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DICIEMBRE

Bienvenida

Caroline Henley ha vuelto. —¿Os importa? Sé que es un momento un pelín complicado —dice.

A pesar del contrato que firmamos, no ha intentado grabar ninguna escena, ni conseguir una jugosa entrevista en las últimas dos semanas. Ha demostrado, y con creces, que no es una paparazzi.

Ha demostrado que no pretende convertir nuestra vida en un circo, en una historia mediática y frívola, sino que va a basar el documental en la cruda realidad. Así que damos la bienvenida a Caroline y la invitamos a grabarnos, a ser testigo de nuestra decisión y de documentar lo que, a lo mejor, son los últimos meses de nuestra vida.

Las cosas que le cuento a la doctora Murphy

—¿Quieres saber algo? He pasado muchísimo tiempo tratando de convencer a todo el mundo de que soy una persona como cualquier otra, de que Tippi es mi hermana gemela, pero que somos dos seres humanos distintos, pero la verdad es que nunca me había planteado cómo sería mi vida si no estuviésemos unidas y ahora que la posibilidad de perderla se divisa en el horizonte siento que estoy sobre una pira funeraria, esperando que las llamas conviertan mi cuerpo en cenizas. Ella no es una parte de mí, sino mucho más que eso. Y, sin ella, sentiría un inmenso vacío en el pecho, un agujero negro que se iría extendiendo y que nada en el mundo podría llenar.

¿Sabes a lo que me refiero?

Nada podría llenar ese espacio.

La doctora Murphy se recuesta en el sillón. —Por fin has decidido empezar a abrirte —dice.

De acuerdo. Ahora ya sé que, durante todos estos años, no se ha tragado ni una sola palabra de todas mis mentiras.

Poniéndonos al día

Aunque es sábado y Hornbeacon está cerrado, y aunque a mamá le aterra que salgamos de casa y no pueda controlarnos, Grammie nos lleva hasta Montclair. Hemos quedado con Yasmeen y Jon en la escalera del instituto.

Yasmeen tiene un montón de papeles sobre el regazo. Al vernos, frunce el ceño y nos lanza una mirada asesina. Ya no lleva el pelo rosa fucsia; esta vez se lo ha teñido de azul oscuro y el flequillo le roza las pestañas.

Jon está justo detrás de ella, con los ojos entrecerrados por la luz del sol. Me fijo en un detalle absurdo: tiene un envoltorio de chicle pegado a la suela de la zapatilla.

Se acercan a nosotras y nos dan un abrazo que dura una eternidad.

—A ver pringadas, ya podéis poneros las pilas —dice Yasmeen—. No sé si vais a poder poneros al día antes de que termine el semestre.

Y entonces le estampa a Tippi una carpeta repleta de papeles en el pecho.

—No pensamos volver a pisar el instituto. ¿En serio crees que vamos a pasar nuestros últimos días estudiando el condicional en francés? —pregunta Tippi, y lanza todos esos papeles al aire, de manera que quedan desperdigados por el suelo como confeti extra grande.

—Eres tan dramática —farfulla Yasmeen, y pone los ojos en blanco. —Bueno, ¿y qué pensáis hacer? ¿Ya habéis empezado a tachar cosas de vuestra «lista de cosas que hacer antes de morir»?

Oigo a Caroline aclararse la garganta. Todo el equipo está detrás de nosotras. —Estamos grabando —nos advierte.

—¿Y qué más da? —replica Tippi y, con paso renqueante, nos dirigimos hacia la Iglesia.

Lista de cosas que nos quedan por hacer

Nos sentamos sobre un tronco, y empezamos a escribir nuestra lista. Nos giramos y tapamos el papel con las manos. Pero la verdad es que no se me ocurren muchas cosas: 1) Leer algunas páginas de Jane Eyre 2) Ver el amanecer 3) Trepar a un árbol 4) Besar a un chico. Besarlo de verdad

Tippi asoma la cabeza por encima de mi hombro. —Me han contado que Jane Eyre es un tostón de los buenos —dice, y me entrega su lista. Esto es lo que ha escrito: 1) Dejar de ser una zorra.

—Eso te va a llevar mucho tiempo —digo.

—Igual que tu número cuatro —responde ella.

Fácil

Yasmeen pasa un dedo por mi lista. Sigue mordiéndose las uñas. —Ecs —dice—. ¿No podrías haber añadido algo más emocionante, como correr desnuda por los pasillos del instituto o ser fustigada por varios payasos enanos de circo?

—Eso ya lo ha hecho —dice Tippi, y me echo a reír como una histérica, con la esperanza de que Jon no lea mi lista, y con la esperanza de que sí lo haga.

—¿Nunca has trepado a un árbol? —pregunta Yasmeen y, sin ni siquiera esperar una respuesta, continúa: —Jon, tienes que besar a Grace. Y le entrega mi lista con formalidad y decisión, como si se tratase de una orden judicial. —Y déjale ese dichoso libro —añade.

—No tiene que hacer nada —murmuro.

Jon echa un vistazo al papel y da una calada al cigarrillo. Después se mordisquea el labio inferior. —Tengo un viejo ejemplar de Jane Eyre. Te lo puedes quedar. Te lo llevaré a casa cuando quieras —dice.

—Oh, y por el amor de Dios, un beso no es más que un beso —agrega Yasmeen.

Pero está equivocada: un beso de Jon sería más que un beso. Lo sería

todo para mí.

Pesadilla

Tippi y yo solemos ir a la biblioteca pública que hay junto al parque Church Square para coger películas gratis. Me fijo en una chica que tiene un iPhone y no deja de resoplar y suspirar. —No tengo cobertura. Y no puedo conectarme al Wi-Fi. Esto es una pesadilla —le comenta a su amiga, mientras mueve el teléfono en un intento de atrapar un rayo de conectividad en el aire.

¿No os llama la atención de qué se preocupa la gente cuando la vida les va de maravilla?

Invisible

Shane ha pillado la gripe y no podemos correr el riesgo de contagiarnos, así que no vuelve a aparecer por casa. Caroline es quien se encarga ahora de responder las llamadas y de concertar las entrevistas para el documental por lo que Paul es el único que nos sigue ahora a todas partes.

Siempre que puedo, me vuelvo invisible.

Me pongo los auriculares y me traslado a mi mundo.

Siempre que puedo, intento que Tippi pase un poco de tiempo con él, a solas.

—Sé lo que estás haciendo —dice. —Pero esto no puede compararse a lo que tenéis Jon y tú. Nosotros no tenemos nada.

—Pero podríais tener algo —replico.

—Mírame, Grace —dice Tippi—. ¿En serio crees que podría gustarle una morena? A él le van más las rubias.

Se echa a reír. Y yo también.

Sustituir

La tía Anne viene de visita, pero no viene sola, sino con Beau, nuestro nuevo primo. No deja de babear y lloriquear, pero aun así nos peleamos para ver quién lo acuna, quien le cambia el pañal y quien le da el biberón.

La tía Anne bosteza y dice: —La gente no deja de preguntarme cuándo voy a tener otro. ¡Pero si no puedo con mi alma!

Mamá se ríe por lo bajo y le acaricia la espalda. —Tranquila, todo pasa. Cuando menos te lo esperes ya dormirá toda la noche de un tirón.

La tía Anne cierra los ojos. —Una amiga me aconsejó tener otro hijo, por si le pasara algo a Beau. No quiero ni imaginarlo.

Mamá se queda petrificada. El bebé gimotea al darse cuenta de que ya no es el centro de atención. —El dolor de perder a un hijo no desaparecerá solo porque tengas otro. Las cosas no funcionan así —dice mamá—. Un hijo nunca puede sustituir a otro.

La grabación

Caroline deja las cámaras en nuestra habitación cada noche para así no tener que cargarlas hasta Nueva York cada día. Están colocadas sobre el escritorio y no les prestamos ningún tipo de atención hasta que recuerdo que el equipo ha estado grabando a todo el mundo.

Entonces deslizo el diminuto botón verde hacia un lado y miro la pantalla. Miramos la pantalla. Y vemos a nuestros padres con cara de preocupación, de angustia. Y, con un hilo de voz, Caroline les pregunta: —¿Creéis que deberían separar a Tippi y a Grace?

Papá clava la mirada en el regazo.

—Quiero que vivan —responde mamá—. Ningún padre debería enterrar a un hijo y, mucho menos, dos. Pero son ellas las que deben tomar la decisión. Está en sus manos.

Y, justo entonces, mamá se echa a llorar frente a la cámara y le ruega a Caroline que la apague. Tippi y yo nos miramos. Sobran las palabras. Las dos estamos pensando lo mismo.

La decisión no solo nos afectará a nosotras, desde luego.

No hay ensayos

En clase de inglés nos sugieren que escribamos un borrador y lo revisemos varias veces, para así conseguir una redacción mucho más clara y comprensible. En matemáticas nos recomiendan que repasemos las operaciones y nos aseguremos de que la cifra final es la correcta. En música, nos obligan a ensayar las canciones cientos de veces para no saturar al señor Hunt con melodías poco armoniosas.

Y, sin embargo, cuando el asunto es importante, cuando se trata de una decisión de vida o muerte, como cortarnos por la mitad o seguir unidas, no sabemos qué hacer, ni qué camino tomar. Solo podremos intentarlo una vez, y solo podremos lograrlo una vez.

Evidente

Nos reunimos con el doctor Derrick para comunicarle la decisión; se queda callado durante unos instantes, con una expresión indescifrable, sin un ápice del entusiasmo que esperábamos. Tampoco recita la lista de riesgos que implica la operación, y, por un momento, me pregunto si lo habremos subestimado. —Pondré en marcha todos los procedimientos —dice—. Es un proyecto de gran envergadura que no puede organizarse de la noche a la mañana. Pero tampoco podemos esperar mucho más. Y, de repente, solo me mira a mí. —Es más que evidente que no podemos esperar mucho más.

La llamada

Yasmeen nos llama pasada la medianoche. —Vosotras relajaos. Jon y yo ya nos hemos encargado de todo. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina y nos vamos los cuatro de viaje. Mi tío tiene una casa en Montauk. Será genial.

Tippi y yo esbozamos una sonrisa de oreja a oreja.

—Nos apuntamos —decimos las dos a la vez.

Le guste a mamá o no

Mamá se opone radicalmente. No piensa dejar que nos vayamos de viaje a Long Island. —¿En qué estabais pensando? ¿Cómo voy a dejar que atraveséis el país con un corazón que puede dejar de latir en cualquier momento y sin la supervisión de un adulto? ¿Es que no me conocéis? ¿Qué creíais que iba a pasar? —pregunta mamá. Frunce el ceño y aprieta los labios.

Pero Tippi también. —Sabemos que estás preocupada. Y lo sentimos mucho. Pero no vamos a negociar. Haremos ese viaje, te guste o no —sentencia Tippi—. Iremos a Long Island con nuestros amigos, así que ahórrate las amenazas porque no pensamos bajarnos del burro.

El viaje

Mamá no para de consultar Internet; actualiza un sinfín de páginas todo el rato en busca de noticias sobre mal tiempo o accidentes de tráfico en Long Island, cualquier cosa que pueda servir para disuadirnos y anular el viaje. Cada dos por tres hurga en su bolso y saca todo tipo de chismes, como pañuelos o caramelos para la tos que puedan «sernos útiles durante el viaje». Camina de un lado a otro, sin ningún sentido. Comprueba el reloj. Actualiza las páginas de Internet de nuevo.

Papá ha venido a pasar el fin de semana con nosotras. Está preparando un risotto, y no le quita ojo de encima. No deja de removerlo. —Deja de preocuparte —le dice a mamá, y ella, que está justo detrás, pone los ojos en blanco, como diciendo, ¿Y tú qué sabrás?

Por lo visto no ha bebido una sola gota de alcohol en las últimas dos semanas y jura y perjura que no ha faltado a ninguna sesión de recuperación. Tippi y yo aún no nos atrevemos a poner la mano en el fuego por él, pero mamá parece tranquila y disfruta de esa normalidad; le ríe las gracias y disfruta de las cenas que nos prepara cada noche.

—Me parece un poco injusto que Caroline no os acompañe en esta aventura —dice mamá—. Un trato es un trato. ¿Qué clase de documental sería si no hubiese algunas tomas del viaje?

Caroline está echando un vistazo a un viejo álbum de fotos para elegir las fotografías que va a escanear e incluir en el documental. —A mí me va bien —dice—. Paul se va a tomar unos días libres para visitar a su hermano en Boston, y el pobre Shane sigue enfermo.

—Genial —digo, tratando de disimular lo resentida que estoy con Shane, y con los millones de personas cuyos corazones no morirán porque se contagien de un virus insignificante.

Se oye la bocina de un coche y papá arrastra nuestras maletas hasta la curva. Después, Jon las guarda en el maletero del coche. Nos acomodamos en el asiento trasero del coche, nos abrochamos los cinturones y nos despedimos de mamá, que está pegada al cristal de la ventana, el mismo lugar donde estará cuando regresemos. Papá vuelve a casa. Jon se sienta en el asiento del conductor y nos mira a través del retrovisor. —¿Habéis traído algo para pimplar? —pregunta.

Escarbo en la bolsa de viaje y Jon se retuerce en el asiento para echar un vistazo al botín: cerveza, vino y vodka. Hemos saqueado el escondite secreto que papá tenía en la cocina.

—Sois las mejores —dice—. Y ahora, larguémonos de aquí.

Parada técnica

Llevamos una hora conduciendo cuando Yasmeen anuncia que tiene hambre, y se empeña en picar algo en un Burger King o en algún otro antro igual de asqueroso para así poder mantenerse despierta durante las tres horas que nos quedan de viaje. Jon se desvía hacia una estación de servicio y Yasmeen sale disparada del coche.

Jon sube el volumen de la radio, coge una botella de cerveza de nuestra bolsa y la abre. —¿No venís? —pregunta Yasmeen—. ¿En serio no os apetece una hamburguesa?

Tippi abre la puerta y tira de mí.

Pero yo no quiero ir a ningún sitio. Prefiero quedarme ahí, en el coche, con Jon, compartiendo una cerveza que no debería ni oler y escuchando música.

—Vamos —ordena Tippi—. Hamburguesas. Así que me mantengo en mis trece y me quedo rígida.

—¿Qué te pasa? —pregunta Tippi.

—Nada —contesto.

—Pues vamos —repite—. Jon, tú también vienes.

Pero él menea la cabeza. —Tengo todo lo que necesito: cerveza y música rock. Por cierto, acordaos de coger algunos refrescos para mezclar con el vodka después de zamparos esa deliciosa hamburguesa de ternera criada en las selvas tropicales de Brasil.

Yasmeen le dedica un corte de mangas y coge a Tippi de la mano. —No te bebas otra —le dice a Jon y, de repente, mi cuerpo sale del coche y se planta frente al mostrador, esperando una mesa, comiendo patatas fritas y pagando la cuenta.

En el restaurante actúo como cualquier otra persona haría; mordisqueo las patatas, doy bocados gigantes a la hamburguesa y les río los chistes a Tippi y a Yasmeen, aunque soy incapaz de sacarme a Jon de la cabeza. Pienso en él, en la parte trasera de su cabeza, en las arrugas de su cuello, en su olor, en su voz.

En su todo.

Una casa vieja

La biblioteca está a rebosar de viejos ejemplares de revistas de arte y de libros tan roñosos, tan amarillentos y tan ajados que da la impresión de que se desharán con tan solo tocarlos. El cuarto de baño no tiene luz y una espesa capa de moho se arrastra desde las esquinas de la ducha por todas las paredes. El suelo de la cocina es un campo de minas: excrementos de ratón y un sinfín de cucarachas muertas.

En el piso de arriba, Yasmeen y Jon están reorganizando los muebles; están arrastrando una cama de matrimonio, que tiene el colchón hundido, hasta el dormitorio más grande para así juntar las dos camas y, al empujarlas contra la pared, quedarán convertidas en una cama gigantesca para cuatro. Yasmeen ha utilizado la manga de su abrigo para quitar todas las telarañas que colgaban de la ventana. Jon ha barrido el suelo.

Enchufo un calefactor y todos nos reunimos alrededor, con las narices rojas y las manos metidas en las axilas.

Desde luego, esta casa no es como las segundas residencias que hemos visto al atravesar los Hamptons, mansiones de color crema con arcadas y fuentes de azul cristalino, pero será nuestra casa, y la de nadie más, durante tres días, así que los bichos, la pintura desconchada y las tuberías oxidadas no me preocupan en absoluto.

En la cama

Tippi apoya la cabeza sobre el hombro de Yasmeen. Y yo me tumbo al lado de Jon.

Está leyendo en voz alta el Ulises, con tan solo la luz de una vela. Las palabras que salen de sus labios suenan melódicas, y algunas son verdaderas joyas que brillan en la oscuridad. Un dolor, que no era todavía el dolor del amor, le roía el corazón —lee, y cuando se da cuenta de que Tippi y Yasmeen tienen los ojos cerrados, se queda callado y cierra el libro.

Entrelazo mis dedos con los suyos. Le mantengo la mirada. —Por favor, sigue leyendo —le ruego, y eso hace.

Ya son las tantas de la madrugada, y da la impresión de que estamos solos. Lo único que nos separa es su voz. —Tienes una voz preciosa —murmuro. —Pues mañana por la noche te tocará a ti —responde él.

Cierra el libro de nuevo y las páginas parecen resoplar. Apaga la vela con un bufido, y luego se acurruca a mi lado y noto su aliento acariciando mi mejilla.

—Buenas noches —susurra y, en cuestión de minutos, se queda dormido junto a mí.

El faro

Con los ojos pegados y el cuerpo anquilosado por el frío, nos despertamos antes del alba y bajamos las escaleras de puntillas para preparar una torre de tortitas que devoramos minutos después con tal cantidad de sirope de arce que hasta me duelen los dientes.

Los pescadores, calzados con botas de agua, están sobre las rocas, Parece que el océano Atlántico vaya a tragárselos, pues las olas rompen contra el espigón de forma agresiva y virulenta. Se dan media vuelta, dispuestos a marcharse, con sus cubos llenos de monstruos marinos comestibles, y, de repente, un haz de luz perfora el cielo. Las nubes se ruborizan y alejan la penumbra nocturna. El horizonte se tiñe de rosa.

—El amanecer —anuncia Tippi— me hace querer creer en Dios.

—A mí también —dice Yasmeen. Y nadie vuelve a articular palabra hasta que el sol se convierte en un orbe naranja y se nos ha adormecido el culo por llevar tanto tiempo ahí sentados.

Bañarnos desnudas

Bañarnos desnudas no está en nuestra lista de «cosas que hacer antes de morir», pero sí en la de Yasmeen, así que ese va a ser el plan de hoy. Pero no lo haremos en mar abierto, con olas de varios metros de altura que amenazan con secuestrar a cualquier insensato que se atreva a intentar surfearlas, sino en la piscina de una vecina. —Es una piscina climatizada, así que puede mantener el agua calentita todo el año, incluso en invierno —nos explica Yasmeen. —Pero solo viene los fines de semana, así que tenemos vía libre todo el día.

Nos escabullimos por el caminito que rodea la casa, cuyos paneles son de madera de cedro macizo, y desenrollamos el plástico que cubre la piscina. Las hojas flotan sobre el agua como hierbas aromáticas sobre una sopa. Incluso antes de que Jon coja la red para retirar las hojas, Yasmeen ya se ha desnudado. Solo lleva un sujetador lila y unas braguitas rosa y está comprobando la temperatura del agua con la punta de los pies. De repente, se despoja de la ropa interior y se tira al agua como un águila se lanza al precipicio, decidida e intrépida. Pero cuando sale, lo hace chillando y azul.

Jon es el siguiente en quitarse la camisa y los pantalones. Aparto la mirada y no me giro de nuevo hasta oír su cuerpo cayendo en picado sobre el agua y la sarta de blasfemias que suelta por la boca como si fuesen rezos implorantes.

—¿Qué opinas? —le pregunto a Tippi. Nadie, salvo nuestros padres y una lista interminable de médicos, nos ha visto desnudas, y me aterroriza lo que puedan pensar los demás, el asco que cualquier persona podría sentir si nos viera sin ropa, tal y como vinimos al mundo.

—¿Qué es lo peor que podría ocurrir? —le pregunto, pero esta vez pensando en nuestra salud, en nuestros corazones.

Y entonces me quito el abrigo.

Totalmente desnudas, metemos un pie en el agua y, de inmediato, se nos pone la piel de gallina. El agua está tan fría que siento que un millón de agujas se me han clavado en la piel.

Jon celebra la decisión y se acerca a nosotras a nado. —Refrescante, ¿verdad? —dice.

Y justo cuando estamos a punto de salir, Yasmeen pega un grito y señala la casa. Una mujer tiene la nariz pegada al cristal de la ventana y nos mira con la cara desencajada.

—¡Vámonos! —chilla Yasmeen.

Con nuestra habitual torpeza, salimos de la piscina, recogemos toda la ropa y nos tapamos el cuerpo con los abrigos como podemos antes de arrastrarnos cual patos mareados por el jardín en dirección a la calle, y a casa.

—¡Qué careto ha puesto! —grita Yasmeen, y empuja la puerta del trastero.

Un ratón se escurre por debajo del horno y a ninguno se nos ocurre colocar una trampa para matarlo. Tan solo abrimos la puerta de la nevera y sacamos cuatro latas de cerveza.

Mensajes

Mamá nos envía un mensaje. ¿Os lo estáis pasando bien?

Y luego envía otro. ¿Estáis vivas?

Y otro. Estoy preocupada.

Y un último. Voy a llamar a la policía.

Así que al final le contesto y le advierto que no vuelva a mandarnos más mensajes.

Número cuatro

Jon y yo somos los únicos que seguimos despiertos.

Después de haber leído durante más de una hora, él fija la mirada en el techo y dice: —Siento mucho lo que ocurrió cuando me mostraste tu lista de «cosas que hacer antes de morir».

Hago ver que no sé a qué se refiere. —Terminé de leer Jane Eyre. El señor Rochester es mi personaje favorito. Creo que es lo que Tippi y yo necesitamos. Hombre ciegos que lo han perdido todo.

Pretendía ser una broma, pero ninguno de los dos nos reímos.

Jon se incorpora en la cama y enciende un cigarrillo.

—Grace… … el tema es… es que…

Pero no lo dejo terminar.

—Lo entiendo. De veras que lo entiendo. Soy muy consciente de mi aspecto, y de las limitaciones que comporta en mi vida.

Me palpo el costado, la parte del cuerpo que sigue unida a Tippi, esa parte donde los médicos pretenden colocar expansores de tejidos que harán que nuestros cuerpos parezcan estar cubiertos de madrigueras para topos.

—No sé cómo explicarte lo que siento —empieza. He leído muchísimos libros, un sinfín de palaras, pero no encuentro las apropiadas para describir esto. No sé qué está ocurriendo dentro de mí. Pero soy incapaz de sacarlo.

Aplasta el cigarrillo en un plato sucio, se mete un chicle en la boca y apaga la luz.

Se desliza a mi lado, me abraza y apoya la frente sobre la mía. —Oh, Grace —murmura, y me sostiene la cara entre las manos.

—Jon —susurro y, de repente, su boca está sobre la mía, su lengua, que sabe a chicle de sandía, se abre camino entre mis labios y nos besamos, con fuego y pasión, y nos besamos, con suavidad y ternura y nos besamos y nos besamos y lo único que soy capaz de hacer cuando para es inspirar hondo y decir: —Yo tampoco sé lo que está pasando dentro de mí.

Sandía

Me despierto todavía con el sabor dulzón a sandía de su boca.

Después de lavarme los dientes, el sabor se desvanece así que le pido a Jon un chicle y me paso el día con el sabor de su beso en la boca.

Chiflado obsesivo

—Anoche me besó —le susurro a Tippi cuando por fin estamos solas.

Me mira de reojo y con la frente arrugada, como si acabara de ofrecerle un bocadillo de atún podrido. —Si le gustas de verdad a Jon, ten por seguro que es un chiflado obsesivo, como mínimo. Eres consciente de eso, ¿verdad?

Echo un vistazo a nuestras piernas, que también están unidas. —Pensaba que ibas a intentar ser menos zorra —le recuerdo.

Y ella sonríe. —Y lo estoy intentando.

Planes

Yasmeen mordisquea la punta del lápiz, busca una página sin garabatear en su libreta de notas y espera a que Tippi y yo describamos nuestro funeral soñado, tanto conjunto como individual, solo por si acaso.

Jon ha salido a comprar algo de picoteo. No quiere oír una sola palabra de todo eso. Dice que no puede soportarlo.

Yasmeen es la única persona dispuesta a escucharnos y nos ha prometido que hará cumplir nuestras últimas voluntades sin acusarnos de ser macabras y sin echarse a llorar a la primera de cambio. Es la única persona, igual que nosotras, que lleva años esquivando la muerte. Es un tema que no le pone los pelos de punta. O, bueno, no mucho.

—¿Música? —pregunta Yasmeen, y sin esperar un solo segundo, Tippi contesta: —Dolly Parton non-stop para mí. «I Will Always Love You» me encanta. Y «Home» también.

—A ver, ¿a quién no le gusta Dolly? Pero piénsalo bien. ¿De veras quieres eso para tu funeral? —pregunta Yasmeen. Y con las manos dibuja la voluptuosa silueta de Dolly en el aire.

—Si la gente está pensando en las tetas de Dolly, no pensará en las mías, eso está claro —dice Tippi.

—Y nada de himnos —añado—. No quiero nada sagrado. Dios no está invitado a nuestro funeral.

Yasmeen asiente y escribe una nota en el papel. —¿Algo satánico entonces? Per-fec-to.

Nos llenamos la boca de anacardos y Yasmeen continúa con los preparativos. Está pletórica. —Ataúdes. ¿Juntas o separadas? —Juntas —decimos a coro. Ni siquiera tenemos que consultarlo. ¿Acaso no es lo más lógico?

—A no ser que una de nosotras sobreviva; en ese caso, ataúdes individuales —dice Tippi, y se echa a reír, aunque con muy pocas ganas.

Y seguimos.

Planeamos el servicio y el entierro, sin dejarnos ningún detalle, y cuando hemos terminado

Yasmeen rebusca en su lista de reproducción musical hasta encontrar una canción de Dolly Parton, y cantamos la letra a pleno pulmón mientras Yasmeen baila por la cocina, repitiendo el estribillo de «Jolene» una y otra vez, como si fuese la canción más alegre del mundo.

La promesa

Nos saltamos las advertencias del doctor Derrick y por la noche nos sentamos sobre la arena de la playa, a la intemperie, fumando puros y vaciando diminutas botellas de ginebra, frente a una hoguera que no deja de chisporrotear.

—Estoy borracha —dice Tippi, y se deja caer de espaldas, arrastrándome así con ella.

Contemplamos la luna, que esta noche no es más que una guadaña plateada. La cabeza nos da vueltas y, sin pensármelo demasiado, digo: —¿Me prometes que vivirás sin mí si me quedo en el quirófano?

El mar deja de rugir. Y el fuego deja de crepitar.

—Te prometo que me casaré con Jon —contesta Tippi, y se echa a reír mientras me hace cosquillas.

—Hablo en serio —insisto.

Tippi se incorpora, y yo también, y da otro sorbo de ginebra. —Te lo prometo, si tú también lo haces.

—Te lo prometo —digo. Y le doy un beso.

Anoche

—Tengo que confesarte algo —anuncia Jon en mitad de la noche.

Cierro los puños y me preparo para lo peor.

—No tengo ni la más remota idea de sobre qué divaga tanto James Joyce —admite.

Me relajo.

—Yo tampoco —digo—. Pero me encanta.

—Sí —dice él—. ¿No es curioso cómo algo tan abstracto puede llegarnos al corazón?

Me coge de la mano y no la suelta hasta la mañana siguiente.

Regreso

Unas zapatillas de ballet cuelgan del perchero. Y junto al radiador hay dos calentadores hechos una bola. —¿Hay alguien en casa? —pregunto en voz alta—. ¿Dragon?

Nuestra hermana sale disparada del cuarto de baño y se abalanza sobre nosotras con los brazos extendidos. —Os he echado muchísimo de menos —dice—. Os he comprado unas matrioshkas, las típicas muñecas rusas. Estaban bien de precio. Y tengo novio. Se llama Peter y es moscovita.

—Siento que hayas tenido que volver por nuestra culpa —digo.

Dragon niega con la cabeza. —En Rusia hacía un frío que pelaba y Peter estaba empeñado en meterse debajo de mi falda. Lo mejor era volver a casa, os lo aseguro. Además, que separen a tus hermanas siamesas no es algo que ocurra todos los días. Quería estar aquí cuando…

Se da media vuelta, se mete en su habitación y sale con las muñecas rusas en la mano.

Abro la primera muñeca y sale otra. Y hago lo mismo. Siempre es la misma muñeca: un círculo rojo perfecto en las mejillas, unos ojos negro carbón, y una silueta que se va empequeñeciendo poco a poco hasta desaparecer.

—Estáis intentando averiguar la simbología, ¿verdad? —pregunta Dragon. Coge las muñecas y las va colocando una dentro de la otra. —Simbolizan la maternidad. No tienen nada que ver con vosotras.

Tippi se ríe por lo bajo. —Y, como siempre, nuestra querida Grace pensando que todo tiene que ver con nosotras.

Navidad

Colgamos las luces en el manzano del jardín. Tragamos pavo relleno como si no hubiera un mañana. Compramos regalos.

Después de todo, es Navidad, y al fin y al cabo, no somos tan distintos a cualquier otra familia.

Piel nueva

El doctor Derrick nos presenta a un colega nuevo: el doctor Forrester, un experto en su campo. Es él quien deslizará los expansores de tejidos, una especie de globos llenos de suero, bajo nuestra piel para que así se estire y pueda cubrir y cicatrizar las heridas de la separación cuando llegue el momento.

Durante la operación estamos despiertas, pues la anestesia es local. No dejamos de parpadear porque la luz es cegadora y vemos un desfile de enfermeras y médicos pasar por delante de nuestras narices, todos con esa mascarilla quirúrgica de color verde.

Horas después, Tippi gruñe y yo me aferro a las sábanas para evitar ponerme a gritar como una maníaca. —Necesitamos Vicodin —masculla Tippi, y pulsa el botón para avisar a una enfermera.

Todo mi cuerpo se sacude, y está ardiendo. Y esos expansores de tejidos no son más que el principio.

—En unos días parecerá que tengáis la piel repleta de tumores enormes —nos explica el doctor Forrester al día siguiente, por la mañana. Me fijo en la saliva seca y blanquecina que se le acumula en las comisuras de los labios. —Pero tranquilas, esos bultos desaparecerán enseguida. Podéis recuperaros en casa. Dejad que los expansores hagan magia.

Y, sin pedirnos permiso, recorre las manos por todas las incisiones, es decir, por la tripa, la espalda y los costados; y es en ese momento cuando me doy cuenta de que nuestros cuerpos ya no son solo nuestros: se los hemos confiado a esos hombres y mujeres, los mismos que nos hincharán y nos moldearán y nos partirán por la mitad, y todo sin dejar de preguntarnos ¿Estáis seguras?

Jon

que  su intención no era estremecerse

al   tocar el bulto que tengo en

el   costado, justo donde los expansores de tejidos ya crecen.

Pero

lo   hace, se estremece,

no   puede evitarlo; y, por primera vez, me doy cuenta de que

no   es perfecto.

Y

le   odio por eso.