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FINALES DE NOVIEMBRE

Nieve

Las hojas marrones, ocres y rojas de otoño se han desintegrado y no son más que montones de polvo.

El cielo ha empalidecido y empieza a nevar.

Es oficial. Es invierno.

La caída

Atravesamos lenta y atropelladamente el patio para ir a clase de francés, y esta vez es Tippi quien tropieza, se cae de bruces sobre la gravilla y yo acabo desparramada encima de ella.

Caroline ahoga un grito y Paul suelta la cámara, que acaba tirada en el suelo.

Espero unos segundos.

Espero a que Tippi abra los ojos, y le suelte a Caroline, como suele hacer, algo como: Estoy bien, estoy bien, para que no se acerque.

Pero no dice nada.

Caroline tira de la manga de mi camisa. —No le noto el pulso. ¿Por qué diablos no puedo notar el latido de su corazón? Y… —Por el amor de Dios, ¡que alguien llame a una ambulancia! Shane saca el teléfono para pedir ayuda.

Y la ayuda llega.

Avanzamos a toda velocidad por la autopista, en la parte trasera de una ambulancia, con un montón de cables conectados al cuerpo que no dejan de emitir sonidos, como si se tratase de una alarma de incendios.

Se me acelera el corazón,

pero espero.

Me quedo sin casi aire en los pulmones, pero espero. Espero a que Tippi abra los ojos. Pero no los abre.

Porque esta vez

no estamos bien.

Hospital

Las paredes de la habitación son blancas y están impolutas; la lejía ha borrado todo rastro del dolor de ayer.

La luz que ilumina la estancia es muy brillante y sobre el inmenso televisor hay un cuadro de un campo de amapolas.

Intuyo que el paisaje debería ser tranquilizador y reconfortante, pero por algún motivo me hace pensar en la guerra, en adolescentes corriendo hacia un campo de batalla, justo al amanecer, para acabar todos muertos en el suelo, con un charco de sangre bajo sus cadáveres.

Oigo a alguien chupando una piruleta; en una sala tan pequeña, ese sonido me resulta casi insoportable pero, de fondo, reconozco la respiración de Tippi.

Quiero hablar, explicar que estoy preparada para levantarme e irme a casa, si ella también lo está.

Pero estoy tan cansada que ni siquiera puedo hablar. Cierro los ojos y me sumerjo en la oscuridad.

En la penumbra

Me despierto otra vez. Tippi me está mirando con los ojos como platos. —¿Qué nos está pasando? —pregunto.

—Ya lo averiguaremos —contesta, y nos fundimos en un abrazo.

Pruebas

Mamá, papá y Grammie están dormidos sobre los sillones cuando entra un celador; sus zapatillas de goma chirrían sobre el suelo de linóleo.

—¡Vamos, chicas! —dice, con un acento de Jersey muy marcado, y se pone a silbar una cancioncilla mientras empuja nuestra silla de ruedas por el pasillo, como si fuésemos a hacernos una pedicura, y no a someternos a un sinfín de pruebas para que los médicos puedan colarse y destruir nuestra privacidad.

Cruzo los dedos de las dos manos para invocar a la suerte,

como si eso fuera a cambiar algo.

La visita

Nos han trasladado al hospital infantil de Rhode Island, a más de trescientos kilómetros de casa, así que Yasmeen y Jon no pueden venir a vernos. Pero nos escriben un millón de veces al día y nos mandan fotografías de la Iglesia y de ellos bebiendo, fumando, haciendo ver que se estrangulan, lo cual nos saca una sonrisa y nos anima a ponernos bien.

La única visita que recibimos, sin contar a mamá, papá y Grammie, es la de Caroline Henley, que se presenta cada día, sin excepción, y, sin que nadie se entere, nos trae cosas que nos tienen prohibidas, como patatas y refrescos.

Paul y Shane no se han dejado caer ningún día y Caroline no vuelve a mencionar el documental, ni el dinero que nos ha pagado para colarse en nuestra vida.

Me resisto a fiarme de ella, pero, al parecer, le importamos, y mucho.

Decencia

—No tiene ningún sentido —dice Tippi mientras Caroline abre las ventanas para ventilar la habitación, que apesta a bacon frito. —Nos diste un pastón para acceder a nuestra vida y ahora que la cosa se pone emocionante ni siquiera quieres una entrevista. Nadie es tan noble.

Caroline saca un pañuelo del bolso y se suena la nariz. —No soy noble —responde Caroline—. Pero un ser humano.

—Un ser humano muy decente —recalca Tippi, y le dedica una sonrisa.

Yo

Mamá aparece con un viejo Scrabble y una bolsa de mandarinas. —¿Dónde está papá? —pregunto.

Mamá señala la ventana. —Está aparcando el coche —contesta—. ¿Por? ¿Creíais que estaría en la barra de un bar?

Encojo los hombros.

Mamá resopla. —Dios mío, Gracie, ya va siendo hora de que empieces a centrarte en ti, y no en los demás.

Resultados

Las puertas del despacho del doctor Derrick se abren de par en par para dejar paso a nuestra silla de ruedas, de medidas estratosféricas.

Estrecho la mano de Tippi y espero el veredicto.

Pero el doctor Derrick no va al grano.

Empieza a mostrarnos escáneres y diagramas y a hablar, y a hablar, y a hablar. Se enrolla como las persianas. Trata de explicarnos las resonancias magnéticas, los ecocardiogramas, los estudios de contraste gastrointestinales y la lista interminable de pruebas a la que nos han sometido esta semana.

Dejo de escuchar el aburrido parloteo y observo un pájaro que avanza dando saltitos por una rama para después asomarse por la ventana, como si fuese un paparazzi.

Al final, papá levanta la mano y el doctor Derrick enmudece. —¿Y cómo va a afectar todo eso a mis hijas?

El doctor Derrick tamborilea los dedos al ritmo del tictac del reloj que cuelga de la pared. —El pronóstico no es bueno.

Todos nos quedamos callados. Y él prosigue.

—Grace ha desarrollado cardiomiopatía y Tippi está manteniéndola. Y no solo a ella, sino también a un corazón muy dilatado. No podemos reparar los daños. La única medida que puede funcionar a largo plazo es un trasplante de corazón. Si no lo hacemos, Grace cada vez estará peor, las dos estarán cada vez peor, hasta que…

Echa un vistazo a un gráfico, como si la terrible noticia estuviera escondida en ese enredo de números y símbolos.

—Mi consejo es separarlas. Mantendríamos a Grace estable con la ayuda de una medicación específica y un dispositivo ventricular hasta que se haya recuperado. Después entraría en la lista de espera para un trasplante.

No sé si soy capaz de digerir todo lo que está diciendo el doctor Derrick.

Mucha información. Demasiada información. La realidad a veces supera la ficción, y este es un claro ejemplo. Y todo por mi culpa. Por culpa de mi estúpido corazón.

—Separarlas a su edad es un proceso delicado y muy poco habitual —continúa el doctor Derrick. —Los riesgos son importantes y las consecuencias, impredecibles, sobre todo para Grace, pero todo apunta a que es la única opción que nos queda.

Y luego nos entrega unos papeles; es una explicación detallada de los pasos de la operación, que consiste en abrir un espacio entre dos personas antes de arrancarle el corazón a una de ellas.

Se me hace un nudo en el estómago. El corazón me martillea el pecho. La cabeza me da vueltas.

—No, no y no. Rotundamente no. Correremos el riesgo —responde Tippi—. Podéis anestesiarnos a las dos y ponerle un corazón nuevo. O lo que sea que tengáis que hacer. Pero no tenéis que separarnos. Así que no nos digáis que no hay otra solución.

La expresión del doctor Derrick es indescifrable.

—Grace no se considerará apta para un trasplante mientras siga unida a ti. No podemos ayudarla si os negáis a separaros. Solo la medicación supondría un peligro inmenso para las dos. Hace una pausa para darnos un poco de tiempo y así asimilar lo que nos acaba de proponer, porque, de lo contrario, tendríamos que asumir que vamos a morir. Unos segundos después, vuelve a tamborilear con los dedos.

Todos miramos al doctor Derrick sin decir nada, como si fuera Dios en persona.

Suelto la mano de Tippi, cuadro los hombros y alzo la barbilla porque el doctor Derrick tiene toda la razón: yo soy el problema, yo y mi corazón agonizante, y la solución que nos ha sugerido no es tan descabellada.

—Deberíamos intentarlo —digo. Y, hablando por las dos, añado—: Sí, hagámoslo.

Mamá se queda pálida como la pared. —Creo que lo mejor sería consultarlo con la almohada —dice.

—No tenemos que decidirnos ya —añade papá—. A ver, ¿qué ha cambiado? ¿Y por qué?

El doctor Derrick parpadea. —La última vez que vinisteis a la consulta estabais bien. No detecté nada grave, o preocupante. Pero… Sospecho… Sospecho que la gripe ha desencadenado todo esto. Una infección vírica suele provocar una cardiomiopatía. El corazón de Grace reaccionó así. Ha tenido mucha mala suerte, la verdad.

La sala vuelve a quedar sumida en un silencio absoluto. El pajarillo abre las alas y echa a volar.

Y es entonces cuando mamá toma la palabra. Quiere las estadísticas. Quiere que el doctor Derrick ponga las cartas sobre la mesa y le diga sin rodeos qué posibilidades tenemos y qué tragedias pueden sucedernos.

—Estoy convencido de que hay una posibilidad de que todo salga bien —dice.

Y sé muy bien qué quiere decir con eso.

He leído informes.

He leído y releído artículos de periódicos.

Cuando unos gemelos siameses se someten a ese tipo de operación, se considera todo un éxito que uno de los dos sobreviva.

Durante un tiempo.

Y eso, para mí, eso es lo más triste de todo.

—Estadísticas. Números —insiste mamá—. Quiero saber qué puede ocurrir si decidimos no hacer nada.

El doctor Derrick suelta un suspiro. Cierra la carpeta con todos los informes y se inclina sobre el escritorio. —Si nos quedamos de brazos cruzados, morirán las dos.

Mamá se echa a llorar. Papá le acaricia la mano en un intento de consolarla.

—Con una separación, aún hay esperanzas, aún hay una oportunidad, pero no puedo darte una cifra concreta. De hacerlo, sería baja. Sería bastante baja.

Mamá no puede dejar de gimotear y, al final, papá no aguanta más y también se pone a llorar.

—Sé que no son buenas noticias. Pero id a casa. Habladlo, pensadlo, meditadlo. Hasta entonces, nada de ir a clase. Debéis descansar. Comed bien y dormid largo y tendido. Y ya podéis despediros del tabaco y el alcohol —añade el doctor Derrick en tono de broma, para relajar el ambiente.

Y entonces sonríe, como si realmente tuviésemos elección y varios años para decidir cuando, en el fondo, sé que no es así.

Nos estamos quedando sin tiempo.

Gratis

Antes de irnos de Rhode Island, con la ropa sucia hecha una bola y metida en bolsas de plástico transparente, el doctor Derrick pasa por nuestra habitación porque quiere hablar con mamá y papá en privado.

Se marchan preocupados, pero cuando vuelven lo hacen un pelín menos angustiados.

—El equipo médico se ofrece a operaros gratis —nos informa mamá—, si eso es lo que decidís hacer al final.

Nuestra familia ha invertido una fortuna en nosotras, en nuestra salud, y resulta que ahora el hospital está dispuesto a realizar una operación carísima a cambio de nada.

Es absurdo que finjan ser amables y bondadosos: todo el mundo sabe que, pase lo que pase, una operación de este calibre les hará famosos en el mundo entero, y eso vale mucho más que varios miles de dólares en el banco.

Un elefante

De camino a casa, papá no deja de contar chistes malos, chistes que hemos oído mil veces antes, pero aun así nos reímos, nos reímos a carcajadas, porque nos aterroriza la conversación que pudiera surgir si dejara de parlotear.

Da la impresión de que somos una familia unida y despreocupada, como las que uno ve en los anuncios de detergente para lavar la ropa. Da la impresión de que no hemos estado en el hospital, de que estamos regresando de un fin de semana en la playa y de que estamos de buen humor.

Da la impresión de que no hemos entendido que si continuamos así las dos acabaremos con una sola pierna y una cadera, postradas en una silla de ruedas durante el resto de nuestras vidas. Da la impresión de que nadie se ha enterado que estoy matando a Tippi poco a poco.

De repente, mamá señala un McDonald’s.

—¿Comemos algo? Cualquier otro día me habría quejado del maltrato animal, de las pobres vacas que viven rodeadas de su propia mierda, pero hoy no tengo ganas de discutir, así que no digo nada. Tippi se relame los labios y enumera todos los sabores disponibles de McFlurry.

Ni siquiera nos bajamos del coche. Dejamos la bolsa de papel sobre el regazo, y sacamos hamburguesas grasientas y batidos con exceso de azúcar. El sonido del tráfico es ensordecedor, pero lo agradecemos, porque así no podemos oírnos masticar, tragar o respirar.

E incluso cuando llegamos a casa y papá prepara café (como si todavía viviera allí), hacemos ver que todo es perfecto, y que el elefante que nos está ahogando no es más que un ratoncito que, desde luego, está más asustado que nosotros.

Un corazón que late por dos

Si fuese hija única, tal vez ya me hubiese muerto.

Pero mi hermana es quien carga con el peso de mantenerme viva, de bombear la mayoría de sangre que corre por nuestras venas.

Soy una gorrona.

Y ella no se queja.

Un parásito

Tippi me sujeta la barbilla con esos dedos gélidos y me obliga a mirarla a los ojos. —Las cosas no tienen por qué cambiar. No nos va tan mal —dice—. Estamos destinadas a vivir juntas. Si nos separan, moriremos.

Tippi tiene los labios resecos. Y su tez ha perdido color, se ha vuelto grisácea. De hecho, mirándola bien, parece haber envejecido varios años.

—Tú crees que somos una pareja inseparable, pero en realidad soy un parásito —susurro—. No quiero chuparte la vida.

—Oh, vamos, Grace —responde ella—. Todo este rollo de y yo es una patraña. Siempre hemos sido un dúo, y siempre lo seremos. Así que no pienso hacerlo. No puedes obligarme a someterme a una operación.

—Pero soy un parásito —repito porque la palabra no deja de retumbar en mi mente. Parásito. Parásito. Parásito. Lo único que quiero ahora es salvar a Tippi.

Si puedo.