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CAPÍTULO IX

Lupe, la némesis de Frida en su amor por Diego, era arrojada, un hueso duro de roer. De las que nadie quiere como enemigas. Era una verdadera guerrera: toda su vida había luchado por lo que deseaba, y seguiría haciéndolo. Así que cuando se encontró con la nueva mujer de su esposo, la confrontación entre las dos fue lo más parecido al choque de dos locomotoras. La desventaja de Frida era que Lupe sabía más por vieja que por diablo, y es que contaba con un gran kilometraje vivido a todo vapor: había estudiado en internado de monjas, pero sabiéndose joven y bella se confeccionaba vestidos a la última moda y así vestida se paraba en la esquina de la catedral de Guadalajara para que el viento le levantara la falda y quedaran al descubierto sus torneadas piernas, provocando escándalos y repartiendo deseos entre los muchachos tapatíos. Eso sucedía en la época en que Diego estaba autoexiliado en Europa, en protesta por el rumbo que había tomado el gobierno en México. Él ya era un pintor famoso y a su regreso conoció a la enigmática y bella Lupe Marín, quien lo atrapó como una hechicera que le hubiera dado a beber toloache. De tal manera llegó a idolatrarla, que la retrató como la mismísima Eva en su mural La Creación, de la Escuela Nacional Preparatoria. Su matrimonio fracasó sin duda gracias al interminable desfile de amantes de Diego. Pero bien se había desquitado ella de cada una de sus infidelidades, propinándole recias palizas por andar de coqueto; incluso intentó matarlo con la mano del molcajete que usaba para moler las salsas cuando se enteró de que se había acostado con Tina Modotti.

Diego dejó a Lupe con dos hijas que alimentar, Guadalupe y Ruth, cuando decidió irse a Rusia. Ella le advirtió duramente: “Te vas a ir con tus chichonas rusas, pero cuando regreses ya no me vas a encontrar”.

Y lo cumplió. Ya separados, Diego no dejaba de ir a comer a casa de Lupe y le contaba de sus amantes. Bien se guardó ella los celos, provocados cuando le confesara que estaba enamorado de Frida. Aunque ya Lupe vivía con el poeta Jorge Cuesta, estaba convencida de que Diego era como el alcohol y ella una alcohólica: nunca podría despegarse de él. Así que una mañana de marzo, Lupe y Frida, chocaron cuando la guapa tapatía entró como vendaval a la casa del nuevo matrimonio sin decir agua va. Frida estaba aterrada ante la presencia de esa mujerona, y la seguía preguntándole cuáles eran los motivos de tal irrupción.

—Vengo a cocinarle a Diego porque ya me dijo que tú estás para el arrastre —gruñó mientras buscaba trastos y comida.

Se remangó el vestido, se puso un delantal y con la fuerza de un vikingo furioso empujó a Frida, haciéndola caer de sopetón sobre sus nalgas. Comenzó a picar cebolla y a mentar madres por los pocos utensilios que había en esa cocina.

Frida se quedó un minuto con las piernas abiertas en el suelo, mirando cómo su cocina era violada por esa mujer, y no es que le importara mucho esa parte de la casa, mucho menos le confería un estatus sagrado, pero había códigos que todos debían respetar: nunca revisar el bolso de una mujer, no desear al novio de la amiga, menos aún sacar a una esposa de su propia cocina. Se levantó con dignidad arreglándose el pelo a fin de estar presentable para la madriza que le acomodaría a esa intrusa. Cerró los puños, y aunque chiquita, fue tan brava como chile habanero: con un gruñido corrió hacia Lupe, le arrebató el cuchillo y la empujó hasta el brasero.

—¡Aquí la única que le prepara la cena a Diego es su mujer! Y tú lo dejaste de ser hace mucho, así que si no quieres que te haga birria tapatía con este cuchillo, será mejor que ahueques el ala. Y te me vas pitando de mi casa —le gritó Frida y se puso a picar ella la cebolla.

El primer round lo había ganado Frida, pero Lupe no se dejó intimidar: colocó una olla vieja sobre la lumbre y puso agua a hervir. Poco a poco comenzó a arrojarle las verduras que encontró, raquíticas y secas.

—Tú no puedes calentar nada ni a nadie, a güevo que lo quemas o lo dejas tibio. La mujer debe saber moverse en la cocina para que al hombre se le pare . . . el deseo de ir a comer a otra casa —respondió Lupe con asco arrojando con la delicadeza de un pitcher de beisbol un par de cebollas que ya estaban cultivando un hongo verde. Frida no quiso quedarse atrás: le arrebató el resto de las legumbres y las vació de sopetón, salpicando la ropa a Lupe.

—Pues será por eso que cuando estabas con Diego siempre prefirió ir a comer fuera de casa. A lo mejor no le gustaba cenar pollo pechugón todo los días.

Frida tuvo que soltar una sonrisa pícara al ver empapada a su contrincante. Lupe dio un grito en señal de que la guerra apenas comenzaba. Tomó un par de huevos, se plantó frente a Frida y los abrió con delicadeza de chef en la cabeza de su rival.

—No mijita, que aquí la de la sazón soy yo, se nota que ahora Diego cuando quiere cenar, ni un par de blanquillos tiene de donde agarrarse —tomó otro huevo y lo reventó en el busto de Frida, quien al sentir cómo la clara se le escurría por el pecho, alzó su ceja única con cara de estufa a punto de recibir el asado. Sin perder la compostura, tomó un bote de harina y lo volcó sobre Lupe hasta dejarla como cemita poblana.

—A Diego le gusta la carne pegada al hueso, porque dice que la grasa es mala para su salud y luego le da asco eructar los chicharrones —espetó Frida con firmeza.

Lupe le regaló una sonrisa maligna; ésta llenó el cuarto del odio que solo dos mujeres de carácter fuerte pueden tenerse. Se fue hacia la raquítica alacena y revisó si había algún producto que arrojarle; solo encontró café rancio, pan viejo y un bote de leche podrida. Ocupó todos para decorar a Frida.

—Pinche escuincla, ya verá Diego que eres pura llamarada de petate y al primer hervor se lanzará a atragantarse de buenas papayas, muslos jugosos, pozole de trompa y dos tacos de ojo . . . ¡pero sin pelos!

—Eres peor que un mole de olla, que te deja enchilado y sin satisfacción.

—Tú eres un tasajo duro comunista.

—Buñuelo persignado.

—Memela de masa marimacha.

—Embutido de jamón manoseado.

Ya no había comida que aventarse y el caldo comenzó a hervir y se desbordó, regándose por la estufa. La espuma se deslizó entre las hornillas hasta consumir las llamas, y con ellas se agotó el odio entre ambas mujeres. Al ver el desorden les llegó un suspiro de razón y al unísono soltaron una sonora carcajada, ésta duró tantos minutos que un vecino hubo de asomarse para comprobar que no había ningún crimen por atestiguar. De tanto reír las lágrimas se les escurrieron entre la harina, el café y las yemas reventadas, y como las dos estaban completamente sucias, no tuvieron tapujos para abrazarse cual dos pilluelas contentas de su diablura. Frida le ofreció un cigarro a Lupe y se sentaron a fumar entre los restos de la batalla de legumbres.

—Tu cocina es una mierda —dijo Lupe. Frida la miró molesta pues pensaba que los insultos habían terminado, pero al ver que ella sacó un rollo de billetes y se los entregó, comprendió que hablaba en serio—: Vámonos a la Merced a comprar ollas, sartenes y las cosas necesarias para preparar la comida que le gusta a Diego. Ya verás, habrá un momento en que vas a dejar de ser la razón por la que él regrese cada noche, por más joven y bella que seas. Así que dale otra razón: míralo, es un gordo antojadizo, llégale por la panza y atrápalo como a un pez. Cuando pruebe el mole, haz que le guste tanto que prefiera quedarse para el recalentado antes que ir a cogerse una gringa.

Nunca pensó escuchar esas palabras de ella, pero las supo francas y generosas, pues su mirada no la traicionaba. Frida dio una larga chupada a su cigarro y masticó infinidad de preguntas: ¿Cómo sabré cuando Diego deje de amarme?, ¿qué tanto debo perdonarlo?. . . hasta que llegó a la pregunta más importante:

—¿Tú crees que se pueda atrapar a cualquiera con la comida? ¿Que mediante un buen banquete te cumplan los deseos como si los hubieras hechizado con una pócima mágica?

—Yo sé que una cena bien hecha es mejor que un revolcón en la cama. A los hombres les pones collar por las cogidas, o por los guisados —contestó con su acento tapatío, como si fuera un importante dogma de fe—. Yo te enseñaré a que con la mesa cualquiera te rinda pleitesía.

—¿Y qué te daré a cambio? No tengo más que mis pinturas.

—No es mala idea . . . Quizá algún día puedas pintarme —le respondió Lupe. Se levantó acribillando el cigarrillo con su zapato, y agregó—: aunque tampoco me caería mal una buena amiga. Alguien con quien poder quejarme de las sandeces de ese sapo panzón. Vamos a preparar ese platillo que te llevará a la cumbre del monte de los dioses, pero para ello necesitamos buenas ollas.

Frida aceptó la idea de ser de nuevo estudiante, de adentrarse a ese mundo de alquimias y sabores. Además, si aprendía a cocinar, podría llevarle el almuerzo a Diego a su trabajo, tal como acostumbraban los campesinos mexicanos, a quienes sus mujeres les llevaban al campo de cultivo los exquisitos platillos preparados con amor. Pero también le daría la oportunidad de entablar amistad con aquella aguerrida mujer, y podría preparar ofrendas exquisitas para su Madrina en el Día de Muertos, su fiesta anual, así quizá podría ganarle más años de vida.

—¿Entonces?

—¿Verdad que los chiles en nogada van sin capear?—preguntó Frida.

Lupe no contestó, la sonrisa de ambas fue más que suficiente para comprender que ya estaban metidas en el mismo mundo de especias, chiles y caldos. Literalmente había entrado hasta el fondo de la cocina, ese mágico lugar donde se unen las mujeres para platicarse sus penas, sus amores y las recetas de comida.

Antes de salir al mercado para comprar los utensilios, Frida buscó una libreta para anotar las recetas de Lupe, y quizá porque así estaba marcado por el destino, tomó la primera que se le cruzó: ese cuaderno bellamente empastado en negro que le regaló Tina antes de su boda.

No solo aprendió a cocinar, sino que incluso superó la mano de Lupe. La amistad de las antiguas rivales prosperó a tal grado que llegaron a vivir en departamentos contiguos con sus respectivos esposos y las hijas de Diego. Cuando Lupe y Frida guisaban, apenas cabían en las diminutas cocinas. Lupe lo llenaba todo con su voluminoso cuerpo y Frida con sus abultadas ropas de tehuana. Tal como lo prometió, Frida pintó el retrato de Lupe y se lo regaló, pero años después la flamígera tapatía, en un ataque de rabia, lo destruyó. Luego lo lamentaría.

A los pocos días de iniciadas las clases de cocina, Frida aprendió a llevarle la comida a Diego a su trabajo, en una canasta decorada con flores donde los platillos iban envueltos en servilletas que ella misma bordaba con frases como “Te adoro”.

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LOS CHILES EN NOGADA DE LUPE

No existe un platillo más mexicano que este. Te salen ganas de cantar corridos y de oír mariachi. Los colores de la bandera se plasmaron en él, y todo por culpa de las imaginativas monjitas poblanas. Su preparación debe ser un fiesta, así como fiesta es la independencia. Cuando los preparábamos, juntaba a mis hermanas y sus hijos para pelar las nueces, platicar chismes y echarnos un trago. Es tan maravilloso el proceso, como el sabor.

12 chiles poblanos, 1 granada (solo los granos). Para el relleno: 500 gramos de pierna de cerdo, 4 tazas de agua, 1/4 de cebolla en un solo trozo, 5 dientes de ajos, 3 enteros y 2 picados, 3/4 de taza de cebolla finamente picada, 2 tazas de jitomates pelados y picados, 1 cucharadita de canela en polvo, 5 clavos de olor, 1 manzana pelada y picada, 1 pera grande pelada y picada, 1 durazno amarillo grande o 3 pequeños picados, 1 plátano macho grande pelado y picado, 60 gramos de pasitas, 60 gramos de almendras peladas y picadas, 1 acitrón picado. Para la nogada: 1 taza de nueces de castilla frescas, peladas y picadas, 1 taza de crema espesa, 1 taza de leche, 185 gramos de queso fresco, azúcar al gusto, si se desea se le puede añadir un poco de canela. Sal para sazonar. Perejil para decorar.

Image Los chiles se asan, se pelan y con cuidado se les sacan las semillas, cuidando de que no se rompan. Para el relleno, se coloca en una olla la pierna de cerdo, el agua, la cebolla, el ajo entero y un poco de sal y se pone a hervir; cuando alcanzó el hervor hay que bajar el fuego y dejarlo así por unos 40 minutos o hasta que la pierna esté cocida y se pueda deshebrar fácilmente. Aparte, en una olla se pone aceite y se acitrona la cebolla y el ajo picados; se agrega la carne deshebrada y después el jitomate, una vez sazonado hay que agregar el clavo y la canela, y al final la fruta, empezando por la manzana, siguiendo por el durazno, la pera, el plátano, el acitrón y se sazona con sal. Si se reseca, se le agrega un poco del caldo donde se coció la carne. Al final, se le agregan las pasitas y las almendras. Para hacer la nogada, se muelen todos los ingredientes, agregándole a la mezcla un poco de leche hasta conseguir la espesura deseada. Los chiles se rellenan con la carne y se colocan en un platón que se decora con perejil. Se baña con la nogada y termina por decorarse con los granos de granada.