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Caroline Henley
La periodista acepta el té que ha preparado mamá y no deja de parlotear sobre cosas banales y triviales. Cualquiera diría que lleva años persiguiéndonos, incordiándonos con llamadas, correos electrónicos, mensajes, para pedirnos, rogarnos que la dejásemos colarse en las bambalinas de nuestra vida como siamesas para así poder grabar un documental como Dios manda.
—Fue un aterrizaje accidentado —comenta mientras nos explica con todo lujo de detalles su viaje hasta aquí. Nunca había oído una voz con un acento tan británico, tan remilgado y educado. Parece sacada del siglo pasado, y no del Londres actual. —El trasto casi se estampa contra la pista. Pensé que las ruedas iban a salir disparadas. Por no hablar del tráfico en la carretera. ¡Qué pesadilla! Toma otro sorbo de té.
—El hotel tiene mucho encanto. Vistas al río, a la Estatua de la Libertad. Es la primera vez que vengo a Nueva York. Hay tantas cosas que ver.
Mamá le ofrece a Caroline otra galleta. —¿Cuántos días vas a estar por aquí? —pregunta.
Caroline se aclara la garganta. —Meses, querrás decir —puntualiza. Y, de repente, saca un contrato del bolsillo de su americana y lo extiende sobre la mesa, como si fuese una nota de rescate. —Quiero acceso total y absoluto las 24 horas del día. Todo está aquí escrito. Solo tenéis que leerlo y firmar. He traído un bolígrafo —dice y, como por arte de magia, nos lo ofrece.
De repente, su mirada se vuelve más severa, casi despiadada, ambiciosa. —La gente querrá veros en casa, en el instituto, de compras. Parte la galleta por la mitad y se mete un trozo en la boca. —Me alegro de haber venido.
Papá está sentado en el sillón, con la espalda demasiado erguida y meneando un pie. Prometió comportarse mientras Caroline graba nuestro día a día, aunque eso fue antes de que supiésemos que iba a estar rondando por aquí tanto tiempo.
Nos quita de las manos el contrato y lo repasa con ojos de halcón. —¿También querrán verlas mientras echan una meada? —pregunta—. ¿O mientras se duchan? Tú mejor que nadie sabes que la gente es muy curiosa.
Todas nos echamos a reír, menos Caroline, para rebajar la tensión que se respira en el ambiente. Hacemos como si fuese una broma, aunque es más que evidente que no lo es.
Y ella lo sabe.
—El cuarto de baño es un espacio privado —dice Caroline—, y lo respetaremos. Pero las seguiremos a todas partes. Y todos apareceréis en la película. —Tengo entendido que hay otra hija —prosigue Caroline, refiriéndose a Dragon como si fuese una mascota familiar, y no nuestra hermana. Pero ya se nos ha ocurrido la manera de sacar de escena a Dragon, porque nos negamos a que su vida pueda ser objeto de burla.
Papá echa un vistazo al contrato, páginas y páginas de cláusulas y condiciones que ninguno de nosotros sabemos descifrar. Mamá está callada. No apoya la decisión. Siempre nos ha mantenido ocultas, sanas y salvas, y sé que está avergonzada porque cree que está vendiendo a sus hijas.
—¿Cuándo les pagaréis por esto? —pregunta Grammie, sin una pizca de decoro, directa al grano. Percibo un brillo extraño en la mirada de Caroline. —En cuanto se firme el contrato —contesta, y nos entrega a cada uno de nosotros, excepto a Grammie, unos bolígrafos de plástico que me resultan demasiado endebles y ruinosos para firmar algo tan importante.
Firmamos. Y le devolvemos el contrato.
—Cincuenta mil dólares contantes y sonantes —informa Caroline—. ¿Cómo los queréis? ¿Os extendemos un cheque? ¿O preferís una transferencia?
Grammie abre tanto la boca que por un momento temo que se le vaya a caer la dentadura postiza.
Papá suaviza la expresión. —Cheque —responde—. Extendedles un cheque.
Preámbulo
Caroline se pasa una eternidad entrevistándonos fuera de cámara: preguntas y preguntas y más preguntas, preguntas que ya hemos escuchado mil veces antes.
Podríamos ser groseras, bostezar cada dos por tres o simular ofendernos, porque el dinero aún no ha borrado los números rojos de nuestra cuenta bancaria.
El equipo
Caroline vuelve acompañada de dos chicos que deben de rondar los veinte años. —Os presento a Paul —dice, señalando al tipo que lleva la gorra de béisbol. Después se vuelve hacia el otro, el de la barba pelirroja, y añade: —Y este es Shane. Estaremos por aquí una temporada, así que lo mejor será que nos llevemos todos bien.
Espero a que Tippi diga algo, pero, al parecer, se ha quedado muda. —Por supuesto —respondo—. Estoy segura de que nos llevaremos genial.
Pero cuando miro a Tippi, me doy cuenta de que está roja como un tomate.
—Te gusta uno de los cámaras —le digo más tarde, cuando estamos a solas.
—No digas chorradas —contesta ella, pero lo hace con tanta pasión que solo consigue convencerme de lo contrario.
A Rusia con amor
Hemos pagado el viaje de Dragon a Rusia, así que se marcha en un autobús repleto de bailarinas camino al aeropuerto.
Agitamos los brazos y le lanzamos besos y ella apoya las manos en el cristal de la ventana y después los labios.
Ha metido en la maleta todos los tutús y zapatillas de ballet que tiene, además de varios gorros y guantes de lana porque, según hemos leído, en Rusia hace un frío de narices. En ciertos puntos del país la nieve que se acumula en las montañas dura todo el año.
—No te olvides de volver —le dijo Tippi mientras le ayudaba a cerrar la maleta.
Dragon se echó a reír, pero no se atrevió a mirarnos a los ojos, porque las tres sabemos que si tuviera la oportunidad de quedarse en Rusia y convertirse en bailarina, no lo pensaría dos veces.
Y no la culparía por ello.
Caroline no está contenta
—Se suponía que vuestra hermana aparecería en el documental. Esto no forma parte del trato —espeta Caroline.
—Pues manda el documental a paseo —contesta Tippi, sin pelos en la lengua—. Te devolveremos la pasta.
Tippi pone cara de póquer, como si fuese una jugadora profesional de Las Vegas.
Caroline no puede competir con eso. —Está bien. Pero no más sorpresas.
Whisky antes del mediodía
Cuando papá llega a casa, se escurre por el pasillo tratando de evitar las cámaras. Pero Grammie ha dejado su bolsa de jugar a los bolos en mitad del pasillo, así que tropieza y acaba espatarrado en el suelo. Ni hecho adrede.
Caroline se echa a reír. —No me digas que te has echado un par de lingotazos, ¡pero si ni siquiera es mediodía!
Observa la cara de papá, impregnada de culpabilidad. Y, sin duda, percibe el tufillo a alcohol. —Oh —exclama—. Oh, está bien. Y su sonrisa desaparece.
Tras la puerta de la habitación
Después de cinco horas de conversación, de gritos y de lloros, por fin mamá y papá llegan a un acuerdo.
Reunión familiar
Nos reúnen en la cocina para comunicarnos la noticia: papá se va a mudar.
No es capaz de aguantar varios días sobrio, y mamá no está dispuesta a que el mundo entero le vea borracho.
—Volveré cuando Caroline haya terminado —dice él, como si fuese la solución más sensata, y Caroline el mayor de nuestros problemas.
—¿Y por qué no dejas la bebida? —propone Tippi.
Papá parpadea y se aferra a un cojín. Esperamos y, poco a poco, la cara de papá se va retorciendo en un gesto de desesperación. —No puedo —dice—. No sé cómo hacerlo.
Asentimos. Son las palabras más sinceras que nos ha dicho en varios meses.
La partida
Papá no desentierra una maleta enorme del sótano, como la que se llevó Dragon a Rusia, una maleta con ruedas y con etiquetas y con la promesa de ir a un lugar lejano,
en busca de un futuro mejor.
Se las apaña para meter todas sus cosas en una bolsa de deporte roja.
Si no supiera que está a punto de marcharse de casa, pensaría que va al gimnasio, tal vez a hacer un poco de ejercicio en la cinta, a recorrer kilómetros y kilómetros sin llegar a ningún sitio en concreto, para después volver a casa, sudado y con una sonrisa de satisfacción.
Pero papá sí va a algún sitio.
Nos abandona para mudarse con su hermano, en New Brunswick.
A lo mejor debería echarme a llorar, pero en cuanto papá cierra la puerta, las lágrimas se quedan atascadas en mis ojos y suspiro. Alivio, sí, eso es lo que siento.
Lo mejor
—¿Vuestro padre también se ha marchado? —pregunta Caroline, lanzando las manos al aire.
—¿En serio?
Las dos encogemos los hombros.
Paul y Shane pestañean.
Caroline se rasca la cabeza. Y luego se mete las manos en los bolsillos.
—Oh, pues nada. Tal vez sea lo mejor.
Paul
Tippi deja caer la mochila y Paul, uno de los cámaras, la recoge del suelo. Ni siquiera lo mira cuando le dice: —Gracias.
Risas
Estamos en la calle Hudson, y un crío de apenas dos años le da una patada a su madre y sale escopeteado mientras ella le persigue y grita como una histérica. No sé por qué, pero la situación me parece graciosa, así que suelto una carcajada, lo que provoca la risa desatada de mi hermana.
La cámara de Paul nos está enfocando, y los rayos de sol se reflejan en el objetivo.
—Os reís mucho —dice Caroline—. Es inspirador. Incluso en vuestro estado, recibís la vida con los brazos abiertos.
Pero no sé qué se supone que debo hacer con mi vida, más que recibirla con los brazos abiertos.
¿Acaso debería rechazarla?
Claro que no. Así que me echo a reír.
Y Caroline vuelve a inspirarse.
Las Hilton
—Suelen compararnos con Daisy y Violet Hilton. —Porque sois igual de guapas que ellas —dice Caroline, y suelta un suspiro.
Pero la extraordinaria belleza de Daisy y Violet les sirvió de muy poco, solo para que un puñado de pretendientes babosos y asquerosos se acercaran a ellas con la esperanza de acostarse con las dos, dos por el precio de una, y solo recibían propuestas del tipo dejadme echar un vistazo a esas piernas desnudas.
Nacieron en 1908 y fueron vendidas como esclavas a una comadrona llamada Mary que las envió de gira por todo el mundo. Las gemelas fascinaban al público con su voz y con la música de un saxofón y siempre se mostraban alegres y encantadoras, a pesar de su minusvalía.
Cuando cumplieron nuestra edad, ya eran consideradas las artistas más adineradas de su época así que tal vez deberíamos aprender de ellas y no ser tan pudorosas a la hora de vender nuestra intimidad y de exhibir nuestras anormalidades: —¡Subid aquí, rápido! ¡Mirad a la chica de dos cabezas jugando a bádminton!
Pero al igual que la mayoría de gemelos siameses que han existido, la historia de las Hilton acabó en tragedia, cuando el público perdió interés en ellas y se arruinaron. Pasaron siete largos años trabajando detrás de un mostrador y al final murieron de la gripe de Hong Kong.
Su vecino encontró sus cadáveres y los enterró debajo de una lápida en la que se puede leer Queridas gemelas siamesas, Como si eso fuese lo único que habían logrado en la vida, como si su muerte no le hubiera importado a nadie.
Popularidad
Compañeros que apenas conocemos, compañeros que nos hicieron el vacío desde el día uno ahora empiezan a husmear a nuestro alrededor porque se han enterado de que vamos a grabar algunas escenas del documental de Caroline en el instituto. Empiezan a llover autorizaciones y permisos de imagen y todos nuestros compañeros, sin excepción, se ofrecen para entrevistas, ansiosos por chupar cámara y aparecer en televisión. Se mueren por demostrarle al mundo lo liberales, respetuosos y compasivos que pueden ser.
Pero Tippi y yo ya nos hemos encargado de decirle a Caroline quién debería aparecer en el documental, quién merece un primer plano, y obviamente no es alguien que se ha pasado todo el trimestre ignorándonos por completo.
Yasmeen y Jon serán las estrellas.
Grabación continua
Caroline y su equipo nos siguen a todas partes; los focos y la cámara nunca se apagan, por miedo a perderse algo importante.
Que nos miren, nos observen o incluso nos señalen con el dedo es algo habitual, así que enseguida me acostumbro a las cámaras y ya ni siquiera las veo por las mañanas, mientras nos preparamos, o nos secamos el pelo, o nos atamos los cordones o nos zampamos los panecillos con mantequilla para desayunar.
A veces hacemos algo normal y corriente, como barrer el suelo de la cocina, y Caroline abre los ojos como platos, como si eso le resultara fascinante. —¡Uau! —exclama una y otra vez. —Uau.
Me parece bastante curioso que nos haya pagado por esto, y que algo tan aburrido pueda llegar a emitirse por televisión.
Una postal
Esto me encanta. Lo único que hacemos es ¡BAILAR! No me hagáis volver a Nueva Jersey… Besos, Dragon :)