creciente, como la actividad recolectora, la agricultura y la explotación de los combustibles fósiles.

Las cianobacterias son los antepasados remotos de las plantas actuales y están entre los más importantes productores primarios del mundo moderno. Muchas cianobacterias secretan un barro pegajoso que les permite apelotonarse como un estropajo. Con el tiempo se transforman en unos objetos grandes y fungiformes que se llaman estromatolitos y constan de una delgada capa de bacterias vivas encima de una creciente capa de antepasados congelados. Los estromatolitos se forman todavía en unos cuantos medios actuales (uno de los más célebres es la bahía de Shark, en Australia occidental), pero los estromatolitos fósiles son frecuentes desde hace al menos 3.000 millones de años. Son un residuo que nos dice que muchas formas de vida primitivas se adaptaron tan bien que todavía viven tras haber sufrido muy pocos cambios.

No caigamos, pues, en la tentación de creer que el mundo arcaico era aburrido en comparación con el nuestro. Cuando se conoce bien, resulta que era tan variado y pintoresco como el que nos ha tocado a nosotros. Margulis y Sagan lo describen de un modo espectacular:

Reducido a proporciones microscópicas, se vería un fabuloso paisaje de palpitantes esferas moradas, rojas, amarillas y verdemar. En el interior de las esferas violeta de la Thiocapsa, flotantes glóbulos de azufre amarillo emitirían burbujas de gas fétido. Habría colonias de viscosos organismos con vaina extendiéndose hasta el horizonte. Algunas bacterias, con un extremo pegado a las rocas, introducirían el otro por pequeñas grietas y se colarían poco a poco en el interior. Filamentos largos y delgados abandonarían el redil de sus hermanos y se alejarían reptando lentamente, en busca de un sitio más soleado. Culebreantes tentáculos bacterianos con forma de sacacorchos o tornillos pasarían a toda velocidad. Filamentos policelulares y batallones pegajosos de células bacterianas, tupidos como una tela, ondularían a merced de las corrientes y alfombrarían los guijarros con brillantes matices del rojo, el rosa, el amarillo y el verde. Arrastradas por las brisas, las esporas lloverían y se estrellarían contra la firme frontera de los posos de lodo y las aguas.9

En el microcosmos, la información genética flota en forma de unidades y fragmentos de ADN o ARN que reciben diversos nombres: replicones, plásmidos, fagos, virus… Estos objetos están exactamente en la línea fronteriza entre la vida y la no vida, ya que casi todos son poco más que información genética en busca de un cuerpo en el que hacer su trabajo. Las bacterias pueden aprovechar estos fragmentos de información genética en cualquier etapa de su existencia y no sólo en la reproducción. Lo hacen para complementar el limitado abanico de facultades metabólicas que hay en su pequeña genoteca.10 Los replicones podrían no incorporarse nunca al almacén genético permanente de las bacterias, pero, al igual que un programa informático prestado, pueden ser útiles a sus anfitriones antes de irse a otra parte. Así pues, las bacterias pueden compartir la información genética con una flexibilidad que está ausente en los organismos mayores, un rasgo que quizá explique su asombrosa variedad y su capacidad de adaptación. A pesar de su reducida genoteca, los individuos pueden acceder a un banco de datos general con una libertad que no tienen los organismos superiores como nosotros (o que no tenían antes de la era de la ingeniería genética). Como han dicho Margulis y Sagan: «Para tener el tamaño macrocósmico, la energía y el cuerpo complejo que tenemos, hemos cedido flexibilidad genética».11 Más abajo veremos que el lenguaje simbólico podría haber devuelto, al menos a nuestra especie, parte de la flexibilidad adaptativa que tienen las bacterias, con su capacidad para intercambiar libremente material genético, y que nos permite intercambiar información en vez de genes.

En muchos aspectos, las bacterias siguen siendo la forma de vida predominante en la Tierra actual. Con el tiempo, sin embargo, algunos organismos unicelulares se agruparon para organizarse en estructuras más ordenadas. Estas estructuras representan los primeros pasos hacia los organismos policelulares como nosotros. La policelularidad comenzó en la era proterozoica.

LA ERA PROTEROZOICA: NUEVAS FORMAS DE COMPLEJIDAD

Las formas primitivas de fotosíntesis, para almacenar la energía de la luz, liberaban el hidrógeno del ácido sulfhídrico. Con el tiempo, sin embargo, algunas cianobacterias aprendieron a liberar hidrógeno de los enlaces de las moléculas del agua, que son mucho más resistentes; era una forma de fotosíntesis más eficaz, que, de manera secundaria, liberaba también oxígeno. Esta nueva y más potente tecnología metabólica acabó transformando la atmósfera primitiva al liberar, después de millones y millones de años, gigantescas cantidades de oxígeno, un gas mortal para casi todas las formas de vida primitivas.

Al principio, el oxígeno libre se reabsorbía rápidamente con reacciones químicas como la oxidación, que lo ligaba al hierro. (La presencia de anchas franjas de óxido en los comienzos de la era proterozoica es uno de los indicios que nos permiten hablar de aumento del oxígeno libre.) Sin embargo, desde hace unos 2.500 millones de años empezó a producirse demasiado aprisa para reabsorberse como se ha dicho y comenzó a concentrarse en la atmósfera. Se cree que hace 2.000 millones de años el oxígeno representaba ya el 3 por 100 de los gases de la atmósfera; el nivel ha subido aproximadamente al 21 por 100 en los últimos mil millones de años.12 Si hubiera más oxígeno, arderíamos en cuanto nos frotáramos las manos.

La aparición de una atmósfera rica en oxígeno es una de las mayores revoluciones en la historia de la vida en la Tierra. Margulis y Sagan describen el cambio llamándolo «el holocausto del oxígeno».13 Como el oxígeno es muy reactivo, su presencia mantiene la atmósfera en un continuo estado de desequilibrio y crea un nuevo nivel de tensión química que podría potenciar profundas transformaciones evolutivas. Alimentada indirectamente por el Sol, se trataba de una nueva forma de energía libre que podía emplearse para construir formas de vida más complejas. Como ha dicho James Lovelock: «[El oxígeno libre] proporciona un potencial químico con una diferencia lo bastante amplia para que los pájaros vuelen y nosotros corramos y nos mantengamos calientes en invierno; y tal vez también para que pensemos. El nivel actual de tensión de oxígeno es para la biosfera actual lo que el consumo de electricidad de alto voltaje para el estilo de vida del siglo XX. Se puede prescindir de ella, pero las potencialidades se reducen muchísimo».14

Las formas de vida predominantes hasta hace menos de 2.000 millones de años fueron organismos simples, unicelulares, que vivían en el mar. Los biólogos los llaman procariotas. El ADN de los procariotas flota libremente dentro de la célula. En la reproducción, la célula se divide y cada mitad recibe una copia exacta del ADN de la célula progenitora. Los descendientes de los organismos procariotas suelen ser clones de los progenitores. Sin embargo, como hemos visto, pueden intercambiar información genética en sentido «horizontal», con los vecinos, y en sentido «vertical», con los progenitores y los descendientes, una capacidad que permite la aparición de formas evolutivas vedadas a organismos más complejos.15 Esto explica en parte por qué los procariotas consiguieron descubrir y explotar muchos procesos químicos básicos de los que depende la vida incluso en la actualidad. Ellos alteraron la superficie de la Tierra y también su atmósfera. En palabras de Margulis y Sagan: «La Edad de las Bacterias transformó la Tierra, un lugar con cráteres lunares y de rocas vítreas volcánicas que acabó siendo el planeta fértil que nos engendró».16

Sin embargo, hubo límites para la complejidad y el tamaño de los organismos vivos hasta que éstos tuvieron acceso a las poderosas baterías de la atmósfera oxigenada. El oxígeno libre es muy dañino para los materiales orgánicos simples, motivo por el cual no habría podido aparecer la vida en una atmósfera abundante en oxígeno. Pero después de 2.000 millones de años de evolución, la vida era lo bastante resistente y versátil para afrontar el nuevo agente contaminante. Sin duda perecieron muchas especies, pero las que sobrevivieron prosperaron, porque el oxígeno puede proporcionar mucha más energía que la mayoría de los «alimentos» disponibles. Por añadidura, el oxígeno libre, al llegar a las zonas altas de la atmósfera, acabó formando la capa de ozono. Aunque sólo tenía unos milímetros de espesor y estaba a 30 kilómetros de la superficie, esta capa de moléculas de tres átomos de oxígeno (O3) protegió la Tierra de gran parte de la radiación ultravioleta y facilitó la expansión de la vida en la tierra y en el mar. Así pues, la aparición del oxígeno orientó la evolución hacia nuevos horizontes.

Estos cambios podrían explicar que aparecieran formas de vida claramente nuevas, como los organismos llamados eucariotas, hace 1.700 millones de años.17 Su llegada indica que en los organismos había habido un notable aumento de complejidad genética, así que puede considerarse una de las transiciones fundamentales de la historia de la vida en la Tierra.18 Aunque casi todos los procariotas son de tamaño microscópico, entre 1 y 10 milésimas de milímetro, las células eucariotas suelen ser mucho mayores. Casi todas tienen un tamaño que oscila ente 10 y 100 milésimas de milímetro, lo que significa que las más grandes se pueden ver sin aparatos. Por si fuera poco, son más complejas y contienen más ADN (unas mil veces más) que la mayoría de las células procariotas, aunque parece que dejan sin aprovechar gran parte de esta información genética que tienen de más. Por último, las células eucariotas prosperan en una atmósfera abundante en oxígeno, porque saben explotar esta nueva fuente de energía. A escala paleontológica, su aparición fue también muy repentina. Margulis y Sagan recuerdan la comparación que hizo el astrónomo Chet Raymo: «La diferencia entre los eucariotas y los procariotas en el registro fósil es tan radical que es como si el Concorde hubiera despegado una semana después que la máquina voladora de los hermanos Wright»19 (véase la figura 5.1).

Como los eucariotas contienen más información genética que los procariotas y tienen acceso a fuentes de energía más potente, tienen más ases metabólicos en la manga y pueden generar organismos más complejos. Al extraer energía del oxígeno, los eucariotas se aprovechaban indirectamente de los frutos de los organismos fotosintetizadores, como las cianobacterias, que se pasaban la vida liberando oxígeno en la atmósfera. Los eucariotas tienen unas membranas más flexibles y adaptables que los procariotas, y esta circunstancia les permite intercambiar con el medio energía, comida y desperdicios de un modo más preciso. Los eucariotas, además, tienen su delicada maquinaria genética a buen recaudo, en un compartimiento especial que se llama núcleo. Por último, su interior es más complejo y presenta unas estructuras parecidas a órganos que se denominan orgánulos.

Según Lynn Margulis, los eucariotas aparecieron probablemente por la unión de diferentes clases de procariotas y de su material genético en una especie de simbiosis, un proceso por el que determinados organismos se independizan y acaban dependiendo entre sí. La simbiosis es un fenómeno muy común y ejemplifica uno de los aspectos más complejos del cambio evolutivo: que la competencia y la cooperación están estrechamente relacionadas. En la evolución, como en el comercio, el ganador no puede quedarse con todo en todas las transacciones. El movimiento vencedor que realiza un organismo exige a menudo cierta cooperación con otros organismos. Los biólogos identifican varias clases de simbiosis. El parasitismo es una relación en la que una especie se aprovecha de otra. Los cucos que ponen huevos en nidos ajenos se comportan como parásitos. Pero el parasitismo no es la depredación (en la que la víctima lo pierde todo). Si la relación ha de ser duradera y beneficiosa para el parásito, el anfitrión ha de conservar la vida, al menos durante un tiempo; de lo contrario, el parásito consigue poco. En la relación llamada comensalismo, conviven dos especies, una se beneficia y la otra no sufre ningún perjuicio aparente. El mutualismo es una relación en la que las dos especies se benefician. La polinización de casi todas las plantas fanerógamas depende de los insectos o los pájaros, pero estas plantas, para atraer a los polinizadores, «ofrecen» néctar o cualquier otro alimento. La agricultura humana comporta una forma de mutualismo entre los humanos, los animales domesticados y las plantas aclimatadas. Por ejemplo, los humanos consumen maíz y en algunas regiones se morirían de hambre si las cosechas fueran malas. Pero el maíz se beneficia de esta relación, porque los humanos protegen los cultivos y contribuyen a la reproducción y prosperidad de las plantas. En realidad, las variedades actuales del maíz dependen hasta tal punto de esta relación que no podrían reproducirse sin ayuda de los humanos. Tal es la auténtica simbiosis: una relación fuera de la cual no pueden sobrevivir las dos partes o al menos una. Estas relaciones son muy frecuentes en el reino animal, porque si las dos partes obtienen algo, la relación es más estable que si una obtiene muy poco. Por eso hay tantas bacterias de enfermedades terribles que evolucionan y se vuelven menos dañinas para el anfitrión. Los ejemplos más conocidos en el mundo humano son los agentes de enfermedades «infantiles» como la varicela, que derivan de especies más implacables que agredían tanto al anfitrión que a veces lo mataban.

FIGURA 5.1. Comparación de células procariotas y eucariotas. Las células eucariotas son mayores y más complejas que las células procariotas. En todas las células, los ribosomas concentran proteínas según las instrucciones del ADN. Los flagelos, que permiten moverse, están presentes en casi todas las células, pero no en todas. Pero las células eucariotas tienen además unas estructuras (los orgánulos) que no aparecen en las procariotas. Las eucariotas guardan el ADN en una zona especial (el núcleo), donde está protegido por una membrana y a menudo organizado en paquetes especiales llamados cromosomas. Además, tienen mitocondrias, que transforman la comida en energía química; y muchas tienen cloroplastos, que transforman la luz en energía química gracias al proceso denominado fotosíntesis. Por último, las eucariotas tienen un citoesqueleto, una compleja estructura de bastones y tubos proteínicos, que organiza los orgánulos del interior. De Armand Delsemme, Our Cosmic Origins: From the Big Bang to the Emergence of Life and Intelligence, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, p. 164. Reimpreso con permiso de Cambridge University Press.

En los casos extremos, el mutualismo puede conducir a formar un solo organismo con las dos especies hasta entonces independientes. En este sentido, los eucariotas son los primeros organismos «policelulares». Con la aparición de los eucariotas, dicen Margulis y Sagan, «la vida avanzó otro poco y de la transferencia interconectada de genes libres pasó a la sinergia de la simbiosis. Los organismos separados se fundieron y formaron conjuntos nuevos que eran mayores que la suma de sus partes».20 Sabemos que fue así porque parece que los orgánulos de los eucariotas derivan de organismos procariotas, antes independientes, que posiblemente se comportaron como parásitos al principio. Entre los orgánulos de los eucariotas figuran miles de diminutos ribosomas en los que se fabrican proteínas según las recetas del ADN. Figuran también mitocondrias, especializadas en extraer el oxígeno de los compuestos químicos que «come» la célula, y lisosomas, que destruyen a los intrusos perjudiciales. El flagelo, que tiene forma de látigo y está presente en casi todos los eucariotas, le permite moverse. Así pues, los eucariotas se pueden mover en busca de un ambiente más favorable en vez de quedarse donde los lleva la corriente, como los procariotas. Es muy probable que el movimiento revolucionara muchos procesos evolutivos: «Así como la máquina de vapor aceleró los ciclos de la producción industrial, incluida la producción de más máquinas de vapor, es posible que las asociaciones de las espiroquetas iniciaran un desarrollo en cadena y aumentaran la cantidad y la variedad de las formas simbióticas de vida».21 Los eucariotas fotosintetizadores contienen cloroplastos, unos paquetes de clorofila. Es muy probable que los primeros eucariotas fueran algas verdes. Que algunos orgánulos, como las mitocondrias y los cloroplastos, contengan todavía su propio ADN (las mitocondrias tienen una docena de genes) induce a pensar que los eucariotas surgieron por la unión simbiótica de organismos que antes habían sido diferentes.

Los eucariotas se reproducen de un modo más complejo que los procariotas. Mientras que éstos generan copias idénticas de sí mismos, aquéllos se reproducen sólo después de fundir el material genético de dos individuos. El ADN de dos adultos se combina al azar y produce nuevos filamentos de ADN que contienen genes de aquéllos. En consecuencia, los individuos eucariotas se diferencian más entre sí que los procariotas. Ya no son clones de sus progenitores. Esta innovación, el primer paso hacia la reproducción sexual, tuvo una profunda repercusión en el ritmo del cambio evolutivo, ya que dio a la selección natural más formas físicas entre las que elegir para la siguiente generación. La aceleración evolutiva propiciada por la aparición de los organismos eucariotas y de la reproducción sexual explica por qué la vida, en los últimos mil millones de años, ha prosperado por caminos completamente nuevos y ha creado la abundancia de formas vitales grandes que hay actualmente en la Tierra. La reproducción sexual representa, con la aparición de los eucariotas, uno de los puntos de inflexión más importantes de la historia de la vida en el planeta.22

LA EXPLOSIÓN CÁMBRICA: DEL MICROCOSMOS AL MACROCOSMOS

La aparición de las células eucariotas fue parte de una serie de cambios evolutivos cuya importancia histórica sólo es inferior a la aparición misma de la vida.

La reproducción sexual aceleró el cambio evolutivo. Con la creciente cantidad de oxígeno libre en la atmósfera y la aparición de la respiración (es decir, la capacidad para extraer energía del oxígeno) hubo más energía a disposición de formas metabólicas cada vez más numerosas, diferentes y capaces. Y algo quizá más importante: que los organismos eucariotas se asociaron en grupos que al final formaron los primeros organismos policelulares. En conjunto, estos cambios contribuyen a explicar la «explosión cámbrica», la rápida proliferación de formas de vida más grandes, complejas y energéticas que comenzó de un modo relativamente brusco hace casi 600 millones de años.

Es posible que los primeros organismos policelulares (que hay que diferenciar de las simples colonias de organismos independientes como los estromatolitos) aparecieran hace 2.000 millones de años.23 Pero sólo empezaron a generalizarse mil millones de años después. Antes de prosperar tuvieron que vencer algunos obstáculos serios. El más importante de todos era que las células tenían que ser capaces de comunicarse y cooperar entre sí, y en cantidades ingentes.

No era empresa fácil. Para entender cómo ocurrió convendría distinguir entre varias clases de cooperación biológica. Una es la simbiosis, que ya conocemos. Otra se produce con la formación de sociedades o colonias de individuos de la misma especie. Estas sociedades animales se sostienen a veces sin mucha cohesión. Sabemos que los organismos primitivos, como las cianobacterias, se organizaban en grandes colonias, porque los estromatolitos se formaron a partir de ellas. Sin embargo, aunque daban protección a los individuos, no eran ejemplos de simbiosis, ya que los individuos podían sobrevivir solos si hacía falta. Algunas esponjas de nuestros días parecen organismos individuales, pero la verdad es que podrían pasar por un tamiz. Se filtrarían en forma de pulpa y recuperarían la forma anterior conforme las células individuales se fueran reagrupando. No menos extraordinaria es una clase de ameba que se nutre de bacterias. Joël de Rosnay nos explica:

Si se le quita la comida y el agua, emite una hormona de auxilio. Otras amebas corren a rescatarla y forman a su alrededor una colonia de unas mil unidades, mil «individuos», por así decirlo, que se mueven como una babosa en busca de comida. Si no la encuentran, dejan de moverse, levantan un tallo productor de esporas y se quedan así indefinidamente, como si nada, mientras el tallo esté seco. Pero si se le echa agua, las esporas germinan y se crean mixoamebas independientes que se van cada una por su lado.24

Estas entidades constan básicamente de millones de individuos independientes que se apelotonan y llegan a trabajar en equipo cuando hace falta.

En los animales llamados sociales, como las hormigas y las termitas, la dependencia de los individuos es mayor. En las colonias de hormigas y termitas hay muchos individuos estériles. Esta clase de cooperación plantea un serio problema a la teoría de la evolución, pues ¿qué beneficio evolutivo puede haber para los individuos que no tienen descendencia? ¿Por qué se producen genes que parecen suicidarse de este modo? La probable respuesta es que la selección natural funciona en estas comunidades mientras los organismos cooperantes mantienen una estrecha relación entre sí. Los genes que estimulan a los organismos individuales a aumentar las probabilidades de reproducción de los parientes próximos aumentan indirectamente sus propias probabilidades de supervivencia. Por ejemplo, una obrera estéril comparte tal vez el 50 por 100 de su material genético con otras hormigas de la colonia que pueden reproducirse. Al ayudarlas a reproducirse, potencia la supervivencia de muchos genes propios. En realidad, podría demostrarse matemáticamente que, en ciertas situaciones, se puede maximizar la supervivencia de genes concretos no sólo teniendo muchos descendientes, sino también ayudando a los parientes a tenerlos. Pero tienen que ser parientes muy cercanos. (El genetista J. B. S. Haldane comentó en cierta ocasión que él se sacrificaría por dos hermanos o por ocho primos; con esto se refería a que compartía la mitad de su material genético con sus hermanos, pero sólo la octava parte con sus primos.)25 Sólo con argumentos de esta clase se puede demostrar que el mecanismo darwiniano de la selección natural puede dar lugar a individuos que cooperan con otros miembros de su especie, incluso cuando la cooperación reduce sus probabilidades reproductoras inmediatas.

Los organismos policelulares son un caso extremo de esta clase de cooperación. Los organismos como los seres humanos están compuestos por cientos de miles de millones de células, a pesar de lo cual sólo una pequeña porción, las llamadas células madre, tienen alguna probabilidad de reproducirse. ¿Por qué las células de los huesos, la sangre y el hígado tienen esta capacidad? Parece que la respuesta es que estas células contienen el mismo material genético. Son clones, lo que quiere decir que sus moléculas de ADN son iguales. Cooperando maximizan las probabilidades de supervivencia del programa genético común. Desde el punto de vista genético, tienen el mismo «interés» por asegurar la supervivencia y reproducción de todo el organismo y en consecuencia también del pequeño grupo de células madre. En estos organismos, miles de millones de células cooperan estrechamente, tanto que ya no pensamos en ellas como si fueran organismos individuales, sino como si fueran parte de un solo organismo policelular y complejo.

Por lo tanto, antes de que aparecieran los organismos policelulares tuvo que haber un mecanismo que permitiera que una sola célula madre (un óvulo fértil) pudiera multiplicarse y producir muchos ejemplares de células adultas y genéticamente iguales. Lo que sucede es que las células heredan el mismo material genético; pero conforme se desarrolla el organismo, los factores externos van activando unos genes u otros en distintas células, con lo que éstas acaban desarrollándose de manera diferente. Una vez establecidos, estos cambios genéticos pueden transmitirse a otras células; y así, una sola célula cerebral puede multiplicarse y producir muchas células hija que serían clones suyos.26 Del mismo modo, las células de los músculos producen más células musculares, las óseas más células óseas, etc. Esta forma secundaria de herencia, por la que en cada célula se expresa sólo parte del genoma total contenido en el ADN, es característica del desarrollo celular de todos los organismos policelulares.

El testimonio fósil más antiguo que se conoce sobre los organismos policelulares se remonta a la era ediacárica, hace 590 millones de años aproximadamente. Pero cuando los testimonios se vuelven realmente abundantes es en la era cámbrica, desde hace 570 millones de años aproximadamente. Desde el punto de vista geológico aparecieron de súbito unos organismos con un caparazón protector, hecho con secreciones de carbonato cálcico. Estos caparazones han llegado hasta nosotros en forma fósil en sorprendente estado de conservación. La aparición planetaria de caparazones señala el comienzo de la era cámbrica, pero no es fácil decidir si se trata de una auténtica proliferación de organismos policelulares o simplemente de la aparición de organismos con más probabilidades de fosilizarse.

Los organismos policelulares más grandes, como los árboles o los humanos, pueden tener hasta 100.000 millones de células, tantas como estrellas hay en la Vía Láctea. Los humanos pueden tener hasta 250 clases de células o más, fabricadas y controladas por las actividades de unos 30.000 genes. En el otro extremo están los organismos policelulares más simples, como la mosca de la fruta, que sólo tiene alrededor de sesenta clases de células. El pólipo llamado hidra, un invertebrado tubular y transparente que mide unos 30 milímetros, sólo tiene sesenta clases de células.27 Es evidente que la aparición de la policelularidad representó un aumento importante en la complejidad de los organismos. (Como siempre, hemos de guardarnos de suponer que «más complejo» signifique «mejor».)

Pocas especies policelulares sobreviven en el registro fósil más allá de unos cuantos millones de años. En consecuencia, las especies policelulares que existen actualmente representan una proporción muy pequeña de las muchas que han aparecido en los últimos 600 millones de años. A pesar de todo, algunas especies grandes aparecidas después de la explosión cámbrica se han conservado de un modo muy notable. Como si hubieran aparecido modelos canónicos generales, dentro de los cuales la evolución conjugara pequeñas variantes.

Para comprender la historia de las diferentes clases de organismos policelulares necesitamos un sistema de clasificación, una taxonomía. Los biólogos dividen las especies en grupos y subgrupos. La unidad clasificatoria más pequeña es la especie. Una especie consta de organismos tan parecidos biológicamente que, en principio, pueden procrear entre ellos, pero no con miembros de otra especie. Los humanos actuales forman una sola especie. Según una conocida definición, una especie consta de «grupos de poblaciones naturales real o potencialmente cruzadas, aislados a nivel reproductor de otros grupos parecidos».28 Las especies que se asemejan se agrupan en géneros, los géneros relacionados se agrupan en familias y superfamilias, y éstas, a su vez, en órdenes, clases, clados y, por último, reinos e incluso superreinos.

Los biólogos actuales no se ponen de acuerdo sobre la mejor forma de clasificar a los organismos en los niveles superiores. Linneo, el inventor del método de clasificación moderno, agrupó todos los organismos vivos en dos grandes reinos: el vegetal y el animal. Sin embargo, con el desarrollo del microscopio, los biólogos advirtieron que había un amplio muestrario de organismos unicelulares que no encajaban en ninguno de los dos reinos. A mediados del siglo XIX, el biólogo alemán Ernst Haeckel sugirió que todos los organismos unicelulares se agruparan en un solo reino, el de los protistos. En la década de 1930, los biólogos se percataron de que había una diferencia fundamental entre las células con núcleo y las que carecían de él. En consecuencia, agruparon a todos los organismos vivos en dos reinos, el de los procariotas (organismos cuyas células no tenían núcleo) y el de los eucariotas (organismos cuyas células tenían núcleo). En algunas clasificaciones, el reino eucariota comprende todos los organismos policelulares. En la segunda mitad del siglo XX aparecieron razones de peso para proponer la creación de reinos independientes para los hongos y los virus (que son tan simples que para reproducirse necesitan el metabolismo de otros organismos). En la década de 1990, Carl Woese propuso otra clasificación general para diferenciar las arquebacterias de otras formas bacterianas. Al igual que todos los procariotas, las arquebacterias no tienen núcleo; pero a diferencia de otros procariotas no absorben energía de la luz ni del oxígeno, sino de otros cuerpos químicos.

La tabla 5.1 refleja un sistema de clasificación actual en el nivel más alto. Admite dos superreinos, los procariotas y los eucariotas, que a su vez abarcan cinco reinos: los monera (el único reino de los procariotas), los protistos (eucariotas unicelulares) y los vegetales, animales y hongos (todos eucariotas policelulares). Ciñéndonos a este sistema, diremos, por ejemplo, que los humanos actuales pertenecen al superreino de los eucariotas, al reino animal, al clado de los vertebrados, a la clase de los mamíferos, al orden de los primates, a la superfamilia de los hominoideos (que comprende a humanos y monos), a la familia de los homínidos (que comprende a humanos, gorilas y chimpancés), a la subfamilia de los homíninos (que comprende a los humanos y a sus antepasados de los últimos 4-5 millones de años), al género Homo y a la especie sapiens.29

TABLA 5.1. LA CLASIFICACIÓN EN CINCO REINOS

Los organismos policelulares se dividieron en seguida en tres grandes reinos: vegetales (organismos que obtienen la energía por fotosíntesis), animales (organismos que consumen otros organismos) y hongos (organismos que digieren otros organismos exteriormente y luego absorben sus nutrientes). En la era ediacárica, que se extendió entre 590 y 570 millones de años antes del presente, aparece una asombrosa variedad de organismos policelulares, algunos muy parecidos a organismos que existen todavía, como las esponjas, los gusanos acuáticos, los corales y los moluscos. Pero había especies que no se parecían en nada a las actuales. Esto mismo puede decirse de muchos organismos cámbricos como los desenterrados en el «Burgess shale» de la Columbia británica, que tienen alrededor de 520 millones de años. Fue sin duda un período de experimentación genética. De allí surgió, por adaptación o quizá (como ha aducido Stephen Jay Gould) por la misma exuberancia del cambio evolutivo, una serie de pautas básicas para la organización de los vegetales y los animales.30 Muchas de aquellas pautas siguen vigentes en la actualidad.

El hallazgo de esporas fósiles de la era ordovícica (hace 510-440 millones de años) da a entender que los vegetales fueron los primeros organismos policelulares que abandonaron el mar y colonizaron la tierra seca. Un paso así equivalía a colonizar otro planeta. Por encima de todo, el proceso exigía un equipo especial de protección para impedir que el organismo se secara y muriese. El húmedo interior tenía que estar protegido por alguna clase de capa aislante; en realidad, todos los animales terrestres llevan todavía en su interior un pequeño equivalente del mar y es ahí donde se fecundan sus crías y empiezan a crecer. Una vez en tierra y faltos de la flexibilidad del agua, los cuerpos necesitaron adquirir más rigidez interna, un problema generalmente resuelto por la formación de esqueletos con compuestos cálcicos secretados por las células. Tenían que aparecer asimismo formas especiales de alimentarse, respirar y reproducirse. La tierra, como han dicho sucintamente Margulis y Sagan, era un medio infernal, «con un sol abrasador, viento helado y seguridad reducida».31 Los colonos de aquella tierra seca primitiva eran parecidos a las hepáticas y helechos actuales. Los primeros árboles con semillas aparecieron durante el período devónico (hace 410-360 millones de años). Estos árboles formaron grandes bosques de los que procede la mayor parte de las reservas actuales de carbón. (El carbón, como el petróleo y el gas natural, los otros dos «combustibles fósiles» principales, está formado por los restos fosilizados de organismos que estuvieron vivos en otros tiempos.)

Los animales han desarrollado más la policelularidad que los vegetales. Sus células están más especializadas y se comunican mejor entre sí. Los animales se han especializado también en la movilidad y el comportamiento complejo. Pero no tiene por qué ser motivo de orgullo; más bien es un indicio de la omnipresencia de las relaciones simbióticas en la evolución, porque los vegetales no sólo se alimentan de animales, sino que además aprovechan su movilidad para dispersar sus semillas. No necesitan cerebro ni patas: utilizan los nuestros.32 Los primeros animales que se movieron en tierra fueron probablemente artrópodos, más o menos como insectos gigantes. Tenemos noticia de su existencia desde el período silúrico (hace 440-410 millones de años). Eran criaturas parecidas a los escorpiones actuales, pero con el tamaño de los seres humanos. Los artrópodos, por ejemplo las langostas de río actuales, tienen el esqueleto por fuera. Por el contrario, los vertebrados, el grupo animal que comprende a los humanos, lo tienen dentro. Los primeros vertebrados aparecieron en el mar, durante el período ordovícico, hace entre 510 y 440 millones de años, y descendían de organismos parecidos a los gusanos. Comprendían formas primitivas de peces y tiburones. Todos los vertebrados tenían columna vertebral, extremidades y un sistema nervioso cuyas ramificaciones estaban concentradas en un extremo, la cabeza. Este manojo de nervios que coronaba la columna fue el primer encéfalo. Con el tiempo acabó siendo la sede de la conciencia, porque en algún momento de la evolución del encéfalo de los vertebrados (no sabemos cuándo) apareció la capacidad no sólo de reaccionar a los estímulos, sino también de sentirlos, de tener constancia de su presencia.

Con los primeros sistemas nerviosos podemos arriesgarnos a afirmar que aparecieron también formas simples de «conciencia», siempre que aceptemos la definición de Nicholas Humphrey según la cual la conciencia es la capacidad de tener sensaciones, aunque no haya pensamiento sistemático ni autoconciencia. «Ser consciente es básicamente tener sensaciones, es decir, tener representaciones mentales con emociones de algo que me ocurre a mí aquí y ahora.»33 Pero es evidente que la conciencia tiene grados o niveles y éstos dependen de cómo se representa y experimenta el cerebro el mundo exterior. Terrence Deacon ha dicho que la experiencia a la que Humphrey se refiere en realidad debería llamarse sensibilidad, mientras que la palabra conciencia debería aplicarse al fenómeno por el que el organismo «se representa aspectos del mundo».34 Aduce que todas las criaturas con sistema nervioso pueden hacerse representaciones interiores del mundo exterior que les permitan reaccionar de forma más compleja ante los cambios externos. Así, un oso acabará por entender que hay semejanzas entre todos los animales que parecen osos. También es posible que aprenda que hay una estrecha relación entre el comienzo del invierno y el deseo de hibernar. Estas representaciones intuitivas del mundo exterior podrían darse en todos los animales con sistema nervioso, aunque su diversidad, la cantidad de vínculos entre ellas y la capacidad de las sensaciones asociadas a ellas pueden aumentar en especies con encéfalo mayor. Pero Deacon arguye además que sólo los humanos piensan con símbolos, es decir, con signos arbitrarios que relacionan muchas clases de representaciones y pueden crear mundos interiores propios.35 En consecuencia, es bastante probable que el mundo interior humano tenga mucho en común con el de los primeros organismos con encéfalo, aunque el brillo cegador de nuestro pensamiento simbólico eclipse mentalmente estas formas universales y más directas de sensación. Las sensaciones que acechan en el fondo de nuestra conciencia probablemente son comunes a todos los organismos que son «conscientes» en este sentido minimalista.

Aunque las primeras formas de conciencia aparecieron en el mar, prosperó del modo más espectacular en tierra. Los vertebrados colonizaron la tierra seca a finales del período devónico, aunque es posible que dieran los primeros pasos ya en el silúrico. Los vertebrados terrestres actuales siguen pareciéndose en lo que se refiere al diseño básico. Todos tienen cuatro extremidades, cada una con cinco dedos, aunque en algunos casos, como el de las serpientes, las extremidades y los dedos hayan desaparecido casi por completo. Estas semejanzas dan a entender que todos —anfibios, reptiles, aves y mamíferos— descienden de los primeros colonos de la tierra seca. Los primeros anfibios surgieron de los peces que respiraban oxígeno y que podían moverse en tierra con ayuda de las aletas, como en el caso del dipneo actual. Sin embargo, los anfibios tienen que depositar los huevos en el agua, lo cual les obliga por lo general a estar cerca de las costas, los ríos y las charcas. Los reptiles acabaron poniendo huevos de cáscara dura, del mismo modo que el árbol acabó produciendo semillas con un envoltorio resistente, así que las dos clases de organismo pueden reproducirse en tierra seca. Los primeros reptiles aparecieron hace alrededor de 320 millones de años, durante la era carbonífera (hace 360-290 millones de años). Pero hay testimonios crecientes de que empezaron a proliferar después de la «gran mortandad», las extinciones masivas de hace unos 250 millones de años (a finales del período pérmico), ocasionadas al parecer, como luego la extinción del cretácico, por el impacto de un asteroide de gran tamaño.36 Desde el punto de vista de los humanos actuales, los reptiles antiguos más espectaculares fueron los dinosaurios. Aparecieron durante el triásico (hace 250210 millones de años) y proliferaron hasta el final del cretácico, hace unos 65 millones de años.37

Los indicios más recientes dan a entender que muchas especies de dinosaurios murieron bruscamente a raíz de la colisión de un asteroide con la Tierra, que levantó una gigantesca nube de polvo.38 El impacto del cretácico pudo ser la causa del cráter Chixculub del norte de la península de Yucatán, que tiene 200 kilómetros de diámetro. Dado que la nube ocultó el Sol, las temperaturas de la Tierra tuvieron que ser muy bajas durante muchos meses. Luego, con el planeta envuelto en capas de polvo, se creó probablemente un efecto invernadero y las temperaturas volvieron a subir. Estas brutales fluctuaciones térmicas bastaron para eliminar muchas especies de criaturas adaptadas al calor. Las aves actuales, con su capa aislante de plumas, podrían descender de las especies de dinosaurios que sobrevivieron a la catástrofe de finales del cretácico.

MAMÍFEROS Y PRIMATES

A diferencia de los reptiles, los mamíferos tienen sangre caliente y están cubiertos de pelo. Las crías, antes de nacer, reciben alimento en el interior del cuerpo de la hembra y, después del nacimiento, de glándulas sudoríparas modificadas que producen leche (véase la duración 5.2).

Los mamíferos aparecieron en el triásico, aproximadamente a la vez que los primeros dinosaurios. Sin embargo, fueron de tamaño, variedad y cantidad limitados durante el reinado de los dinosaurios. Los mamíferos eran por lo general criaturas pequeñas y nocturnas, y probablemente tenían el tamaño de los actuales musgaños. Es posible que su pequeñez y el hecho de vivir en madrigueras subterráneas les salvara de perecer en la catástrofe que eliminó a casi todos los dinosaurios. Tras la desaparición de éstos, los mamíferos proliferaron de manera espectacular. Pronto ocuparon los nichos que habían dejado vacíos los grandes reptiles. Aparecieron mamíferos herbívoros, mamíferos carnívoros, mamíferos insectívoros y mamíferos arborícolas. Así pues, el impacto del asteroide de finales del cretácico debe considerarse un acontecimiento crucial de la prehistoria de nuestra especie. Si el asteroide hubiera seguido una trayectoria ligeramente distinta, es decir, si hubiera sido un poco más rápido o un poco más lento, los mamíferos habrían seguido siendo de tamaño y variedad limitados, y es posible que nuestra especie no hubiera aparecido.

La crisis de finales del cretácico es una muestra de la volubilidad e indeterminación del cambio evolutivo. La evolución no tiene una dirección preestablecida. En la aparición de la vida en la Tierra no había una necesidad intrínseca. Puede que hubiera algunas probabilidades de que aparecieran organismos fotosintetizadores o de que con el tiempo apareciesen organismos policelulares.39 En este sentido limitado, había algunas probabilidades de que en cierto momento aparecieran organismos mayores y más complejos. Pero no era necesario ni inevitable que la evolución siguiera el rumbo concreto que siguió en la Tierra.

Los humanos pertenecen al grupo mamífero llamado de los primates. Los primates actuales comprenden alrededor de 200 especies de monos, lémures y simios de la familia humana. Casi todas han sido arborícolas. Este nicho concreto favoreció la aparición de extremidades con dedos prensiles (que pueden asir objetos); de ojos con visión estereoscópica, para calcular las distancias con precisión; y de un cerebro capaz de regir los complejos movimientos de las extremidades y de procesar la compleja información de los ojos. Los primeros primates aparecieron poco después de la extinción de los dinosaurios; el grupo se diversificó rápidamente, sin saber que era gracias al casual aterrizaje forzoso que se había producido en Chixculub.

DURACIÓN 5.2. Escala de las expansiones mamíferas: 70 millones de años.

Los humanos pertenecen a la superfamilia primate de los hominoideos. En ella se incluye a los humanos, a los monos afines (chimpancés, gorilas, gibones y orangutanes) y a muchas especies hoy extinguidas. El registro fósil indica que los primeros hominoideos aparecieron en África hace alrededor de 25 millones de años. Que nuestros antepasados evolutivos procedieran de África es una idea que ya sostenía Darwin, aunque contaba con muchos menos testimonios que nosotros. Su argumentación era sencilla: los animales que más se nos parecen en el mundo moderno están en África. Los chimpancés y los gorilas, decía, se parecen más a los humanos modernos que a los orangutanes asiáticos. Para sus contemporáneos, sin embargo, hacer diferencias entre los chimpancés y los orangutanes carecía de sentido; lo que escandalizaba y ofendía era la idea misma de que los humanos pudieran estar emparentados con los monos, fuera cual fuese la especie. Pero la idea en cuestión no era tan novedosa como se quería presentar, ya que muchas comunidades han pensando tradicionalmente que los primates están estrechamente relacionados con los humanos. El padre Alvares, un misionero portugués que estuvo en Sierra Leona a comienzos del siglo XVII, contaba que «algunos paganos afirman que descienden de este animal [el dari, es decir, el «chimpancé»] y, cuando lo ven, se apiadan de él; nunca le hacen daño ni le golpean, porque piensan que es el alma de sus antepasados y ellos se tienen a sí mismos por seres de origen muy noble. Dicen que son de la familia del animal y todos los que se creen sus descendientes se denominan a sí mismos amienu».40

Según la clasificación que hemos adoptado en este libro, los hominoideos se dividen en tres grupos principales: los homínidos, los póngidos (orangutanes) y los hilobátidos (gibones). Los homínidos, a su vez, comprenden dos grupos principales: los gorilinos (gorilas y chimpancés) y los homíninos. Los homíninos son los primates que por lo general andan apoyándose en dos patas. Las técnicas de datación molecular sugieren que la línea homínina se separó de los gorilinos hace entre 5 y 7 millones de años. Los humanos actuales son los únicos homíninos que quedan con vida, aunque el grupo comprendía varias especies extinguidas, entre ellas la de nuestros antepasados inmediatos (véase el capítulo 6).

LA EVOLUCIÓN Y LA HISTORIA DE LA TIERRA: «GAIA»

He contado la historia de la vida en la Tierra y la del propio planeta como si fueran distintas. La verdad es que están estrechamente relacionadas. La aparición de nuevas formas de vida introdujo en la atmósfera tal cantidad de oxígeno libre que ésta se modificó. Los restos de los millones de animales y vegetales que murieron formaron las rocas carboníferas y los grandes depósitos de los combustibles fósiles que mueven la industria actual, y en este sentido transformaron la geología de la Tierra. Mientras tanto, las arquebacterias excavaron y perforaron el subsuelo marino.

Es posible que el impacto que produjo la vida en el planeta tuviera consecuencias de más largo alcance. James Lovelock ha sostenido que la cooperación entre los organismos vivos es mucho más amplia de lo que normalmente admitimos. Según Lovelock, todos los organismos vivos forman en cierto modo un solo sistema planetario, que él llama Gaia (pronúnciese «Gea» o «Guea»), por la diosa griega de la Tierra. Gaia funciona como un gigantesco superorganismo autorregulador que de manera automática mantiene un medio en condiciones aptas para la vida en la superficie del planeta.

La hipótesis Gaia, cuando la formulamos en los años setenta, venía a decir que la atmósfera, los mares, el clima y la corteza terrestre se regulaban, merced al comportamiento de los organismos vivos, para mantener unas condiciones cómodas para la vida. La hipótesis decía en concreto que la temperatura, el estado de oxidación, la acidez y ciertos aspectos de las rocas y las aguas son constantes en todo momento, y que esta homeostasis se mantiene en virtud de procesos activos de retroacción que la biota pone en marcha automáticamente y sin saberlo.41

Para ilustrar estos mecanismos, Lovelock pone el caso del calor emitido por el Sol, que muy probablemente ha aumentado alrededor del 40 por 100 en los últimos 4.600 millones de años, a pesar de lo cual las temperaturas se han mantenido al parecer alrededor de los 15 grados centígrados o al menos dentro de un margen apto para que la vida aparezca y prospere. ¿Qué mecanismos podrían mantener tan estable un termostato planetario? Las poblaciones de algas podrían ser un ejemplo de estos procesos de retroacción que vinculan el mundo vivo con el no vivo. Muchas algas generan un gas llamado dimetilsulfuro (DMS). Cuando reacciona con el oxígeno de la atmósfera, el DMS forma partículas diminutas alrededor de las cuales se condensa vapor de agua. En efecto, al producir DMS en grandes cantidades, las algas fabrican nubes. La abundancia de nubes reduce la cantidad de luz solar que llega a la superficie del planeta, ésta se enfría y se reduce la cantidad de algas de superficie. El resultado es que también se reduce la cantidad de DMS generado, las nubes comienzan a desaparecer y aumenta la cantidad de luz solar que llega a la superficie. Así pues, las algas crean una especie de termostato planetario que mantiene la temperatura de la superficie dentro de un margen de temperaturas, ajustando sin cesar la densidad de la capa de nubes. La teoría de Lovelock sostiene que la biosfera (la totalidad de la vida que puebla la Tierra) se mantiene en equilibrio en virtud de muchos bucles interrelacionados de retroacción negativa como el descrito.42

Un motivo por el que la teoría de Lovelock ha sido acogida con escepticismo es que no explica satisfactoriamente por qué las especies concretas tendrían que haber evolucionado en beneficio del conjunto de la biosfera. La teoría de la selección natural nos induce a pensar que la fuerza dominante de la evolución es la competencia y no la cooperación, porque hay muchos individuos y pocos nichos. La cooperación entre las especies exige siempre una explicación especial. Dentro de los organismos policelulares, la cooperación se explica en principio por la semejanza genética. Y ya hemos visto que hay varias formas de simbiosis en que se benefician las dos especies. Pero la idea de cooperación a escala global es difícil de explicar. ¿Hay algún motivo para que las algas desarrollaran la capacidad de emitir DMS, además de porque resulta «adaptativa» para las especies que han desarrollado esta facultad, porque les ayuda a reproducir sus genes? Lovelock ha dicho siempre que detrás de estos procesos tiene que haber una lógica darwiniana, pero explicar esta lógica no es sencillo. En algunos casos concretos vemos a veces que los beneficios de una especie particular coinciden con los del conjunto de la biosfera. Por ejemplo, se ha sugerido que algunas algas podrían elevarse a gran altura con las corrientes de aire y descender luego con la lluvia. Como distribuye a los descendientes por una zona geográfica amplia, este proceso supone una clara ventaja evolutiva para la especie en general. La liberación de DMS podría contribuir al proceso de varias maneras. Al reaccionar con el oxígeno, el DMS puede generar calor que a su vez puede crear corrientes ascendentes para arrastrar bacterias. Ya en las nubes, el vapor de agua y los cristales de hielo que se forman alrededor de los subproductos de la reacción pueden impedir que las algas se sequen en las alturas. Los mismos cristales de hielo pueden servir igualmente para bajarlas a la superficie. Estos argumentos, a semejanza de la «mano invisible» de la teoría económica de Adam Smith, podrían explicar cómo la competencia entre individuos y especies producía resultados que, en general, eran beneficiosos para la mayoría de las formas de vida. La siembra de nubes podría ser sólo un medio más entre muchos por el que la vida misma, sobre todo la bacteriana, contribuye a mantener la biosfera en condiciones aptas para la supervivencia de la vida en general.43

Hay otra posibilidad y es que la cooperación es mucho más natural en el reino bacteriano que en el de los organismos mayores, porque las bacterias intercambian información genética más libremente que aquéllos. Como ya hemos visto, las bacterias pueden intercambiar replicadores con la facilidad con que los humanos actuales intercambian dinero. Esto significa que la selección natural, por lo menos en el mundo bacteriano, moldea equipos enteros de bacterias que trabajan juntas. Como han dicho Margulis y Sagan:

Puesto que su ínfima cantidad de genes le impide desarrollar funciones metabólicas, una bacteria tiene, por necesidad, que trabajar en equipo. Una bacteria no funciona nunca individualmente en la naturaleza. En todo nicho ecológico hay equipos de bacterias de diversas clases que viven en comunidad, respondiendo al medio y reformándolo, ayudándose entre sí con enzimas complementarias. […] Estrechamente interrelacionadas de este modo, las bacterias ocupan los entornos y los alteran radicalmente. En grandes cantidades que varían, llevan a cabo funciones de las que son incapaces a título individual.44

Si este argumento es correcto, es posible que la cooperación bacteriana se extienda a escala planetaria, en cuyo caso sería más fácil explicar la cooperación que Lovelock detectó en Gaia. Desde luego, explicaría el hecho de que las bacterias parezcan desempeñar los papeles principales en el mantenimiento de la viabilidad de la biosfera.

Esté o no equivocada la hipótesis Gaia, es una idea interesante e inspiradora que se non è vera, è ben trovata. Además, salta a la vista que los organismos vivos han transformado la superficie de la Tierra. Pero también puede afirmarse lo contrario. Los cambios geológicos han dado forma a la evolución. En las eras en que casi toda la masa continental estaba unida había menos biodiversidad que en las eras en que los continentes estaban separados, dado que había menos diversidad ecológica. En la actualidad, los continentes están muy separados, de manera que la vida ha sido excepcionalmente heterogénea en la historia reciente del planeta (hasta los últimos siglos, en que nuestra propia especie se puso a reducir la diversidad). Al alterar la cantidad y la variedad de los nichos disponibles, la reorganización de los continentes, por obra de la tectónica de placas, podría explicar por qué en los últimos 500 millones de años ha habido por lo menos cinco períodos en que la biodiversidad se ha reducido bruscamente, períodos en que quizá desapareció el 75 por 100 de las especies existentes o más. La reducción más catastrófica fue la que se produjo a finales del pérmico, hace unos 250 millones de años, cuando se formó el supercontinente de Pangea. Parece que en este período desapareció más del 95 por 100 de las especies marinas existentes.45 La aparición de los primates se produjo durante un período de rápido cambio evolutivo causado tanto por el meteorito de finales del cretácico como por la existencia de una cantidad excepcional de nichos ecológicos disponibles en un mundo geológicamente complejo.

La configuración concreta de los mares y los continentes en un momento dado puede también afectar de un modo profundo a las pautas climáticas. En realidad, nuestra propia especie apareció en un período de cambio ecológico y climático inusualmente rápido. Las temperaturas descendieron durante el mioceno, época que discurrió entre 23 y 5,2 millones de años antes del presente. Al reducirse la evaporación marina, el clima se volvió más seco, lo que se tradujo en la reducción del bosque y en la expansión de la estepa y el desierto. Estos cambios se debieron en parte a la reorganización de las masas continentales: el Atlántico se ensanchó, y África y la India se desplazaron hacia el norte y acabaron chocando con Eurasia, la primera con la región occidental, la segunda con la oriental. Cuando el agua ecuatorial puede circular libremente hasta los polos, el clima de la Tierra se mantiene cálido. En nuestra era, la presencia de la Antártida impide que se caliente el Polo Sur, mientras que el cerco continental que hay alrededor del Polo Norte limita los movimientos de las aguas ecuatoriales hacia el norte. Esta combinación, que bloquea la circulación de agua caliente por los polos, podría ser excepcional en la historia del planeta. La tendencia hacia un clima más frío y seco se aceleró en el plioceno (de 5,2 a 1,6 millones de años antes del presente) y en el pleistoceno, la época en que aparecieron nuestros antepasados homíninos. Hace unos 6 millones de años, el Mediterráneo se convirtió en un mar interno, prácticamente cerrado, que retenía alrededor del 6 por 100 de la sal de las aguas planetarias. Al reducirse la concentración salina, los mares restantes se congelaron y el casquete antártico se expandió rápidamente, produciendo una caída brusca de las temperaturas del planeta. Hace entre 3,5 y 2,5 millones de años, empezaron a formarse capas de hielo en el hemisferio norte y en la Antártida y hace 900.000 años se habían formado ya grandes glaciares en el sector más septentrional. El mundo había entrado en la «era de las glaciaciones» (véase la figura 5.2).46

Los especialistas en historia climatológica pueden medir ya los cambios climáticos más recientes con una gran precisión. El oxígeno tiene tres isótopos (esto es, átomos con distinta cantidad de neutrones en el núcleo). Como los glaciares y el agua no absorben la misma cantidad de isótopos, la proporción de los que queden en los mares variará según la cantidad de agua que contengan los hielos. Buscando organismos fósiles que hayan absorbido oxígeno y midiendo la proporción de isótopos que queda en ellos, los científicos calculan el tamaño y alcance de los glaciares que había en el mundo cuando los organismos analizados estaban vivos. Estos cálculos ponen de manifiesto que dentro de la tendencia general al enfriamiento ha habido ciclos breves de períodos más cálidos y más fríos. La aparición de estos períodos se debe, entre otras cosas, a ciertos cambios periódicos que se producen en la inclinación y la órbita de la Tierra. Hoy se sabe que la frecuencia de estos ciclos breves ha cambiado en los últimos 5 millones de años. Hasta hace 2,8 millones de años, un ciclo completo, es decir, un período interglacial cálido más un período glacial más largo y otro período interglacial, duraba alrededor de 40.000 años. Desde entonces hasta hace 1 millón de años duraron alrededor de 70.000, y en el último millón de años, los ciclos más típicos han durado alrededor de 100.000.47 La pauta actual parece que consiste en breves interglaciaciones, o períodos cálidos, que duran unos 100.000 años, y períodos fríos mucho más largos, con episodios muy fríos inmediatamente antes de las rápidas transiciones a la siguiente interglaciación. La glaciación más reciente empezó hace unos 100.000 años y duró unos 90.000. Así pues, la Tierra, en los últimos 10.000 años, ha estado en una fase cálida e interglacial del ciclo.

En el estudio de la aparición de los homíninos, lo que importa de los enfriamientos planetarios de larga duración y de los ciclos breves y cálidos es que crearon unas condiciones ecológicas inestables. Todos los organismos terrestres tuvieron que adaptarse a los cambios periódicos del clima y la vegetación, y es indudable que esta necesidad aceleró el ritmo del cambio evolutivo. Los humanos actuales son resultado de este período de cambio acelerado.

FIGURA 5.2. Fluctuaciones térmicas en diferentes escalas de tiempo. El calentamiento planetario no es ninguna novedad: la temperatura media de la superficie ha oscilado en diferentes escalas durante toda la historia de la Tierra. Como muestran los gráficos, nuestra especie apareció en una era de enfriamiento. Pero los cambios climáticos parecen haberse vuelto más irregulares en el último millón de años, el período llamado era de las glaciaciones. Según A. J. McMichael, Planetary Overload: Global Environmental Change and the Health of the Human Species, Cambridge University Press, Cambridge, 1993, p. 27. Reimpreso con permiso de Cambridge University Press.

LAS ESPECIES CONCRETAS Y SU HISTORIA

Actualmente hay en la Tierra entre 10 y 100 millones de especies. Cada una consta de muchos organismos particulares que en principio pueden reproducirse entre sí. Las especies pueden dividirse en poblaciones regionales, separadas geográficamente. Componen una población los miembros de una especie que se comunican y reproducen entre sí de manera efectiva, en tanto que la especie está compuesta por todos los individuos cuya semejanza biológica les permite reproducirse, aunque en la práctica unos lo hagan y otros no.

El resto del presente libro se concentrará en la historia de una sola especie, la nuestra. Pero antes sería conveniente describir los rasgos más generales de las historias de las especies. Desde la época de Darwin sabemos que las especies no son eternas. Surgen de otra especie; viven, a veces durante millones de años; luego se extinguen o evolucionan y se convierten en otra especie o en varias. En este sentido, cada especie tiene su propia historia, aunque la mayoría no se escribirá nunca. Durante su existencia, las especies pueden sufrir cambios menores de muchas clases. Podrían aparecer variantes regionales, aunque los biólogos seguirán incluyendo a los individuos en una sola especie mientras puedan reproducirse entre sí y tener descendientes fértiles. Por ejemplo, todas las razas de perros actuales pueden reproducirse entre sí, por mucho que se diferencien en la forma, el tamaño y el carácter (que son resultado de la selección artificial). Por este motivo los perros domésticos se consideran miembros de una sola especie biológica.

En términos generales podemos describir la historia de una especie desde el punto de vista de su población. Si una especie nueva consigue establecerse, entonces es que ha encontrado un nicho entre otras especies, un medio de extraer del entorno recursos suficientes para que los miembros de la especie recién instalada puedan sobrevivir y reproducirse. Las emigraciones a otras zonas, o las pequeñas innovaciones en el estilo de vida o en la dotación genética, podrían capacitar a la especie para ampliar el nicho, incluso para explotar otros nichos u otras regiones. Cuando sucede esto, es probable que la población crezca. Y el crecimiento suele seguir una pauta característica que podría resumirse con la siguiente fórmula: innovación, crecimiento, sobreexplotación, reducción y estabilización (ICSRE).48 La primera innovación conduce a un rápido crecimiento demográfico. Con el paso del tiempo se reproducen demasiados individuos, hasta que por lo menos un recurso fundamental (la comida, el agua, el espacio) se vuelve tan escaso que es imposible crecer más.49 Es la etapa de la sobreexplotación. Le sigue una reducción demográfica a veces catastrófica, cuya brusquedad puede mitigarse, sin embargo, si el crecimiento demográfico se ha frenado al alcanzar la especie el máximo nivel sostenible. Al final, las poblaciones podrían volver a crecer conforme la especie se adapta con sutileza a las oportunidades y limitaciones del entorno y llega a la etapa de estabilización. Una especie concreta puede reiniciar este ciclo muchas veces en toda su historia. Pero al final se llegará al momento en que tras una fase de reducción no vendrá otra de estabilización, o porque el entorno haya cambiado o porque otras especies lo hayan modificado con resultados mortales. La especie se extinguirá, aunque podría dejar descendientes con suficientes diferencias para que se les considere de otra especie.

FIGURA 5.3. Ritmo básico del crecimiento demográfico. Representación esquemática de las pautas típicas del crecimiento demográfico. Con el tiempo, para la mayoría de las especies, la dinámica finaliza con un período de reducción que conduce a la extinción.

Este ritmo se describe gráficamente en la figura 5.3, que desglosa el crecimiento demográfico de una especie imaginaria. Permite describir el ritmo característico de la historia de una especie y de sus relaciones con otras especies y con la biosfera en general. También nos da algunas ideas que podrían servirnos para identificar algunas de las semejanzas y diferencias más importantes entre nuestra historia y la de otras especies.

RESUMEN

Los procesos evolutivos, en el curso de casi 4.000 millones de años, han generado toda la diversidad biológica que vemos actualmente en la Tierra. En realidad, las especies que viven hoy son sólo una pequeña muestra de la cantidad total de especies que han aparecido desde el origen de la vida en la Tierra.

La vida, durante más de 3.000 millones de años, estuvo reducida a organismos unicelulares. Sin embargo, incluso en el mundo de las bacterias había cambios. Las células adquirieron la facultad de procurarse energía de la luz solar y al final del oxígeno. Las células eucariotas desarrollaron orgánulos internos. Y hace alrededor de 600 millones de años, algunas células se unieron y formaron organismos policelulares, los primeros organismos no microscópicos que aparecían en la Tierra. Después de la explosión cámbrica aparecieron los árboles, las flores, los peces, los anfibios, los reptiles y los primates. Es posible que otros experimentos evolutivos prosperaran y luego desapareciesen sin dejar rastro.

Conforme evolucionaba la vida, evolucionaba el planeta y los dos procesos se interrelacionaron en muchos momentos. Los organismos vivos produjeron rocas carboníferas y una atmósfera fecunda en oxígeno. Al mismo tiempo, los procesos de la tectónica de placas formaban y reformaban lentamente la superficie de la Tierra y sus modelos climatológicos de tal manera que aceleraban o frenaban la velocidad del cambio evolutivo, aunque los acontecimientos violentos como la caída de meteoritos y las erupciones volcánicas desviaban ocasionalmente la trayectoria de la evolución en regiones localizadas. La biosfera y la Tierra han evolucionado juntas como partes de un complejo sistema interrelacionado.

Dentro de este sistema en cambio incesante, las unidades biológicas básicas son las especies concretas. Cada una tiene su historia propia, regida por las relaciones con otras especies. La historia de cada especie está determinada sobre todo por el nicho concreto de la especie en cuestión, por su forma de extraer recursos (incluida la comida) del medio. Con el tiempo, el nicho de la especie podría alterarse de manera más o menos perceptible y las alteraciones podrían afectar a la población. La historia de cada especie está determinada en buena medida por estas fluctuaciones numéricas, que a su vez dependen de los cambios del medio y de la forma de explotarlo cada especie. Las poblaciones cambian siguiendo unas pautas características cuya observación es una forma de estudiar la historia de las especies vivas en general y la de la nuestra en particular.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

A pesar de su título, The Origins of Life (1999, trad. cast. Ocho hitos de la evolución) de John Maynard Smith y Eörs Szathmáry es una historia de la vida en la Tierra, elaborada alrededor de la idea de la evolución de la complejidad. La historia más bella del mundo (1997), de Hubert Reeves y otros, recorre temas parecidos. En La grandeza de la vida (1996), Stephen Jay Gould critica la idea de que la vida se haya vuelto más compleja con el tiempo, mientras que en La vida maravillosa (1989) hace hincapié en la naturaleza accidental de la evolución. The Search for Life on Mars (1999) de Malcolm Walter es muy útil a propósito de los primeros indicios fósiles de la vida en la Tierra. En Our Cosmic Origins (1998) de Armand Delsemme hay un breve resumen de la historia de la vida en la Tierra y otro más extenso en La vida: una biografía no autorizada (1998) de Richard Fortey y en Earth and Life Through Time (1986) de Steven Stanley. Lynn Margulis y Dorion Sagan nos recuerdan la importancia de la vida bacteriana en Microcosmos (1987) y en ¿Qué es la vida? (1995); y los escritos de James Lovelock subrayan el papel decisivo de las bacterias en la regulación del entorno de Gaia. The Machinery of Nature (1986) de Paul Ehrlich es una buena introducción a los temas ecológicos. The Future Eaters (1995) y The Eternal Frontier (2001) de Tim Flannery presentan soberbias historias ecológicas de las regiones australiana y norteamericana, siguiendo escalas de tiempo geológicas.