—¡Vamos, despierta de una vez! ¡Despierta!
Kate abrió los ojos al notar que la sacudían y vio a Abigail, la niña que la había ayudado a buscar ropa, inclinada sobre ella.
—Estoy despierta —dijo Kate, aturdida.
A su alrededor, dentro de la antigua iglesia, empezaba la jornada. Los niños se hacían la cama, encendían el fuego en las chimeneas y barrían el suelo de piedra. Hacía tanto frío que Kate veía su propio aliento.
—¿Sabes qué acaba de pasar? —dijo Abigail.
—¿Ha empezado a nevar?
Kate bostezó. Metió la mano bajo la almohada, donde había colocado el relicario de su madre la noche anterior, y se lo metió en el bolsillo.
—No. Bueno, sí. Ha estado nevando toda la noche. Pero no es eso. Rafe acaba de estar aquí y ha dicho que, como hoy es Nochevieja y la gran Separación y todo eso, ¡la señorita Burke quiere celebrar una fiesta! —la informó la niña, casi incapaz de controlar su emoción.
—Ah, ¿sí?
Kate miró a su alrededor, pero no vio a Rafe por ninguna parte.
—La última vez que celebramos una fiesta, Scruggs hizo fuegos artificiales. También hizo aparecer un monstruo. Muchos niños se asustaron y gritaron. Yo no. Bueno, puede que un poco. Si vuelve a hacerlo no voy a gritar. Ponte las botas y vamos a desayunar. ¡Uau, eres muy lenta por las mañanas! ¿Es por lo mayor que eres?
El desayuno se servía en dos mesas alargadas del sótano y se componía de huevos revueltos, patatas y gruesas rebanadas de pan frito. La cocinera era una chica de trece años que contaba con la ayuda de un ejército de niños que parecían tomarse su tarea muy en serio. La conversación en las mesas giraba en torno a la fiesta de esa noche y la vida que tendrían después de la Separación.
—Entonces, si el mundo mágico es invisible —preguntó un niño con el pelo de punta—, ¿significa que nosotros también lo seremos?
—¡Claro que no, imbécil! —respondió Abigail—. ¡Es solo que ciertas calles y demás van a ser invisibles!
—¿Y va a olvidar la gente que existen brujos y dragones? —preguntó una niña sentada más allá.
—¡No lo va a olvidar! ¡Simplemente, no creerá que son reales!
—Pero entonces, si yo soy invisible… —preguntó otra vez el niño.
—¡No vas a ser invisible! —insistió Abigail.
—¡Puede que su cerebro sea invisible! —gritó otro niño.
—¡Si ya lo es! —añadió un tercero.
—¡No lo es! —dijo el niño, que se tocó la cabeza un tanto inquieto.
Kate escuchaba, pero no participaba en la conversación. Pensaba que se había despertado en plena noche y que había encontrado la iglesia en silencio y a oscuras, y a Abigail metida en su cama y acurrucada contra ella. Kate había rodeado a la niña con el brazo, tal como había hecho con Emma en innumerables ocasiones, y cuando estaba a punto de volverse a dormir había visto una sombra que se movía entre los niños. Se dio cuenta de que era Rafe, a quien no había visto desde su entrevista con Henrietta Burke en la torre. El chico iba de cama en cama, tocando un hombro o una cabeza, susurrándoles a los niños y haciéndoles saber que estaba allí.
De repente, se oyó un gran estruendo de cazuelas y sartenes, y al salir de su ensoñación y alzar la vista Kate vio a Jake y Beetles de pie encima de un banco, exigiendo atención. Por encima de los gritos de los demás niños, los dos chiquillos anunciaron que Rafe les había encomendado una misión especial, una misión que, como procuraron recalcar, Rafe no había querido confiar a la inteligencia de nadie más (esto ocasionó muchas quejas y gritos de «¡Sí, sí, seguid!» y «¡Queréis decir que no ha podido encontrar a ningún otro lo bastante estúpido para aceptar!» y el lanzamiento de unos cuantos trozos de pan, que Beetles atrapó con habilidad y se metió en la boca).
—… y aquí estamos —masculló Beetles con la boca llena—, ¡para leer en voz alta las diversas obligaciones que tendréis que cumplir a fin de prepararos para la fiesta!
Estas palabras fueron acogidas con una ovación, a la que ambos niños correspondieron con una inclinación. Después vinieron más trozos de pan y gritos que los animaban a leer. Y procedieron a enumerar una lista de nombres, tareas y responsabilidades.
—¡Y tenéis que hacerlo a toda velocidad! —dijo Beetles, tragándose el último pedazo de pan.
—Sí —dijo Jake—, así que, si alguno de vosotros está pensando en sentarse aquí y abrir una tienda…
Después de desayunar, Kate subió a buscar su abrigo, ya que había prometido ayudar a Abigail con sus recados. Se había metido por el largo pasillo que conducía a la nave central de la iglesia cuando una figura emergió de las sombras y la agarró del brazo.
—¿Por qué estás aquí? —quiso saber una voz áspera.
Era el viejo mago, Scruggs. Iba envuelto en su andrajosa capa marrón; seguía teniendo los ojos desorbitados y continuaba sin lavarse. Kate intuyó que la estaba esperando.
—Voy a buscar mi abrigo…
—¡No! ¡Ven! —La cogió por el brazo con más fuerza todavía—. ¿Por qué has hecho que el Atlas te trajese aquí?
Kate sintió un escalofrío que nada tenía que ver con la temperatura.
—¿Lo sabe?
El anciano sonrió de oreja a oreja.
—¿Que eres la Protectora del Atlas? Claro que lo sé. Se te nota en la cara. Al menos lo notamos quienes tenemos ojos en la cara. Estás aquí por el chico, ¿verdad?
—No… no sé de qué está hablando. ¿Qué chico?
Él le sacudió el brazo, susurrando:
—¡Estás aquí por el chico! ¡Estás aquí por Rafe!
—¿Qué? ¡No! ¡Llegué aquí por accidente! ¡Solo quiero volver a casa!
Trató de soltarse, pero el hombre era demasiado fuerte.
—Estás diciendo la verdad. —Casi parecía sorprendido—. Así que no fuiste tú. Fue el Atlas. —Y murmuró—: Profundo, muy profundo…
—¿De qué está hablando? —preguntó Kate.
El hombre se le acercó más.
—¿Crees que fue casual que vinieses aquí? ¿Ahora? ¡En este momento! ¡En este lugar! ¡No fuiste tú, no! Ya lo veo. ¡Fue el Atlas! ¡Tiene planes! ¡Hace años que sé lo de Rafe! Traté de decírselo a Henrietta. ¡No quiso escucharme! Pero ahora llegas tú. Las cosas se están aclarando por fin, sí. Y, por supuesto, tenía que suceder ahora, con la Separación a punto de llegar.
—¿De qué está hablando? ¿Quién es Rafe?
—Dime. —El anciano se acercó todavía más—. ¿Estás aquí para salvarnos o para destruirnos?
Controlando su voz, Kate dijo:
—Solo quiero volver a casa.
De pronto, el sonido de un violín se extendió por el pasillo. Kate se puso rígida.
—¿Qué te pasa, niña? ¿No te gusta la música?
Kate no respondió. La última vez que había oído un violín fue en el barco de la condesa, y anunciaba la llegada de Magnus el Siniestro. Sin embargo, aquella canción era histérica, febril y sobrenatural. Esta otra melodía no se parecía en nada. Era una canción lenta, lúgubre y muy real, y procedía de una habitación situada al fondo del pasillo.
El anciano soltó un bufido.
—Ya veremos lo que sucede, ¿verdad? Ya veremos, ya veremos…
Le soltó el brazo y se alejó por el pasillo arrastrando los pies. Kate permaneció allí un momento más; la música le producía escalofríos. Luego se volvió y se marchó a toda prisa.
Fuera, seguía nevando. Durante la noche habían caído más de treinta centímetros de nieve, pero casi toda se había apelmazado en los bordes de la acera. El aliento de Kate flotaba en una nube ante ella, y la muchacha hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. A Abigail no parecía molestarle el frío. Llevaba sobre el brazo cuatro o cinco bolsas de lona vacías y repetía en voz alta las cosas que tenían que comprar.
Acababan de salir cuando oyeron:
—¡Eh! ¡Esperad!
Jake y Beetles llegaron resoplando.
—¡Vamos con vosotras! —dijo Beetles.
—¿Os ha dicho Rafe que me vigiléis? —preguntó Kate, en un tono que mostraba a las claras su enfado.
Los niños se miraron entre sí y luego la miraron a ella.
—No.
—Vaya, vosotros dos mentís muy mal.
—Bueno —dijo Beetles—, puede que nos lo haya dicho y puede que no, pero no vamos a decirlo aunque nos tortures.
—Sí —dijo Jake—. Puedes cortarnos la cabeza, cocinarla y comértela; ¡ni siquiera así te lo diremos!
—¡Eso mismo! —dijo su amigo—. ¡Ja!
—¡Vamos! —dijo Kate.
Ir con los niños resultó ser divertido, y los cuatro se pasaron la mañana recorriendo la ciudad de tienda en tienda y adquiriendo los artículos de la lista de Abigail. Su primera parada fue una tienda de quesos, donde compró dos quesos medianos, ignorando las súplicas de los niños para que comprase la inmensa rueda de queso del escaparate, que era más grande que todos ellos y habría sido necesario llevar a la iglesia rodando como la rueda de una carreta.
—¡Chicos! —le susurró Abigail a Kate—. Por eso llevo yo el dinero.
A continuación, entraron en una tienda de empanadillas y pidieron cinco docenas de empanadillas de diferentes clases: jamón con queso, patatas con hierbas, patatas con queso y champiñones. Tras mucho suplicar y acabar accediendo a hacer todas las tareas de Abigail durante una semana, Jake y Beetles consiguieron que les comprase a cada uno una empanadilla de salchicha, cebolla y queso.
—Se las habría comprado de todas formas —le confesó Abigail a Kate.
Caminaban bajo la nieve comiéndose sus empanadas calientes de compota de manzana, mientras que los niños, delante de ellas, ensalzaban cada uno las virtudes de su propia empanadilla atisbando el interior de la del otro y decretando con gran pesar que lo habían engañado y que su empanadilla estaba rellena de excrementos de rata picados. También fueron a una tienda de chocolate, donde el aroma del chocolate fundido hacía que el propio aire oliese de forma deliciosa. Abigail compró dos kilos de chocolate para prepararlo con leche. El propietario era un hombre gordo y jovial que les dio a los niños tazas de chocolate caliente. Se sentaron sobre unos barriles de roble que había tras el escaparate de la tienda y se pusieron a contemplar a través de la ventana la nieve que caía, los hombres y mujeres que pasaban a toda prisa con sus fardos y paquetes, los coches de caballos que circulaban por la calle lanzando al aire nieve sucia y apelotonada de color blanco grisáceo. Luego fueron a una tienda de pasteles, donde Abigail hizo un pedido muy largo y complicado que volverían a buscar por la tarde. Seguidamente visitaron una tienda que vendía sidra de distintas clases. Los niños lamentaron que no les hubiesen asignado la tarea de ir a la tienda de chucherías o a la de fuegos artificiales, ya que, como todo el mundo sabía, eran las mejores.
—¡Anda ya! —soltó Abigail con desdén—. ¡Alegraos de lo que habéis sacado al venir con nosotras! Vosotros solos os habríais pasado todo el día pelando patatas.
A mediodía, las bolsas de Abigail estaban llenas a reventar. Las llevaban entre todos. Los niños se quejaban de que les dolían los pies y tenían hambre, y Abigail dijo que les quedaba una parada más, en Chinatown, y que almorzarían allí. Al oír sus palabras, los niños la miraron, exclamando:
—¡Espera!, vas a comprar fuegos artificiales para Scruggs, ¿verdad?
Y Abigail sonrió y dijo:
—Rafe me ha dado órdenes especiales antes de que me marchase.
Los niños les mostraron el camino entre chillidos.
Cuando llegaron a Chinatown encontraron las calles repletas de puestos de fideos con techo de lona, pequeños establecimientos que vendían inmensas raíces retorcidas de distintos colores y tarros de hojas secas y ennegrecidas, un comercio que no parecía vender nada más que dientes, de unos dientecillos diminutos a un colmillo amarillo tan ancho como el brazo de Kate. Hombres y mujeres de chaqueta acolchada se movían de un lado a otro. Los hombres llevaban el pelo recogido en una trenza larga y apretada. Por todas partes había algo interesante que ver, y Kate deseó que Michael y Emma estuviesen allí con ella.
—¡Eh! —gritó Beetles—. ¡Ahí está Rafe! ¡Hola, Rafe!
Kate vio al chico junto a un puesto, a veinte metros de distancia. Daba la impresión de que lo habían pillado y estaba contemplando la posibilidad de desaparecer. Sin embargo, cambió de opinión y se volvió hacia ellos.
—¿Qué haces aquí, Rafe? —preguntó Jake—. ¿Estás comprando cosas para la fiesta?
Y Kate pensó: «Me estaba esperando a mí».
—Hemos venido a comprar fuegos artificiales, como has dicho —dijo Abigail—, pero vamos a almorzar antes porque estos dos se están quejando.
—¡No es verdad! —dijo Jake.
—¡Qué va! —coincidió Beetles—. Es que nos daba miedo que fueras a desmayarte.
—¡Ja! —exclamó Abigail.
—Id a Fung, a la vuelta de la esquina —dijo Rafe—. Es el mejor local de Chinatown.
—Sí, claro —dijo Beetles—. Fung. Lo conocemos. Tiene una puerta verde.
—Una puerta roja —rectificó Rafe.
—Ah, sí —dijo Beetles—. Deben de haberla cambiado.
Entonces Rafe miró a Kate y dijo:
—Adelantaos. Ella irá enseguida.
Los niños se marcharon a toda prisa, y Kate y el chico se quedaron. La muchacha observó que a Rafe se le fundían los copos de nieve en el pelo y en los hombros, y también que el chico tenía ojeras. Se preguntó cuánto debía de haber dormido esa noche, si es que había dormido algo.
—¿Esa es la ropa que te ha dado Abigail? —preguntó él.
Kate bajó la cabeza. De repente le dieron vergüenza los pantalones de lana raídos, las botas viejas y las camisas llenas de parches.
—Sí. ¿Qué pasa con ella?
—Nada, pero yo tendría que haber comprobado como ibas antes de que salieras de la iglesia. ¿Dónde está tu gorro?
Kate se lo sacó del bolsillo.
—Es que no lo necesitaba. No tenía frío en la cabeza…
—No es solo para que no tengas frío. Póntelo.
Kate se levantó el cabello y se caló el gorro de tela hasta los ojos. El chico alargó el brazo hacia su cara y ella retrocedió dando un respingo.
—Estate quieta.
Él metió un par de mechones sueltos de pelo rubio en el gorro, y la muchacha notó que las puntas de sus dedos le rozaban la parte superior de las orejas.
—De acuerdo, muéstrame las manos.
Ella las extendió hacia delante; Rafe las cogió y les dio la vuelta. Kate vio lo limpias y blancas que resultaban sus manos comparadas con las de él. Delante del puesto junto al que se habían detenido había una pequeña hoguera. Rafe se agachó, recogió un poco de hollín y ceniza, y aplicó aquel polvo negro y tibio sobre las palmas, los dedos y el dorso de las manos de Kate. Luego pasó los dedos por las mejillas y la frente de la muchacha, que esta vez se estuvo quieta, aunque le fastidió comprobar que volvía a notar un temblor en el pecho. Mientras él le ensuciaba la cara, Kate miró los profundos ojos verdes y la nariz algo torcida, y se dio cuenta de que el chico evitaba cuidadosamente su mirada. Tuvo la extraña sensación de que él estaba tan nervioso como ella. Rafe dio un paso atrás, sacudiéndose el hollín en las perneras de los pantalones.
—Ya está. Ahora podrías pasar junto a un imp y no te reconocería.
—Gracias —dijo Kate, con voz más débil de lo que le habría gustado.
—Bueno, ¿y esto qué es?
Kate tardó unos instantes en darse cuenta de lo que él sostenía, y para cuando comprendió que tenía el relicario de su madre y que debía de habérselo sacado del bolsillo mientras comprobaba su indumentaria, Rafe lo había abierto con un chasquido y miraba la foto de Michael, Emma y ella misma, tomada diez años atrás.
—¡Devuélveme eso!
Kate le arrebató el relicario y lo apretó con fuerza en el puño.
—No iba a robártelo —dijo el muchacho—, pero deberías comprarte una cadena en lugar de guardártelo en el bolsillo. De esta forma vas a perderlo.
—Tenía una cadena —dijo Kate, enfadada—. La cambié por este abrigo.
—Ah, ¿sí? Pues si la cadena era de oro, igual que ese relicario, te estafaron.
—Y tú debes de saberlo todo sobre estafas, ¿verdad?
La muchacha se había puesto colorada, y su nerviosismo había desaparecido.
—¿Quiénes son los de la foto?
Kate lo miró fijamente, sopesando si debía o no responder.
—Mis hermanos —dijo por fin—. La foto es de hace diez años. Ellos son el motivo por el que necesito volver.
—¿Y tus padres? ¿Dónde están?
Kate no dijo nada, y el chico pareció comprender. Guardaron silencio durante varios segundos, y luego Kate dijo:
—Bueno, ¿ya está? Tengo hambre.
Empezó a irse, pero Rafe le apoyó una mano en el brazo.
—Te enseñaré el sitio.
Se metió por una calle estrecha y la condujo hasta un tramo de escaleras en cuya cima había una puerta roja marcada con un símbolo que Kate no supo interpretar.
—Es ahí.
Kate comenzaba a subir las escaleras sin la menor intención de despedirse cuando el chico dijo:
—No debería haber cogido tu relicario. Lo siento.
Kate se detuvo. Estaba dos escalones por encima de él. Entonces supo con certeza que él había ido a Chinatown a buscarla y que era sincero. Pensó de nuevo en su encuentro de esa mañana con Scruggs y se oyó decir:
—¿Por qué no entras?
Él negó con la cabeza.
—No tengo hambre.
—Pero no has comido, ¿verdad? Quiero decir que… bueno… me han dicho que este es el mejor local de toda Chinatown.
Él la miró durante unos instantes, asintió, se adelantó y abrió la puerta. Medio metro más adelante había un par de alfombras colgadas del techo para proteger del frío el interior del restaurante, y Rafe esperó a que Kate hubiese cerrado la puerta a sus espaldas. Por un momento permanecieron mirándose dentro del reducido espacio. Luego Rafe apartó las alfombras y entraron en el restaurante.
El local, muy ruidoso, estaba abarrotado y lleno de humo. Olía a aceite de freír, cebollas y jengibre. Había mesas alargadas con bancos, todas llenas, y una barra al fondo para atender a más comensales. Detrás de la barra, al menos una docena de cocineros recibían los pedidos y, gritando, iban depositando cuencos humeantes en las manos de los clientes que aguardaban. Se veían varios grupos de enanos desperdigados entre las mesas, pero la mayoría de los comensales eran hombres chinos. A Kate le pareció que todos hablaban al mismo tiempo. La gente estaba muy junta y apiñada, y Kate intentó apartarse de la multitud.
—Están ahí —dijo Rafe, señalando la mesa desde la que los saludaban con la mano Jake, Beetles y Abigail, pegados unos a otros.
—No hay sitio —dijo Kate.
—Nos sentaremos en la barra.
El muchacho la cogió de la mano, la guió entre el gentío y encontró un espacio en la barra. Los dos se sentaron muy juntos, el uno pegado al otro y ambos apiñados con los demás comensales. Una pared baja separaba la barra de la zona de preparación de los platos, y Kate vio a un joven chino picar una cebolla con tanta rapidez que tuvo la certeza de que unos cuantos dedos acabarían en la sopa de alguien.
Rafe habló con el cocinero. Al cabo de un momento, dos cuencos humeantes de fideos del color de la miel aterrizaron ante ellos. Los fideos flotaban en un caldo lechoso, y la muchacha pudo ver, aunque no identificar, varias verduras y hierbas entre trozos de huevo y pollo. Rafe le puso en la mano un par de palillos, y Kate observó cómo el chico equilibraba los suyos entre el pulgar y los demás dedos. Él se dio cuenta de que lo miraba.
—¿No tenéis palillos en el lugar del que procedes?
—Sí que los tenemos, pero nunca los he utilizado, y menos con la sopa.
Él sonrió de oreja a oreja; era la primera vez que sonreía de verdad.
—Hace falta sorber mucho.
Se lo demostró, metiéndose en la boca una bola de fideos y luego aspirando las colas. Hacía un ruido tremendo, que solo se disimulaba porque toda la gente que los rodeaba estaba haciendo exactamente lo mismo.
—Supongo que los buenos modales son un invento moderno —dijo Kate con una sonrisa.
—Inténtalo.
Kate se dio cuenta de que estaba muerta de hambre, pues no había comido nada desde la empanada que Abigail y ella habían tomado horas antes, y se concentró en el cuenco. Los fideos eran gruesos y blandos, y tuvo que hacer cuatro intentos para hacerse con uno que no resbalase de los palillos al instante. Entonces se inclinó sobre el cuenco, temerosa de perder el largo fideo si lo levantaba más. Al sorberlo, se le manchó la mejilla.
—¿Y bien?
La chica se volvió hacia Rafe con expresión atónita.
—Está genial.
—Ya te lo he dicho —contestó él, sonriendo de nuevo.
Durante un rato, Kate se olvidó de todo salvo de sus fideos, que estuvo sorbiendo tan fuerte como todos los presentes. Cuando vio que Rafe levantaba el cuenco y se bebía el caldo hizo lo mismo. A continuación se volvió más valiente y empezó a levantar mucho los fideos, a veces con un trozo de huevo o pollo, y a llevarse a la boca toda aquella masa deliciosa. Pese a que el restaurante era muy ruidoso y estaba abarrotado y lleno de humo, y aunque no paraba de recibir golpes y empujones y notaba el aire frío contra el cuello cuando alguien apartaba las alfombras situadas junto a la puerta, todo era maravilloso. Era como si Kate se las hubiese arreglado para dejar fuera todo lo que llevaba consigo a diario: el recuerdo de sus padres, la necesidad de encontrarlos, su constante preocupación acerca de sus hermanos… Aunque fuese por poco tiempo, allí, apretujada en la barra, era solo una chica en un lugar extraño y emocionante junto a un chico de su misma edad.
—Entonces, ¿de verdad vienes del futuro?
—Sí.
—Y la Separación, ¿funciona? ¿La gente olvida que la magia es real?
Kate asintió.
—Todo el mundo cree, y yo también lo creía, que solo está en los cuentos de hadas.
—Bueno —replicó el chico, removiendo ociosamente el resto de su sopa con los palillos—, entonces puede que la señorita Burke esté en lo cierto. Aunque sigo sin ver por qué tenemos que ser nosotros los que se escondan.
Kate lo miró fijamente. Empezaba a tener una desagradable sensación.
—No todas las personas normales odian a los seres mágicos. No puedes medir a todo el mundo por el mismo rasero.
El chico se volvió hacia ella. Sus ojos verdes poseían una intensidad que Kate no había visto nunca en su vida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no desviar la mirada.
—Desde luego que nos odian. ¿Qué crees que le pasó al brazo de la señorita Burke? ¿Quién crees que hizo eso?
—Pero no tiene sentido. ¡Tú también eres humano! No eres diferente. Simplemente, puedes hacer magia.
El chico se echó a reír, pero su risa estaba desprovista de alegría.
—¿No crees que eso es suficiente? Nos odian porque podemos hacer cosas que ellos no pueden hacer. Me temo que les da envidia. —El chico empezó a doblar uno de los palillos entre los dedos—. Ha habido disturbios en otras ciudades. La multitud ha incendiado los barrios mágicos, ha expulsado a la gente, la ha matado. De eso se trata: la Separación es una forma de protegernos. Así, aunque sigamos viviendo entre ellos, no lo sabrán. Supongo que es lo mejor.
El palillo se partió, y Rafe dejó los trozos sobre la barra. Durante unos instantes, ninguno de los dos pronunció ni una palabra.
—¿Eras tú quien tocaba el violín esta mañana? —preguntó Kate.
El chico la miró.
—Yo estaba en el pasillo —dijo Kate—. No he podido evitar oírlo.
Rafe asintió.
—Es algo que me enseñó mi madre. Siempre me pedía que lo tocase para ella; decía que le recordaba su pueblo.
—Oh. ¿Está…?
—Está muerta.
—Lo siento.
Ambos volvieron a guardar silencio, un silencio nada incómodo dado el bullicio del restaurante.
—¿Habéis acabado ya, chicos? —les preguntó Beetles, que estaba a sus espaldas junto a Jake.
—Abigail ya está fuera —contestó Jake—. Dice que debemos apresurarnos a comprar el resto de las cosas. Es una mandona.
—Ahora voy —dijo Kate.
Los niños asintieron con la cabeza y se abrieron paso hasta la puerta entre la multitud. Kate miró a Rafe.
—Gracias por el almuerzo.
Rafe asintió, y luego, bruscamente, como si hubiese tomado una decisión y temiese no llevarla a cabo hasta el final si vacilaba, se metió la mano en la chaqueta y sacó un monedero pequeño y repleto.
—Toma. Quédatelo.
Kate echó un vistazo al monedero y después lo miró a él. El chico no la miraba.
—¿Qué es?
—Dinero. Lo suficiente para que llegues a ese lugar del norte. O adonde sea.
—No lo entiendo. La señorita Burke dijo que tardaría unos cuantos días.
—Esto no tiene nada que ver con la señorita Burke.
—Pero es que no lo entiendo…
—No hay nada que entender. —El chico hablaba en voz baja. Su frustración iba en aumento, y cuando miró a Kate la muchacha vio en sus ojos algo parecido a la desesperación—. Te estoy diciendo que te vayas. Te lo estoy pidiendo.
—Pero ¿por qué haces esto ahora, de repente?
—Tengo mis razones. Cógelo y ya está, ¿de acuerdo?
Rafe le cogió la mano y cerró sus dedos en torno al monedero. Kate se sentía muy confusa. De algún modo, intuía que el chico trataba de protegerla; sin embargo, también sabía que se callaba muchas cosas.
—¿Y no me dirás por qué?
—No puedo…
—¿Ni tampoco cómo me conoces? Porque sé que me conoces. No tiene sentido que mientas.
Rafe no dijo nada. Kate apartó su mano. Notó el peso del monedero y la forma de las monedas bajo la piel vieja. Podía ir hasta Cascadas de Cambridge, encontrar la forma de volver a casa y reunirse con sus hermanos, pero entonces nunca averiguaría el secreto del muchacho. Además, pensó en lo que había dicho Scruggs: el Atlas la había llevado hasta allí por algún motivo. ¿Podía aquel chico ser ese motivo? En tal caso, ¿quién era?
Dejó el monedero sobre la barra.
—Entonces me quedo.
Y salió del restaurante.
Después de comer, Abigail y los niños estaban muy animados. Fueron al taller de fuegos artificiales, recogieron el pedido de Scruggs y emprendieron el regreso a la iglesia cargados con sus compras. Kate miró hacia atrás varias veces, pero no vio que Rafe los siguiera. Se sentía muy confusa.
Y entonces sucedió algo que confundió las cosas aún más.
Caminaban por una calle estrecha y, al pasar por delante de una casa, vieron a una pareja de enanos. Kate nunca había visto a una enana; era casi igual que un enano, aunque sin barba. La pareja sacaba muebles de la casita para cargarlos en un carro tirado por un burro.
—Mira eso —dijo Jake—. Se marchan antes de la Separación. Deben de irse a uno de aquellos lugares grandes que hay al norte del estado. ¿Cómo los llaman? ¿Reservas?
—Después de la Separación —le explicó Beetles a Kate—, habrá unas cuantas calles del centro que serán solo para los seres mágicos. Las personas normales ni siquiera sabrán que están ahí. Pero muchos de los enanos, gnomos y demás, todos los que no pueden pasar por seres humanos, o los que no pueden permitirse disfraces sofisticados, se marchan de la ciudad para siempre.
De pronto, algo golpeó al enano en la cabeza y explotó sobre su cara y sus hombros. Kate vio que era una bola de nieve. Otra bola golpeó a la esposa del enano, alcanzándola en mitad de la espalda. Unas cuantas bolas de nieve más se estrellaron contra el carro. Kate vio que, en la otra acera, tres adolescentes antipáticos hacían bolas de nieve y se burlaban de los enanos.
—¡Marchaos!
—¡Fuera de aquí!
—¡No os queremos!
Arrojaron otra lluvia de bolas de nieve con la que alcanzaron a ambos enanos y tiraron del carro una pequeña figurita que formaba parte de la pila de enseres. La figurita chocó contra el bordillo y se hizo añicos. Furiosa, Kate se lanzó hacia delante sin saber muy bien lo que iba a hacer, aunque segura de que iba a hacer algo. Abigail la agarró del brazo y tiró de ella.
—¡Suéltame! ¿No ves lo que están haciendo?
—Más vale no causar problemas —dijo Abigail en voz baja—. Rafe dice que no nos acerquemos cuando las cosas se ponen feas. Están bien. ¿Lo ves?
Dejando los pedazos de la figurita en la acera, el enano y su esposa se habían subido al carro y se marchaban calle abajo, perseguidos por las pullas y las bolas de nieve de los adolescentes.
—Vamos —dijo Abigail, y se llevó a Kate consigo.
El incidente dejó a Kate traumatizada. Entonces, ¿todo lo que Rafe le había dicho era cierto? Los adolescentes parecían odiar a los enanos solo por ser diferentes. Le entraron náuseas.
—¿Tan mal están las cosas?
Abigail se echó a reír.
—Eso no es nada.
—¿Puede ser peor?
—¿Peor? ¿Te has enterado de lo que le pasó a la madre de Rafe?
—¿De qué estás hablando? Está muerta.
—Sí, pero ¿sabes cómo murió? La mató un ser humano sin una sola gota de magia.
—¿Qué? —Kate se paró en seco.
—Nadie habla de ello, pero todos lo sabemos. ¿Por qué crees que Rafe los odia tanto? Algún día será muy poderoso. Oí que Scruggs le decía a la señorita Burke…
Kate agarró a la niña del brazo y la obligó a volverse de un tirón.
—¿Qué oíste? Dímelo.
—Nada importante —contestó Abigail, sorprendida ante la vehemencia de Kate—. Yo había subido al campanario. Ellos no sabían que yo estaba allí, ¿sabes? Y los oí hablar de Rafe.
—¿Y qué dijo Scruggs? Por favor, Abigail, es importante.
—Solo lo que te he dicho, que Rafe va a ser un brujo muy poderoso. ¿Por qué?
Kate no tenía respuesta. Solo tenía la profunda convicción de que Rafe estaba relacionado con ella y sus hermanos, y también con la búsqueda de los Libros. Pero ¿de qué forma? ¿Era su amigo o su enemigo? Necesitaba saberlo.
Justo entonces oyeron unas pisadas. Las dos se volvieron a mirar a Beetles y Jake, que corrían hacia ellas, colorados y sonrientes.
—¡Tenemos que irnos ahora mismo! —exclamó Beetles.
—¿Por qué? —dijo Kate—. ¿Qué ha pasado?
—¿Recuerdas que no debíamos meternos en líos? —dijo Jake—. Pues no hemos hecho caso.
—Hemos arrojado varias bolas de nieve —le explicó Beetles—. No creíamos que fuesen a ser mágicas ni nada parecido, pero después de lanzarlas las bolas han empezado a cambiar de color ellas solas, a volverse pegajosas y…
—¡Ahí están!
El grito procedía de unos metros más allá. Kate se volvió y vio a los tres adolescentes gamberros, encabezados por un joven alto, irritado y arisco que parecía cubierto de un fango verdoso, corriendo hacia ellos a toda velocidad.
—¡A por los bichos raros!
—¡Corred! —gritó Kate.
Los niños no se lo hicieron repetir dos veces. Salieron disparados calle abajo, con los adolescentes pisándoles los talones y gritando de furia.
—¿Podéis… hacer algo? —preguntó Kate entre jadeos—. ¿Un poco de… magia?
—Hay que estar tranquilo para hacer magia —dijo Beetles—. No funciona si estás asustado. —Y añadió—: ¡Aunque yo no lo estoy!
—¡Ni yo! —dijo Jake.
A Kate la mente le iba a mil; sabía que no podían correr más que los adolescentes. Pero entonces, cuando se acabó la manzana, vio una avenida llena de peatones, carruajes y carros. En una calle abarrotada habría lugares donde esconderse. El plan funcionaría si alguien despistaba a sus perseguidores.
—Escuchad, cuando volvamos la esquina, vosotros tres os vais a esconder. Yo haré que me sigan.
—¡De eso nada! —respondió Jake—. ¡Rafe ha dicho que teníamos que cuidar de ti!
—¡Estúpido! —dijo Beetles—. ¡No tienes que decírselo!
—¡No hay tiempo para discutir! Cuidad de Abigail. ¡Nos veremos en la iglesia!
—No necesito que nadie cuide… —empezó Abigail.
Sin embargo, ya estaban volviendo la esquina y Kate vio un tramo de escaleras que conducía a un sótano situado bajo una tienda de comestibles. Empujó a los niños hacia allí.
—¡Ahí! ¡Vamos!
Jake y Beetles cogieron a Abigail y la arrastraron escaleras abajo, donde nadie pudiera verlos. Kate se situó de un salto en mitad del tráfico. Oyó maldiciones, el relinchar de los caballos y el chasquido de las riendas, pero siguió adelante resbalando en la nieve sucia, sin dejar de mirar al frente, hasta alcanzar la otra acera. Al llegar allí se volvió. Los tres adolescentes estaban ya en la esquina y buscaban a sus presas.
—¡Eh! ¡Aquí estoy! ¡Venid a por mí! —se burló.
Gritando de rabia, se abalanzaron tras ella.
«Muy bien —pensó Kate—, venid.»
Luego se volvió y echó a correr.
No había recorrido más de treinta metros cuando comprendió que los chicos iban a atraparla. Eran demasiado grandes y rápidos, y estaban demasiado enfadados. Sus pisadas se oían cada vez más fuertes. Entonces vio una escalera de incendios. Pensó que, si pudiese subir y a continuación recoger la escalera de mano, podría escaparse. Kate dio un último acelerón. A cinco metros de la escalera, se estrelló contra un hombre que salía de una tienda.
Fue como colisionar con una pared de ladrillos. Su cabeza saltó hacia atrás, y todo su cuerpo pareció rebotar y estamparse contra la acera. Estaba mareada y tenía la vista borrosa. Se le había caído el gorro, y tuvo que apartarse el pelo de la cara para distinguir al hombre que la miraba desde arriba, un hombre enorme con un largo abrigo y un gorro, ambos de pieles, que no se había movido.
—¿Estás bien, moza? Deberías mirar por dónde vas, y no correr por las calles de cualquier manera.
Kate oyó que a sus espaldas los chicos patinaban sobre el suelo helado hasta detenerse. Al volver la vista atrás, aún demasiado temblorosa para ponerse en pie, vio que el chico alto y arisco, acompañado de sus amigos gamberros, señalaba al hombre del abrigo de pieles.
—¡Apártese de ella! ¡Es nuestra!
Kate sabía que tenía que echar a correr, pero también sabía que si se levantaba en ese momento volvería a caerse.
—¿Y qué queréis de una moza dulce e inocente como esta? —quiso saber el hombre—. Seguro que no ha hecho nada malo. Tiene carita de ángel.
—¡Es un bicho raro! Es…
Y Kate, que seguía mirando a los chicos, observó que su expresión cambiaba. Veían algo que les daba que pensar.
—¿Qué decíais de bichos raros? —preguntó el hombre.
El chico alto parecía más enfadado que nunca:
—¡Vosotros también recibiréis vuestro merecido algún día! ¡No lo dudéis!
—Marchaos —dijo el hombre—, antes de que pierda la paciencia.
El chico alto escupió en el suelo, y los tres se alejaron enfurruñados. Kate, que ya se sentía más segura, se puso en pie despacio y se volvió para darle las gracias al hombre. Entonces se quedó paralizada. Estaba flanqueado por dos imps con bombín cuyos ojillos la miraban fijamente.
—Es ella —dijo una de las criaturas—. La recuerdo muy bien.
—Claro que es ella —susurró el hombre—. ¿Acaso no lo lleva escrito en la cara? —Apoyó su enorme mano en el brazo de Kate—. ¿Te importaría venir con nosotros un ratito? Hay alguien a quien le encantaría hablar contigo. Oh, pero ¿dónde están mis modales? —Se quitó el gorro de pieles y dejó al descubierto su calva, que parecía una gran piedra—. Me llamo Rourke.