name="Adept.expected.resource"/>

PRINCIPIOS DE NOVIEMBRE

Una sorpresa

En lugar de llevar la falda verde protocolaria, Yasmeen ha venido al instituto con una mini vaquera y unas medias con estampado de leopardo. Pero eso no es todo: se ha engominado su melena rosa y se la ha peinado hacia arriba, formando así una cresta larguísima. Sin embargo, ningún profesor la obliga a cambiarse porque hoy es su diecisiete cumpleaños y todo el mundo sabe que, para los enfermos, los cumpleaños son sagrados.

—Puede que lo celebre con un poco de sexo —dice, y suelta tal chillido de alegría que todos nos quedamos helados, inmóviles, con los pinceles suspendidos en el aire y con la mirada clavada en ella.

No va a celebrar la típica fiesta de cumpleaños, sino que ha organizado una fiesta de pijamas. Eso es lo que le contamos a mamá.

No podemos decirle que estaremos merodeando por la Iglesia el sábado por la noche, esquivando ramas llenas de pinchos bajo la atenta mirada de las estrellas, arrastrándonos por una propiedad privada a sabiendas de que está cerrada a cal y a canto.

Jon se levanta a mezclar pintura y Yasmeen aprovecha su ausencia para enseñarnos una tarjeta, un corazón lleno de purpurina con la palabra LOVE escrita en una tipografía muy pomposa y retorcida, como si fuese un monograma.

—Es de parte de Jon —dice—. Ojalá no lo hubiera hecho. Ya le confesé lo que sentía por él.

El corazón me martillea en el pecho y me da la sensación de que no me llega aire a los pulmones.

Le devuelvo la tarjeta sin haberla leído.

El autorretrato de Yasmeen es negro y siniestro, y sus ojos son dos diminutos puntos negros en un rostro demasiado redondo. —Es horrible, ¿verdad? —dice, aunque no sé si se refiere al cuadro o al malentendido con Jon.

Lo único que sé es que se me ocurren mil cosas peores y más dolorosas que Jon o que abrir una tarjeta cubierta de besos suyos.

—Creo que estás exagerando un poco —opina Tippi. Abre la boca para añadir algo más, pero en el último momento cambia de opinión y me acaricia el brazo.

—¿Estás bien? —me pregunta Tippi más tarde.

Asiento con la cabeza. Estoy bien. Y después, resuelvo: —Esta noche, en la Iglesia, voy a emborracharme.

Le observo

Observo cómo se comporta con Yasmeen, pero no consigo ver amor por ninguna parte. Me pregunto si tal vez Yasmeen ha tergiversado la realidad, si tal vez la tarjeta no significa lo que ella sospecha.

O ella está equivocada, o yo estoy ciega, porque desde mi punto de vista, Jon nos trata exactamente igual.

Comer por dos

No tengo hambre. Con tan solo mirar ese gigantesco pollo sobre una cama de arroz amarillo se me revuelve el estómago. Aparto la mirada. —¿No quieres ni probarlo? —pregunta Tippi. Deslizo mi plato con mi porción de pollo al horno y se lo ofrezco. —Puedes comértelo si quieres —digo, y, en menos que canta un gallo, se zampa el muslo de pollo por las dos.

Más importante

Unos nubarrones empiezan a arremolinarse a lo lejos. —Espero que no llueva esta noche y podamos salir a celebrar el cumpleaños de Yasmeen —digo.

Tippi me aparta del cristal de la ventana. —De nada sirve preocuparse ahora —responde.

—¿Preocuparse por qué? —pregunta mamá, que entra en nuestra habitación y asoma la cabeza por la montaña de ropa limpia que lleva sobre los brazos.

—Grace no quiere que llueva —informa Tippi.

Mamá deja la pila de ropa sobre la cama y recoge un par de platos sucios llenos de migajas.

—Yo de ti me preocuparía de cosas más importantes —sentencia y, sin musitar una palabra más, se marcha de la habitación y, con sumo cuidado, cierra la puerta.

Quiromancia

La Iglesia parece haber cobrado vida; un millón de luciérnagas zumban en la atmósfera.

La luna se ha escondido tras unas nubes espesas y densas. El frío empieza a colarse por mi ropa, y por mis huesos.

Creía que las cervezas ahogarían mis sentimientos por Jon, que los enterrarían en un lugar tranquilo y dejarían espacio para otras cosas, cosas más reales, más posibles.

Pero ocurre justo lo contrario.

En mi cabeza rondan palabras que querría susurrar al oído de Jon en la penumbra de la noche.

Le miro a la cara y le veo más guapo que nunca y cada vez que se ríe, mis músculos se contraen de nostalgia.

Tippi percibe mi inquietud, mi anhelo, y noto que se revuelve. Después pega los labios a una botella de vino tinto casi vacía y se zampa un brownie de marihuana.

Yasmeen rasguea una guitarra, toca canciones de Dolly Parton.

Jon está sentado a mi lado, sobre un tronco húmedo. —Dame la mano —le exijo. Él obedece y la giro con la palma mirando hacia arriba, hacia la oscuridad nocturna.

—¿Qué me depara el destino? —pregunta.

Recorro el pulgar en diagonal por su palma y le contemplo bajo la luz de la luna, para absorber su belleza, y nuestra intimidad. —La línea de la cabeza muestra que eres curioso y creativo —digo. —Y la línea del corazón está muy marcada.

—Ya veo —dice, y extiende todos los dedos, ofreciéndome así toda la mano.

La cerveza está tratando de amedrentarme y me amenaza con decir lo que no debo. Me muerdo la lengua y noto el sabor metálico de la sangre en la boca.

Tippi está tiritando de frío y se tapa los hombros con una manta.

Doy un respingo y la miro. —¿Qué? —pregunta—. ¿Te habías olvidado de que estaba aquí?

Se echa a reír y yo aparto la mirada porque sí, de hecho,

por un instante, me había olvidado de ella.

El regalo de nuestras madres

Terminamos de adivinar el futuro, de cantar, de beber, de fumar y de celebrar, y nos quedamos callados.

Yasmeen rompe el silencio y dice: —Mi madre fue quien me pasó el VIH. Ella no sabía que tenía el virus. Después del parto, me dio el pecho y, en fin, me condenó. Chupé ese maldito veneno de su pecho.

Nadie responde pero creo que Yasmeen no pretendía escuchar una respuesta.

Una estrella fugaz ilumina el cielo nocturno; contengo la respiración y pido un deseo, mientras envío toda mi buena energía a Yasmeen.

Tippi entrelaza su mano con la mía y se acurruca a mi lado porque las dos sabemos muy bien cómo se siente Yasmeen, y lo duro que es nacer con una carga sobre los hombros, con una maldición que ni siquiera tu madre sabía.

Impresiones maternales

De haber nacido en otro siglo, nos habrían señalado con el dedo y nos habrían acribillado a preguntas sobre qué estaba pensando mamá mientras crecíamos en su vientre. En aquella época habrían asegurado que mamá se había dedicado a mirar dibujos de demonios o a leer historias satánicas mientras estaba embarazada, que las imágenes se habían filtrado hasta su útero y se habían grabado en nuestros cuerpecitos vulnerables.

Por aquel entonces, le habrían echado la culpa a alguien y ese alguien habría sido mamá.

Hoy en día, la comunidad científica sabe que no cometió ningún error, que no fue culpa suya, que nuestra particularidad, o rareza, no proviene de la mente retorcida y endemoniada de mamá, sino que fue un simple accidente durante la concepción, pues el óvulo no se separó como debía.

La ciencia y el progreso son básicos para la evolución humana, pero no puedo dejar de pensar en las pruebas que le realizaron a mamá para intentar averiguar cómo pudo ocurrir, cómo pudimos sobrevivir, y en si podrían evitar que gemelas como nosotras pudieran volver a nacer.

Por la mañana

Nos despertamos agarrotadas y doloridas y con un dolor de cabeza tremendo. La resaca es monumental y ni siquiera podemos soportar el canto de los pájaros.

A pesar de todo, estamos sonrientes y, creo, que nunca he sido tan feliz en mi vida.

Lo que está haciendo

El pasillo es una nube de polvo. Papá está encaramado a una escalera de mano, lijando la pared. —¡Hola, chicas! —dice—. ¡Cuidado con ese bote de pintura! Me apetecía un cambio y me he puesto manos a la obra. ¿Qué os parece?

—¡Una idea fabulosa! —grita Grammie desde algún lugar de la casa.

Trozos de papel pintado, arrancados de cualquier manera, están desparramados por el suelo, como hojas de otoño. Mamá tardó dos semanas en empapelar toda la pared. Le costó un ojo de la cara y ahora papá lo está despegando como si tal cosa.

—¿Dónde está mamá? ¿Sabe lo que estás haciendo? Mis voz no es más que un susurro. Las palabras quedan suspendidas en el aire, junto con el millón de motas de polvo.

—Es una sorpresa —responde papá. Y se pone a silbar una melodía, dispuesto a proseguir con el lijado. —¿Cómo os fue anoche? Sé lo que pretende: que nos entusiasmemos porque por fin está haciendo Algo por Sí Mismo. Y quiero animarle, de veras.

Pero.

Tippi tose y se cubre la boca con la mano. —Creo que deberías haberlo consultado con mamá —dice.

Papá deja de silbar ipso facto. —Es una sorpresa —repite—. ¿Sabéis lo que es eso?

—Sí —contesta Tippi—. La cuestión es que prefiero que me hagan feliz a que me sorprendan.

Resaca

Nos metemos en la cama, todavía con la ropa sucia de la noche anterior. Intento leer, pero las palabras se desdibujan en la página y soy incapaz de acabar una sola línea, así que decido escuchar un audiolibro y apoyar la cabeza sobre el hombro de mi hermana, que está durmiendo como un tronco.

Un aguacate con suerte

Grammie se está preparando para una cita. Ha quedado con un tipo que conoció en la bolera. No sabía que a Grammie le gustara jugar a los bolos. No sabía que en las boleras se pudiera conocer a un hombre interesante. Y no puedo creer que alguien con la cara más arrugada que un aguacate podrido tenga más suerte en el amor que yo.

Compañeros

El señor Potter nos aconseja que hagamos el trabajo de filosofía en parejas. Jon me da una palmadita en el brazo y dice: —¿Quieres que nos pongamos juntos?

Tippi resopla. —Grace y yo ya somos una pareja —replica—, por si no te habías dado cuenta.

Jon chasquea la lengua y se acerca a mí. Tamborilea los dedos sobre mis costillas, como si fuesen las teclas de un piano. —Pero creía que eráis dos personas, no una sola —replica, desafiándola.

Tippi se gira hacia la izquierda y le da un golpecito a Yasmeen en el brazo. —Supongo que nos toca ir juntas —dice.

Minutos más tarde, Tippi se vuelve y me murmura: —Si pudieras elegir entre un chico y yo, ¿a quién elegirías?

—Solo es un trabajo —digo.

Eso ya lo sé —contesta Tippi. Se echa a reír a carcajadas y, de forma inesperada, me da un puñetazo en el brazo.

Vivir para siempre o morir juntas

En clase de inglés, Margot Glass recita en voz alta el poema que ha escrito, titulado «Amor». Va sobre una chica que está tan hundida que lo único que quiere es tumbarse y morir junto a su amante.

Cuando termina, la clase suspira y le dedica un ruidoso aplauso. Al parecer, la intensidad y la pasión del poema los ha dejado maravillados.

En fin.

Todos se giran hacia nosotras, hacia nuestra unión eterna, y nos observan como si fuésemos una pareja maldita. Así que cuando les aseguramos que no queremos vivir separadas, ni caminar solas por las mañanas, ni perder el tiempo buscando a alguien con quien compartir nuestra vida, todos asumen que nos pasa algo, algo muy grave.

Y sin embargo

Estar con Jon me hace pensar durante unos breves y fugaces segundos cómo sería mi vida separada, despegada de Tippi aunque solo fuese un momento; así, él podría verme tal y como soy, como un alma única con ideas propias y no como el apéndice de otra persona.

Se partió

—A veces desearía poder verme a través de tus ojos —dice Jon.

Estamos vertiendo sustancias químicas lilas en tubos de ensayo que, en teoría, burbujearán en cuanto los pongamos sobre el fuego.

—¿Y cómo crees que te veo? —pregunto, aunque ya sé la respuesta y me muero de ganas de decírsela.

—Tú me ves como a un todo —responde él.

Se hace una herida en la mano con la llama azul del quemador Bunsen.

—Nadie es un todo —replico—. Somos un conjunto de piezas sueltas.

Jon frunce el ceño y, a juzgar por cómo aprieta la boca, intuyo que no le he convencido.

—Platón afirmaba que, en realidad, no somos más que una mitad del ser humano —digo—. Aseguraba que fuimos creados como seres humanos de cuatro brazos y cuatro piernas y con una cabeza con dos rostros; sin embargo, éramos poderosos y suponíamos una amenaza para los Dioses, así que nos separaron de nuestras almas gemelas justo por la mitad, y nos condenaron a vivir para siempre sin nuestra pareja perfecta.

—Me encanta Platón —dice Jon, y después, añade—: Así pues, estás diciendo que Tippi y tú sois las grandes afortunadas.

—Quizá —respondo, porque no quiero admitir que mi corazón se partió el día en que lo conocí.

Caro

La tía Anne ha tenido un bebé, un niño que ha pesado tres quilos, doscientos gramos. Estoy convencida de que mi tía está pensando: Oh Dios, ¿cómo narices voy a poder pagar toda la comida y la ropa y las facturas de la Universidad?

Y lo mismo debieron de pensar mis padres hace dieciséis años, salvo que ellos sí sabían que jamás podrían costear todo lo que íbamos a necesitar y que tendrían que apañárselas con las limosnas de las almas caritativas para poder sobrevivir.

—Los bebés se merecen cada céntimo que uno invierte en ellos —le comenta mamá a su hermana por teléfono mientras abre una factura del doctor Murphy e inspecciona el total que aparece en la parte inferior.

Pero yo no estoy tan segura.

No estoy tan segura de que una vida como la nuestra merezca la pena, sobre todo para la compañía de seguros que, varias veces al día, pone en duda si realmente necesitamos tanta asistencia médica.

Despedida

Esta mañana, la empresa de mamá ha puesto a diez personas de patitas en la calle, pim-pam- fuera.

Mamá creía que había sobrevivido a la masacre, así que al mediodía ha salido a almorzar; se ha zampado un bocadillo de chorizo y una galleta de avena gigante, su postre favorito.

Cuando ha vuelto al trabajo, el señor Black la ha convocado en su despacho y le ha comunicado la mala noticia. Por lo visto, no es culpa suya que ya no requieran sus servicios, pero corren malos tiempos y ha tenido mala suerte.

Después, Steve, el encargado de seguridad, la ha escoltado hasta su escritorio y la ha vigilado mientras recogía sus cosas, como si fuese una criminal a punto de fugarse con la grapadora de la empresa. Se ha despedido de sus amigas, o de las mujeres que consideraba sus amigas. Las muy arpías ni siquiera se han dignado a mirarla a los ojos mientras se dirigía al ascensor o mientras cruzaba las puertas de cristal del edificio.

Ahora mamá está en la cama, llorando.

Nadie puede consolarla.

Y no me cabe ninguna duda de que, muy pronto, nos desahuciarán.

La negociación

Me quito las zapatillas sin molestarme en desatar los cordones. Tippi no se descalza.

—Ya sabes que no soporta que entremos con zapatos en el salón —digo. No puedo evitar alzar la voz. Sueno como una maestra mandona.

Tippi me arrastra hasta el sofá.

—¿Y qué va a hacer al respecto? —pregunta, y apoya los pies sobre la mesita de centro.

—No sé —respondo—. Se enfadará. Se… Se… Me quedo callada, me inclino sobre la mesita y empujo sus pies al suelo.

Tippi se vuelve hacia mí. —Da igual lo que hagamos, Grace. Beberá sí o sí. Tienes que empezar a entenderlo. No puedes negociar con él.

Acaricia el colgante de plata que llevo alrededor del cuello. —¿Aún no has abordado este tema con tu loquero?

—No sé de qué diablos estás hablando —respondo; me aparto y escondo el colgante bajo la camisa.

—Sí, sí que lo sabes —insiste Tippi, y vuelve a apoyar los pies sobre la mesita de centro, pero esta vez con mucha más fuerza.

A las dos de la mañana

Un portazo. El sonido metálico de unas cazuelas. La radio, que emite una sinfonía psicodélica, amortigua insultos y gruñidos.

Papá se está preparando algo de comer mientras el resto estamos ya acostadas, tratando de conciliar el sueño.

—¿Qué le pasa? —pregunto.

Tippi respira hondo. —A lo mejor se ha dado cuenta de que no me he quitado los zapatos al entrar.

Reducir gastos

Todo comienza cuando ya no volvemos a pisar una sala de cine, ni estrenamos ropa nueva, ni pedimos comida para llevar. Todo comienza cuando reducimos ciertos gastos, pero nadie es consciente de la gravedad de la situación.

Pero un día ya no tenemos dinero para pagar el gas, ni para comprar carne, ni para darnos algún capricho tonto. Lo único que mantenemos es la asistencia médica porque mamá no piensa escatimar en eso.

Contribuciones

Grammie vende algunos anillos antiguos y otras cosas en eBay y, gracias a eso, podemos pagar alguna que otra factura. Mamá se pasa el día planchando a cambio de cuatro duros; cobra más barato que las mujeres de la lavandería, así que apenas gana nada. Y un par de veces a la semana Dragon cuida del hijo pequeño de nuestros vecinos. Todo el mundo está aportando su granito de arena, excepto papá.

Excepto nosotras.

—Tenemos que echar una mano en casa —le propongo a Tippi.

—¿Y qué sugieres? —pregunta ella.

Le aparto el flequillo de los ojos. —Sabes que podríamos ganar una fortuna sin tener que renunciar a nada —digo.

Tippi suspira. —Si fuésemos a la televisión, renunciaríamos a nuestra dignidad, Grace —responde—. Y no estoy dispuesta a perder eso. ¿Pero qué sentido tiene salvaguardar el orgullo si has renunciado a todo lo demás? Eso es lo que a mí me gustaría saber.

Aplazamiento

Papá ayuda a mamá a poner al día su currículum y los dos se desternillan de risa. Están sentados frente al ordenador, con las manos entrelazadas.

Tal vez eso significa que vuelven a estar enamorados. Tal vez que mamá perdiera el empleo haya sido lo mejor que nos ha podido pasar, y no la catástrofe que todos creíamos.

Pero entonces mamá sale a dar una vuelta.

Tan solo está fuera un par de horas, el tiempo suficiente para que papá vacíe el mueble bar y acabe como una cuba.

Tippi y yo nos escondemos en la habitación, y nos ponemos al día con los deberes y los exámenes, que están a la vuelta de la esquina. Ojalá Dragon no siguiera en el estudio, así contaríamos con su ayuda para pasar la noche.

Pero no ocurre nada.

Nos arrastramos hasta la cocina, donde mamá está sentada cortando lechuga.

—¿Todo bien? —pregunto.

Mamá levanta la mirada y se corta la punta del dedo con el cuchillo.

De la herida empieza a brotar sangre y las gotas manchan la mesa, pero parece que ella no se ha dado cuenta.

—Estoy preparando una ensalada griega —dice, y las dos asentimos con la cabeza.

—Yo me encargo del feta —se ofrece Tippi, con voz cariñosa.

Pero mamá niega con la cabeza. —No tenemos dinero para feta —confiesa, y después se lleva el dedo anular a la boca.

Desconocidos

La señora McEwan, que vive en el piso de arriba, se planta en casa con su hijo Harry apoyado en la cadera. —¿Dragon está en casa? —pregunta, sin tan siquiera mirarnos a los ojos.

Niego con la cabeza. —Está en el estudio de ballet —contesta Tippi, y la señora McEwan suelta un suspiro.

—Oh, qué lástima. En fin, si vuelve pronto a casa, ¿podéis decirle que he venido?

Asiento. —Podemos encargarnos de Harry, si quieres —propone Tippi—. Nos encantaría cuidar de él.

La señora McEwan traga saliva. —Oh, no. Oh, no. Se pone un poco nervioso con desconocidos.

El crío sonríe de oreja a oreja y alarga el brazo para jugar con mis pendientes en forma de aro. Su madre lo aparta de sopetón y suelta una carcajada forzada.

—Decidle a Dragon que he pasado por aquí, por favor —farfulla y se escabulle escaleras arriba, a su apartamento, llevándose a su precioso y «asustado» cachorro con ella.

Dinero fácil

Si tuviese una pistola, podría robar un banco.

Amenazaría al cajero con pegarle un tiro entre los ojos y le pediría un montón de dinero en efectivo para después huir a toda prisa en un Maserati robado.

Podría vender drogas a menores en las esquinas más oscuras o negociar la virginidad de chicas inocentes y entregársela al mejor postor.

Podría quebrantar cualquier ley si quisiera.

Si me metieran entre rejas, también tendrían que encerrar a Tippi, lo cual se consideraría detención ilegal, y ningún tribunal se atrevería a contradecir la ley.

Si no tuviese esta maldita conciencia, seríamos ricas.

Disculpas

—Lo siento —dice mamá, y nos obliga a quedarnos sentadas en la cama para evitar que nos levantemos y la dejemos con la palabra en la boca. —Nos vamos a mudar. No podemos permitirnos este apartamento, ni los impuestos que tenemos que pagar por vivir en Hoboken. Ni siquiera podemos permitirnos la maldita factura de teléfono. Lo siento.

—No es culpa tuya, mamá —digo, tratando de ser amable, tratando de no culparla por haber perdido su empleo o por habernos enviado al instituto para que nos enamoremos de él.

—Lo siento —repite por tercera vez—. Venderemos el apartamento y compraremos algo más económico en Vermont. Allí tenéis primos y estoy segura de que el estado encontrará el modo de financiaros otro instituto, uno tan bueno como este.

—Pero no será Hornbeacon —protesta Tippi, que es incapaz de consolar a nuestra madre y se niega a aceptar la situación. Y, por una vez en la vida, no puedo culparla por ello porque tiene toda la razón. No será Hornbeacon. No habrá un Jon, ni una Yasmeen.

Dragon asoma la cabeza por la puerta. —Es un asco —dice—, pero saldremos de esta. Está encorvada, con los hombros caídos, y la cabeza gacha. Es una postura muy poco típica de ella, y, aunque lo ha intentado, no suena en absoluto convencida.

—Tendrás que dejar el ballet —digo—. Dudo mucho que encuentres un estudio tan bueno como este en Vermont. Dragon se encoge de hombros. Y los ojos se le llenan de lágrimas.

—No pasa nada, sobreviviré —contesta—. Ya bailaré en las pistas de esquí.

Le doy un pellizco a Tippi en la rodilla y nos miramos de reojo. No —dice con voz firme y autoritaria y,

tras una pausa un pelín dramática,

añade—: Quizá.

Por fin

Con la mirada clavada en el suelo, Tippi anuncia: —Llama a la periodista. Su voz suena como un murmullo, como prendas de ropa colgadas en una cuerda.

—Llámala —repite— y que empiece el espectáculo de una vez por todas.

Diversidad de opiniones

—¿Estáis seguras de esto? —pregunta Dragon. —No os engañéis. Serán idiotas rematados los que pagarán por miraros, como si fueseis animales en peligro de extinción. ¿Eso es lo que queréis?

Mujeres con curvas de infarto desfilan por pasarelas ataviadas con vestidos minúsculos, posan medio desnudas en playas paradisíacas y a nadie parece importarle que lo hagan por dinero; a nadie le parece un tema desagradable.

Pero cuando Tippi y yo nos planteamos sacar partido a nuestro cuerpo, todos nos miran con la frente arrugada.

¿Por qué?