Capítulo 7

PRINCIPIO DE LA HISTORIA HUMANA

APARICIÓN DEL LENGUAJE HUMANO

Muchos rasgos han contribuido a formar ese paquete evolutivo excepcional que es nuestra especie. En el capítulo anterior se decía que el más decisivo fue la aparición del lenguaje simbólico, que puso en marcha el poderoso mecanismo adaptativo del aprendizaje colectivo. Así pues, para entender cuándo empezó realmente la historia humana, hay que comprender cuándo y cómo adquirieron los humanos la predisposición al lenguaje simbólico.

Estamos en un terreno movedizo, porque el lenguaje no deja rastros en el registro fósil; nuestros esfuerzos por entender la aparición del lenguaje humano dependen de los ambiguos testimonios del registro fósil y del abundante relleno teórico que los complementa. No es de extrañar que los expertos discrepen incluso en la cuestión fundamental de cuándo apareció. Henry Plotkin comenta:

Unos dicen que fue hace 100.000 años o menos, otro grupo dice que fue hace más de dos millones de años, mientras que la mayoría oscila en la región comprendida entre 200.000 y 250.000. Es muy improbable que apareciera de modo instantáneo, si por instantáneo entendemos una mutación milagrosa o un período inferior a 1.000 años. […] Lo más probable es que se extendiera durante decenas de miles de años, tal vez durante unos cientos de miles.1

Actualmente es normal suponer, de acuerdo con las observaciones del lingüista Noam Chomsky, que el lenguaje, como otras facultades característicamente humanas, depende de la aparición de «módulos» u «órganos» encefálicos con programas para desarrollar habilidades concretas. El cerebro humano, se dice, tiene una potentísima capacidad de cálculo general. Pero además contiene módulos especializados para el lenguaje y otras muchas facultades, entre las que tal vez estén las habilidades sociales, las habilidades tecnológicas y el conocimiento ecológico o ambiental. Estas teorías son tentadoras, sobre todo por lo que se refiere al lenguaje. Los niños humanos adquieren el lenguaje con una velocidad y soltura que no pueden deberse a ningún proceso educativo de ensayo y error y que no tiene parangón entre nuestros parientes más cercanos, los chimpancés. En cierto modo es como si se nos hubiera injertado la capacidad para el lenguaje, y tuvo que ocurrir en fecha reciente, según la perspectiva evolutiva. Si fue así, los interesados por la evolución homínina tendrán que explicar cómo aparece un módulo del lenguaje.2

Steven Mithen ha sugerido que de manera repentina —quizá en los últimos cien mil años— se fusionó, en una especie de «big bang» lingüístico, una serie de módulos cerebrales diferenciados hasta entonces, algunos de los cuales pudieron estar presentes en los primeros homíninos.3 Pero sigue sin estar claro cómo sucedió esto exactamente. Esta concepción que ve el encéfalo humano como una especie de navaja de excursionista tropieza con otras dificultades. El encéfalo humano es ciertamente distinto del del simio grande y no sólo por el tamaño, pero nadie ha conseguido localizar ningún «módulo del lenguaje». La capacidad lingüística parece que está repartida entre muchas zonas cerebrales cuya situación varía incluso de un individuo a otro. Parece que el lenguaje es fruto de una red de interacciones entre distintas partes del cerebro y no el trabajo de una zona especializada en el lenguaje.4

En The Symbolic Species, Terrence Deacon ofrece una versión de la aparición del lenguaje que no se basa en la idea de módulos especializados. Su argumentación empieza por el uso de símbolos, el rasgo más característico del lenguaje humano. Las representaciones del mundo exterior pueden darse de tres formas. Las dos más sencillas se basan en la detección de semejanzas (que Deacon llama «iconos») y correlaciones («índices») entre los acontecimientos y las cosas.5 Las semejanzas icónicas capacitan a organismos tan simples como las bacterias para reaccionar de un modo ante todas las manifestaciones de calor o de luz y de otro modo ante el frío o la oscuridad. Por otro lado, los perros de Pávlov aprendían que había una correlación entre comer y el sonido de las campanillas porque los dos fenómenos se producían juntos. Los perros relacionaban ambos fenómenos a pesar de que no había una semejanza icónica. Estas dos formas de aprendizaje se basan en correspondencias binarias entre un acontecimiento exterior y un acontecimiento interior. Sin embargo, la tercera forma de representación, la de los «símbolos», no se remite sólo al mundo exterior, sino también a toda la serie de iconos e índices, de manera que pueden emplearse para elaborar mapas interiores de la realidad mucho más complicados.

Pero el pensamiento simbólico es delicado. Sólo puede formarse si los iconos y los índices se mantienen, por así decirlo, en segundo plano, mientras otras partes de la mente exprimen su esencia conceptual. Según Deacon: «el problema que plantea el descubrimiento del símbolo es que hay que desviar la atención de lo concreto hacia lo abstracto, de los vínculos indiciales independientes entre signos y objetos hacia una red organizada de relaciones entre los signos. Para poner en primer plano la lógica de las relaciones fenómeno-fenómeno es importante un alto nivel de redundancia» (p. 402; y véase el cap. 3, pássim). Esta maniobra intelectual exige mucha capacidad de cálculo. El razonamiento de Deacon deja claro el tamaño del obstáculo que hubo que salvar para que fuese posible el pensamiento simbólico y esto contribuye a explicar por qué las modalidades simbólicas de representación parecen limitadas al ser humano moderno y su cerebro excepcionalmente grande.

Sin embargo, el tamaño encefálico no basta. El lenguaje simbólico exige muchas otras facultades intelectuales y fisiológicas. Entre ellas figura la capacidad de hacer y procesar rápidamente gestos o sonidos simbólicos y de entender series rápidas de sonidos simbólicos emitidos por otros. ¿Cómo y por qué se desarrolló una serie de habilidades tan coherente y compleja en el breve espacio de unos millones de años? La solución de Deacon es que aparecieron por un proceso de coevolución durante el que los homíninos aprendieron a aprovechar formas rudimentarias de comunicación simbólica, mientras el lenguaje como tal tendía a adaptarse, con delicadeza y precisión crecientes, a las cambiantes facultades y peculiaridades del cerebro homínino. Estos cambios probablemente entrañaron alguna forma de adaptación de Baldwin, por la que las pequeñas modificaciones conductuales dan una ventaja reproductora significativa a los más hábiles en los nuevos comportamientos. Esta ventaja, a su vez, origina fuertes presiones selectivas en favor de estas habilidades; de este modo, lo que empieza siendo una simple evolución conductual puede, con el tiempo, acabar inscrita tanto en el código genético de la especie como en las estructuras profundas del lenguaje humano.6 Es posible que las formas rudimentarias de comunicación simbólica aparecieran a consecuencia de pequeños cambios conductuales equivalentes a los que se observan en los chimpancés actuales sometidos a situaciones experimentales. Pero cuando se vuelven habituales, las nuevas formas de comunicación pueden haber creado ya presiones selectivas mejorando las probabilidades reproductoras de los individuos que, por razones genéticas, eran más hábiles en ellas.

Esta argumentación nos indica que el primer paso hacia el lenguaje simbólico probablemente se dio hace mucho tiempo, el suficiente para que apareciesen los muchos cambios conductuales y genéticos que han hecho posible el lenguaje actual. También nos da a entender que para dar los primeros pasos bastó un encéfalo no muy diferente del de los chimpancés actuales. Pero tras estos pasos iniciales probablemente hubo cambios evolutivos cuyo rasgo más patente (por lo menos en el registro fósil) fue sin duda el aumento en tamaño e importancia del lóbulo frontal, la parte delantera del cerebro. Por último, para encontrar testimonios directos de comunicación simbólica eficiente deberíamos buscar sólo en una etapa posterior de la evolución humana. La versión que nos da Deacon de la tremenda dificultad de la comunicación simbólica sugiere que, cuando el umbral se cruzó, cabría esperar un cambio repentino en la calidad y carácter de la comunicación humana, algo parecido al big bang lingüístico de Steven Mithen.

Los primeros pasos hacia el lenguaje simbólico puede que entrañaran una combinación de gestos y sonidos. En condiciones experimentales se puede enseñar a los chimpancés a emplear signos simbólicamente, aunque su capacidad simbolizadora siga siendo limitada, y es posible que los australopitecos hayan sido tan competentes con el lenguaje como los chimpancés actuales.7 No obstante, aunque pudiéramos observar a los australopitecos comunicándose entre sí, siempre nos quedaría la duda de si se trataba realmente de «lenguaje». Deacon nos explica:

Es casi seguro que los primeros sistemas simbólicos no fueron lenguajes propiamente dichos. Probablemente ni siquiera los reconoceríamos como lenguajes si hoy los tuviéramos delante, aunque admitiríamos sus notables diferencias con las formas de comunicación de otras especies. Es probable que sus primeras modalidades carecieran de la eficiencia y flexibilidad que atribuimos al lenguaje moderno. […] Los primeros aprendices de símbolos seguramente llevaban a cabo la mayor parte de su comunicación social mediante comportamientos de llamada-y-ejemplo muy parecidos a los que vemos en nuestros días en los grandes simios y monos en general. Es probable que la comunicación simbólica fuese sólo una pequeña parte de la comunicación social (p. 378).

Si esta reconstrucción es correcta, da a entender que los australopitecos tenían una capacidad limitada para vivir en un reino simbólico que les habría permitido un nivel modesto de pensamiento abstracto y quizás incluso cierto nivel de conciencia de sí mismos. Sin embargo, tenemos que suponer que, en términos generales, los australopitecos, como casi todos los animales con cerebro, vivían en un mundo de experiencias, dominado por las sensaciones del momento presente, y no en un mundo psíquico como el de los humanos actuales, en cuyo interior se puede evocar a menudo lo que no está presente, incluidos el pasado y el futuro.8

Los análisis de cráneos de Homo habilis revelan que su encéfalo no se limitaba a ser mayor que el de los australopitecos; además estaba organizado de distinto modo. En concreto hay indicios de esa división del trabajo entre los hemisferios derecho e izquierdo que, en los humanos actuales, se refleja en la «lateralidad». Este rasgo, combinado con un mayor tamaño encefálico, podría reflejar una tendencia selectiva hacia el perfeccionamiento de la capacidad simbólica, dado que el reparto de funciones entre diferentes partes del cerebro podría haber aumentado la capacidad para procesar distintas clases de información en paralelo.9 Deacon añade que pudieron haber estado presentes en habilis y en homíninos posteriores otras habilidades relacionadas con el lenguaje:

Homo habilis y Homo erectus tuvieron seguramente más dominio motor [que los australopitecos] y es probable que también dieran muestras de un relativo descenso laríngeo [que permitía aumentar la gama de sonidos]. El habla de Homo erectus era seguramente menos característica y más lenta que el habla moderna, y la de Homo habilis tenía probablemente más limitaciones aún. Con todo y con eso, aunque seguramente no tenía ni la velocidad, ni la tesitura, ni la flexibilidad del habla moderna, sin duda poseía muchos rasgos consonantes que encontramos en el habla actual (p. 358).

Pero no deberíamos exagerar el alcance de estas habilidades. La laringe relativamente alta de todos los homíninos primitivos da a entender que no podían producir la gama de sonidos (en particular las vocales) que emplean los humanos modernos. Si hablaban, era sin duda con un vocabulario limitado y dominado por las consonantes. Es posible que los gestos se encargaran todavía de resolver la mayor parte de la comunicación. Como no tenían capacidad para manejar símbolos con la velocidad y destreza de los humanos actuales, su comunicación, comparada con los usos actuales, habría sido lenta y limitada. Y lo más importante de todo, que no vemos aún en el registro fósil ningún rastro de la habilidad adaptativa perfeccionada que se asocia al aprendizaje colectivo.

Sólo en los últimos 500.000 años aproximadamente empezamos a detectar indicios de una orientación más definida hacia el lenguaje simbólico, en combinación con una mayor creatividad adaptativa. Los neandertales tenían el encéfalo tan grande como los humanos (véase la figura 7.1), pero los estudios realizados con la base del cráneo de los neandertales dan a entender que también ellos carecían de capacidad para manejar sonidos con la complejidad exigida por los idiomas humanos actuales. Y esto, más la patente ausencia de indicios inequívocos de una actividad simbólica extensiva, nos induce a pensar que los neandertales no utilizaban ninguna forma totalmente desarrollada de lenguaje, aunque su presencia en algunas zonas heladas de Eurasia demuestra que tenían una capacidad mejorada para adaptarse a nuevos medios. No obstante, el rápido crecimiento del tamaño encefálico entre diversas especies humanas durante los últimos 500.000 años indica que había en marcha un proceso de coevolución acelerada en el que se estaban desarrollando juntas varias facultades fundamentales para el lenguaje simbólico. Entre ellas tal vez estuviesen el descenso de la laringe (necesario para posibilitar el manejo de sonidos más complejos), el aumento de la especialización lateral del cerebro y el aumento de la capacidad para dominar la respiración y para reconocer y analizar sonidos con rapidez y precisión.10

¿CUÁNDO EMPIEZA LA HISTORIA HUMANA?

¿Cuándo percibimos el primer indicio de la existencia de humanos que no sólo parezcan actuales sino que se comporten y se comuniquen como los humanos actuales? Es una de las preguntas más importantes que puede formular un historiador, porque por lo que se pregunta en realidad es por el origen de la historia humana.

Hasta hace poco se barajaban dos respuestas posibles. Una está actualmente en posición minoritaria, aunque algunos investigadores como Milford Wolpoff y Alan Thorne siguen defendiéndola con tesón. Según estos expertos, los humanos evolucionaron lentamente hacia formas modernas en toda África y en toda Eurasia durante casi un millón de años. Esto quiere decir que todos los restos de homíninos con menos de un millón de años deben considerarse muestras de una sola especie en evolución, con variantes regionales, algunos de cuyos rasgos, como el color de la piel y las características faciales, perduran hasta nuestros días. Desde este punto de vista, las poblaciones regionales siguieron procreando entre sí y en consecuencia nunca dejaron de ser parte de una sola especie.11 Si esta descripción es cierta, debemos concluir diciendo que la historia humana tiene un millón de años, aunque sus rasgos más característicos no se dejan ver hasta fechas posteriores. Pero este método tropieza con algunas dificultades. La gran variedad de restos fósiles del último millón de años, la amplitud de la región abarcada y el hecho de que muy pocos individuos pudieran recorrer distancias largas impiden que podamos considerarlos ejemplares de una sola especie en evolución.

FIGURA 7.1. Cráneos neandertal y humano. El de la izquierda es neandertal (de La Ferrassie); el de la derecha es de un humano moderno (de CroMagnon). Los testimonios genéticos dan a entender que los humanos y los neandertales están menos relacionados de lo que se pensaba. Según Chris Stringer y Clive Gamble, In Search of Neanderthals, Thames and Hudson, Londres, 1993, p. 185.

El otro enfoque, que hoy goza de más popularidad, dice que los humanos modernos aparecieron de manera más repentina, en algún lugar de África, hace entre 100.000 y 250.000 años.12 El testimonio fundamental para llegar a esta conclusión es de índole genética, aunque también es compatible con los últimos hallazgos fósiles. Los análisis del material genético de los humanos actuales revela que nos diferenciamos mucho menos que las vecinas poblaciones de los gorilas. Esto da a entender que nuestra especie es muy joven, que quizá tenga sólo 200.000 años de antigüedad. Si hubiéramos estado rodando más milenios, habría transcurrido tiempo suficiente para que se acumulase más variedad genética dentro de las poblaciones regionales y entre ellas. Además, casi toda la variedad genética de los humanos modernos se da en las poblaciones africanas, lo que indica que es en África donde más tiempo vivieron los humanos. Así pues, es probable que fuese en África donde aparecieron los humanos actuales (Homo sapiens). En realidad, esta teoría viene a decir que los humanos vivieron exclusivamente en África por lo menos durante la mitad de su historia.

Esta teoría de la aparición relativamente repentina de nuestra especie coincide con lo que sabemos de las pautas características de la evolución. Los humanos modernos, como muchas especies homíninas, aparecieron probablemente en virtud de un proceso que los biólogos llaman especiación alopátrica. Cuando las poblaciones de una especie ocupan un territorio muy vasto, es normal que algunos grupos queden aislados. A lo mejor entran en un valle, o cruzan una montaña, o un río, que luego impide el contacto con otros miembros de la misma especie. Si dejan de aparearse con otras poblaciones de la misma especie, pronto empezarán a diferenciarse genéticamente de la población de origen. Si la población aislada es pequeña y las condiciones ecológicas de la nueva patria son muy distintas de las de la antigua, podrían diferenciarse muy aprisa, porque las presiones selectivas son intensas y los cambios genéticos favorables se difunden con más rapidez en las poblaciones pequeñas. Además, por razones puramente estadísticas es improbable que una población pequeña sea totalmente típica de la población de origen y en ella las desviaciones se pueden multiplicar muy aprisa. (Es lo que se conoce con el nombre de efecto fundador.) Por todos estos motivos es frecuente que aparezcan rápidamente especies nuevas en las pequeñas poblaciones que viven en la periferia del ámbito abarcado por la especie de origen. Si es así como apareció nuestra especie, todos los humanos actuales descendemos de un grupo pequeño y aislado que vivió en África hace entre 100.000 y 200.000 años. Si estaba en el sur del continente, entonces estaba en el límite extremo del ámbito abarcado por las poblaciones homíninas del Paleolítico Medio (la era que transcurrió entre 200.000 y 50.000 años antes del presente).

Pero también esta teoría plantea problemas, ya que casi todos sus defensores admiten que los primeros indicios del comportamiento característicamente moderno, incluido el lenguaje humano, no aparecen hasta el Paleolítico Superior, que empezó hace 50.000 años. Ciertos testimonios arqueológicos de Eurasia y Australia dan a entender que hace 50.000 años se produjeron cambios decisivos en el comportamiento humano. Los marcadores que los arqueólogos han tomado como signos de comportamiento humano moderno son fundamentalmente de cuatro clases. En primer lugar, las nuevas adaptaciones ecológicas, por ejemplo la entrada en entornos no explorados hasta entonces. En segundo lugar, las nuevas tecnologías, por ejemplo la aparición de hojas pequeñas, hechas con gran precisión, a veces estandarizadas y tal vez con empuñadura; y el uso de materiales nuevos como el hueso; progresos, en resumidas cuentas, que probablemente aumentaron la capacidad para explorar nuevos entornos. En tercer lugar, los indicios de mayor organización social y económica que ponen de manifiesto la existencia de redes de intercambio que abarcan un amplio territorio; indicios de que ha mejorado la habilidad para cazar animales grandes; e indicios de que ha aumentado la capacidad organizativa y planificadora. Por último, y en cierto modo el factor más importante, los testimonios indirectos de la actividad simbólica, por ejemplo la aparición de alguna forma de arte, que seguramente suponía el uso de lenguaje simbólico. Basándose en los testimonios relacionados con estas modalidades de cambio, muchos arqueólogos y prehistoriadores hablan de una «revolución del Paleolítico Superior»: una explosión de actividad creativa tardía y notablemente súbita que empezó hace unos 50.000 años y que señala el verdadero comienzo de la historia humana.

Pero ¿por qué parece haber un hiato entre la aparición de los humanos modernos y la aparición de los comportamientos modernos? Esto sigue siendo un misterio sugerente. Algunos investigadores han llegado a suponer que los cambios cruciales se produjeron en las redes cerebrales hace menos de 100.000 años; en cuyo caso, el verdadero comienzo de la historia humana sería posterior a lo que sugieren los testimonios genéticos. En fecha reciente, sin embargo, dos paleontólogas estadounidenses, Sally McBrearty y Alison Brooks, han propuesto una solución elegante, basada sobre todo en un minucioso análisis de los testimonios arqueológicos africanos. Su hipótesis coincide perfectamente con la descripción del origen del lenguaje que se ha dado más arriba, ya que viene a decir que un proceso de evolución genética, de los que conocen los biólogos, se transformó hace unos 250.000 años en un proceso de evolución cultural de los que conocen los historiadores. Lo que sigue se basa sobre todo en su versión revisada de la historia de los primeros humanos de África.13

En «The Revolution that Wasn’t», McBrearty y Brooks ponen de manifiesto que los cambios súbitos que se ven en los testimonios euroasiáticos y australianos no se perciben en los testimonios de África. En este continente, dicen las dos paleontólogas, hay testimonios de comportamiento totalmente humano muy anteriores al Paleolítico Superior, tal vez de hace 250.000 años, pero aparecen de manera asistemática y gradual. Los indicios que corroboran el uso de hojas pequeñas, a veces con empuñadura, y el uso de muelas y de pigmentos son de fecha muy temprana, y los testimonios de otras tecnologías innovadoras —la pesca, ciertas formas de minería, intercambios de productos a larga distancia, el uso de herramientas de hueso, las emigraciones a nuevos entornos— aparecen también antes que en Eurasia. Ni los cambios culturales ni los anatómicos aparecen como un «big bang»; en realidad, aparecen de manera más irregular.

No hubo ninguna «revolución humana» en África. Más bien […] se fueron acumulando rasgos nuevos de forma escalonada. Distintos elementos de las bases sociales, económicas y de subsistencia cambiaron a diferente velocidad y aparecieron en diferentes momentos y lugares. Describimos testimonios de la EPM [Edad de Piedra Media, hacia 250.000-50.000 a.p.] africana para apoyar la tesis de que tanto la anatomía como el comportamiento humanos pasaron de manera intermitente de un modelo arcaico a otro más moderno en un período de más de 200.000 años (p. 458).

En vez de una revolución del Paleolítico Superior, lo que se ve en África es un lento proceso de cambio que parece reflejar la «expansión irregular de un cuerpo de conocimientos comunes» entre muchos grupos pequeños y en un territorio muy vasto (p. 531). Según las dos paleontólogas, es lo que cabría esperar si los humanos actuales vivieran en grupos pequeños y desarrollaran estas habilidades comunidad por comunidad.

Además, prosiguen, los primeros cambios coinciden con la aparición de una especie homínina nueva, recientemente bautizada Homo helmei, que está tan cerca de los humanos actuales que podríamos vernos obligados a incluir a sus miembros en la especie Homo sapiens. En África hay restos inequívocos de sapiens desde hace 130.000 años y quizá desde hace 190.000, pero no hay ninguna ruptura brusca entre las dos especies (p. 455). En general, las dos paleontólogas sostienen que en África, a diferencia del caso euroasiático, los testimonios genéticos y conductuales se combinan y dan una versión coherente de cómo se originó nuestra especie y empezó a dar muestras de la creatividad ecológica que la caracteriza.

Tanto Homo helmei como los primeros miembros de Homo sapiens están relacionados con la tecnología de la EPM, con lo que es evidente que el principal viraje conductual hacia la modernidad está en la frontera achelense-EPM, hace 250.000-300.000 años, y no en la frontera EPM-EPT [Edad de Piedra Tardía], hace 50.000-40.000 años, como suponen muchos. Ya hemos visto que en la EPM hay presentes muchos comportamientos complejos. Esto supone la existencia de un aumento de la capacidad cognitiva con la aparición de Homo helmei y la presencia de semejanzas conductuales y de estrechas relaciones filogenéticas entre helmei y sapiens. Podría decirse que sería más correcto asignar a Homo sapiens los especímenes que aquí hemos considerado de Homo helmei y que éste debería subsumirse en aquél. Si es lícito hacerlo, nuestra especie tiene una antigüedad de 250.000-300.000 años y su aparición coincide con la de la tecnología de la EPM (p. 529).

Si McBrearty y Brooks están en lo cierto, podemos decir que la historia humana empezó en África hace entre 250.000 y 300.000 años.

EL ORIGEN AFRICANO: LOS PRIMEROS 200.000 AÑOS

Hasta hace 100.000 años sólo había humanos en África. En África exploraron nuevas tecnologías y formas de vida y ocuparon entornos nuevos, entre ellos los bosques y los desiertos. Sólo después de 60.000 a.p. empezaron los humanos a adentrarse en regiones no colonizadas por homíninos anteriores, por ejemplo en Australia (que exigía capacidad para cruzar un buen trecho de agua), en la Siberia helada (que exigía capacidad para adaptarse al frío más crudo) y, con el tiempo, en América del Norte y del Sur.

Los testimonios de las fases más antiguas (y largas) de la historia humana en África son provocativamente escasos. En principio sabemos que cuando por fin apareció el lenguaje, cada comunidad dio inicio a su propia historia, que se llenó con leyendas épicas, nombres míticos, catástrofes y triunfos. Pero como no podemos ver esas historias, nos limitamos a consignar sus tendencias generales, prescindiendo de los detalles, que eran lo que interesaba a los individuos. Es poco lo que podemos hacer en este sentido, salvo emprender periódicamente el esfuerzo imaginativo de recordar que cada comunidad tenía su propia historia, con los detalles correspondientes, y que esa historia estaba tan viva para los miembros de la comunidad como cualquier historia actual que se base en fuentes escritas.

Estas generalizaciones son válidas para todo ese período de la historia humana que tradicionalmente se ha venido llamando prehistoria, precisamente porque carece de fuentes escritas. Pero también son particularmente válidas para las primeras épocas de la historia humana. En África ha habido menos excavaciones arqueológicas que en Europa, las dataciones son difíciles y, como de costumbre, cuesta explicar el comportamiento basándose en la arqueología. Además, es lógico suponer que en aquella temprana época los procesos de aprendizaje colectivo avanzaban muy despacio; no deberíamos buscar todavía desarrollos espectaculares de virtuosismo tecnológico. Como señalan McBrearty y Brooks: «Las primeras poblaciones de humanos modernos del Pleistoceno Medio africano eran relativamente pequeñas y estaban dispersas, los cambios eran temporales y los contactos entre los grupos intermitentes. Esto produjo un progreso escalonado, una composición gradual de la moderna adaptación humana» (p. 529).

A pesar de estos problemas, McBrearty y Brooks defienden con ahínco que hace 250.000 años aparecieron en África todos los cambios cruciales que hasta entonces se consideraban pruebas de una revolución en el Paleolítico Superior (véase la figura 7.2). Los signos más antiguos y más claros de los nuevos comportamientos se pueden ver en la cambiante tecnología lítica. Más asombrosa es la desaparición, desde 250.000 a.p., de la tecnología achelense asociada a varias formas de Homo ergaster. En su lugar aparecen nuevas y más delicadas clases de herramientas líticas. Es posible que algunas tuvieran empuñadura, para poder utilizarse como lanzas o armas arrojadizas, una innovación que seguramente permitió cazar animales grandes con más seguridad y precisión. Al menos en una hoja primitiva se han encontrado rastros de las resinas adhesivas que los cazadores modernos utilizan para fijar la hoja en el asta y muchas hojas primitivas están hechas como si debieran encajar en una empuñadura.14 Además, hay señales de explotación a pequeña escala de recursos como la pesca y la recolección de moluscos. Estas tecnologías no aparecen fuera de África hasta aproximadamente después de 50.000 a.p.

Los humanos también se estaban adaptando a nuevos entornos, en concreto a las regiones desérticas y forestales no tocadas por los homíninos anteriores.15 Aparecen indicios de formas de organización social y de «culturas» locales en la variadísima gama de estilos que encontramos en el instrumental lítico. Asimismo, hay indicios de formas complejas de intercambio que a veces abarcan áreas de cientos de kilómetros. Este comportamiento da a entender que, aunque los humanos vivían casi todo el tiempo en familias integradas en grupúsculos, a veces tenían contactos cordiales con otros grupos que en ocasiones estaban muy alejados. La creación de estas redes (Robert Wright las llama «cerebros regionales gigantes»)16 señala una ruptura radical con lo que sabemos de la vida social de los grandes simios. Es tentador interpretarlo como un testimonio indirecto de la aparición de formas perfeccionadas de comunicación. Hay testimonios más directos de la gestación de destrezas lingüísticas modernas en la aparición de objetos ornamentales, así como en las piedras de moler que sin duda se utilizaban para pulverizar pigmentos. Ambas categorías se han encontrado en África con una antigüedad muy anterior al Paleolítico Superior. Son los testimonios que abogan más claramente por la existencia de una actividad simbólica, de un pensamiento simbólico y, por lo tanto, de un lenguaje simbólico.

FIGURA 7.2. Innovaciones conductuales de la Edad de Piedra Media africana. Adaptado, con autorización de las autoras, de Sally McBrearty y Alison S. Brooks, «The Revolution that Wasn’t: A New Interpretation of the Origin of Modern Human Behaviour», Journal of Human Evolution 39 (2000), p. 530.

Ninguno de estos testimonios es inequívoco, pero en conjunto nos ayudan a recomponer las primeras etapas del proceso de aprendizaje colectivo que ha culminado, 250.000 años después, en el mundo que conocemos en la actualidad. Y dan a entender que el proceso en cuestión estuvo directamente relacionado con la aparición de otras especies de homíninos, capaces de servirse del lenguaje simbólico.

ALGUNAS LEYES DEL APRENDIZAJE COLECTIVO

Gracias al lenguaje simbólico, los humanos, a diferencia de otras especies estrechamente relacionadas con ellos, pudieron intercambiar información y aprender juntos. ¿Cómo generó esta colectivización del conocimiento los cambios a largo plazo que diferencian la historia humana de la de especies afines? Para analizar lo que es característico de la historia humana tenemos que concentrarnos, por encima de todo, en los factores que determinaron el ritmo y la geografía de los procesos de aprendizaje colectivo. ¿Por qué la innovación ecológica fue más lenta en unas regiones y más rápida en otras? Si, como he dicho más arriba, el aprendizaje colectivo es el rasgo característico más importante de la historia humana, salta a la vista que tenemos que tener muy presentes estas preguntas.

En la práctica, como es natural, los procesos de aprendizaje colectivo eran tan imprevisibles como cualquier proceso creativo. Pero vale la pena señalar de entrada algunas leyes generales, porque ellas mismas nos indicarán qué cambios tuvieron más probabilidades de acelerar o frenar la acumulación de conocimientos ecológicos relevantes, esos conocimientos que, con el paso del tiempo, han dado a los humanos la extraordinaria capacidad que tienen para controlar el mundo material. Destacan dos factores: el volumen y variedad de la información que se acumulaba y la eficacia y velocidad con que se compartía.

El primer factor decisivo es el tamaño de las redes de información o la cantidad de comunidades e individuos que podían compartir la información.17 En principio cabe esperar que la sinergia potencial de una red de intercambios informativos aumente a velocidad creciente conforme crece la cantidad y diversidad de los individuos que intercambian información.18 Tal vez se entienda mejor esta ley si nos remitimos a una red ideal en la que hay una cantidad de nodos (la teoría de grafos los llama vértices, pero para nuestros fines son individuos o comunidades) y la sinergia intelectual total es proporcional a la cantidad de vínculos posibles entre los nodos (bordes en la teoría de grafos). A partir de aquí, las operaciones son sencillas. El número de vínculos posibles entre 2 nodos es 1, entre 3 es 3, y entre 4 es 6; en general, si tenemos n número de nodos, el número total de vínculos será (n × (n – 1))/2. En realidad, no todas las conexiones posibles llegan a ser reales. Pero lo importante es que el número de conexiones posibles (y, por lo tanto, la sinergia informativa potencial de toda la red) aumenta más aprisa que el número de nodos, y la diferencia entre las dos velocidades aumenta conforme crece el número de nodos. Así, mientras las redes aumentan de tamaño, su sinergia intelectual potencial aumenta más aprisa: «Poblaciones mayores y más densas igual a progreso tecnológico más rápido».19

La variedad de información acumulada podría ser tan importante como el volumen. Las comunidades cercanas que viven de modo parecido deberían poder ayudarse a poner a punto tecnologías y habilidades, pero es improbable que introduzcan ideas radicalmente innovadoras. Más probable es que las formas fundamentalmente nuevas se intercambien sólo cuando comunidades que viven de modo diferente tienen contactos señalados. En realidad, las diferencias en el estilo de vida tienden a levantar barreras que impiden el contacto, pero a veces, como en ciertas formas de comercio, no ocurre así. La verdad es que en las redes de información con grupos dispares es más que probable que encontremos procesos de aprendizaje colectivo que acaban por producir cambios significativos en la tecnología y el estilo de vida.

Este modelo abstracto da a entender que es importante describir el tamaño y la variedad de las redes informativas, las regiones en las que puede intercambiarse información. Además sugiere otro importante principio: conforme crecen y se diversifican las redes, hay que esperar no sólo una acumulación de conocimientos nuevos, sino una aceleración en dicha acumulación. Y al nivel más general esto es exactamente lo que observamos en largos períodos de la historia humana.

El segundo factor decisivo es la eficacia con que se intercambia la información. Una cosa es definir el tamaño de una región en que puede intercambiarse información. Pero dentro de esa región pueden variar mucho el ritmo y la regularidad de los intercambios. La eficacia de los intercambios informativos refleja sobre todo el carácter y la regularidad de los contactos y de los intercambios entre las comunidades. Y éstos pueden estar determinados por las convenciones sociales, los factores geográficos y las tecnologías de la comunicación y el transporte. Dentro de una red dada, los procesos de aprendizaje colectivo pueden ser más o menos potentes según las regiones; así pues, podemos imaginar regiones en que se acumula más información con más variedad y con mayores índices de concentración que en otras regiones.

Estos argumentos dan a entender un útil principio general: el tamaño, la diversidad y la eficacia de las redes informativas deberían ser un determinante a gran escala de los índices de innovación ecológica. En los capítulos que siguen trataremos de rastrear la cambiante sinergia de los procesos de aprendizaje colectivo analizando el tamaño y la variedad de redes informativas de diferentes partes el mundo, así como la variable eficacia con que se acumuló la información en esas redes.

En el Paleolítico, la existencia de pequeños grupos que tenían escaso contacto entre sí garantizaba la lentitud de las consecuencias de los intercambios de información ecológica. Era poco probable que los individuos, en el curso de toda una vida, conocieran a más de doscientos o trescientos semejantes; y la mayor parte de dicha vida seguramente la pasaban en compañía de los diez o treinta individuos que componían su grupo familiar. La cantidad de información que podía intercambiarse en estas redes era limitada a todas luces; estas limitaciones contribuyen a explicar lo que para nosotros es el paso de tortuga de los cambios tecnológicos del Paleolítico, aunque comparado con lo que era normal entre los homíninos fue en realidad un cambio tecnológico rápido.

Hay otros factores que también podían frenar la velocidad del cambio. Las sociedades compuestas por muchas comunidades pequeñas tienden a tener una gran diversidad lingüística. En la Australia indígena, una población de unos cientos de miles de individuos podía hablar perfectamente 200 idiomas. Aunque relacionados entre sí, estos idiomas eran diferentes y sólo los vecinos próximos podrían comunicarse sin complicaciones. En la California de 1750 se hablaban más de 63 y probablemente hasta 80 idiomas, y en la Papúa y Nueva Guinea de nuestros días hay casi 850 lenguas vivas.20 También las diferencias culturales podían limitar el intercambio de información ecológica y de otros datos, al igual que las distancias largas entre grupos vecinos en un mundo en que cada grupo necesitaba para sobrevivir un territorio muy grande. En general, no debería sorprendernos que las nuevas tecnologías y las nuevas adaptaciones llegaran tan despacio en el Paleolítico. Y aparecieron a nivel local, lo que quiere decir que las primeras sociedades humanas fueron probablemente muy variadas: cada grupo hacía sus propios experimentos adaptativos con relativa independencia y las oportunidades para acumular descubrimientos tecnológicos seguían siendo limitadas.

ESTILOS DE VIDA DEL PALEOLÍTICO

Todo el que quiera saber cómo vivían los primeros humanos tendrá que basarse en un montón de conjeturas. Y los estudios sobre las comunidades recolectoras actuales dan a entender que los detalles del estilo de vida variaban mucho de un grupo a otro. No obstante, podemos hacer algunas observaciones generales con bastante seguridad.21 La pequeña cantidad de restos fósiles, más lo que sabemos por la observación de los recolectores actuales, nos indica que los humanos primitivos eran escasos y vivían en comunidades pequeñas. No hay forma de saber el tamaño concreto de estas comunidades. Pero parece lógico suponer que, durante un tiempo, las poblaciones humanas fueron parecidas a las de los chimpancés actuales, y sin duda con importantes fluctuaciones hacia arriba y hacia abajo.

Estamos convencidos de que los grupos eran pequeños porque todas las tecnologías recolectoras de nuestros días necesitan vastas extensiones de tierra para alimentar a poblaciones pequeñas. A principios del Holoceno europeo, por ejemplo, la recolección podía alimentar a un individuo por cada 10 kilómetros cuadrados, mientras que las primeras formas de agricultura podían alimentar a cincuenta o cien.22 No tenemos motivos para pensar que las comunidades paleolíticas fueran más eficaces en este aspecto. Los recolectores actuales son básicamente nómadas y visitan diferentes partes del territorio propio según la época del año. Por lo general, su dieta depende en buena medida de los alimentos que recogen, frutos secos, tubérculos y otros productos vegetales, así como animales pequeños de varias clases. Además, casi todos cazan animales grandes y valoran mucho su carne, aunque no siempre la consiguen; en consecuencia, la base de su dieta se compone habitualmente de productos más pequeños y de obtención segura. Llevar la vida de un recolector exige amplios conocimientos sobre los recursos disponibles, sobre las pautas migratorias de aves y animales terrestres, y sobre los ciclos vitales de plantas determinadas, de modo que sería un error subestimar las habilidades ecológicas de estas comunidades.

¿Vivían bien los humanos del Paleolítico? Un moderno habitante de ciudad que fuera transportado a aquel mundo no lo tendría fácil, pero la suposición, tan divulgada en otros tiempos, de que la vida de los recolectores era dura e inclemente es una exageración. Si un siberiano del Paleolítico fuera transportado de súbito al siglo XXI seguramente encontraría la vida actual igual de difícil, aunque desde otro punto de vista. En un trabajo deliberadamente provocativo que se publicó en 1972, el antropólogo Marshall Sahlins decía que el mundo de la Edad de Piedra fue «la primera sociedad opulenta». Aducía que una sociedad opulenta es «aquella en que todas las necesidades materiales de los individuos se satisfacen fácilmente» e indicaba que, según el baremo que se utilice, las sociedades de la Edad de Piedra encajan en esta descripción mejor que las modernas sociedades industriales.23 Sahlins señalaba que la prosperidad podía alcanzarse o produciendo más mercancías para satisfacer más deseos o limitando los deseos a lo que había disponible (el «camino zen hacia la prosperidad»). Sirviéndose de datos antropológicos actuales para entender la vida de las sociedades de la Edad de Piedra, admite que los niveles de consumo material eran entonces indiscutiblemente bajos. La verdad es que el nomadismo, por su propia naturaleza, no anima a acumular bienes materiales, ya que la necesidad de llevar a cuestas todo lo que se posee limita los deseos de atesorar objetos. Los estudios sobre las sociedades nómadas actuales dan a entender que pueden frenar deliberadamente el crecimiento demográfico, por ejemplo prolongando el período de lactancia de los niños (lo cual inhibe la ovulación) o recurriendo a métodos más brutales, como abandonar a los niños o a los ancianos que ya no pueden desplazarse con el resto de la comunidad. Las comunidades recolectoras podrían haber limitado sus necesidades con métodos así.

Pero Sahlins argüía que, en estas comunidades, los niveles normales de consumo eran más que adecuados para satisfacer las necesidades básicas. Expertos en explotar una amplísima gama de productos, los recolectores no solían pasar estrecheces, salvo en las regiones más áridas. Y el nomadismo en grupos pequeños aportaba variedad y ahorraba las enfermedades características de las comunidades sedentarias, mayores por definición. Más asombroso aún es que los cálculos de los antropólogos para averiguar cuánto tiempo tienen que «trabajar» para vivir los recolectores actuales indican que, lejos de matarse para sobrevivir, trabajan menos que la mayoría de los asalariados y trabajadores domésticos de las sociedades industriales modernas. Estudios realizados entre comunidades tradicionales de la Tierra de Arnhem han puesto de manifiesto que «no trabajan mucho. La jornada media que empleaba un individuo en conseguir y prepararse la comida oscilaba entre cuatro y cinco horas. Además, no trabajan ininterrumpidamente. La búsqueda de la subsistencia era muy irregular. Se abandonaba el trabajo cuando los individuos conseguían lo que buscaban en cantidad suficiente, lo cual permitía tener mucho tiempo libre».24 Había en abundancia lo que es una tentación llamar tiempo de «ocio». Los investigadores que han estudiado otras comunidades recolectoras han llegado a conclusiones parecidas. Y si tenemos en cuenta que los recolectores actuales han sido por lo general desplazados de las regiones más ricas, es muy probable que las jornadas laborales de los recolectores del Paleolítico Superior fueran más cortas aún. Ha habido muchos intentos de radiografiar los cambios de los ritmos de trabajo en el desarrollo de las sociedades desde el Paleolítico hasta nuestros días. Los resultados indican que la jornada laboral de los adultos de ambos sexos ha pasado de las 6 horas de los recolectores, a las 6,75 de los horticultores, a las 9 de los dedicados a la agricultura intensiva y a las poco menos de 9 de los habitantes de las ciudades industrializadas actuales. El tiempo total dedicado al «mantenimiento de la casa» ha aumentado con la estabilidad de la residencia y el enriquecimiento de su contenido, pero la proporción de este mantenimiento por cabeza ha descendido conforme han crecido las sociedades. El tiempo invertido en fabricar y reparar objetos domésticos se reduce conforme las casas adquieren más bienes de especialistas exteriores.25

En términos generales, la conclusión de Sahlins es que la sociedad de la Edad de Piedra fue un mundo de abundancia, en el sentido de que casi todas las necesidades básicas podían satisfacerse con el mínimo esfuerzo. Es posible que el trabajo de Sahlins fuera una exageración deliberada para rebatir la opinión tradicional de que el progreso de la humanidad consistió en salir de la etapa recolectora para pasar a la agrícola y luego a la industrial. Hay poco fundamento para creer que la esperanza de vida en las sociedades de la Edad de Piedra rebasara los 30 o 40 años y es indudable que muchos individuos morían por causas que hoy habrían podido evitarse. Pero no se puede pasar por alto la paradoja elemental que subrayó Sahlins: la creciente «productividad» de las sociedades humanas ha engendrado sociedades con más necesidades y menos tiempo libre para gozar de lo que se tiene. Los crecientes niveles de productividad han ido alimentando a poblaciones cada vez mayores, pero costaría demostrar que hayan generado mayores niveles de satisfacción humana. Los humanos, colectivamente, se han perfeccionado en la extracción de recursos del entorno, pero no podemos traducir automáticamente este cambio por «mejora» o «progreso».

Los primeros humanos vivieron probablemente, como casi todos los homíninos, en grupos familiares de diez a veinte individuos que se desplazaban juntos. La comunidad en la que casi todos vivían la mayor parte del tiempo era la familia. Como (por ser humanos) hablaban entre sí, podemos estar seguros de que tenían algún concepto de lo que era la «familia» o la «parentela». Todos los primates viven en grupos que de un modo general podemos llamar familias, pero sólo con la aparición del lenguaje simbólico fue posible la comunicación de ideas sobre la familia o la parentela. Esto quiere decir que el parentesco (esté basado en vínculos de sangre o en vínculos de convención como el matrimonio) fue el principio organizador básico de las redes sociales humanas en los comienzos de nuestra historia. Con su sencillo pero influyente modelo de estructuras sociales, Eric Wolf ha señalado que las sociedades «organizadas por parentescos» constituyen una clase fundamental de comunidad humana, una clase que sobrevive en el mundo moderno con formas muy variadas.26 Pero los grupos familiares no solían vivir totalmente aislados. Al igual que las familias actuales, normalmente formaban parte de una red de comunidades emparentadas que se reunían de manera periódica, en especial cuando las provisiones eran abundantes y podían alimentar a un gran número de individuos. En estos encuentros (conocidos en Australia con el nombre de corroborees), los grupos seguramente intercambiaban información e incluso personas con otros grupos donde como mínimo había algunos parientes próximos. En el seno de estas redes, cierto sentido del parentesco podía definir quién era cada individuo, en quién podía confiar y de quién tenía que recelar.

Las comparaciones con los tiempos actuales dan a entender que el sentido paleolítico del parentesco estaba inmerso en una serie de relaciones económicas características de aquellos tiempos. Quizá podamos hacernos una idea si imaginamos un equivalente social de la ley de la gravedad. Los humanos son criaturas muy sociables; cada individuo ejerce una suave atracción gravitatoria sobre los demás individuos, motivo por el cual los humanos viven en grupos. Pero cada grupo también tira suavemente de las ideas, de los bienes y de los individuos de los grupos vecinos. Hemos visto que incluso los chimpancés (que son muy sociables) intercambian bienes muy preciados, por ejemplo la carne, como forma de afianzar relaciones dentro de la comunidad. Entre los humanos, el intercambio de información, bienes y favores de todas clases forma la gravedad social que mantiene estrechamente unidos a grupos como las familias. Estos intercambios no deben interpretarse como comercio en el sentido moderno, sino más bien como una forma de dar regalos. En el mundo cristiano, la Navidad es un eco moderno de una práctica en la que los regalos en cuanto tales (calcetines, corbatas, perfumes baratos) son menos importantes que la relación social que simbolizan. En este contexto, los regalos no se intercambian en principio para obtener un beneficio económico, sino sobre todo para mantener buenas relaciones. Los antropólogos llaman reciprocidad al principio que hay detrás de estos intercambios.27 La reciprocidad consiste en establecer buenas relaciones con el intercambio de regalos para obtener una especie de garantía para el futuro. Robert Wright cita a un cronista de la vida esquimal que viene muy al caso: «El mejor lugar para guardar [un esquimal] lo que sobra es el estómago ajeno».28

Lo contrario de la reciprocidad es la venganza. Donde la reciprocidad no puede impedir el conflicto, los individuos o las familias se vengan por las ofensas que han recibido. A fin de cuentas, si en las comunidades pequeñas sin estado no imparten justicia los individuos o las familias, nadie más lo hará. El antropólogo Richard Lee informa de un caso actual que da una idea de lo que pudo haber sido una ejecución en el mundo paleolítico:

Twi había matado ya a tres personas cuando la comunidad, obrando unánimemente por una vez, le tendió una emboscada y lo hirió de muerte a plena luz del día. Mientras agonizaba, los hombres lo acribillaron con flechas envenenadas hasta que, en palabras de un informador, «quedó como un puerco espín». Luego, cuando ya estaba muerto, las mujeres y los hombres se acercaron al cadáver y lo hirieron con lanzas, para ser todos simbólicamente responsables de la ejecución.29

Seguramente era muy rara en el Paleolítico la guerra a gran escala, como el comercio a gran escala. En su mayor parte, los intercambios de regalos (también de los regalos negativos como la violencia y las injurias) siguieron siendo personales y «familiares». Sin embargo, los intercambios desempeñaban un papel fundamental en la supervivencia, ya que creaban sistemas de información, alianza y ayuda mutua que abarcaban a muchos grupos familiares y amplias zonas geográficas. Y es indudable que había violencia de grupo incluso en las sociedades paleolíticas, como la hay en el seno de las familias actuales y en los primates no humanos de nuestros días.30

Aunque no hay forma de saberlo, es probable que se creyera que las redes sociales se extendían al mundo no humano. El lenguaje simbólico permite imaginar y comunicar lo imaginario. Esta comunicación está en la base de todas las formas de pensamiento religioso. Los estudios actuales sobre religiones minoritarias dan a entender que las primeras comunidades humanas pensaban que todo el cosmos estaba envuelto en redes de parentesco. El pensamiento totémico —la creencia de que ciertas familias o linajes están emparentados con especies animales concretas y pueden volver a la vida con forma animal— refleja una idea de parentesco con el mundo animal que parece estar en todas las comunidades pequeñas, incluso en la actualidad. El mundo sobrenatural también pudo haberse concebido como un reino distinto pero accesible, casi como un territorio tribal separado, con cuyos habitantes se podía negociar, combatir o contraer matrimonio. Era un reino al que se podía ir, sin duda después de la muerte, pero a menudo también en vida. Y cuando se llegaba a él, los ritos y símbolos de parentesco hacían como si dijéramos de pasaporte entre dos mundos. Los chamanes actuales suplican, negocian e incluso «se casan» con seres sobrenaturales, con objeto de apaciguarlos o de obtener su favor. Sobre todo, ofrecen comida o sacrifican animales para complacer o apaciguar a los dioses, de modo que los regalos recíprocos determinan tanto las relaciones con el mundo de los espíritus como las del mundo humano. La conexión entre pensamiento familiar y religión perdura en nuestros días incluso en las grandes religiones, que suelen llamar padres o antepasados a los seres trascendentales, a los que hay que hacer dones o «sacrificios» en señal de respeto. Pero parece que en las comunidades en que regía un igualitarismo relativo se pensaba asimismo que los dioses eran igualitarios e individualistas. Christopher ChaseDunn y Thomas D. Hall cuentan que en el norte de California, antes de la colonización europea,

había poca jerarquía entre las fuerzas y los seres. Muchos creían que el universo lo había creado Coyote el embaucador. Ninguna familia o linaje tenía en cuanto tal una relación especial con divinidades o antepasados santos. Más bien eran los individuos los que tenían que buscar y establecer relaciones con las fuerzas espirituales que tenían que ser sus aliadas particulares. El individuo que obtenía mucho «poder» de esta clase tenía muchas probabilidades de ser chamán, pero cada persona construía su propia relación con el mundo espiritual. Esta clase de cosmología religiosa se aviene mal con las ideas de jerarquía o los criterios de antigüedad.31

Sin embargo, es probable que, por lo menos en un aspecto, la mentalidad paleolítica fuera muy distinta de la mentalidad propia de las eras posteriores: era mucho más concreta. La gente no trataba con «los dioses» en general, sino con tal espíritu y tal fuerza mágica, del mismo modo que su tecnología, lejos de ser general, estaba especializada al máximo, en función de tal manada concreta de ciervos y de tal bosque o costa concretos. Y esta característica podría explicar por qué las religiones y cosmologías del Paleolítico estaban, por lo que sabemos, tan fuertemente vinculadas con lugares específicos.32 Como las comunidades paleolíticas eran muy pequeñas, su mentalidad era ajena a la preocupación, característicamente moderna, por la universalidad y lo general. Los lugares concretos eran lo más importante: estos lugares eran la fuente de todo lo que afectaba a los individuos. Puede apreciarse un atisbo de esta sensibilidad en lo que el australiano Hobbles Danaiyarri, de Yerralin (Territorio del Norte), dijo en cierta ocasión a Deborah Bird Rose: «Todo salió del suelo: el lenguaje, las personas, los emúes, los canguros, la hierba. Es la Ley».33

LA «EXTENSIFICACIÓN»: LAS MIGRACIONES

DEL PALEOLÍTICO SUPERIOR Y SUS CONSECUENCIAS

A causa del tamaño reducido de los grupos paleolíticos y de la limitación de sus intercambios, el conocimiento ecológico se acumuló muy despacio, tanto que a menudo se ha supuesto (erróneamente) que no hubo ninguna evolución tecnológica en aquellos tiempos. Aunque no nos resulta fácil ver los detalles, lo cierto es que en las comunidades paleolíticas se acumuló una gran cantidad de conocimiento ecológico. Al mirar atrás desde los tiempos actuales, nosotros vemos mejor que los humanos de aquella época que se estaba produciendo un cambio, porque casi todos los cambios que destacan retrospectivamente en la historia (a diferencia de los nacimientos, defunciones y otros acontecimientos que afectan a la vida contemporánea) se producen a escalas demasiado grandes para que puedan advertirse por experiencia directa.34 Con el paso de los milenios, aumentaron el tamaño y la diversidad de los entornos africanos ocupados por los humanos. Ocurrió en virtud de un proceso que podríamos bautizar con la fea palabra extensificación y que complementa la más conocida idea de intensificación. Extensificación significa que hay aumento del territorio abarcado por los humanos, pero no del tamaño medio o la densidad de las comunidades; en consecuencia crece poco la complejidad de las sociedades humanas. Supone el desplazamiento gradual de grupos pequeños hacia territorios nuevos, por lo general contiguos y parecidos a los que se han abandonado. Los humanos se desplazaban así, entre otras cosas, porque tenían la maleabilidad adaptativa necesaria, mientras que especies emparentadas como los chimpancés no tenían capacidad para salir del hábitat en que habían evolucionado. En cuanto a los motivos para emigrar, podían ser desde rencillas sociales dentro del grupo hasta la superpoblación local. Pero es importante advertir que la extensificación deja intacto el tamaño medio del grupo, aun en el caso de que pueda dar lugar a una lenta expansión del radio de acción y el número total de individuos. Así, aunque los humanos tenían que adaptarse continuamente a los nuevos hábitats y desarrollar las tecnologías necesarias para vivir en entornos tan diferentes como la selva tropical y la tundra ártica, la sinergia del aprendizaje colectivo aumentaba poco.

Fuera cual fuese la causa, y a pesar de la lentitud que la mentalidad actual podría achacar a tales cambios, el caso es que se repitieron muchas veces, durante siete u ocho mil generaciones y durante 250.000 años, y al final los humanos acabaron instalándose en todos los continentes, exceptuando la Antártida. Desde 100.000 a.p. se encuentran testimonios de la presencia de humanos modernos fuera de África. Los más antiguos son unos cráneos hallados en Oriente Medio, de hace unos 100.000 años. Esto quiere decir que en Oriente Medio vivieron humanos modernos en la misma época que los neandertales. Es posible que al menos en esta región se hayan conocido ambas especies.35 Al igual que para los primeros homíninos, para los humanos modernos tuvo que ser fácil emigrar hacia el este o hacia el oeste, siguiendo el litoral mediterráneo, o hacia Asia, porque en Eurasia meridional encontrarían entornos muy parecidos a los de África.

Los primeros grupos migratorios que encontraron entornos muy diferentes fueron los que pasaron al continente de Sahul (que comprendía lo que hoy es Australia y Papúa y Nueva Guinea) y los que se adentraron en las estepas heladas y las tundras de Eurasia septentrional (véanse los mapas 7.1 y 7.2). Ningún homínino anterior había llegado a aquellos lugares, de modo que su sola presencia fue la prueba decisiva del aumento de la creatividad ecológica de los humanos. La dificultad de ocupar territorios más septentrionales y más fríos se advierte por el tiempo que tardaron en pasar de Oriente Medio a Europa y al interior de Eurasia. Los humanos modernos pisaron por primera vez estas regiones hace unos 40.000 años. Estuvieron en Ucrania entre 40.000 y 30.000 a.p., y hacia 25.000 a.p. probablemente habían colonizado ya algunos puntos del este de Siberia. Con el tiempo, las comunidades que vivían en Siberia oriental pasaron a América, o con embarcaciones o cruzando a pie el puente de tierra de Beringia que quedó al descubierto durante las etapas más frías de la última glaciación. Sabemos que los humanos estaban ya en América hace alrededor de 13.000 años, pero hay indicios de que pudieron haber llegado antes, tal vez hace 30.000.

MAPA 7.1. Alcance de los hielos durante las glaciaciones. Datos de Neil Roberts, The Holocene: An Environmental History, Blackwell, Oxford, 19982, p. 89.

MAPA 7.2. Migraciones de Homo sapiens desde 100.000 a.p.

Mientras tanto, otros humanos habían realizado la primera travesía importante de la historia, desde lo que es actualmente Indonesia hasta Sahul. Hasta la década de 1960 no se supo con seguridad que la colonización de Australia tenía más de 10.000 años. Pero desde entonces, las fechas de la presencia humana en Sahul no han hecho más que retroceder en el tiempo. Los humanos estaban ya hace 40.000 años y es posible que llevaran allí mucho más tiempo. Los últimos testimonios encontrados, tras someterse a la innovadora técnica de la termoluminiscencia, dan una antigüedad de casi 60.000 años para la ocupación del refugio rupestre de Malakunanja y la Tierra de Arnhem (norte de Australia), mientras que un esqueleto encontrado en 1974 en el lago Mungo, de Nueva Gales del Sur, se ha datado recientemente entre 56.000 y 68.000 a.p.36 Son fechas significativas, porque ningún homínino primitivo había conseguido colonizar Sahul. El motivo está claro. Incluso durante la última glaciación, en que el nivel del mar estaba por debajo del actual, llegar a Sahul exigía una travesía marítima de 65 kilómetros por lo menos. En otros momentos la distancia era por lo menos de 100 kilómetros. Los humanos que hubieran querido pasar a Sahul por las Célebes o Timor, habrían tenido que ser marineros excelentes. Y unos organizadores muy escrupulosos, porque las poblaciones que llegaran a Sahul por casualidad no serían lo bastante numerosas para formar colonias estables. Así pues, la colonización de Sahul exigió tecnologías que no se encontraban en ningún homínino anterior (véase el mapa 7.2). Los análisis de variación genética en poblaciones modernas confirman la versión migratoria que leemos en el registro fósil. Los resultados ponen de manifiesto que las poblaciones de Asia oriental y Australia se separaron hace más de 50.000 años, y que las poblaciones amerindias se separaron de las de Asia septentrional hace entre 15.000 y 35.000 años.37

Conforme los humanos se adentraban en estos entornos nuevos, fueron desarrollando nuevas tecnologías. Es posible que uno de los adelantos tecnológicos más importantes de finales del Paleolítico fuera el dominio del fuego. Ya vimos que algunas comunidades de Homo ergaster/erectus utilizaron el fuego de manera limitada. Los humanos modernos le dieron más usos productivos. De él obtenían calor y cierta protección frente a los depredadores. Se utilizó asimismo para cocinar, un avance que permitió procesar y utilizar alimentos que de otro modo habrían sido intocables; el calor ablandaba la carne y destruía las toxinas protectoras de muchas especies vegetales, desde los tubérculos hasta las legumbres.38 El fuego podía utilizarse igualmente para modificar paisajes y como complemento de la caza y la recolección. En un artículo famoso, la arqueóloga australiana Rhys Jones llama «agricultura de antorchas» a este procedimiento.39 Los «agricultores» de las antorchas quemaban el bushland siguiendo ciclos regulares. Uno de sus objetivos era impedir que se acumulara material combustible que pudiera alimentar más tarde incendios mayores y más peligrosos. Pero al despejar el sotobosque, la agricultura de antorchas potenciaba por otro lado el crecimiento de plantas nuevas que, a su vez, atraían a herbívoros susceptibles de cazarse. Las investigaciones recientes dan a entender que estas técnicas podrían haberse utilizado ya hace 45.000 años.40 Por lo menos en las zonas templadas se han venido utilizando de manera más o menos continua desde entonces, causando un profundo efecto en toda la biota. Como ha dicho Stephen Pyne,

pocas comunidades vegetales de la zona templada han escapado a la acción selectiva del fuego y, gracias a la expansión de Homo sapiens por todo el mundo, el fuego ha visitado casi todos los paisajes de la Tierra. Muchas biotas, en consecuencia, se han adaptado tanto al fuego que, como suele suceder en las biotas azotadas frecuentente por las inundaciones y los huracanes, la adaptación se ha convertido en simbiosis. Estos ecosistemas no se limitan a tolerar el fuego, sino que a menudo lo fomentan e incluso lo necesitan. El fuego es en muchos entornos la forma más efectiva de descomposición, la fuerza selectiva dominante que determina la distribución relativa de ciertas especies y el medio para el reciclaje eficaz de nutrientes e incluso para el reciclaje de comunidades enteras.41

Bajo una modalidad u otra, la práctica se encuentra ya en muchas regiones del mundo a finales del Paleolítico y en fecha posterior.42 En el siglo XVIII, el capitán Cook vio el humo de los incendios del bush mientras navegaba frente a la costa australiana, y Magallanes vio elevarse grandes columnas de humo de la Tierra del Fuego. Las investigaciones antropológicas recientes han puesto de manifiesto que el uso del fuego tiene también una larga historia en América del Norte.43 Según I. G. Simmons,

los indios Castor del norte de Alberta tenían una forma compleja y delicadamente apropiada de hacer fuego. Ciertas áreas se incendiaban adrede para maximizar el valor de sus recursos. Dentro del bosque se creaban claros («patios») y se mantenían despejados mediante el fuego; del mismo modo se creaban y mantenían franjas de hierba en las orillas de arroyos, pantanos, senderos y cornisas de montaña («corredores»), porque eran zonas donde se reunían especies animales buscadas, o por donde pasaban, o ambas cosas a la vez. También se incendiaban los caminos que conducían a las trampas, las orillas de los lagos y charcas, y amplias zonas de árboles caídos que de otro modo no tenían valor como recurso; en realidad eran un peligro, porque si se incendiaban en verano podían precipitar un incendio generalizado, mientras que los grupos indios controlaban el tiempo y el espacio para producir sólo incendios de superficie. Así, es posible que los patios y los corredores coexistieran con un mosaico natural creado por el fuego, aunque también pudo haberse empleado la fisonomía natural del terreno como punto de partida y se mantuviera una versión continuamente actualizada.44

Es tan omnipresente el uso del fuego que el sociólogo holandés Johan Goudsblom ha dicho que representa la primera gran transición tecnológica de la historia humana.45

En climas más fríos, era fundamental mejorar las técnicas de cacería, porque los alimentos vegetales accesibles eran más escasos que en latitudes más meridionales, pero había grandes manadas de herbívoros en las heladas estepas de Rusia, Siberia y América del Norte. Los testimonios de nuevas formas de creatividad tecnológica son particularmente abundantes en el este de Europa. Es posible que, en esta región, entre las innovaciones del Paleolítico Superior estuvieran las formas más antiguas del arte textil y la alfarería, tecnologías que en otras épocas se pensaba que habían aparecido en el Neolítico. Ciertos yacimientos de las llanuras de Moravia, con una antigüedad de 28.000-24.000 años, sugieren el uso de la arcilla cocida y de la tejeduría, seguramente para confeccionar redes y cestas, así como formas elementales de vestido.46 También en Europa oriental hay testimonios del Paleolítico Superior que indican mejoras en el vestido, sobre todo en los entornos septentrionales. En Sungir, cerca de Vladímir (Rusia), hay dos sepulturas fechadas hacia 23.000 a.p. que contienen los restos de dos jóvenes de ambos sexos, con la indumentaria llena de cuentas. La situación de los abalorios da a entender que la ropa, hecha con pieles y pellejos, se había confeccionado y entallado cuidadosamente. La tumba de la joven es la más compleja. Contenía más de 5.000 cuentas, muchas lanzas de marfil y otros adornos de marfil tallado. La tumba del joven contenía asimismo muchas cuentas, un cinturón hecho con 250 dientes de zorra tallados, una pulsera, varias lanzas y una figura de mamut tallada en marfil. Muchos yacimientos del Paleolítico Superior contienen además agujas de hueso.47

Los refugios se volvieron más especializados. Hay indicios realmente llamativos de construcción sistemática y bien planificada en lo que hoy es Ucrania y el sureste de Rusia.48 Puede que lo más asombroso de todo sea que las comunidades de ciertas regiones explotaban con tanta eficacia los recursos locales que abandonaban parcialmente el nomadismo. Los testimonios más claros de la existencia de «aldeas» del Paleolítico Superior proceden también de Ucrania, donde Olga Soffer ha estudiado casi treinta yacimientos. En muchos hay huesos de mamut y pozos para el almacenamiento de carne congelada. Relacionados con estos yacimientos hay otros —en terrenos altos, alejados de los cauces fluviales— que podrían corresponder a campamentos de caza utilizados sólo en verano. Los refugios más antiguos de huesos de mamut son aproximadamente de 20.000 a.p., pero hay otros refugios parecidos en muchos puntos de la cuenca del Dniéper, por lo general cerca de los valles fluviales. En Meyirich, a orillas del Dniéper, hay grandes acumulaciones de huesos de mamut al lado de fogones cuidadosamente preparados y muchos adornos de hueso o de marfil. Los huesos de mamut servían para construir el armazón de los refugios, parcialmente clavados en tierra y cubiertos con pieles. Había unos cinco refugios, cada uno de 80 metros cuadrados aproximadamente y con capacidad para cobijar hasta diez personas. Los constructores utilizaron los huesos de mamut no sólo como armazón, sino también como estacas, anteponiéndolos a la madera, que se pudre más fácilmente. Los hundían en el suelo, les abrían agujeros e insertaban en ellos postes de madera. Además empleaban los huesos de mamut como combustible, astillándolos previamente.49 Estas viviendas eran probablemente campamentos de invierno para grupos de alrededor de treinta personas que las ocupaban tal vez nueve meses al año. Que estas viviendas eran relativamente fijas se refleja en el cuidado con que se construyeron. En el yacimiento 21 de Kostenki, a orillas del Don, había varias viviendas, separadas entre sí por 10 o 15 metros, a lo largo de 200 metros. Una, próxima a una zona pantanosa, tenía una parte del suelo pavimentada con losas de piedra caliza, para protegerse de la humedad. También había objetos que al parecer tenían una función ritual, como los dos cráneos de buey almizclero encontrados en Kostenki. Puede que fuera el lugar de las reuniones anuales o de actividades rituales que confirmaban la unidad de los grupos emparentados.50 Los habitantes de estas aldeas glaciales se alimentaban con carne congelada que guardaban en pozos de almacenamiento y que descongelaban con fuego. La carne era en su mayor parte de herbívoros gregarios como el mamut y el bisonte, que se cazaban en verano y en otoño, cuando los animales estaban en condiciones óptimas. Todos los años, algunos habitantes se desplazaban a los campamentos de verano para pasar allí la temporada de caza. Al volver, guardaban la carne en pozos cuya profundidad indica que se abrieron desde la capa superior del suelo durante los deshielos del corto verano.51

Las habilidades necesarias para sobrevivir en medios como los descritos eran tanto sociales como tecnológicas. El conocimiento, en los medios hostiles, es tan importante como las herramientas; los modernos estudios antropológicos dan a entender que el conocimiento se valoraba mucho y se codificaba y atesoraba escrupulosamente en leyendas, rituales, canciones, pinturas y bailes. Hay muchos indicios de que en el Paleolítico Superior se intercambiaban información y bienes prestigiosos de varias clases, a veces en un radio muy amplio. Esto no quiere decir que estos intercambios fuesen regulares, pero sí que la información podía difundirse por amplias regiones, si bien con lentitud y de manera desigual. Las asombrosas Venus que encontramos desde los Pirineos hasta el río Don, todas procedentes del período más frío de la última glaciación, hace unos 20.000 años, constituyen un ejemplo espectacular de los mecanismos de difusión. Más sorprendente aún es el conjunto de semejanzas que advertimos entre las pinturas rupestres del suroeste de Europa y las de Mongolia occidental, de finales del Paleolítico Superior.52 También en Sahul hay indicios de que se podían intercambiar bienes e ideas en un radio muy amplio. La mina de ocre de Wilgie Mia, en Australia occidental, se excavó durante miles de años utilizando tecnologías que comprendían apuntalamientos de madera, piedras duras para golpear la roca y cuñas endurecidas con fuego para extraer el ocre empotrado en la roca. El ocre rojo de la mina, que podría ser para representar la sangre de un ser de Fantasía, se transportaba desde Australia occidental hasta Queensland, que está en el otro extremo del continente.53

Las tecnologías que permitieron a los primeros humanos tener acceso a medios de diversidad creciente y capacidad para colonizar el mundo suponen un aumento del número total de humanos. Pero es difícil calcular cuánto crecieron las poblaciones del Paleolítico. La mayoría de los cálculos se basa en poco más que una serie de prudentes conjeturas. Y se corre el riesgo, un riesgo que debería admitirse de entrada, de que al hacer deducciones de las cifras sólo redescubramos los presupuestos que había tras las conjeturas del principio. Sin embargo, si las estimaciones son seguras, aunque contengan un margen de error, permiten llegar a algunas conclusiones claras e importantes. Aunque las poblaciones primitivas eran indiscutiblemente pequeñas y sin duda fluctuaban mucho, hemos visto que el radio de acción de los humanos se amplió notablemente en África durante 150.000 años y más. Esta expansión territorial da a entender que el número total de humanos había aumentado. Como ya se ha señalado en el capítulo 6, el testimonio genético indica que el número de humanos modernos pudo haber sido peligrosamente bajo (quizá de unos 10.000 adultos) hace unos 100.000 años, al comienzo de la última glaciación.54 Sin embargo, que algunos grupos salieran de África —primero hacia Oriente Medio y luego, desde hace 50.000 años, hacia el centro y el norte del continente euroasiático, así como hacia Asia oriental y Australia— significa seguramente que había aumentado de manera considerable la población de humanos modernos después de la última fecha citada. Las duras condiciones de las postreras etapas de la última glaciación podrían haber frenado el crecimiento, pero la expansión de los humanos hacia entornos completamente desconocidos como Siberia y América quizá tuvo el efecto contrario, por lo menos a escala planetaria. Un indicio indirecto del aumento demográfico es la creciente cantidad de colonias que hay en el Paleolítico Superior: entre la costa septentrional del mar Negro y los glaciares situados más al norte sólo se han encontrado seis yacimientos neandertales, pero hay más de 500 posteriores a 50.000 a.p.55 El demógrafo italiano Massimo Livi-Bacci propone una población total de «varios cientos» de miles para 30.000 a.p. y unos 6 millones para el fin de la última glaciación, hace casi 12.000 años (véanse las tablas 6.2 y 6.3).56

Con estas tres cantidades —10.000 al comienzo de la última glaciación, unos 500.000 a principios del Paleolítico Superior y 6 millones hace 10.000 años, al final de la última glaciación— podemos calcular algunas tasas de crecimiento de las primeras poblaciones humanas. Tomadas por su valor aparente, estas cantidades suponen que cada cien años las poblaciones humanas se multiplicaron por 1,006 aproximadamente entre 100.000 y 30.000 a.p., una tasa que arroja un tiempo de duplicación de unos 12.500 años. Entre 30.000 y 10.000 a.p., la población mundial se multiplicó por 1,013 aproximadamente cada 100 años, lo que da un tiempo de duplicación de unos 5.600 años.

Son tasas de crecimiento muy altas en comparación con las demás especies de mamíferos grandes. Sin embargo, son bajas si se miden por el rasero de la historia humana posterior. En la tabla 6.3 puede verse que, con estas cantidades, el período medio de duplicación se redujo en la época agrícola a la sexta parte de lo que había durado a finales del Paleolítico. En la época moderna ha vuelto a reducirse, aproximadamente a la octava parte del valor que tenía en la época agrícola. Una forma de entender de modo general la diferencia entre estas épocas es calcular la densidad demográfica media. La superficie total de tierra del planeta (contando la Antártida) es aproximadamente de 148 millones de kilómetros cuadrados. Dividiendo esta cifra por la población mundial de cada época tendremos una densidad demográfica aproximada de 1 individuo por cada 25 kilómetros cuadrados en 10.000 a.p.; en 5000 a.p. habría habido alrededor de 8 personas; en 2000 a.p., alrededor de 42; en 1800 d.C., alrededor de 160; y actualmente alrededor de 1.013. Es otra forma de decir que desde finales del Paleolítico la población mundial se ha multiplicado por 1.000, que de 6 millones ha pasado a 6.000 millones. Como hemos visto en este capítulo, este asombroso cambio empezó ya en el Paleolítico, con las primeras migraciones a otras tierras del continente africano.

EL IMPACTO HUMANO EN LA BIOSFERA

Por toscas que puedan parecer a los humanos actuales, las habilidades tecnológicas que posibilitaron esta expansión supuso un notable aumento del dominio ecológico humano, un aumento que repercutió de modo significativo en los entornos paleolíticos. La «agricultura de antorchas» es el ejemplo más espectacular, pues, según parece, la quema regular de tierras durante miles de años podía transformar amplias zonas, a veces de manera radical.57 En Australia, las especies amantes del fuego como los eucaliptos se multiplicaron gracias a la agricultura de antorchas, mientras que otras especies se redujeron; así, las tierras pobladas de eucaliptos que los emigrantes europeos tomaron por la imagen natural de Australia eran, en realidad, tan artificiales como los jardines paisajísticos de la Inglaterra del siglo XVIII.

Otra forma importante de moldear el entorno en el Paleolítico fue empujar a otras especies a la extinción. El perfeccionamiento de las técnicas de caza y el creciente uso del fuego tal vez desempeñaran aquí algún papel, como lo desempeñó la expansión hacia nuevos entornos. Muchas especies grandes (la megafauna) estuvieron especialmente amenazadas: mamíferos, reptiles y aves que se reproducían despacio y, por lo tanto, eran más sensibles a los descensos demográficos bruscos. Los mamutes, los rinocerontes lanudos y el gigantesco alce irlandés desaparecieron de Eurasia septentrional e interior; en América del Norte desaparecieron los caballos, los elefantes, los armadillos gigantes y los perezosos.58 En Australia desaparecieron muchos géneros de marsupiales grandes, entre ellos Diprotodon, una criatura parecida al uombat, de unos 2 metros de altura (véase la figura 7.3). Y al parecer se extinguieron antes de que transcurrieran 10.000 años desde la llegada de los humanos.59 Como Alfred Wallace, el colaborador de Darwin, señalaba ya en 1876, las extinciones fueron de intensidad variable y se produjeron en casi todo el mundo, desde el Pacífico hasta el Atlántico y América: «Vivimos en un mundo zoológicamente empobrecido del que han desaparecido en los últimos tiempos las formas más grandes, más feroces y más extrañas; sin duda es un mundo más benigno para nosotros que el que ya no existe. Pese a todo, esta súbita extinción de tantos mamíferos grandes, no en un lugar, sino en más de medio mundo, es sin lugar a dudas un acontecimiento prodigioso sobre el que nunca se hará suficiente hincapié».60

Hace mucho que los científicos discuten el efecto relativo del cambio climático y las cacerías intensivas de animales en estas extinciones. Es posible que los dos factores influyeran, pero cuando nos ponemos a datar las extinciones con más precisión, se acumulan los indicios de que las principales extinciones, sobre todo en las últimas regiones colonizadas como Siberia, Australia y América, coinciden con la llegada de los humanos.61 Fue aquí donde las extinciones alcanzaron mayores proporciones. Australia y América podrían haber perdido entre el 70 y el 80 por 100 de las especies mamíferas que pesaran más de 44 kilos; en Europa desapareció alrededor del 40 por 100 de la megafauna y en África sólo alrededor del 14 por 100.62 También en épocas recientes ha habido especies particularmente afectadas en medios como las islas del Pacífico, cuyos animales no habían estado hasta entonces en contacto con los humanos. Que no haya el menor rastro de porcentajes parecidos de extinción en anteriores períodos de rápido cambio climatológico, por ejemplo en el pleistoceno, apoya la conclusión de que la actividad humana ha tenido algo que ver. Fuera cual fuese la causa, la desaparición de casi todos los mamíferos grandes de Australia y América tuvo hondas repercusiones. La desaparición de especies que con el tiempo habrían podido domesticarse podría haber retrasado o impedido la aparición de la agricultura en estas vastas regiones, que por otra parte se quedaron sin una importante fuente de energía potencial.63

FIGURA 7.3. Megafauna australiana extinguida (y reducida): perfiles de animales australianos perdidos o reducidos de tamaño. El cazador humano de la izquierda permite comparar los tamaños relativos. Según Tim Flannery, The Future Eaters: An Ecological History of the Australasian Lands and People, Reed, Chatswood, N. S. W., 1995, p. 119; gentileza de Peter Murray.

La historia de las extinciones del Paleolítico tiene un desenlace triste y llamativo. Entre las especies forzadas a la extinción por la expansión de los humanos modernos probablemente estuvieron los últimos restos de los homíninos que no eran de nuestra especie. Los neandertales, como hemos visto, tenían el encéfalo tan grande como los humanos modernos y eran lo bastante creativos para instalarse en las regiones frías de la Rusia y la Europa actuales que ningún homínino anterior había llegado a ocupar. Pero al parecer carecían de la creatividad tecnológica de los humanos modernos, probablemente porque carecían de un lenguaje simbólico desarrollado. Los humanos modernos estuvieron en Oriente Medio al mismo tiempo que los neandertales; más aún: parece que en esta región los humanos modernos utilizaron herramientas semejantes a las de sus vecinos neandertales. Pero las dos especies utilizaron herramientas parecidas de manera diferente. Ciertos estudios realizados con huesos de especies cazadas por los humanos modernos revelan que casi todos los animales se capturaron en verano o en invierno, mientras que los restos de los yacimientos neandertales indican que se capturaban durante todo el año. Dicho de otro modo, es probable que los humanos modernos se movieran más y cazaran de un modo más selectivo, mientras que los neandertales estaban en el mismo emplazamiento todo el año. Estas sutilezas podrían ser indicio de diferencias más profundas entre los dos grupos. La mayor movilidad de los humanos modernos da a entender que sus grupos tenían más contacto entre sí y que podrían haber intercambiado información en un radio más amplio, mientras que los neandertales, tanto los grupos como los individuos, vivían más aislados. Entre las comunidades recolectoras actuales, sobre todo de las regiones frías (equivalentes, por ejemplo, a las de Oriente Medio durante la última glaciación), compartir información entre varios grupos puede ser vital para la supervivencia. Al mismo tiempo, los grupos más autosuficientes y menos móviles pueden ser más sensibles a las crisis ecológicas bruscas. Es posible que estos grupos, con sus métodos de caza menos eficaces, tuvieran que invertir más energía física para sobrevivir. Esta necesidad podría explicar el aspecto fornido de los neandertales: sus métodos de caza se basaban más en la fuerza individual que en la astucia colectiva.64

Estas diferencias tuvieron consecuencias con el paso del tiempo, mientras los humanos modernos se expandían y acababan emigrando a regiones ocupadas por neandertales. Parece que una de estas regiones era el sur de Francia, que probablemente tenía la mayor densidad demográfica de Europa al final de la última glaciación (lo cual, por otro lado, podría ser la causa de que además contenga el 80 por 100 del arte rupestre europeo).65 Hay indicios de que las comunidades neandertales sobrevivieron en Francia durante la mayor parte de la última glaciación y es posible que imitaran algunas tecnologías de sus vecinos. Pero no les sacaron mucho partido. Los últimos neandertales perecieron en Europa suroccidental hace 25.000-30.000 años. Cabe la posibilidad de que hubiera un desenlace parecido, y aproximadamente al mismo tiempo, en el extremo oriental del continente euroasiático, ya que han aparecido indicios de que otras poblaciones homíninas sobrevivieron allí tanto tiempo como los neandertales y desaparecieron hace entre 50.000 y quizá 27.000 años.66

El virtuosismo ecológico de los humanos modernos tenía ya en el Paleolítico su faceta creativa y su faceta destructora. Sus aventurados movimientos de masas, su arte rupestre y sus habilidades tecnológicas merecen justamente nuestra admiración; pero la eliminación de tantos animales grandes, entre ellos las últimas especies de homíninos que quedaban, es un importante aviso de que la historia humana tiene un rostro más peligroso.

RESUMEN

La investigación reciente da a entender que los humanos modernos, pertrechados con lenguaje simbólico y capacidad para el aprendizaje colectivo, aparecieron en África hace alrededor de 250.000 años. Poco a poco, comunidad tras comunidad, los humanos desarrollaron tecnologías nuevas y aprendieron a vivir en entornos desconocidos. Desde hace unos 100.000 años empezaron a salir de África y a internarse en tierras no colonizadas antes por ningún homínino, tierras cuya ocupación exigía habilidades ecológicas completamente nuevas. El continente de Sahul fue ocupado entre 60.000 y 40.000 a.p.; las regiones heladas de Rusia y Siberia fueron ocupadas desde 30.000 a.p. en adelante; y América fue ocupada por emigrantes siberianos hace unos 13.000 años y quizá mucho más. Conforme se expandían los humanos empezaron a influir de modo significativo en la biosfera, transformando paisajes con el fuego y extinguiendo mediante la caza buena parte de la megafauna del Pleistoceno. Al final de la última glaciación, hacia 10.000 a.p., los humanos ocupaban todas las partes habitables del planeta, excepto la miríada de islas del Pacífico. Y por añadidura habían empujado a la extinción a los demás homíninos que quedaban.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

La historia temprana de nuestra especie es un campo complejo y plagado de polémicas. Hay buenos repasos generales, entre ellos Peter Bogucki, The Origins of Human Society (1999); Göran Burenhult, ed., The Illustrated History of Humankind (1993-1994, 5 vols.); Roger Lewin, Evolución humana (1999); Ian Tattersall, Hacia el ser humano (1998); Richard Klein, The Human Career (1999); Luigi Luca y Francesco Cavalli-Sforza, The Great Human Diasporas (1995); Chris Stringer y Robin McKie, African Exodus (1996); y Robert Wenke, Patterns in Prehistory (19903). El presente capítulo se basa sobre todo en un artículo fascinante de Sally McBrearty y Alison Brooks, «The Revolution that Wasn’t» (2000), pero es demasiado pronto para saber si esta versión se aceptará mayoritariamente. La historia temprana del lenguaje es no menos polémica. Algunos aspectos de los debates actuales sobre el tema pueden verse en Terrence Deacon, The Symbolic Species (1997); Steven Mithen, Arqueología de la mente (1996); Henry Plotkin, Evolution in Mind (1997); John Maynard Smith y Eörs Szathmáry, Ocho hitos de la evolución (1999); y Steven Pinker, El instinto del lenguaje (1994). Timewalkers (1995) de Clive Gamble es una de las últimas historias generales del Paleolítico y se centra sobre todo en las cambiantes relaciones y redes sociales. The Future Eaters (1995) de Tim Flannery es un libro magnífico, aunque polémico, sobre el primer impacto ecológico de los humanos en Sahul; su última obra, The Eternal Frontier (2001) analiza la historia ecológica de América del Norte. Los trabajos de Olga Soffer (véanse los artículos relacionados en la bibliografía general) son fundamentales para entender la colonización de la Rusia helada. The Cambridge Encyclopedia of Human Evolution (1992), coordinada por Steven Jones y otros, es también útil para muchos detalles del presente capítulo.