El resto del presente libro se ocupará sobre todo de la historia de una sola especie, Homo sapiens. Hay dos razones para concentrar tanto el enfoque. La primera es que todos —el autor y los lectores de este libro— pertenecemos a esa especie. Para conocernos tenemos que conocer la historia de Homo sapiens. La otra razón, menos tangible y menos localista, es que la historia de nuestra especie es significativa a escalas asombrosamente grandes.
Cuando queremos explicar la aparición de los seres humanos, estamos una vez más ante la paradoja del origen. ¿Cómo puede aparecer algo realmente distinto? Somos animales, evolucionamos según las reglas darwinianas como cualquier otro organismo vivo y nos parecemos mucho a otras especies estrechamente emparentadas con nosotros, como los grandes monos. Sin embargo, somos al mismo tiempo radicalmente distintos incluso de nuestros parientes más cercanos. De un modo u otro, nuestra especie ha ido más allá de las reglas darwinianas. De aquí que nuestra influencia en la Tierra haya sido mucho mayor que la de cualquier otro organismo grande.
¿Podemos explicar lo que nos vincula a otros animales y lo que nos separa de ellos?
Ya hemos visto transiciones parecidas. La historia humana representa la aparición repentina e inesperada de un nuevo nivel de complejidad, como lo representaron la aparición de las primeras estrellas, la de la vida en la Tierra y la de los organismos policelulares. Hemos visto que las entidades complejas son más escasas que las menos complejas, más frágiles y, como tienen que subir más aprisa por la escalera de bajada de la entropía (véase el apéndice 2), tienen que administrar flujos de energía más densos. Hemos visto también que las transiciones a la mayor complejidad se producen con la aparición de formas nuevas de interdependencia, conforme las entidades existentes hasta entonces con mayor o menor independencia se organizan en estructuras nuevas y más grandes. Por último, hemos visto que cuando aparecen nuevos niveles de complejidad, parecen funcionar de acuerdo con reglas nuevas (las «propiedades emergentes», en el lenguaje de la teoría de la complejidad).
La historia humana señala asimismo la aparición de un nuevo nivel de complejidad en la Tierra.1 Como en transiciones anteriores, la historia humana relaciona entidades antaño independientes en cuadros de interdependencia más grandes; y este proceso está relacionado con flujos mayores de energía que tienen un profundo efecto transformador. Podemos medir algunos cambios desde la perspectiva del siglo XX. Los humanos, al actuar juntos, han aprendido a administrar flujos de energía crecientes. Aunque las espectaculares consecuencias de estos cambios sólo han podido apreciarse en los dos últimos siglos, sus raíces se encuentran en el Paleolítico o «era de la industria lítica antigua».2
La tabla 6.1 muestra cómo han aprendido los humanos a extraer del medio más energía de la que necesitan para sobrevivir y reproducirse. Han puesto de manifiesto una capacidad totalmente desconocida hasta entonces para las «innovaciones ecológicas». Desde el principio de la historia humana las habilidades como la administración del fuego han aumentado la cantidad de energía disponible por individuo. En los últimos 10.000 años, la agricultura ha aumentado la energía alimentaria que los humanos pueden extraer de un área dada, mientras que la domesticación de herbívoros en los últimos 6.000 años ha aumentado también la cantidad de energía disponible para la fuerza de tracción. El empleo de combustibles fósiles en los dos últimos siglos ha multiplicado el uso de energía por individuo. Como la cantidad total de humanos ha aumentado igualmente (unos cientos de miles en el Paleolítico, unos millones hace 10.000 años y más de 6.000 millones en la actualidad (véase la figura 6.1), la cantidad total de energía que nuestra especie domina se ha multiplicado por lo menos por 50.000. Para estar bajo el dominio de una sola especie es una cantidad de energía impresionante y contribuye a explicar por qué nuestra especie ha influido tanto en toda la biosfera. Una forma eficaz de medir esta influencia es calcular cuánta energía aportada a la biosfera por la luz solar es absorbida para uso humano. Se llama productividad primaria neta (PPN) a la parte de energía solar que entra en la cadena alimentaria a través de la fotosíntesis y se convierte en materia vegetal. Esta materia, a su vez, alimenta a muchísimos organismos. Así pues, la PPN puede utilizarse como muestra aproximativa de los «ingresos» energéticos de la biosfera. Los cálculos más recientes dan a entender que nuestra especie se queda, para su propio uso, entre el 25 y el 40 por 100 de toda la PPN disponible para las especies terrestres. Paul Ehrlich resume la historia que revelan estas asombrosas cifras: «Entre los muchos millones de especies que han existido, sólo una, Homo sapiens, se queda hoy con la cuarta parte de todos los derivados de la fotosíntesis».3
TABLA 6.1. CONSUMO DE ENERGÍA PER CÁPITA EN LA HISTORIA HUMANA. (UNIDADES DE ENERGÍA = 1.000 CALORÍAS DIARIAS)
FUENTE: I. G. Simmons, Changing the Face of the Earth: Culture, Environment, History, Blackwell, Oxford, 19962, p. 27.
El creciente dominio humano de la energía ha determinado la historia de los humanos y de muchas otras especies. Ha permitido que los humanos se multipliquen a ritmo creciente. Las tablas 6.2 y 6.3 y la figura 6.1 resumen el crecimiento demográfico humano durante los últimos 100.000 años. Conforme crecía el contingente humano, aumentaba el ámbito ecológico de la especie; hace 10.000 años, y quizá desde 20.000 años antes, ya había humanos en todos los continentes, exceptuando la Antártida. En el Paleolítico, la historia humana se caracterizó sobre todo por la ampliación geográfica de la colonización. En los últimos 10.000 años, el principal determinante de la evolución social humana ha sido, en cambio, la creciente densidad de la colonización, ya que los humanos han aprendido a vivir en comunidades de tamaño creciente: aldeas, pueblos, ciudades, estados.
FIGURA 6.1. Poblaciones de Homo sapiens, entre 100.000 a.p. (antes del presente) y la actualidad. Basada en la tabla 6.2.
Por definición, los recursos que utilizan los humanos no están al alcance de otras especies. Así, mientras las cifras humanas han ido en aumento, otras especies han pasado apuros. Los animales domésticos como las ovejas y las vacas, y los domésticos no deseados como las cucarachas y las ratas, se han multiplicado. Pero hay muchas otras especies a las que no les ha ido tan bien, y es alarmante la cantidad de las desaparecidas. Este proceso comenzó también en el Paleolítico, período en el que la actividad humana contribuyó a acelerar la extinción de parientes próximos como los neandertales y de otras especies mayores, como los mamutes de Siberia, los caballos y perezosos gigantes de América, y los uombates y canguros gigantes de Australia. En la actualidad se ha acelerado el ritmo de extinciones causadas por las actividades humanas. Hoy se cree que están «amenazadas» 1.096 especies de mamíferos (de las 4.629 que se conocen, lo que supone el 24 por 100), así como 1.107 especies de aves (el 11 por 100 de las 9.627 existentes), 253 especies de reptiles (el 4 por 100 de las 6.900 existentes), 124 especies de anfibios (el 3 por 100 de las 4.522 existentes), 734 especies de peces (el 3 por 100 de las 25.000 existentes) y 25.971 especies de vegetales superiores (el 10 por 100 de las 270.000 existentes).4Y como el ritmo de las extinciones se acelera, es previsible que desaparezcan muchas más en el futuro inmediato. Estas cifras nos permiten ver el extraordinario alcance del impacto planetario producido por la historia humana, ya que los paleontólogos han investigado los índices de extinción de buena parte de los últimos 600 millones de años y las cifras actuales se parecen a las de las cinco o seis épocas más catastróficas que han advenido desde entonces.5 Esto significa que el impacto de la historia humana puede percibirse en escalas de mil millones de años por lo menos. En otras palabras, si un equipo de paleontólogos interestelares llegara a la Tierra dentro de mil millones de años y quisiera descifrar la historia del planeta sirviéndose de los instrumentos de los paleontólogos humanos actuales, localizaría un período de grandes extinciones que coincidiría con la presencia de nuestra especie.
TABLA 6.2. POBLACIÓN MUNDIAL Y TASAS DE CRECIMIENTO. DE 100.000 A.P. A LA ACTUALIDAD
FUENTES: J. R. Biraben, «Essai sur l’évolution du nombre des hommes», Population 34 (1979), pp. 13-25; Massimo Livi-Bicci, A Concise History of World Population, Blackwell, Oxford, 1992, trad. de Carl Ipsen; y Chris Stringer y Robin McKie, African Exodus, Cape, Londres, 1996.
TABLA 6.3. TASAS DE CRECIMIENTO EN DIFERENTES ÉPOCAS
FUENTE: Tabla 6.2.
Estas cifras nos sirven además para medir la singularidad de la historia humana. Ninguna otra especie superior se ha multiplicado como la humana, ni ocupado tanto espacio, ni controlado tantos recursos ecológicos. (También aquí, las posibles excepciones son especies como las vacas y los conejos, que se han multiplicado integradas en el equipo ecológico humano.) Nuestra historia es radicalmente distinta incluso de la de nuestros parientes más cercanos, los chimpancés. Aunque se nos parecen muchísimo a nivel genético, físico, social e intelectual, no tenemos pruebas de que en los últimos 100.000 años haya habido cambios significativos en su volumen demográfico, en la amplitud de su territorio ni en su tecnología. En realidad, ésta es la razón por la que puede hablarse de una historia humana, mientras que la sola idea de que los chimpancés tengan historia se nos antoja un poco extravagante. La mayoría de las especies animales carece de historia, en el sentido que damos habitualmente a este concepto; una vez que aparecen, tienden a quedarse en el nicho original hasta que desaparecen del registro fósil. De las familias y los órdenes, como los dinosaurios y los mamíferos, sí puede decirse que tienen historia, porque en el seno de estos grupos hay especies que pueden evolucionar de muchas maneras y hacer que cambien la demografía, la geografía y la «tecnología» ecológica de familias enteras. En términos generales, sin embargo, no puede decirse lo mismo de las especies. Los humanos han multiplicado y diversificado su comportamiento de un modo que no es característico de las especies individuales, sino de familias enteras e incluso de órdenes; y lo han hecho en un tiempo asombrosamente breve.
Es evidente que con la aparición de nuestra especie se cruzó alguna clase de umbral. La historia humana señala la aparición de leyes nuevas para el cambio histórico. Así pues, no nos centramos en la historia humana sólo por vanidad genealógica. La aparición de nuestra especie representa un importante punto de inflexión en la historia del planeta. Como ha dicho A. J. McMichael: «Cada especie es un experimento de la naturaleza. Sólo un experimento, Homo sapiens, ha evolucionado de tal modo que ha podido complementar su adaptación biológica con la capacidad de acumular adaptación cultural. Esta insólita combinación entre la habitual tendencia biológica al beneficio a corto plazo (comida, territorio y comercio sexual) y la capacidad intelectual para satisfacer aquella tendencia mediante prácticas culturales de complejidad creciente es lo que vuelve único el “experimento” humano».6
Se han propuesto muchos «primeros motores» para explicar la transición a la humanidad. Unos han dicho que fue la bipedación, que dejó las extremidades superiores libres para fabricar herramientas (la solución preferida de Darwin), otros que la caza y la dieta carnívora, otros que el tamaño del encéfalo y otros que el lenguaje. La explicación que sigue se centra en la importancia del lenguaje, pero asigna un papel complementario a otros factores.
En los párrafos anteriores hay ya una explicación más o menos abstracta. Todas las especies se adaptan a su medio, pero pocas tienen más de un par de estratagemas adaptativas. En cambio, se diría que los humanos no dejan de inventar estratagemas ecológicas, formas nuevas de extraer recursos del medio. En la jerga de los economistas, los humanos tienen muy desarrollada la capacidad de«innovación». Y han innovado no sólo a la escala darwiniana de cientos de miles o millones de años, sino a una escala que va de los milenios a las décadas y tiempos más breves. El problema es explicar cómo, cuándo y por qué adquirieron los humanos este nivel inédito de creatividad ecológica. Si somos capaces de dar cuenta de la optimización de esta capacidad, habremos recorrido mucho trecho en la explicación de la excepcionalidad de la historia humana.
Hemos visto que la aparición de formas nuevas de complejidad entraña siempre la formación de grandes estructuras en las que las entidades antes independientes se encuadran en nuevas formas de interdependencia y nuevas normas de cooperación.7 Siguiendo esta pista, lo lógico sería llegar a la conclusión de que la transición a la historia humana se caracteriza en primer lugar no por un cambio en la naturaleza de los humanos en tanto que individuos, sino más bien por un cambio en sus relaciones. Esto nos da a entender que debemos concentrarnos no sólo en los cambios producidos en los genes, la fisiología y el encéfalo de los humanos anteriores, sino también en los cambios producidos en las modalidades de interrelación de nuestros antepasados.
Al igual que en otras transiciones equivalentes, la aparición de nuestra especie fue repentina. A escala paleontológica, fue casi un acontecimiento instantáneo. Esto quiere decir que lo lógico sería esperar un solo factor desencadenante. En la formación de las estrellas, la temperatura sube durante períodos larguísimos, hasta que de súbito se dispara el factor desencadenante y el hidrógeno empieza a fusionarse. Lo mismo sucede en la evolución humana: habilidades adaptativas que a lo mejor se han estado formando durante millones de años se transforman de pronto y se cruza un umbral. ¿Cómo podría describirse este umbral? Es indudable que tiene algo que ver con el desarrollo de la capacidad de aprender. Muchos animales aprenden, desde los gusanos hasta los sapos. Pero casi todo lo que aprende la mayoría de los animales desaparece cuando mueren los individuos. Evidentemente, se practica la enseñanza hasta cierto punto. Las madres chimpancés enseñan a sus crías a partir nueces o a cazar termitas, y lo hacen con ejemplos prácticos. Estas crías, con el tiempo, podrán enseñar a sus propios descendientes. Pero no conocemos ningún animal capacitado para describir actos en abstracto, ninguno que sepa explicar cómo se pesca sin representar los gestos de la pesca ni indicar un camino sin recorrerlo; y, desde luego, no sabemos de ninguno capaz de describir entidades abstractas, como dioses, quarks o elefantes de color rosa. El pasado y el futuro también son abstracciones, porque sólo el presente se experimenta de manera directa; en consecuencia, los animales que carecen de lenguaje simbólico podrían carecer de la capacidad humana para recordar intencionadamente el pasado e imaginar el futuro. Son limitaciones muy serias. La primatóloga Shirley Strum estuvo investigando durante años a un grupo de papiones de Kenia al que denominó «Banda de la bomba de agua». En comparación con otros grupos, eran cazadores de primera; solían comer carne todos los días. Pero cazaban con más eficacia cuando los capitaneaba un macho concreto. Y cuando el macho desapareció, no supieron conservar sus habilidades o su conocimiento.8
El lenguaje humano permite transmitir conocimientos, de cerebro a cerebro, con más precisión y eficacia. Esto significa que los humanos pueden compartir información segura, creando un fondo común de conocimientos ecológicos y técnicos, lo cual significa a su vez que, para los humanos, los beneficios de la cooperación tienden de manera creciente a superar los beneficios de la competencia. (John Mears ha calificado a los humanos de «criaturas altamente interconectadas».)9 Además, el conocimiento ecológico aportado al fondo común por cada individuo puede perdurar después de la muerte de éste. Así pues, el conocimiento y las habilidades se pueden acumular de generación en generación por vía no genética y cada individuo tiene acceso al conocimiento de muchas generaciones anteriores. Por consiguiente, lo distintivo de los humanos es que pueden aprender colectivamente. El pensamiento celular (el pensamiento que se concentra en el individuo) impide verlo con claridad, pero para explicar esta singularidad de los humanos no debemos comparar a los chimpancés individuales con los individuos humanos (cuyas diferencias son notables pero no transformativas), sino con los grupos humanos. No entenderemos la diferencia si comparamos cerebros humanos con cerebros de chimpancés; sólo empezaremos a comprenderlo si comparamos los cerebros de los chimpancés con los gigantescos cerebros colectivos creados por los humanos en el curso de muchas generaciones.
La posibilidad de aprender colectivamente lo cambia todo. McMichael ha dicho:
El advenimiento de la cultura acumulativa es un acontecimiento sin precedentes en la naturaleza. Funciona como el interés compuesto, permitiendo a las sucesivas generaciones partir de un punto cada vez más avanzado en el camino del desarrollo cultural y tecnológico. Por seguir ese camino, la especie humana en general se ha distanciado de manera creciente de sus raíces ecológicas. La transmisión de conocimientos, ideas y técnicas entre generaciones ha dado a los humanos una capacidad añadida, también sin precedentes, para sobrevivir en medios hostiles y para crear medios nuevos que satisfagan sus necesidades y deseos inmediatos.10
El aprendizaje colectivo es lo que da a los humanos una historia, porque viene a decirnos que las habilidades ecológicas disponibles para los humanos han cambiado con el tiempo. Y en este proceso hay un claro sentido de la dirección. Con el paso del tiempo, los procesos del aprendizaje colectivo garantizan que los humanos como especie se desenvolverán mejor extrayendo recursos del medio y sus crecientes habilidades ecológicas garantizan que, con el tiempo, aumentarán las poblaciones humanas. Las generalizaciones sobre el aprendizaje colectivo no pueden predecir, como es lógico, la cronología o la geografía de estos procesos, ni hasta dónde es probable que lleguen, ni sus consecuencias detalladas; en cambio, pueden decirnos algo sobre la forma de la historia humana a largo plazo en las escalas temporales grandes.
Para hacernos una idea de la capacidad del aprendizaje colectivo, basta imaginar cómo sería la vida si nuestro aprendizaje tuviera que partir de cero y de nuestra familia o comunidad recibiéramos poco más que un puñado de indicaciones sobre el comportamiento social conveniente y sobre las costumbres alimenticias, que es más o menos el bagaje intelectual que heredan los chimpancés jóvenes. ¿Cuántos utensilios como los que nos rodean (cada uno de los cuales encarna una cantidad de conocimiento almacenado) seríamos capaces de inventar o fabricar antes de morirnos? Estas preguntas sirven para que recordemos hasta qué punto depende nuestra vida individual del conocimiento acumulado por millones de semejantes nuestros que han pertenecido a muchas generaciones. Los humanos actuales, tomados individualmente, no somos mucho más inteligentes que los chimpancés o los neandertales; pero como especie somos muchísimo más creativos, porque intercambiamos conocimientos entre los miembros de una misma generación y entre las generaciones. En términos generales, el aprendizaje colectivo es un mecanismo adaptativo tan poderoso que podría decirse que en la historia humana desempeña un papel equivalente al de la selección natural en la historia de otros organismos.
¿Por qué los humanos aprenden colectivamente? A causa de la naturaleza característica del lenguaje humano. El lenguaje humano es más «abierto» que las formas no humanas de comunicación. Está abierto a nivel gramatical porque sus leyes nos permiten generar una cantidad casi infinita de significados con una pequeña cantidad de elementos como las palabras. También está abierto a nivel semántico —es decir, puede transmitir un creciente caudal de significados— porque no se limita a remitirse a lo que se ve, sino que abarca también entidades que no están presentes, incluso entidades que nunca estarán presentes. Gracias a los símbolos podemos concentrar grandes cantidades de información que se almacenan en la memoria en unidades; con estas unidades simbólicas podemos construir luego estructuras conceptuales mayores aún. Los símbolos nos capacitan para hacer abstracción de las cosas concretas, para remitirnos, por decirlo de algún modo, a la depurada «esencia» de lo que nos rodea. También se pueden remitir a otros símbolos. Así pues, pueden condensar y almacenar grandes cantidades de información, del mismo modo que esas fichas simbólicas que llamamos dinero son un medio compacto y eficiente de almacenar e intercambiar valores abstractos.11 Los lenguajes simbólicos nos permiten almacenar y compartir información que puede haberse acumulado durante miles o millones de generaciones. En general, el lenguaje simbólico es un motor de datos muchísimo más potente que todas las formas de comunicación presimbólica. Como ha señalado Terrence Deacon, las formas presimbólicas de comunicación «sólo pueden remitirse a una cosa en virtud de un vínculo como el de la parte concreta con el todo, aunque no haya más base que las coincidencias normales. Hay un vasto universo de objetos y relaciones susceptibles de representación no simbólica, en realidad todo aquello que pueda presentarse a los sentidos, pero no los objetos de referencia abstractos o en cierto modo intangibles».12
Si este argumento va por buen camino, entonces nos está diciendo que para comprender la evolución de los humanos actuales hay que explicar la aparición del lenguaje simbólico. Pero hay que tener presente que no hubo nada inevitable en el proceso. A diferencia de la formación de las estrellas, que, habida cuenta de lo que sabemos sobre la gravedad y las fuerzas nucleares fuerte y débil, fue estadísticamente previsible, el cambio biológico es más aleatorio e impredecible, motivo por el que los organismos vivos son más variados que las estrellas. Los elementos que al final se combinaron en nuestra especie llegaron por casualidad y sin proponérselo, y en ningún momento hubo ninguna seguridad de que se organizarían de tal o cual modo concreto. Hace 100.000 años, cuando nuestra especie llevaba ya mucho trecho recorrido, la población humana quedó reducida a 10.000 adultos, lo que significa que nuestra especie estuvo tan cerca de la extinción como actualmente lo están los gorilas montaraces.13 Esta estadística nos recuerda no sólo que los procesos evolutivos son aleatorios, sino también que las entidades complejas son frágiles. La aparición de los humanos en la Tierra se debió a la más pura casualidad.
Elaborar una versión coherente y convincente de la aparición de la especie humana ha sido una de las grandes hazañas de la ciencia en el siglo XX. Pero ¿cómo se ha construido esta historia? Antes de mirarla más detalladamente, examinemos los testimonios y los argumentos que se han empleado para ensamblarla.
Los testimonios fósiles comprenden los huesos de especies anteriores y el material que dejaron a su paso: herramientas, restos de comida y marcas que hacían en huesos o piedras. Los paleontólogos actuales son capaces de extraer mucha información de un hueso. Una mandíbula sirve para algo más que para identificar una especie; la forma de la dentadura nos informa de la dieta habitual del individuo y este dato nos indica a su vez en qué medio vivía y cómo lo explotaba. Un cráneo nos da información sobre la capacidad intelectual de una especie. Y la parte inferior del mismo nos puede aclarar a menudo si la especie era bípeda o cuadrúpeda, ya que la columna se engarza por debajo del cráneo en los animales bípedos, pero en los cuadrúpedos se engarza por detrás. Un hueso del dedo de un pie nos indica por sí solo cómo andaba un animal; si el pulgar está separado de los otros dedos (como en la mayoría de los primates), podemos estar seguros de que ese pie tenía todavía funciones prensiles y no estaba especializado en andar. Por lo general sólo encontramos un puñado de huesos. Pero cuando tenemos la suerte de encontrar un esqueleto más completo, como el de Lucy (el 40 por 100 de cuyo esqueleto fue descubierto en Etiopía por Don Johanson a principios de la década de 1970), la información se multiplica. Lucy y los restos que la rodeaban tenían entre 3 y 3,5 millones de años de antigüedad, y aportan un testimonio detallado de la fisiología de al menos una especie de humanos primitivos que vivía en aquellos tiempos.
Los restos de la actividad humana no tienen menos importancia. Lo más trascendente de todo ha sido la multitud de yacimientos de utillaje lítico que se han ido descubriendo, entre otras cosas porque los instrumentos hechos con material menos duradero —corteza de árbol, bambú, etc.— no se suelen conservar. El análisis microscópico del filo de las herramientas líticas nos puede informar sobre lo que cortaban; el estudio de la procedencia de la piedra puede decirnos si los fabricantes buscaban regularmente ciertas materias primas en otras regiones; la reconstrucción de lascas procedentes de talleres líticos puede ofrecernos datos sobre la cantidad de herramientas que se fabricaban; y las técnicas de fabricación nos pueden proporcionar alguna indicación sobre la forma de pensar de nuestros antepasados. El análisis de los huesos de otros animales encontrados en yacimientos de humanos primitivos nos puede informar acerca de si nuestros antepasados comían carne y cómo cazaban. Por ejemplo, el análisis de las muescas encontradas en ciertos huesos ha revelado huellas ocasionales de despiece humano, superpuestas a las huellas dentales dejadas por los animales carnívoros. Esto significa seguramente que los humanos primitivos rebuscaban entre los restos de los animales muertos por otros depredadores. Además, todos estos testimonios materiales se pueden fechar con mayor o menor exactitud, gracias al creciente repertorio de técnicas de datación modernas. (Sobre las dataciones radiométricas, véase el apéndice 1.)
Pero el registro fósil es desigual y hasta hace muy poco no teníamos ningún fósil del período crucial (hace entre 4 y 7 millones de años) en que los homíninos (el linaje que condujo a nuestra especie) se separaron de la línea que conduce a los chimpancés actuales. De modo que las lagunas tienen que llenarse con testimonios de otra clase. Uno de los más importantes de las últimas décadas se conoció gracias a la datación molecular. Como ya hemos visto en el capítulo 4, buena parte del cambio evolutivo es aleatoria. Se puede afirmar esto en concreto de las partes del genoma de una especie que no afectan directamente a sus probabilidades de supervivencia, por ejemplo las grandes cantidades de «ADN basura» y el ADN contenido en las mitocondrias de todas las células humanas. En estas partes del genoma el cambio genético es «neutral», no afecta al organismo desarrollado. El cambio en el ADN basura viene a ser como barajar un gigantesco mazo de cartas. Por suerte, los procesos aleatorios de esta clase están sometidos a las leyes generales de la estadística. Si se coge otra baraja ordenada por palos y por números y se baraja varias veces, un estadístico puede calcular aproximadamente con cuánta frecuencia se ha barajado, averiguando la diferencia entre el estado actual de la baraja y el inicial. Cuantas más cartas haya y más se barajen, más exacta y fiable será la estimación.
En un artículo publicado en 1967, dos bioquímicos que trabajaban en Estados Unidos, Vincent Sarich y Alan Wilson, argumentaron que gran parte del cambio genético está sometido a leyes parecidas.14 Así, si tomamos dos especies actuales y calculamos las diferencias que hay entre sus secuencias de ADN, podemos averiguar con bastante precisión cuándo se separaron las dos líneas del antepasado común. De este modo, la evolución del ADN puede funcionar como una especie de reloj. Al principio, la idea fue recibida con burlas, entre otras cosas porque muchos tomaban por un dogma de fe de la selección natural que todos los cambios evolutivos eran adaptativos, lo cual presuponía que los cambios no se producían de un modo estadísticamente previsible. Sin embargo, en la actualidad se acepta que muchos cambios son realmente aleatorios, y en cualquier caso los resultados de estos métodos de datación coinciden perfectamente con testimonios de muchas otras clases. Hoy se practican y utilizan de manera rutinaria las comparaciones genéticas de este tenor para comprender las relaciones entre diferentes especies, aunque quedan algunos problemas por resolver. Por ejemplo, no todos los cambios genéticos se producen con la regularidad necesaria para ser un reloj exacto. Pero son métodos que pueden ser muy valiosos en otros cometidos, sobre todo en el estudio de la aparición de los humanos.15
Lo primero que presentaban Sarich y Wilson era que, desde el punto de vista de la genética, estábamos más cerca de los chimpancés de lo que se venía suponiendo. En los años setenta se creía que la línea que terminaba en los humanos y la que terminaba en los monos se habían separado hacía entre 15 y 30 millones de años, tiempo suficiente para consolar a quienes les desazona la idea de estar emparentados con los chimpancés. Sin embargo, la diferencia entre nuestro ADN y el de los chimpancés actuales es sólo del 1,6 por 100 aproximadamente. Dicho de otro modo, el 98,4 por 100 de nuestro ADN es idéntico al de los chimpancés actuales. Esto quiere decir que la distancia que hay entre nuestra historia y la de los chimpancés debe explicarse en relación con ese 1,6 de material genético que nos separa de ellos. Las comparaciones del ritmo del cambio genético en los mamíferos eran viables porque se sabía que las especies mamíferas se habían separado rápidamente unas de otras hacía más o menos 65 millones de años, momento en que los dinosaurios estaban condenados a la extinción. Pero resulta que las diferencias entre los humanos y los chimpancés eran sólo el 10 por 100 de las diferencias entre los principales grupos de mamíferos, lo que daba a entender que se habían separado hacía entre 5 y 7 millones de años. Esto quiere decir que en el momento de la bifurcación existía un antepasado de los humanos actuales y de los chimpancés actuales, aunque sin duda tenía un aspecto diferente del de ambos. La parvedad del registro fósil correspondiente a este período nos impide decir prácticamente nada de este antepasado.16 Pero podemos estar seguros de que este animal existió, de lo contrario no estaríamos nosotros aquí. Argumentos parecidos sugieren que los humanos y los gorilas tuvieron un antepasado común hace entre 8 y 10 millones de años, y los humanos y los orangutanes otro hace entre 13 y 16 millones de años.
También sabemos mucho sobre el medio en que aparecieron nuestros antepasados homíninos, gracias al análisis de los cambios climáticos y de los restos vegetales y animales. En los últimos millones de años, la climatología planetaria estuvo determinada por los irregulares e imprevisibles cambios climáticos de las glaciaciones (véase el capítulo 5). Estos cambios alteraban hábitats y medios, lo cual beneficiaba a las especies más adaptables y capaces de utilizar una variedad más amplia de nichos ecológicos. Las especies versátiles como la humana actual, capaces de adaptarse a los cambios ecológicos, podrían ser un fruto característico del período de las glaciaciones.17
Las diversas técnicas, combinadas entre sí, nos capacitan para describir la evolución física de los homíninos y los ambientes en que vivieron, pero describir conductas es más difícil. Los fósiles nos cuentan algo sobre la forma de vida; pero para ir más allá tenemos que basarnos en comparaciones actuales con otras especies que a lo mejor vivieron del mismo modo. Los investigadores de las últimas décadas, empezando por Jane Goodall y Dian Fossey, han estudiado la vida de los grandes monos en la selva y actualmente sabemos mucho sobre cómo viven y sobre sus relaciones sociales, sexuales y políticas.18 Estos estudios nos señalan por un lado cómo pudieron haber vivido los homíninos, pero por el otro nos pueden confundir, porque los simios de distinta clase e incluso diversas comunidades de una misma clase de simio pueden vivir de diferente manera. Por ejemplo, Pan troglodytes, la especie chimpancé más conocida, vive en comunidades dominadas por machos estrechamente emparentados a los que se unen hembras de otras comunidades. Los machos forman jerarquías, pero éstas son variables, y las hembras pueden aparearse con varios machos, circunstancias que hacen que la vida sexual y política de estas comunidades sea muy compleja. Los gorilas, en cambio, suelen vivir en grupos menores de varias hembras y uno o dos machos. Los orangutanes tienden a ser solitarios y sólo se juntan para aparearse. Así pues, no es fácil decidir qué comparaciones con las sociedades de primates nos dan información fidedigna sobre las sociedades de los primeros homíninos.
Lo mismo cabe decir de ese otro símil que tanto ha influido en los estudios de la evolución homínina: la comparación con las sociedades «recolectoras» actuales.19 Los antropólogos no dejan de recordar a los paleontólogos que las sociedades recolectoras modernas son muy modernas: todas arrastran de un modo u otro la influencia de la sociedad actual. Elaborar teorías sobre los homíninos o la estructura social de los humanos primitivos es muy arriesgado. Sin embargo, como la tecnología y las estructuras sociales de las sociedades recolectoras modernas se parecen más a las de los humanos primitivos que a las de una moderna comunidad urbana, la advertencia de los antropólogos se pasa sistemáticamente por alto. Los estudios modernos, como los de las poblaciones san de África meridional, nos han servido para construir modelos plausibles de cómo cazaban los primeros homíninos y humanos, cómo se relacionaban los machos y las hembras y qué juegos de poder pueden haberse jugado. Y quizá lo más importante: nos han recordado que las sociedades que parecen sencillas a los habitantes de la ciudad moderna son complejas y están muy desarrolladas a su modo. A fin de cuentas, no ha sido pequeña hazaña sobrevivir durante milenios en los desiertos surafricanos o australianos, o en la tundra siberiana, con tecnologías de la Edad de Piedra.
Por último, las ideas modernas sobre la aparición de otras especies se han utilizado para construir modelos de cómo pudieron aparecer los humanos. Por ejemplo, es muy habitual ver especies nuevas que parecen individuos inmaduros de las especies de las que derivan. Este proceso se denomina neotenia y se produce en virtud de unas pequeñas alteraciones en los conmutadores genéticos que controlan el ciclo vital de una especie. Estos cambios pueden desencadenar un alud de efectos secundarios y terciarios que producen cambios evolutivos importantes. Se ha dicho que, en muchos aspectos, los humanos nos parecemos más al chimpancé joven que al chimpancé adulto; esta semejanza supone que en parte hemos podido surgir por alguna forma de neotenia, mientras que los chimpancés actuales podrían reflejar más el aspecto adulto de nuestros antepasados comunes. Asimismo, la investigación moderna ha puesto de manifiesto que la evolución se produce con frecuencia a rachas y con saltos. Si aparece un nuevo nicho, por ejemplo a causa de un cambio climático, lo normal es que se llene rápidamente («rápidamente», desde el punto de vista de la evolución, puede significar unos cientos de miles de años, tal vez millones) con un elevado número de especies muy parecidas que luego pueden ir desapareciendo sin dejar más que un par de líneas con vida. Este proceso se denomina radiación adaptativa y cada radiación parece ir asociada, hablando de manera aproximativa, a una estratagema ecológica particular. Parece que entre las especies de las que descendemos, como veremos más abajo, hubo varias radiaciones adaptativas, cada una de las cuales, como hoy sabemos, añadió algo nuevo al paquete final que fuimos nosotros.20
Todos estos argumentos y testimonios se han utilizado para elaborar la versión actual de la aparición de nuestra especie. La historia dista de estar completa, pero es más fecunda y se basa en muchos más testimonios que las versiones de hace apenas diez años.
Ya he señalado que la aparición del lenguaje simbólico podría ser el umbral que conduce a la historia humana. Pero el lenguaje simbólico no podía haber representado tanta diferencia si nuestros antepasados no hubieran tenido otras cualidades que les capacitaban para aprovechar las ventajas que aportaba. Entre estas adaptaciones previas cabe señalar la sociabilidad, ciertas facultades lingüísticas preexistentes, la bipedación y la habilidad manual, la cacería animal y la dieta carnívora, un aprendizaje infantil largo y un cerebro grande. A continuación procuraremos rastrear los procesos aleatorios por los que estos elementos aparecieron y se combinaron en el paquete de rasgos que forma nuestra especie.
Compartimos muchos de estos rasgos con otros primates.21 Casi todos los primates han sido arborícolas. Los animales que viven en los árboles tienen que ver bien o sucumben. En consecuencia, todos los primates tienen buena vista y visión estereoscópica. El olfato es menos importante, mucho menos que para los perros, motivo por el que casi todos los primates tienen nariz pequeña y cara achatada. La información visual, en un medio complejo y tridimensional, necesita mucho procesamiento, así que casi todos los primates tienen el encéfalo grande en comparación con el tamaño corporal, y la línea primate en general se ha caracterizado por el aumento relativo del tamaño encefálico. Un cerebro mayor suele suponer una vida más larga, quizá porque supone mayor dependencia del aprendizaje, y éste, en principio, mejora con la edad. La vida arborícola exige también destreza, así que casi todos los primates tienen manos y pies que pueden asir y manipular objetos. En la práctica, esto significa que los pulgares pueden oponerse a los demás dedos. La vida arborícola fomenta además una mayor especialización del trabajo entre las extremidades anteriores y posteriores de lo que es habitual entre las especies que viven al nivel del suelo. Aunque casi todos los primates tienen manos y pies prensiles, las extremidades posteriores tienden a especializarse en la locomoción y las anteriores en actividades prensiles.
Los humanos pertenecen a un grupo concreto de primates del Viejo Mundo, el grupo de los hominoideos. Comprende a los humanos, a los simios emparentados con ellos —chimpancés, gorilas, orangutanes y gibones— y a todos sus antepasados, actualmente extinguidos. Los fósiles más antiguos encuadrados en esta superfamilia de organismos tienen poco más de 20 millones de años, lo que quiere decir que aparecieron al principio de lo que los geólogos llaman mioceno (aproximadamente entre 23 y 5,2 millones de años antes del presente). Estos restos pertenecen a la especie Proconsul.22 Aunque es probable que los hominoideos aparecieran en África, ya desde 18 millones de años antes del presente hay restos por todo el sur de Eurasia continental, desde Francia hasta Indonesia. Los hominoideos eran un grupo diferenciado y parece que durante un tiempo fueron más numerosos que otras especies de monos. Sus migraciones son un caso modélico de radiación adaptativa.
El registro fósil no está lo bastante definido para que conozcamos con exactitud las estratagemas evolutivas que mejor definen a los hominoideos, aunque entre ellas podrían figurar el tamaño corporal creciente, la mayor destreza manual, el tamaño encefálico y la disposición a salir de la cobertura arbórea. Son rasgos que compartimos con los restantes miembros de esta superfamilia de primates.
Los homíninos son una división de la familia de los hominoideos, los simios grandes. Los homíninos comprenden sólo a nuestros antepasados inmediatos. Su historia empieza en la transición del mioceno al plioceno hace entre 5 y 6 millones de años. La construcción de esta historia comienza con el hallazgo, basado en técnicas de datación molecular, de que hace unos 6 millones de años existió en África un antepasado de los chimpancés y los humanos actuales. Desde entonces, mediante una serie de radiaciones adaptativas, ha aparecido una amplia gama de especies de homíninos, tal vez veinte o treinta. Hace treinta años, el problema era encontrar restos de cualquier homínino, pero en la actualidad el problema es saber cuál de las muchas especies que conocemos ya está en la línea que dio lugar a los humanos actuales.
La aspiración de todo paleontólogo moderno es encontrar restos de la especie de la que descienden los chimpancés y los humanos. Y es posible que se haya encontrado ya, o esta especie o algo que se le parece mucho. En el año 2000, un equipo de arqueólogos franceses y keniatas que trabajaba en el norte de Nairobi encontró los restos de un animal de unos 6 millones de años de antigüedad al que la prensa puso de inmediato el apodo de «Hombre del Milenio».23 Pero su condición real está por determinar todavía. Su aspecto es lo bastante simiesco para que muchos paleontólogos lo hayan puesto en la vertiente chimpancé de la gran divisoria que separa a los chimpancés de los humanos. Se han hecho comentarios parecidos sobre otro posible candidato a primer homínino, Ardipithecus ramidus kadabba, algunos de cuyos restos fueron encontrados en el tramo etíope del valle del Rift por un equipo de arqueólogos estadounidenses, según informó la revista Nature en julio de 2001.24 La datación de los restos ha dado entre 5,2 y 5,8 millones de años de antigüedad. Se trata de un hueso de los dedos del pie, cuya forma sugiere que la criatura era bípeda. En la actualidad, la mayoría de los paleontólogos está de acuerdo en que el rasgo decisivo que diferencia a los homíninos de los grandes simios es la bipedación: todas las especies de homíninos que se conocen son bípedas, mientras que no se conoce ninguna especie de simio que lo sea (aunque los chimpancés pueden estar erguidos durante breves períodos).25 Será crucial resolver la incógnita de si estos tempranos especímenes fueron bípedos o no; hoy por hoy, los testimonios son equívocos.
La polémica sobre la trascendencia de estos hallazgos se complica por el hecho de que, aunque hay muchas teorías, nadie sabe a ciencia cierta por qué apareció la bipedación.26 Unas se centran en el papel del cambio climático. Hace 20 millones de años, África era relativamente llana y sus regiones ecuatoriales estaban uniformemente cubiertas de bosque tropical. Pero hace unos 15 millones de años, la placa tectónica africana empezó a partirse por la mitad. La actividad tectónica creó una larga cadena de montañas y grietas, lo que en la actualidad se denomina valle del Rift, que rasgó hacia el norte y hacia el sur el sector oriental del continente. Estas aberturas en la corteza terrestre son una bendición para los buscadores de fósiles. Pero son las montañas lo que podría explicar la presencia de fósiles de homíninos, ya que impiden que llueva en el sector oriental, que por ello es más seco que el occidental. Según Yves Coppens, esta aridez impulsó a algunas especies a adentrarse en paisajes menos boscosos, donde para conseguir la comida a la que estaban acostumbradas tenían que recorrer distancias mayores entre una arboleda y otra. Es posible que esto fomentara la aparición de una postura más erguida, porque el andar apoyándose en los nudillos que es característico del chimpancé es poco recomendable para recorrer distancias largas. Una teoría prometedora pero sin suerte, porque algunos de los fósiles de homíninos que se han encontrado en los últimos años, entre ellos los restos de Ardipithecus ramidus kadabba, han aparecido en medios que probablemente estaban cubiertos de bosque.27
Puede que la locomoción bípeda capacitara a los homíninos para ver de lejos en campo abierto a los enemigos potenciales. O puede que fuera más eficaz en punto a energía que andar apoyándose sobre los nudillos, como los chimpancés, y capacitara a los primeros homíninos para buscar comida en un área más grande. También es posible que andar erguidos en medios carentes de sombra protegiera de las quemaduras solares al limitar la cantidad de piel expuesta directamente al sol. Éstos y otros condicionantes habrían influido para que a aquellos individuos acabara resultándoles más sencillo andar erguidos. (Este último argumento podría explicar además por qué los homíninos, en un momento dado de su evolución, se volvieron menos peludos que los demás simios grandes.) Las comparaciones con los chimpancés no dejan de tener consecuencias, porque como ha señalado Coppens, los chimpancés se esfuerzan por mantenerse erguidos en tres situaciones: «para ver más lejos, para defenderse o atacar —ya que la posición vertical libera las manos y permite arrojar piedras— y para llevar comida a su prole».28
Fueran cuales fuesen las causas de la bipedación, el testimonio fósil, aunque magro, revela que en menos de 2 millones de años aparecieron muchas especies bípedas. Entre ellas estaba la de Ardipithecus ramidus ramidus, cuyos restos se encontraron en Etiopía en 1994 y dieron una antigüedad de unos 4,4 millones de años. Estas primeras especies homíninas reflejan la primera gran radiación adaptativa de la historia de los homíninos, y su supervivencia se asocia a las ventajas de la bipedación, fueran cuales fuesen.
Las dos radiaciones homíninas siguientes tienen que ver con un grupo de especies que los paleontólogos llaman australopitecos.
Todos los australopitecos eran bípedos. Lo sabemos por la estructura de la pelvis, la longitud relativa de brazos y piernas y el punto de entronque de la columna y el cráneo (inferior y no posterior). La especie de australopitecos más antigua que conocemos en la actualidad es la del Australopithecus anamensis, cuyos restos se encontraron en 1995 en la región del lago Turkana, en el norte de Kenia. Han dado una antigüedad de unos 4,2 millones de años.29 Los restos mejor conocidos fueron encontrados en Etiopía en la década de 1970 por el paleontólogo estadounidense Don Johanson. Encontró casi la mitad del esqueleto de una hembra bípeda a la que bautizó con el nombre de Lucy (según se dijo, por la canción de los Beatles «Lucy in the sky with diamonds»). Lucy medía 1,10 metros de estatura, aunque otros restos encontrados en los alrededores dieron una talla de 1,50. Todos estos restos tenían una antigüedad de 3-3,7 millones de años; se les suele incluir en la especie Australopithecus afarensis, llamada así por el valle etíope de Afar, donde se encontraron.30 En 1998 se encontró en Suráfrica un esqueleto más completo aún, incluso con cráneo. Se ha datado entre 2,5 y 3,5 millones de años antes del presente. Las famosas pisadas de Laetoli encontradas por Mary Leakey podrían ser más antiguas, ya que se remontan por lo menos a 3,5-3,7 millones de años antes del presente. Las dejaron tres australopitecos, dos caminaban hombro con hombro y el tercero iba detrás. Al parecer iban cogidos de la mano mientras andaban sobre lo que tal vez fueran cenizas volcánicas calientes. Estas asombrosas pisadas confirman directamente lo que otros restos fósiles se limitan a sugerir: que los homíninos más antiguos que se conocen eran bípedos. En 1995, unos arqueólogos que trabajaban en el Chad, muy al oeste del valle del Rift, descubrieron los restos de una especie desconocida, Australopithecus bahrel-ghazali, que al parecer vivió hace entre 3 y 3,5 millones de años. Salta a la vista que los australopitecos vivían a ambos lados del valle del Rift. Así pues, los cientos de individuos cuyos restos se encontraron en el siglo XX ocupaban una zona muy amplia que iba desde Etiopía hasta el Chad y hasta Suráfrica.
Aunque los australopitecos eran bípedos, el estudio detallado de su anatomía y en particular de sus manos ha puesto de manifiesto que seguían adaptados a la vida en los árboles y que su paso no era tan eficaz como el de los humanos actuales. Más importante es saber que tenían un encéfalo pequeño que oscilaba entre los 380 y los 450 centímetros cúbicos. Este tamaño contrasta con los 300-400 centímetros cúbicos de los chimpancés actuales y los 1.350 que tiene hoy el cerebro medio de los humanos. El primer rasgo diferencial de la línea homínina no fue la cerebración, sino la bipedación (véase la figura 6.2).
Hay poderosas razones para creer que nuestro linaje se remonta a las primeras formas de australopitecos. En una radiación muy diferente apareció otro grupo australopiteco que, según los paleontólogos, era de aspecto más «robusto» que afarensis. Existió hace entre 3 millones de años y quizá 1 millón como fecha más tardía, y en ocasiones se pone en un género aparte, Paranthropus. Lo característico de los individuos de este grupo y que los distingue en tanto que línea evolutiva diferente de la nuestra es que desarrollaron unas mandíbulas excepcionalmente fuertes para triturar los productos vegetales correosos. En consecuencia tenían el cráneo grande, con crestas pronunciadas que servían de apoyo a los poderosos músculos de la masticación.
¿Qué sabemos de la forma de vida de los australopitecos? Si empezamos por la dieta, es probable que casi todos dependieran básicamente de los productos que habían comido sus antepasados en los bosques. Tenían la dentadura adaptada para triturar la cáscara de los frutos secos o fibrosos, hojas y otros alimentos vegetales. Sin embargo, es probable que comieran carne de vez en cuando, ya que la observación directa ha puesto de manifiesto que casi todos los primates vivos son carnívoros ocasionales y comen toda la carne que pueden.31 Quizá cazaban animales pequeños y débiles (incluidos otros primates) o aprovechaban los restos de animales muertos de manera natural o exterminados por otros carnívoros. Pero, en términos generales, los australopitecos eran vegetarianos.
FIGURA 6.2. Reconstrucción de Lucy, un australopiteco que vivió en el valle de Hadar, en lo que hoy es Etiopía, hace alrededor de 3,2 millones de años. Lucy medía 1,10 metros y tenía un encéfalo que era más o menos del tamaño del de un chimpancé actual. De G. Burenhult, ed., The First Humans, vol. 1 de The Illustrated History of Humankind, 5 vols., HarperSanFrancisco, San Francisco, 1993. (Copyright © 1993 by Weldon Owen Pty. Ltd./Bra Brocker AB. Reimpreso con autorización de HarperCollins Publishers Inc.)
Las comparaciones con primates actuales que ocupan nichos parecidos dan a entender que los australopitecos vivían en pequeños grupos familiares que viajaban juntos y cuyos individuos buscaban la comida por separado. No hay pruebas de que tuvieran más capacidad lingüística que los chimpancés actuales. Esto no significa que no hubiera política ni comunicación entre ellos. Como en muchas sociedades primates actuales, es probable que los machos y las hembras formaran jerarquías de dominio y pasaran mucho tiempo tratando de la política del grupo y presumiblemente pensando en ella. A semejanza de los chimpancés actuales, es posible que los australopitecos se comunicaran mediante gestos, sonidos y actividades como el aseo. Pero ni los chimpancés ni los australopitecos tenían el aparato vocal ni la capacidad intelectual que se necesita para transmitir con exactitud información abstracta.
El estudio de las sociedades de primates estrechamente relacionados con los humanos modernos arroja resultados contradictorios sobre la naturaleza de las primeras sociedades homíninas. Genéticamente estamos más cerca de los chimpancés, y los miembros de la especie chimpancé más conocida, Pan troglodytes, viven en grupos unidos por machos estrechamente emparentados. Los machos se quedan en su grupo natal y las hembras cambian de grupo. Pero a diferencia de los chimpancés, parece que casi todas las especies australopitecas presentaban un acentuado dimorfismo sexual (los machos eran mucho mayores que las hembras). Esto sugiere que, en algunos aspectos, las «sociedades» australopitecas podrían haber estado más cerca de las de los gorilas.32 Los gorilas machos son mayores porque compiten entre sí por el acceso a las hembras, lo cual garantiza que la mayor parte de la descendencia procederá de los machos más grandes. El resultado es un mundo social en el que un macho dominante y quizá un macho más joven viajan con varias hembras y sus crías en grupos que pueden tener hasta veinte individuos. No creo que sea difícil imaginarse un mundo entre estas estructuras. Probablemente era un mundo de grupúsculos, menores que los de los chimpancés actuales, en los que los machos emparentados competían por el mando y por tener acceso a las hembras. Puede que los machos dominantes tuvieran acceso a varias hembras, pero no era un acceso exclusivo. Cabe la posibilidad de que los australopitecos vivieran en un mundo en el que los machos estuvieran enzarzados en una competición más o menos continua para atraer a las hembras. Sin embargo, en el núcleo de este mundo de machos competitivos pero estrechamente emparentados había unidades menores y más cerradas, compuestas por las madres y sus hijos, como en la mayoría de los grupos actuales de primates. Se sabe que las madres chimpancés establecen lazos duraderos y afectuosos con sus crías, mientras que los machos manifiestan poco interés por el cuidado de las crías y no tienen ningún sentido de la paternidad. En general, no hay indicios suficientes para afirmar que los australopitecos fueran muy distintos, en fisiología o estilo de vida, de los grandes simios actuales.
Para los especialistas en homínidos, la garganta de Olduvai, un barranco de 50 kilómetros de anchura situado en la llanura de Serengeti, en el norte de Tanzania, y que forma parte del valle del Rift, es un lugar especial: los testimonios encontrados allí han aportado las pruebas más contundentes de que nuestra especie apareció en África. En 1960, Jonathan Leakey —hijo de Louis Leakey, uno de los fundadores de la paleoantropología moderna— encontró el fósil de un homínino de 1,4 metros de estatura. Louis Leakey afirmó que pertenecía al mismo género que los humanos (Homo) y en consecuencia lo llamó Homo habilis, hombre hábil. Pasó a ser la especie más antigua del género que abarca a los humanos actuales.
Aunque muchos antropólogos pensaron que los restos pertenecían sencillamente a un australopiteco inusualmente delgado, dos factores animaron a Leakey a pensar que aquella especie era más «humana». Por un lado encontró, asociados a Homo habilis, los testimonios más antiguos de la fabricación y empleo sistemáticos de herramientas de piedra. La habilidad implícita en estas actividades parecía bastante más compleja que la que se había visto entre los homíninos anteriores. Por otro, el encéfalo de habilis era mucho mayor que el de los australopitecos, ya que estaba entre los 600 y los 800 centímetros cúbicos. Homo habilis parecía ser un animal sabio que utilizaba herramientas, como los humanos actuales; de modo que cabía la posibilidad de que la aparición de una especie nueva, hace unos 2,3 millones de años, señalara el verdadero comienzo de la historia humana. Los antropólogos actuales han conservado la terminología de Leakey, y no hay duda de que habilis tiene rasgos distintivos, algunos de los cuales podrían deberse a los cambios ecológicos causados, hace alrededor de 2,5 millones de años, por la llegada de climas más fríos y secos. Por ejemplo, las herramientas líticas fabricadas por habilis muestran indicios de «lateralidad», que presupone una división entre los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro; lo cual podría ser a su vez un requisito imprescindible para mejorar la capacidad lingüística.33 Sin embargo, las últimas investigaciones sobre la creciente cantidad de yacimientos y restos de habilis ha puesto de manifiesto que entre su capacidad intelectual y su forma de vida y las de los humanos actuales hay un abismo mayor de lo que suponía Leakey.34
Estos cambios de actitud ante habilis se deben en parte a que los paleontólogos actuales están menos impresionados que Leakey por el uso de herramientas. Hoy sabemos que muchos animales emplean herramientas de una clase u otra y los chimpancés las utilizan para más cometidos que los demás animales, exceptuando a los humanos. Por ejemplo, se ha visto a chimpancés introducir un palo en un nido de termitas, luego sacarlo rápidamente y comerse las termitas adheridas al palo; algunos incluso parten nueces con piedras. Sin embargo, parece que habilis las utilizaba de un modo inédito que exigía más planificación y previsión. Los paleontólogos califican su industria lítica de olduvaiense, dado que se han encontrado muchas en la garganta de Olduvai. Estas herramientas tienen una forma muy característica que se mantiene en el registro fósil durante casi 2 millones de años, hasta hace casi 250.000 (véase la figura 6.3). Se trata básicamente de piedras grandes, por lo general cantos de los ríos, de basalto o cuarcita, de los que se han extraído fragmentos, golpeándolos con otra piedra como si fuera un martillo, para afilar uno o dos bordes.
Hacer estas herramientas exige mucha planificación y experiencia, más de las que se necesitan para hacer las sencillas herramientas de los chimpancés. Modernamente se han hecho experimentos con el martilleo de piedras que han puesto de manifiesto que las piedras originales necesitaban seleccionarse con cuidado y golpearse con precisión. En realidad, hacer herramientas de piedra exige con exactitud las habilidades en que está especializado el lóbulo frontal, esa parte del cerebro que había de ampliarse del modo más significativo con la aparición de los humanos. Es posible que el uso de herramientas apareciese en virtud de un proceso llamado adaptación de Baldwin (llamada así por el psicólogo estadounidense del siglo XIX que fue el primero en describirla de manera sistemática). Es una forma de cambio evolutivo que parece combinar elementos darwinianos y culturales, porque los cambios conductuales producen cambios en el estilo de vida del animal y crean en consecuencia nuevas presiones selectivas que con el tiempo producen cambios genéticos. Por ejemplo, las especies que aprenden comportamientos nuevos que les permiten vivir en climas fríos pueden llegar a adaptarse genéticamente al nuevo entorno desarrollando una capa protectora de pelo (como fue el caso de los mamutes y de los rinocerontes lanudos). Entre los humanos, los grupos que criaban animales domésticos acabaron adquiriendo, con el paso de muchas generaciones, mayor capacidad para digerir la leche: las raras mutaciones que prolongan la producción de la lactasa, la enzima que sirve para digerir la lactosa de la leche, se volvieron más comunes. Es posible que, de un modo parecido, los homíninos mejor dotados para fabricar y utilizar herramientas adquirieran una ventaja selectiva que les permitiera tener más descendencia, con lo que sus facultades intelectuales se incorporaron pronto al bagaje genético de toda la especie. Si fue así, entonces el uso de herramientas podría haber sido tanto una causa como un efecto del crecimiento encefálico, un proceso de retroacción positiva.
FIGURA 6.3. Evolución de las herramientas de piedra en los últimos 2,5 millones de años. Según Steven Jones, Robert Martin y David Pilbeam, eds., Cambridge Encyclopedia of Human Evolution, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, p. 357. Reimpreso con permiso de Cambridge University Press.
¿Para qué se utilizaban las herramientas de piedra? Ciertos experimentos modernos han puesto de manifiesto que los percutores olduvaienses podrían haberse empleado para partir huesos o para trabajar la madera. Pero los fragmentos que se desprendían al desbastarlos eran probablemente más importantes que el núcleo, ya que con ellos se hacían lascas pequeñas y afiladas que podían emplearse para despiezar carne y hacer tallas. Así pues, podemos imaginarnos a aquellos habilis, individualmente y en grupo, merodeando en busca de comida y con guijarros de los que extraían lascas cuando hacía falta. El análisis microscópico de los bordes ha revelado que las herramientas líticas olduvaienses se empleaban para muchas cosas. Puede que el uso más importante fuera disponer de una dieta más nutritiva y variada. Podían emplearse para desenterrar tubérculos a los que no podía llegarse de otro modo. Algo más importante aún es que los percutores y las lascas que se extraían de ellos podían emplearse para ahuyentar a otros depredadores de los animales muertos, para llegar al tuétano de los huesos de los animales grandes y para trocear los cadáveres. La obtuvieran como la obtuviesen, habilis comía más carne que los australopitecos, según sugieren los testimonios dentales. Es posible que este nutritivo producto aportara parte de la energía metabólica extra que se necesitaba para sostener un encéfalo mayor, en particular si, como parece probable, la ingestión de carne permitió la reducción del intestino y, por lo tanto, la cantidad de energía necesaria para procesar y digerir la comida. Comer carne pudo haber incrementado además la complejidad de la vida social, ya que recientemente se ha demostrado que los chimpancés dan un valor muy alto a la carne y la utilizan como una especie de moneda, una forma de negociar con otros para obtener favores sexuales, políticos o materiales.35 En pocas palabras, es posible que comer más carne estimulara nuevas formas de complejidad intelectual y social.
Pero no deberíamos exagerar la importancia de la comida en la dieta de habilis. Actualmente se cree que estos primates no eran más que cazadores de ocasión, quizá como ciertos grupos de chimpancés modernos.36 El estudio de la dentadura de habilis da a entender que también él vivía básicamente de productos vegetales, aunque la carne fuera de vez en cuando un complemento sumamente valorado. Además, sus herramientas líticas eran muy sencillas en comparación con las de los recolectores actuales y, aunque útiles para la recolección o la actividad carroñera, habrían servido de poco para la caza de verdad. El análisis minucioso de las muescas encontradas en huesos de los yacimientos de habilis pone de manifiesto que troceaba cadáveres, pero que no siempre era él el que mataba al animal, porque los cortes que hacía se encuentran a menudo encima de las marcas dentales de otros animales.
Los estudios anatómicos dan a entender asimismo que habilis no era totalmente bípedo y que es posible que pasara mucho tiempo en los árboles. Así que podemos imaginarnos a grupos de habilis, de entre cinco y treinta individuos, que vagan en busca de comida durante el día, aproximadamente como los primates actuales o como los australopitecos, y que tal vez se congreguen por la noche y se refugien en los árboles. Su nicho ecológico preferido era todavía como el de los australopitecos, aunque la búsqueda de carne era más importante para ellos y pasaban más tiempo a ras del suelo.
En general no hay indicios claros del salto cualitativo en inteligencia y complejidad social que supuso Louis Leakey cuando descubrió a Homo habilis.
Homo habilis vivía en África oriental con otras especies, entre ellas el australopiteco robusto (Paranthropus). En realidad, y siguiendo una pauta que es habitual en la historia temprana de las adaptaciones nuevas como la bipedación, la historia de los primeros homíninos manifiesta una gran variedad. Es posible que la especie habilis fuera contemporánea de seis especies homíninas o más.
Hace alrededor de 1,8 millones de años, en la transición del plioceno al pleistoceno, apareció otra especie homínina que los antropólogos actuales llaman Homo erectus u Homo ergaster.37 En 1984 se encontró en Nariokotome, en Kenia, un ejemplar de ergaster asombrosamente conservado, de una antigüedad aproximada de 1,8 millones de años. «El chico de Turkana», como se llama a este fósil, es el más completo de todos los fósiles de homíninos. El chico de Turkana murió en la adolescencia, pero medía ya más de metro y medio y tenía un cráneo de unos 880 centímetros cúbicos, casi un tercio mayor que el de la mayoría de los cráneos de habilis que se conocen.38
Hace un millón de años, a consecuencia de una de las radiaciones homíninas más espectaculares, varias formas de erectus/ergaster desplazaron a las demás formas homíninas. Los individuos de la especie ergaster eran más altos que los de la especie habilis y tenían el cerebro más grande, entre 850 y 1.000 centímetros cúbicos. Este tamaño los sitúa en el radio de los cráneos humanos actuales. Hay otros indicios de que estaban significativamente cerca de los humanos modernos. Desde hace alrededor de 1,5 millones de años empezaron a fabricar unas herramientas de nuevo cuño, las hachas o bifaces achelenses, cuya preparación exigía más madurez intelectual que las herramientas olduvaienses. Están talladas con más precisión y elegancia que los percutores de Olduvai. Y están trabajadas por todas las caras, para que tengan forma de almendra; por lo general tienen dos bordes afilados. A veces, el filo de los bordes se perfeccionaba con un martillo de hueso. Cabe la posibilidad de que algunas poblaciones de ergaster conocieran el uso del fuego. El fuego habría supuesto una valiosa protección, sobre todo en las cuevas, y además habría permitido ablandar y limpiar la carne cocinándola. Sin embargo, si conocían el fuego, no lo empleaban de manera sistemática. Por ejemplo, no hay rastros de fogones asociados a esta especie.39
Es probable que ergaster tuviera una capacidad lingüística superior a la de habilis, pero no sabemos hasta qué punto. Un prosencéfalo más grande sugiere una capacidad mejorada para entender y procesar símbolos, mientras que la posición más baja de la laringe podría haber permitido mayor flexibilidad vocal; en consecuencia, es posible que la comunicación verbal creciera en importancia en comparación con la comunicación gestual. No obstante, hay pocos testimonios directos de la gran capacidad para la actividad simbólica que se ve en los restos fósiles de humanos actuales, así que es probable que la comunicación simbólica, aun en el caso de que existiera, no hubiera causado todavía un impacto revolucionario ni en el comportamiento ni en la conciencia de ergaster.40 Steven Mithen ha formulado una interesante sugerencia: que ergaster pudo haber empleado la capacidad lingüística que tuviera básicamente en las situaciones sociales.41 No hay indicios de que se empleara el lenguaje para resolver problemas tecnológicos, porque una vez que aparecieron, los bifaces achelenses de ergaster cambiaron muy poco en el curso de un millón de años. Y aunque la dieta de ergaster incluía seguramente más carne que la de su pariente habilis, es poco probable que se dedicara a la caza con la asiduidad que vemos en los recolectores de nuestros días.
El indicio más importante de que había un aumento en la flexibilidad conductual de estas especies es que entre ellas estaban los primeros homíninos que salieron de África oriental y luego del continente africano y entraron en Eurasia. Hace unos 700.000 años, las comunidades de Homo erectus vivían en ciertas regiones de Asia meridional e incluso habían penetrado en la Europa de los hielos. Los primeros restos de erectus se encontraron en Indonesia en 1891 y es posible que los mejor conocidos sean los encontrados en la década de 1920 en la cueva Youkoudian, que hoy está a unos minutos en tren de Pekín. En general, los nichos que exploró erectus abarcaban un ámbito más amplio que los utilizados por habilis, y decimos «más amplio» tanto en sentido ecológico como geográfico. Al parecer se las ingenió para vivir en regiones de clima demasiado frío para habilis, o demasiado dependiente de las estaciones.
El aumento de los nichos disponibles para una especie significa normalmente un gran triunfo demográfico, y parece razonable suponer que los homíninos se multiplicaron con el aumento de los nichos disponibles. Aunque no conocemos el tamaño demográfico de ninguna especie de homíninos primitivos, debió de ser más o menos como el de las poblaciones de grandes simios antes del siglo XX. En un momento dado habría probablemente unas decenas de miles de individuos, a lo sumo unos doscientos mil, y la cantidad aumentó sin duda cuando emigraron al oeste y el norte de África y luego hacia Eurasia meridional. Pero todavía no tenemos ningún testimonio del crecimiento demográfico a largo plazo ni siquiera en el caso de erectus. Así pues, no deberíamos exagerar el significado de las migraciones africanas. En Eurasia meridional, erectus entró en medios que cambiaban más con las estaciones que los de la sabana de África oriental, pero que por lo demás eran muy parecidos. Y es posible que también emigraran muchas otras especies de mamíferos, entre ellas las de los primeros hominoideos. Por último, es sorprendente que erectus no consiguiera aclimatarse al frío interior de Eurasia septentrional.42 Tampoco hay indicios de que cruzaran el mar y llegasen a Australia y a Papúa y Nueva Guinea.
Durante el último millón de años aparecieron clases nuevas de homíninos en distintas regiones de África y Eurasia. El encéfalo de estas especies creció rápidamente en todas partes. Al final es posible que llegaran a tener una capacidad craneana de 1.300 centímetros cúbicos, volumen que los sitúa en el tamaño de los humanos actuales. Hace alrededor de 200.000 años apareció asimismo, tras un largo período de escaso cambio tecnológico, una nueva clase de tecnología lítica: las herramientas llamadas levalloisienses o musterienses. El núcleo, tallado en forma de caparazón de tortuga, se preparaba de tal modo que con un solo golpe bien calculado saltaban varias lascas. Es de suponer que la exploración de nuevos nichos estuvo relacionada con el enriquecimiento de la caja de herramientas.
¿Por qué creció tan aprisa el encéfalo de los homíninos? Explicar el aumento del encéfalo es más difícil de lo que parece, porque los encéfalos grandes son escasos, y con razón. El encéfalo de los humanos actuales es sin ninguna duda el objeto más complejo que conocemos. E. O. Wilson ha dicho que la aparición del encéfalo humano representa uno de los cuatro grandes puntos de inflexión de la historia de la vida en la Tierra.43 Un encéfalo humano contiene alrededor de 100.000 millones de células nerviosas, tantas como estrellas en una galaxia de tamaño medio. Éstas están conectadas entre sí (por término medio, una neurona puede estar conectada a otras 100 neuronas) y forman redes de asombrosa complejidad que podrían contener cerca de 100.000 kilómetros de vínculos. Una estructura así puede procesar en paralelo. Esto significa que, aunque sus operaciones sean más lentas que las de un ordenador moderno, la cantidad total de operaciones que ejecuta en un momento dado es muchísimo mayor. Aunque un ordenador pueda ser capaz de ejecutar mil millones de operaciones en un segundo, incluso el encéfalo de una mosca en reposo podría ejecutar por lo menos cien veces esa cantidad.44 Producir un ordenador biológico tan potente fue, qué duda cabe, una excelente jugada darwiniana.
Pero, aunque este argumento es convincente en principio, comporta serias dificultades. Si el encéfalo es tan «adaptativo», ¿por qué tan pocas especies han desarrollado un encéfalo que fuera realmente grande en relación con el tamaño del cuerpo? El problema es que un encéfalo cuesta de mantener. El humano consume el 20 por 100 de la energía que se necesita para mantener todo el cuerpo, pero representa sólo el 3 por 100 del peso corporal total. Tener niños cabezudos es también difícil y peligroso, sobre todo para una especie bípeda, ya que la bipedación exige caderas estrechas y no anchas. Dicho de otro modo, desarrollar un encéfalo grande es una apuesta evolutiva arriesgada. De modo que no podemos dar por sentado sin más que el encéfalo grande apareció porque era beneficioso. Tenemos que encontrar explicaciones más concretas.
Una respuesta podría ser que el encéfalo era una buena estufa para las especies que vivían al aire libre. Aunque lo parezca, no es una frivolidad. Pero podría haber respuestas mejores y más incisivas. Es posible que hubiera bucles de retroacción en relación con alguna variante de la adaptación de Baldwin. Cambios producidos en una zona (genéticos o conductuales) originaban cambios en otras, lo cual creaba más presiones selectivas que intensificaban el cambio primero. Un bucle así, como hemos visto, puede relacionar el uso de herramientas con el tamaño encefálico.
Otro bucle, que tal vez operase en combinación con el anterior, relaciona sociabilidad y tamaño encefálico. Incluso entre los chimpancés se ha demostrado que la capacidad para planear bien las relaciones sociales puede aumentar las probabilidades reproductoras de los individuos. Y estos procesos pueden establecer bucles de retroacción relativamente veloces, conforme aumentan la cantidad de individuos socialmente dotados, la cantidad de sus apareamientos y la cantidad de descendientes con probabilidades de tener más facultades sociales y políticas. Con el tiempo, es posible que estos procesos fomentaran la expansión de las partes del encéfalo más capacitadas para los cálculos sociales complejos.45 Sin embargo, el encéfalo desarrollado hace que los partos sean dolorosos y difíciles. Es probable que este problema se resolviera en alguna etapa mediante un cambio en la velocidad de desarrollo del feto. Los niños homíninos nacían menos maduros. Esta solución, sin embargo, supuso que los niños fueran seres cada vez más desvalidos y que necesitaran cuidados crecientes. Tal situación aumentó la importancia de las madres, que quedaron rodeadas por un grupo social de apoyo compuesto por machos y hembras. Este cambio puede estar relacionado con el hecho de que los humanos, a diferencia de los grandes simios (exceptuando al orangután), han perdido el ciclo del celo; en consecuencia, pueden ser sexualmente activos aun cuando no haya posibilidades de concepción. Es posible que la relativa separación de sexualidad y procreación fomentara el fortalecimiento de los lazos entre las parejas de machos y hembras y, por consiguiente, potenciara el papel de los machos en la crianza de los hijos, un cambio que también podría estar relacionado con la reducción del dimorfismo sexual en los humanos.46 Fueran cuales fuesen los detalles de estos complejos procesos (y el registro arqueológico es demasiado ambiguo para afirmar algo con seguridad), los homíninos se volvieron más sociables conforme les crecía el encéfalo. Pero vivir en grupos sociales mayores o más complejos exige, como ya hemos visto, habilidades sociales complejas; y, en términos generales, los que tienen más capacidad social son los que tienen más probabilidades de aparearse. Los ciclos de retroacción de esta clase —aumento del tamaño encefálico que estimulaba la complejidad social que a su vez potenciaba el desarrollo encefálico— podrían explicar por qué, en determinados períodos de la evolución homínina, el encéfalo humano (y sobre todo el lóbulo frontal del cerebro) han crecido rápidamente.47
Otra posibilidad es que el crecimiento encefálico fuese un efecto secundario de cambios muy pequeños en el calendario evolutivo de los homíninos. Como hemos visto, la neotenia, es decir, la aparición de especies que se parecen a las formas juveniles de las especies de las que parten, se produce a causa de ligeros reajustes en los códigos genéticos que determinan la velocidad y la cronología del desarrollo; el resultado es que casi todos los rasgos de la especie se desarrollan más despacio, excepto en lo que concierne a la madurez sexual. Así, los humanos adultos tienen la cara achatada y son relativamente lampiños. Los chimpancés poseen también estas cualidades, pero sólo durante la juventud. Conforme crecen, el hocico se estira y se vuelven más peludos. Lo más importante de todo es que los humanos actuales conservan el ritmo de crecimiento encefálico que es característico de los chimpancés jóvenes, y lo conservan durante más tiempo. Esto quiere decir que desarrollan un encéfalo mayor y conservan durante más tiempo el rápido ritmo del aprendizaje de los jóvenes. De este modo, las pequeñas alteraciones producidas en los genes que rigen los procesos del desarrollo pueden influir mucho en la forma adulta de las especies neoténicas.
La última posibilidad es que el crecimiento encefálico rápido tenga que ver con la aparición de formas lingüísticas más desarrolladas. Como en el caso del uso de herramientas, es probable que la capacidad lingüística estuviera estrechamente relacionada con la capacidad encefálica y diera a los individuos con encéfalo ligeramente mayor una significativa ventaja darwiniana. Esto habría acelerado la aparición de encéfalos mayores aún en un bucle de retroacción más evolutivo. Estudiaremos más detenidamente este argumento en el capítulo siguiente.
Fuera cual fuese la causa, sabemos que el encéfalo de los homíninos comenzó a crecer rápidamente desde hace unos 500.000 años. Estos cambios son un indicio claro de que aumentaba la capacidad intelectual y quizá también la capacidad lingüística. Sin embargo, y aunque nos pese, tenemos aún pocos indicios de que hubiera cambios revolucionarios en el estilo de vida de los homíninos. Los homíninos más conocidos de estas últimas especies son los neandertales. Los primeros fósiles neandertales se encontraron en 1856, al este de Düsseldorf, en el valle de Neander. Aunque hace mucho que se incluyó a los neandertales en la misma especie que los humanos actuales (técnicamente se les denominó Homo sapiens neanderthalensis), recientes pruebas genéticas con restos de ADN de fósiles de neandertales dan a entender que la línea humana y la neandertal se separaron hace más de 550.000 años y menos de 700.000.48
Los neandertales aparecieron en el registro arqueológico hace unos 130.000 años y desaparecieron hace sólo 25.000. Su encéfalo era tan grande como el de los humanos actuales y quizá incluso mayor, pero su cuerpo era más fuerte y robusto. Tenían habilidad para cazar y esto les permitió ocupar zonas de glaciación no habitadas por los homíninos primitivos, por ejemplo, ciertas partes de Ucrania y de Rusia meridional. Sin embargo, sus métodos eran ineficaces y asistemáticos si se comparan con los de los recolectores actuales e incluso con los humanos del Paleolítico Superior. Su instrumental lítico, descrito normalmente como musteriense, es más complejo que el de erectus, pero menos variado y preciso que el de los humanos modernos. Hay indicios de arte y ritos funerarios neandertales, lo cual podría significar un uso creciente de la comunicación simbólica (aunque son indicios ambiguos). Y hay pocos rastros que sugieran una complejidad social acentuada. Como los primeros homíninos, parece que los neandertales vivían básicamente en grupos familiares simples que se relacionaban poco entre sí. No hay indicios de que los neandertales influyeran en el planeta como los humanos actuales.
Mi conclusión es frustrante. Hemos visto que la aparición de los humanos actuales fue un acontecimiento revolucionario en la historia de la Tierra. Y podemos ver todos los elementos de la humanidad actual ensamblándose en el curso de millones de años. Los homíninos desarrollaron un encéfalo mayor, que aumentó su flexibilidad conductual y quizá los puso en el comienzo de la capacitación para el lenguaje simbólico. Aprendieron a usar herramientas de un modo más complejo que los demás primates, lo que les permitió acceder a una dieta más variada. En conjunto, parece que estos cambios capacitaron a erectus para explorar más hábitats que las demás especies emparentadas con él. Sin embargo, no hay en el registro fósil ningún indicio claro de que se produjeran cambios revolucionarios en el comportamiento de los homíninos, ni siquiera de los más tardíos, hasta hace aproximadamente 250.000 años. No hemos abandonado aún el reino de la selección natural, en el que el cambio genético está por encima del cambio cultural. Cuesta imaginar de qué modo los homíninos primitivos habrían podido transformar el mundo como ha hecho nuestra especie. Esto es igualmente válido en el caso de los neandertales, una especie notablemente próxima a nosotros en el plano genético, con un encéfalo igual de grande y quizás incluso mayor que el nuestro. Así pues, ¿en qué consiste lo revolucionario de los humanos actuales y de la historia humana? ¿Y de qué forma los cambios descritos en este capítulo prepararon el camino de su revolucionario impacto ecológico? En el capítulo siguiente se verán algunas respuestas posibles.
Hay buenos libros de divulgación sobre el origen de la humanidad, pero el campo cambia tan aprisa que la información impresa se queda anticuada en seguida. Uno de los mejores títulos es Evolución humana (19994) de Roger Lewin, pero The Cambridge Encyclopedia of Human Evolution (1992), preparada por Steve Jones y otros, es una excelente obra de referencia. Richard Leakey y Donald Johanson están entre los principales expertos en el tema y a ellos se deben libros que se leen fácilmente: Leakey, El origen de la humanidad (1994); Johanson y Maitland A. Edey, Lucy (1981). El tercer chimpancé: evolución y futuro del animal humano (1991) de Jared Diamond es un incisivo repaso de la cuestión y Human Natures (2000) de Paul Ehrlich es una revisión de carácter general. Entre las obras generales cabe destacar Göran Burenhult, ed., The Illustrated History of Humankind (1993-1994, 5 vols.); Brian Fagan, People of the Earth (200110), un manual muy utilizado; Robert Foley, Humanos antes de la humanidad (1995); Ian Tattersall, Hacia el ser humano (1998); Robert Wenke, Patterns in Prehistory (19903); y Peter Bogucki, The Origins of Human Society (1999). Timewalkers (1995) de Clive Gamble es uno de los mejores estudios de conjunto sobre el Paleolítico. Sobre la aparición de la conciencia y el pensamiento, Steven Mithen, Arqueología de la mente (1996); Terrence Deacon, The Symbolic Species (1997); Steven Pinker, El instinto del lenguaje (1994) y Cómo funciona la mente (1997); William Calvin, The Ascent of Mind (1991) y Cómo piensan los cerebros (1998); y Nicholas Humphrey, Una historia de la mente (1992) son títulos muy valiosos, aunque se trata de un terreno en el que sigue habiendo más especulación que pruebas fehacientes. Los libros de Craig Stanford, The Hunting Apes (1999) y Significant Others (2001) resumen muy bien lo que la primatología actual tiene que decir de la evolución humana. En Nonzero (2000), Robert Wright analiza el papel fundamental de los juegos de suma no cero en la historia humana.