—¿Sabías…?

—No.

—No sabías nada…

—No.

—Porque es… ¡uau!

«Sí —pensó Michael—. Uau.»

Habían salido del túnel y estaban a gran altura, sobre un enorme valle en forma de medialuna. Desde donde se hallaban, unas paredes escarpadas de roca se perdían a lo largo de más de un kilómetro hasta el fondo del valle, mientras que unas montañas cubiertas de nieve se alzaban sobre sus cabezas, rodeándolo todo. Michael calculó que habría por lo menos un kilómetro y medio hasta el otro lado. Tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, el valle dibujaba una curva y desaparecía de la vista de los viajeros. El cielo era de un azul puro y cristalino, y el aire era cálido y sereno. Abajo, a mucha distancia, la parte inferior del valle parecía cubierta de árboles de un verde intenso.

Michael se planteó la posibilidad de usar la Polaroid, pero decidió que una foto no haría justicia a la magnífica vista.

—¡Pero estamos en el Polo Sur! —dijo Emma—. ¡Debería haber pingüinos! ¡Y nieve! ¡Y… y osos polares!

—Los osos polares están en el Polo Norte.

—¡Ya sabes a qué me refiero! Esto es…

—Es la Crónica —dijo Michael—. Hace miles de años, apuesto a que esto era igual que el resto de la Antártida. Entonces la orden trajo la Crónica aquí y todo cambió.

Guardaban silencio, contemplando el valle increíblemente exuberante. Luego Gabriel dijo:

—Allí.

Señalaba hacia la derecha. Más allá de la curva del valle, apenas visible sobre la ladera de una montaña, un fino rastro de humo negro se elevaba en el aire.

—El volcán —susurró Michael.

—Asombroso —se maravilló Emma—. Resulta que al final tenías razón.

—No hace falta que te hagas tanto la sorprendida —respondió Michael.

—Pero es que me sorprende de verdad.

Deprisa, pues ya estaban acalorados y sudorosos, el trío se quitó la ropa para el frío, las parkas y las pesadas botas, los pantalones de nieve, la ropa interior larga, las gafas, los guantes y gorros, y Gabriel lo guardó todo dentro de la cueva para el viaje de regreso. A Michael le sorprendió encontrar la canica de color gris azulado colgada de un cordón en torno a su cuello y se dio cuenta de que, con la emoción de las últimas veinticuatro horas, se había olvidado de ella por completo. Lógicamente, aquel no era el momento de meditar quién la había enviado o cuál podía ser su finalidad, pero al volver a meterse la esfera de cristal dentro de la camisa Michael se prometió que intentaría averiguarlo en cuanto tuviese la oportunidad de hacerlo.

El túnel daba a un promontorio, desde el que un tramo de peldaños casi verticales, tallados en la cara del acantilado, descendían hasta el fondo del valle. Gabriel cogió la cuerda de seguridad y la fijó a los cinturones de los hermanos.

—Llegaremos hasta el fondo —dijo—. Luego nos dirigiremos al volcán.

Los peldaños se parecían más a una escalera de mano que a una auténtica escalera, pues cada uno tenía una altura de medio metro. Michael solo atisbó una vez por encima del lateral para comprobar su avance, y se encontró con que la caída era directa hasta el fondo. A partir de ese momento, mantuvo su atención concentrada en cada uno de los peldaños. A medida que iban descendiendo, el calor y la humedad aumentaban. A Michael no paraban de deslizársele las gafas hasta la punta de la nariz, y la camiseta se le pegaba a la espalda. Los gritos de los pájaros resonaban a través del valle, y los viajeros no tardaron en oír el sonido de agua corriente.

Se detuvieron a medio descenso, y Gabriel les dio pan, embutido y frutos secos que llevaba en su mochila. Michael estaba comprobando su reloj y pensando que el sol debería haberse puesto ya cuando oyeron algo que no era un pájaro, un grito procedente del volcán. Era áspero y salvaje, y silenció todos los sonidos del valle.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Emma.

Gabriel negó con la cabeza.

—No lo sé.

Michael tampoco lo sabía. Pero sabía que, fuese lo que fuese lo que había hecho el sonido, debía de ser algo muy, muy grande.

Acabaron de comer en silencio y reanudaron el descenso. Al cabo de media hora alcanzaron los árboles. Desde arriba, Michael había esperado encontrar una jungla tropical, pero el fondo del valle estaba cubierto por un bosque de enormes secoyas. Reconoció los árboles por haberlos visto en fotos y películas, pero aquellos eran los más altos y anchos que había contemplado jamás. En realidad, el fondo del valle resultó estar mucho más abajo de lo que creían, pues incluso después de alcanzar los árboles siguieron bajando, bajando y bajando.

—¿Podéis creeros que luego tendremos que volver a subir? —dijo Emma, cuando por fin estuvieron abajo.

Se hacía de noche, y la oscuridad era aún mayor bajo los árboles.

—Sé que estáis cansados —dijo Gabriel—, pero hay que seguir. Quiero acampar más cerca del volcán para llegar allí mañana por la mañana.

Michael asintió, Emma gimió y siguieron caminando, sin que nadie mencionase que el grito de la criatura procedía del volcán. A Michael le daba la impresión de que atravesaban un bosque de gigantes dormidos. Incluso Gabriel miraba anonadado los inmensos troncos de color marrón rojizo. Pero el avance era lento, pues el suelo del bosque estaba tapizado de helechos y Gabriel tenía que utilizar su machete para abrirse camino.

En el bosque apenas había otro movimiento, pues los pájaros se mantenían en las copas de los árboles. Solo había otra especie de animales: unos brillantes escarabajos negros que subían por el tronco de los grandes árboles y, con furiosos zumbidos y chasquidos, alzaban el vuelo bruscamente y se alejaban zigzagueando. Los escarabajos eran grandes como tortugas, y después de que uno de ellos golpease en la nuca a Michael, que cayó al suelo, los niños aprendieron a agacharse cuando los oían venir.

«Aun así —pensó Michael, tocándose la zona dolorida detrás de la oreja—, si lo único que hay son pájaros y escarabajos, ¿por qué tengo la sensación de que nos observan?»

A medida que avanzaban, oían cada vez con más fuerza el sonido de una corriente de agua. Al cabo de un rato llegaron a un río de unos cuarenta metros de anchura que corría claro y veloz por el centro del cañón. Estaban acalorados por la caminata, y Gabriel dejó que se tendiesen boca abajo y sumergieran la cara. El agua estaba helada, y bebieron hasta que les dolieron los dientes.

Refrescado, el pequeño grupo continuó adelante. Siguieron la orilla del río hasta que estuvo demasiado oscuro. Ambos niños arrastraban los pies y Emma acababa de decir por enésima vez «Este parece un buen sitio para parar». Gabriel acampó en una gran roca con vistas al río, sacó más pan, embutido y frutos secos y dijo que no correrían el riesgo de encender fuego. Michael se preguntó si Gabriel también notaba que los observaban, aunque si era así no decía nada. Después de comer, Gabriel cortó las frondas de unos helechos e hizo una cama gruesa y suave sobre la roca. Emma se echó y se durmió al instante.

—Duerme tú también —le dijo Gabriel a Michael—. Yo montaré guardia.

Michael tenía toda la intención de decirle a Gabriel que lo despertase al cabo de unas horas y le dejase hacer su turno de guardia, pero, agotado y dolorido como estaba, y relajado por el murmullo del río, se tumbó al lado de su hermana y se durmió.

 

 

Michael soñó.

De nuevo, estaba en el túnel largo y oscuro, caminando hacia la luminosidad roja.

De nuevo, se hallaba ante el lago de fuego, mirando la superficie. Los ojos le escocían y el calor lo asfixiaba.

Sabía que la Crónica estaba en algún lugar cercano… Pero ¿dónde?

Y entonces oyó una música extraña que parecía envolverlo por completo. El calor disminuyó. Aliviado, notó que podía respirar sin sufrimiento. Tuvo la sensación de ser ligero como el aire, como si pudiese ascender poco a poco y alejarse flotando…

Una mano en su hombro lo despertó a empujones.

Aún estaba oscuro. Gabriel se hallaba inclinado sobre Michael, con un dedo en los labios para indicarle que guardase silencio. Salía música del bosque, y Michael la reconoció como la música de su sueño. Se incorporó. Si la mano de Gabriel no hubiese descansado sobre su hombro, tal vez se habría levantado de un salto.

—He oído…

—Sí, ha empezado hace unos momentos. Voy a investigar. Quédate con tu hermana. —Gabriel se levantó, y luego se detuvo—. Te quedarás con ella.

Había una pregunta en su voz.

—Sí, claro, me quedaré con ella.

El hombre lo miró fijamente. Michael no pudo evitar comentar:

—Es que la música… es tan… bonita…

—Trata de no escucharla.

—Vale.

Gabriel siguió mirándolo. Michael se dio cuenta de que estaba tarareando. Dejó de hacerlo.

Gabriel dijo:

—Volveré pronto.

Y, tras desenvainar el machete, se deslizó entre los árboles sin hacer ruido.

Michael miró a su hermana, que sonreía mientras dormía. Michael nunca había visto a Emma sonreír dormida. Por lo general, dormía con los puños apretados, como si librase batallas en sueños. Se preguntó si estaría oyendo la música. Era tan bonita…

¡No! ¡Gabriel le había dicho que no escuchase!

Tras despojarse de las gafas, Michael se tumbó en el suelo y se echó agua helada en la cara. Al instante se despertó por completo.

«Así está mejor», pensó.

Entonces se dio cuenta de que si estaba mejor era porque oía la música con mucha más claridad. Se levantó. El agua le iba chorreando por la cara mientras contemplaba la oscuridad iluminada por las estrellas. Todo cuanto lo rodeaba, el aire, el agua, la tierra, las rocas, todo parecía responder a la canción. ¡Pero Gabriel había dicho que no escuchase! Pensó que, aunque Gabriel era un tipo estupendo, experto en muchísimas cosas útiles, estaba claro que la música no se contaba entre ellas. Una canción así no podía ser peligrosa. Era una canción sobre el aire y el agua, sobre los árboles y los pájaros, sobre aquellos escarabajos gigantes que volaban sin mirar hacia dónde; era una canción sobre la vida. Y te pedía que te unieras a ella, que bailaras. Michael empezó a balancearse adelante y atrás, dirigiendo una orquesta imaginaria con la mano derecha. «Me encanta bailar», pensó Michael, que no había bailado en toda su vida y que incluso se había esforzado siempre por evitarlo.

Agitó a Emma para despertarla.

La niña gimió sin abrir los ojos.

—Para.

—¡Emma, despierta!

—Pero es que estaba soñando y había…

Se quedó en silencio. Michael comprendió que había oído la música.

—Es real…

—¡Lo sé! —Michael estallaba de felicidad. Había tenido una idea estupenda. Le había dicho a Gabriel que no dejaría a Emma, pero ¿y si se la llevaba consigo?—. ¡Vamos! ¡Hemos de encontrar la música!

El niño cogió a Emma de la mano y la arrastró hacia el bosque. La música procedía del volcán. Extrañamente, los helechos que les habían dificultado el paso durante todo el día parecían ahora ceder ante los niños, inclinándose hacia atrás para abrir camino.

—¿Dónde está… Gabriel? —preguntó Emma entre jadeos.

—¡Ha ido a buscar la música!

—¿Crees que lo encontraremos?

—Tal vez. Si no, ¡podemos buscarlo mientras bailamos!

—¡Sí! —gritó Emma, a quien por lo general le desagradaba bailar al menos tanto como a Michael—. ¡Y así Gabriel bailará con nosotros!

—¡Ja! ¡Ya debe de estar bailando! —exclamó Michael, riéndose.

De repente se encontraron allí.

Era un amplio claro circular rodeado de grandes árboles. Los helechos se acababan al borde del claro, y el terreno que se encontraba más allá estaba cubierto de hierba baja y densa. Al otro lado del claro, Michael vio que emergían de entre los árboles unas figuras con antorchas. Estaban demasiado lejos para verlas bien, pero Michael supo que eran quienes creaban la música. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que la música era un canto, de que unas voces hacían aquellos preciosos sonidos.

Emma soltó un grito ahogado y dio un salto hacia delante, pero su hermano tiró de ella.

—¿Qué estás haciendo? Vamos…

—Se me acaba de ocurrir una espantosa idea. —Estaban agachados junto a uno de los árboles del borde del claro. Michael trató de hablar con la mayor gravedad posible. Necesitaba que Emma comprendiese la seriedad de lo que se disponía a decir—: ¿Y si no llevamos la ropa adecuada? No quiero hacer el ridículo.

Emma lo miró fijamente y luego asintió con la cabeza.

—Eso está muy bien pensado.

—Lo sé —convino Michael. Y se maldijo por no haberle pedido a Gabriel que llevase ropa más elegante en la mochila. Tendría que haber previsto que ocurriría algo así.

Las figuras se movían hacia el centro del claro. Cuando se acercaron más, las antorchas les iluminaron la cara. Los niños las miraron asombrados.

—Michael, ¿son…?

—Sí.

—¿De verdad? O sea, ¿en serio?

—Sí. —La garganta del niño estaba seca como una piedra, pero consiguió decir—: Son duendes.

 

 

Había cuarenta más o menos. Unos llevaban antorchas y otros faroles. Todos ellos cantaban y, aunque no llegaban a bailar, su propia forma de caminar e incluso su más leve gesto tenía más gracia que cualquier danza. Al ver lo bien vestidos que iban, a Michael se le cayó el alma a los pies.

Los duendes chica, según Michael, lucían largos vestidos de color blanco y crema con volantes, y los chicos vestían pantalón y camisa blancos, con chaquetas a rayas blancas y rosadas, blancas y azules o blancas y verdes. Los duendes chico llevaban sombrero de paja. Los duendes chica giraban sombrillas sobre sus hombros delicados. Algunos duendes llevaban raquetas de tenis de madera.

Michael reconoció la moda de un siglo atrás, y la parte lógica de su cerebro, que aún funcionaba, aunque a un nivel muy bajo, le recordó que el mundo mágico se había ocultado hacía cien años. Al parecer, los duendes se habían limitado a mantener las tendencias de aquella época.

Pensó que hacían bien: tenían un aspecto maravilloso.

—¡Su ropa es preciosa! —exclamó Emma, a punto de llorar—. ¡Jamás hallaremos una ropa así!

—Chissst —exigió Michael—. Quiero oír.

Todos los duendes se habían reunido en el centro del claro. De repente pasaron de la canción etérea y sin letra que Michael y Emma habían oído en sueños a una nueva canción de melodía desenfadada.

Y esta vez Michael pudo distinguir la letra:

 

Oh, ella tiene que comer, tiene que comer,

más le vale vigilar la línea.

Su silueta es larga y esbelta,

sus uñas cortan como el hielo.

Los ojos siguen brillando como diamantes,

y sin embargo su estómago no deja de gruñir.

Oh, ella tiene que comer, tiene que comer,

más le vale vigilar la línea…

 

—¿De qué va la canción? —preguntó Emma.

—No lo sé —contestó Michael—, pero es preciosa, ¿no crees?

—Sí que lo es. Preciosa de verdad.

Y se le ocurrió a Emma que no usaba la palabra «preciosa» ni la mitad de lo que debería, así que decidió corregir esa falta. «Preciosa» era una palabra verdaderamente preciosa.

—Preciosa, preciosa, preciosa, preciosa…

—¿Qué haces? —susurró Michael.

—Digo la palabra «preciosa» —contestó Emma, también en voz baja.

—Oh… —exclamó Michael, preguntándose por qué no había pensado en esa posibilidad—. Vale.

Y, mientras contemplaban a los duendes y escuchaban la canción, ambos murmuraban:

—Preciosa, preciosa, preciosa, preciosa, preciosa, preciosa, preciosa…

Algunos duendes daban volteretas laterales en torno al claro, unos cuantos jugaban a pídola y otro circulaba en una de esas bicicletas pasadas de moda con una rueda delantera gigantesca y una rueda trasera diminuta. Varios duendes habían abierto cestas de picnic de mimbre y repartían bebidas y comida, sobre todo pastel. Dos de los duendes habían empezado a montar algo que a Michael le pareció una especie de piscina portátil. Toda la escena resultaba extrañamente familiar, y Michael comprendió dónde había visto aquellas cosas: en películas antiguas, donde la gente celebraba fiestas de pueblo con barriles de manzanas, concursos de comer empanada y algo relacionado con un cerdo engrasado. Del mismo modo que su ropa estaba atrapada en el pasado, también lo estaban las tradiciones de los duendes. Michael estaba encantado.

—Preciosa —murmuró—. Preciosa.

Y la canción seguía:

 

Tiene los brazos torneados,

la cintura es estrecha y fina.

Su nariz no tiene igual (¡ja, ja!).

Y sus dientes, sus dientes, oh, siempre brillan.

Oh, ella tiene que comer, tiene que comer,

más le vale vigilar la línea…

 

—¿Sabías que hubiese duendes aquí? —susurró Emma.

—Pues no, aunque es una sorpresa muy agradable —respondió Michael.

—Desde luego. ¿Cómo llevo el pelo?

Era la primera vez en su vida que Emma hacía esa pregunta.

Michael la miró. Su hermana no se había duchado desde el día anterior, cuando se alojaron en la casita de Galicia, y después se habían metido en una tumba, habían corrido por una cloaca, habían saltado a un canal, habían caminado azotados sin piedad por una ventisca que los obligó a llevar gorros y capuchas además de hacerlos sudar, y habían dormido en una cama de helechos.

—¿Te soy sincero?

—Sí.

—Lo llevas fatal. Lo siento, pero lo llevas fatal.

—No pasa nada —dijo Emma—. Tú también lo llevas fatal.

—¡Mira lo que tienen! —exclamó Michael.

—¡Oh, qué suerte!

Los duendes habían montado un largo tocador de madera con cuatro asientos, cada uno situado frente a un espejo y equipado con cepillos, peines, pinzas, maquinillas, diversos ungüentos, tónicos y polvos. Los niños sintieron tal deseo de hacerse con aquellos cepillos, tónicos y polvos que a punto estuvieron de precipitarse en el claro, y tal vez lo habrían hecho si las butacas del tocador no hubiesen sido ocupadas enseguida por duendes de ambos sexos que se arreglaban el pelo, se empolvaban las mejillas y se depilaban pelos invisibles, aunque Michael se fijó en que varios de ellos se limitaban a mirarse en el espejo, exclamando:

—¡Estás estupendo! ¡De verdad!

—No podemos salir ahí tal como vamos —comentó Michael—. Mi navaja incluye unas tijeras. ¡Nos cortaremos todo el pelo! No tener pelo es mejor que llevarlo fatal, ¿verdad?

—Espera —dijo Emma—. ¡Tengo una idea mejor!

Echó a correr, avanzó unos metros por el bosque y regresó con un montón de frondas de helecho en los brazos.

—¡Vamos a hacernos unos sombreros de fantasía! ¡Así nadie verá que llevamos el pelo fatal!

Michael no daba crédito a sus oídos. Esa noche, Emma no paraba de tener ideas geniales. Primero, decir «preciosa» una y otra vez, y ahora la idea de los sombreros de fantasía.

Se pusieron manos a la obra, utilizando la navaja de Michael para cortar las frondas en trozos de entre doce y quince centímetros, pero no tardaron en encontrarse con un obstáculo: les resultaba imposible sujetar las frondas.

A Michael se le ocurrió que podían recoger puñados de tierra húmeda y fangosa del pie de los árboles y utilizarla para cubrirse la cabeza.

—¡Será como cola! ¡Las frondas se pegarán a la tierra!

Emma estaba tan complacida que le dijo a Michael que era su hermano favorito.

—Soy tu único hermano —dijo Michael.

—¡Ya lo sé! ¿Verdad que es fantástico? ¡Ahora date prisa! Seguro que van a ponerse a bailar en cualquier momento!

Sin perder un instante, los niños se embadurnaron la cabeza de barro desde las cejas hasta la nuca, pasando por la coronilla. Con aquellos cascos pegajosos en su sitio, agarraron puñados de frondas de helecho y empezaron a aplicarlos, con mayor o menor acierto, en cada mancha de barro libre. En cuestión de minutos, Michael y Emma tenían más de dos docenas de flexibles frondas verdes que salían en todas direcciones de la parte superior y los costados de la cabeza, así como de la frente y la nuca.

—¿Cómo estoy? —le preguntó Michael a su hermana.

—¡Genial! ¿Cómo estoy yo?

—¡Estás increíble! ¡Deberías llevar ese sombrero siempre! ¡Incluso cuando no estemos bailando!

—¡Eso mismo estaba pensando yo! —dijo Emma, extremadamente complacida.

—¿Estás preparada? —dijo Michael.

—¡¿Que si lo estoy?! ¡Vamos!

—¡Espera!

Michael se sacó la esfera de color gris azulado de dentro de la camisa de forma que adornase su pecho como una especie de collar. Nunca llevaba joyas, pero pensó que la canica de cristal le daba cierto estilo. Los ojos de Emma se habían abierto como platos.

—¡Oh, yo también quiero!

—Después te lo prestaré. ¡Vamos!

Los niños iban a entrar en el claro cuando de pronto cambió la canción:

 

Te hemos traído algo especial

para recordarte lo que fuiste.

Pues bajo esa horrible piel

sigue escondida una princesa.

Por favor vuelve, oh, por favor vuelve,

te echamos mucho de menos.

Por favor vuelve, oh, por favor vuelve,

cambia tu banda de oro por esta…

 

Y los niños vieron salir a cuatro duendes de entre los árboles, llevando algo en una litera: un objeto envuelto en un paño negro. La multitud cantaba cada vez más fuerte. Los duendes se dieron la mano para bailar dando saltitos en un amplio círculo en torno a la litera.

Intuyendo que estaba a punto de suceder algo trascendental y tal vez maravilloso, los niños vacilaron al borde de los árboles.

Los cuatro duendes llevaron su carga hasta el centro del claro y la dejaron en el suelo. No era fácil distinguir lo que estaba ocurriendo a la luz vacilante de las antorchas. Además, los duendes, que daban vueltas y más vueltas, no les dejaban ver. Entonces dos de los duendes apartaron el paño negro en un abrir y cerrar de ojos, y Michael atisbó un objeto blanco y fantasmal de destellos dorados. La excitación y el frenesí de la celebración se multiplicaron por diez, los cantos llenaron todo el cañón, los duendes daban vueltas bailando cada vez más deprisa, y Michael pensó que si no salía a bailar en ese mismo instante nunca volvería a ser feliz.

—¡Michael! —gritó Emma—. Tenemos que…

—¡Lo sé, lo sé!

Y, tras ahuecarse rápidamente los frondosos tocados para asegurarse de que apareciesen en todo su esplendor, los niños dieron un salto. Sin embargo, estaban destinados a no unirse jamás a la danza, pues justo en ese momento un grito resonó en el valle. Era el mismo chillido salvaje, escalofriante y terrible que habían oído mientras descendían por la escalera rocosa aquella tarde. En un instante se interrumpieron los cantos, se apagaron las antorchas y se desvaneció todo el grupo de duendes junto con la piscina portátil, el tocador de madera, las cestas de picnic y la bicicleta gigantesca con las dos ruedas de distintos tamaños.

Todo permanecía a oscuras y en silencio, y los niños se quedaron solos con sus cascos de frondas de helecho al borde de los árboles.

Michael notó que un peso se instalaba en su cuerpo. Ya no quería cantar y bailar. En realidad, recordó que bailar no le gustaba nada. ¿Y qué llevaba en la cabeza? A la luz de las estrellas le echó un vistazo a Emma y vio una masa de barro y helechos apelmazada que formaba un nido enmarañado sobre su cabeza. Algunas frondas habían empezado a deslizarse lentamente por un lado de su cara.

—¿Tengo un manojo de hojas y porquería pegado en el pelo? —quiso saber Emma.

—Sí —dijo Michael, confiando en que lo que notaba moverse por su oreja no fuese una oruga—. ¿Y yo?

—Sí.

Sin una palabra más, los dos niños se quitaron las frondas y se limpiaron, dentro de lo posible, el barro medio seco que les cubría el pelo. Ninguno de ellos le preguntó al otro cómo estaba.

—¿Adónde han ido todos los duendes? —preguntó Emma.

Michael se encogió de hombros; estaba demasiado irritado para preocuparse de eso. Siempre supo que los duendes eran perezosos y vanidosos, pero resultaba que además cantaban canciones capaces de hacer que quisieras vestir de etiqueta, frotarte toda la cabeza con barro y… y…

Pensó que eran solo unos críos. ¡Unos críos tontos y estúpidos!

Al mirar hacia el claro, Michael se percató de que los duendes se habían dejado olvidado el fantasmal objeto que habían descargado de la litera y de pronto necesitó saber qué era.

—Espera aquí.

—¿Qué? Michael, no…

Emma trató de sujetarlo, pero Michael se agachó y emprendió la carrera a través del claro. Justo cuando alcanzaba el objeto, otro grito áspero resonó en el valle, más cerca que el anterior. Lo que hacía ese ruido, fuese lo que fuese, estaba en marcha.

Aun así, durante un momento, el niño se quedó allí mirando. El objeto era la figura de una duende, tallada en transparente hielo. Parecía tener más o menos la edad de Michael. El cabello cristalino le caía por la espalda; la habían retratado sonriendo. Aunque el rechazo que Michael sentía hacia los duendes se hallaba al máximo nivel, tenía que reconocer que aquella duende era la criatura más bonita que había visto en su vida. Al pasarle un dedo por el brazo, notó la resbaladiza frialdad del hielo, que empezaba a fundirse. La duende llevaba en la cabeza una fina banda de oro que parecía una diadema, y Michael se la quitó con mucho cuidado. La chica de hielo resultaba tan realista que Michael casi esperó que se pusiera a protestar. No lo hizo, por supuesto, y al mirar la diadema Michael vio que en realidad estaba formada por docenas de finas bandas de oro entretejidas.

Pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Y quién era ella?

A Michael lo despertó de su ensoñación otro de aquellos horribles gritos, más cerca que nunca. Aquella cosa se dirigía hacia ellos y avanzaba deprisa.

—¡Michael!

Emma cruzaba el claro corriendo hacia él. Sin pensar, el chico metió la diadema de oro en su bolsa. Acababa de empezar a pedirle a Emma que volviese atrás cuando oyó una voz. Michael se volvió y vio a Gabriel, que salía apresuradamente de entre los árboles desde la otra dirección.

—¡Agachaos! —gritó el hombre—. ¡Rápido!

Entonces se oyó otro grito. Esta vez procedía casi directamente de encima de sus cabezas, y antes de que Michael pudiese alzar la mirada recibió un brutal empujón contra el suelo.

—¡No te levantes! —ordenó Gabriel.

Emma seguía llamando a su hermano, y Michael, tendido boca abajo, oyó el sonido de un batir de alas. Miró detrás de Gabriel y vio que el monstruo surgía del cielo nocturno, se lanzaba en picado y se llevaba a su hermana por los aires.