Grupos de imps y chirridos subían por la ladera de la montaña a toda velocidad, llevando escaleras de asedio que habían confeccionado con árboles talados en el bosque. Tan pronto como estuvieron a tiro, los duendes situados en las almenas empezaron a lanzar avalanchas de flechas contra las criaturas. Los arqueros poseían una precisión aterradora, pero en cuanto caía un imp o un chirrido otro ocupaba su puesto de un salto, y la escalera continuaba avanzando.
Una maloliente neblina de color mostaza invadía ya la atmósfera a medida que los chirridos muertos se disolvían en la pendiente rocosa.
Sin embargo, había más y más…
Y aquellos horribles alaridos no paraban de rebotar contra las paredes del cañón.
—¡Esto es estúpido! —gritó Emma—. ¡Deberíamos estar ayudando ahí abajo!
—Solo seríamos un estorbo —replicó Michael.
—Además, ya estamos ayudando —intervino la princesa de los duendes—. Estamos inspirando a quienes están abajo para que luchen con más valor. Aunque me gustaría tener un pañuelo que agitar.
Obedeciendo las órdenes de Gabriel, los tres observaban la batalla desde la última planta de la torre decapitada. Como era de esperar, Wilamena les había dicho a los niños que, aunque su amigo no tenía poder alguno para darle órdenes a ella, no estaba dispuesta a separarse de su conejo.
Michael se había pasado los primeros minutos en la parte superior de la torre tratando de evaluar las posibilidades de los defensores. Aparte de estar construida en un volcán, la fortaleza en sí se hallaba bien situada. A ambos lados, las pronunciadas laderas de la montaña estaban compuestas por rocas finas que no permitían ningún agarre. Eso significaba que los atacantes tenían que lanzar un ataque frontal, cosa que a su vez quería decir que los duendes solo debían defender un muro. Esa pequeña ventaja era lo único que impedía la invasión de la fortaleza. Pero Michael sabía que no podía durar. El ejército de Rourke era demasiado numeroso. La cuestión era si los defensores podrían resistir hasta que llegase el doctor Pym o hasta recibir refuerzos de la colonia de los duendes.
—¡Mira! —gritó Emma.
Desde la ladera de la montaña, bajo sus pies, algo se alzó en el aire y fue creciendo más y más. Michael se quedó mirando aquello, sin poder y tal vez sin querer entender lo que veía. Una roca se estrelló contra la pared, haciendo temblar la fortaleza. Michael recorrió la ladera con la vista hasta divisar a uno de los trolls de Rourke que, agachado, rodeaba con los brazos otra piedra enorme. Los duendes ya le estaban disparando flechas, pero los misiles apenas arañaban la piel del monstruo. Instantes después, otra roca destruyó la parte superior del muro, arrojando piedras y escombros al patio.
Las primeras escaleras de asedio habían alcanzado ya las murallas.
En silencio, Michael revisó a la baja la evaluación de sus posibilidades.
—¡No podemos quedarnos aquí! —Emma estaba fuera de sí—. ¡Hay que hacer algo!
Michael iba a decir que entendía su frustración pero que no podían hacer nada cuando vio que Wilamena se había quitado su diadema de oro y la agitaba gritando (por alguna razón):
—¡Tru-lu-lu! ¡Tru-lu-lu!
—Se me acaba de ocurrir una idea.
Gabriel blandió el machete contra un chirrido que había logrado superar el muro y la criatura cayó hacia atrás dando un alarido.
Ya hacía una hora que duraba la batalla, y aún se combatía a lo largo del muro frontal de la fortaleza. Imps y chirridos seguían apoyando sus escaleras de asedio en las murallas, y los duendes, por su parte, seguían derribándolas. Gabriel supo que mientras pudiesen defender el muro tenían una posibilidad. Pero, si las fuerzas de Rourke lo atravesaban, deberían replegarse a la torre del homenaje, la cual, teniendo en cuenta el agujero del tamaño de un dragón que tenía en el techo, ofrecía poca seguridad. Gabriel observó el sol. Allí los días eran cortos, y debían de faltar unas dos horas para el anochecer.
El humo negro que salía del volcán resultaba cada vez más siniestro.
Justo entonces se oyó un golpe sordo y fuerte, y las puertas de la fortaleza se estremecieron. Gabriel atisbó por encima del muro y vio a un par de trolls de brazos nudosos ante las puertas, manejando un árbol enorme a manera de ariete. Los duendes disparaban una flecha tras otra. La espalda y los hombros de los trolls recordaban a un puerco espín, pero ellos ignoraban las flechas y estampaban el árbol contra las puertas una y otra vez, espoleados por Rourke, que se encontraba seguro, fuera del alcance de los arcos. Gabriel supo que las puertas se romperían con unos cuantos golpes más.
Se volvió hacia el capitán de los duendes.
—Traiga una cuerda.
—¿Por qué?
—Para izarme después.
Gabriel atacó con el machete a un imp que superaba el muro, se agarró a la escalera de la criatura y, con un gran empujón y un salto, la arrojó y se arrojó él hacia abajo y lejos del muro. Subido a la escalera, Gabriel saltó más lejos de lo que habría podido saltar jamás, así que cuando la escalera se volcó estaba directamente encima de los trolls y oyó la voz de Rourke entre el jaleo:
—¡Allí! ¡En la escalera! ¡Disparadle!
Al caer, Gabriel blandió el machete contra el cuello desnudo del troll más cercano. La criatura no lo vio, concentrada como estaba en su tarea. Con la fuerza añadida de su caída, fue tal vez el golpe más fuerte que Gabriel había asestado jamás. El hombre cayó al suelo, rodó y se puso en pie, apartándose de un salto mientras el troll, ya sin cabeza, se venía abajo. Se oyó un bramido de dolor cuando el ariete aterrizó sobre el pie del segundo troll, y Gabriel oyó que Rourke les gritaba a los chirridos que disparasen y no se preocupasen por si alcanzaban al maldito troll. Gabriel colocó un pie sobre el árbol, dio un salto en el aire y, empuñando su machete con ambas manos, lo hundió en el cráneo del segundo troll.
Y allí se quedó, clavado a diez centímetros de profundidad.
Gabriel aferró el mango, apoyó el pie contra el pecho de la criatura y trató de liberar la hoja de un tirón. No se movió. Gabriel había decidido dejar el machete y correr hacia la fortaleza cuando el troll, al que no parecía molestarle tener un machete gigante enterrado en la cabeza, soltó un rugido de furia y lo agarró por la cintura.
—¡Eso es! —gritó Rourke—. ¡No lo sueltes!
Gabriel notó que le aplastaban las costillas; los inmensos dedos, duros como piedras, se le clavaban en el pecho y la espalda. Con las fuerzas que le quedaban, Gabriel estrelló su talón contra la nariz de la criatura una y otra vez, hasta que al quinto golpe el monstruo lo soltó bruscamente. Gabriel cayó al suelo jadeando, mientras el troll, enloquecido por el dolor y con la cara cubierta de negra sangre, huía a toda velocidad a través de las filas de los chirridos y los imps. Gabriel se dirigió al muro tambaleándose, se agarró a la cuerda que le habían arrojado y fue izado por un costado de la fortaleza. El capitán de los duendes lo ayudó a llegar a la parte superior. Al mirar atrás, Gabriel vio que Rourke se situaba delante del troll desmandado y cortaba la cabeza de la criatura con una espada larguísima.
Una ira auténtica había sustituido el falso buen humor de Rourke, que apuntó directamente a Gabriel con su espada ensangrentada. Su intención resultaba clara: los dos se verían las caras antes de que transcurriese mucho tiempo.
Gabriel no mostró reacción alguna y le volvió la espalda para ir en busca de un arma.
—¡¿Ni siquiera piensas decírnoslo?!
Michael negó con la cabeza.
—He hablado demasiado pronto. Debería haber analizado todos los detalles antes de decir nada. Es una idea absurda. Olvidémosla y subamos a observar la batalla, ¿vale?
Michael, Emma y la princesa de los duendes se hallaban en la base de la torre, hablando en voz baja. El guardián estaba solo a veinte metros de distancia y seguía atado a la columna. Hasta el momento, el hombre no había dado señal alguna de ser consciente de su presencia.
Emma miraba a la princesa.
—Michael tiene miedo de algo.
Wilamena estuvo de acuerdo.
—No lo habría creído posible, pero tienes razón. Algo ha robado su fiero corazón de conejo.
—¡No tengo miedo! —protestó Michael—. ¡De nada!
—Desde luego que lo tienes —dijo Emma—. Tienes tanto miedo que ni siquiera piensas contarnos la idea.
—Eso no es verdad.
—¡Pues cuéntanosla!
—Muy bien. Pero es una idea estúpida. —Y tomó aliento, decidido a explicarse lo más deprisa posible—. Al ver la diadema de la princesa, me he acordado de la pulsera del dragón. Es esta. ¿Te acuerdas, Emma? —preguntó, mostrándole la pulsera de oro que había sacado de entre los escombros de la torre—. Y se me ha ocurrido que, si arreglásemos la pulsera, podríamos volver a convertir a la princesa en dragón para que nos ayudase a ganar la batalla.
—Tienes razón —dijo Emma—. Es una idea estúpida. Uau.
—¿Cómo iba a resultar posible semejante cosa? —preguntó Wilamena.
—No es posible —dijo Michael—. Así que…
—¡Espera!
Michael tenía ya un pie en las escaleras. Sin embargo, la voz de Wilamena lo obligó a volverse. La actitud de la princesa de los duendes había cambiado. De pronto, una vez más, parecía regia y autoritaria, como una auténtica princesa.
—¡En este preciso momento, duendes soldados están luchando por ti, tal vez muriendo por ti! Tienes la obligación de contarme lo que sabes. ¿Cómo lo lograríamos?
—Hay un yunque y una forja en el patio. —Michael hablaba sin mirarla a los ojos—. Fundimos tu corona y utilizamos el oro fundido para sellar el corte de la pulsera. A continuación volvemos a hechizarte de forma que el amo del dragón sea yo en lugar del guardián. Eso suponiendo que deba haber un amo —masculló—, y que tú no puedas, ya sabes, ser tu propia ama.
—¿Y cómo vas a rehacer un conjuro? —quiso saber Emma—. No eres mago. Necesitarías al doctor Pym. O… o…
—O a mi antiguo amo.
Emma miró a la princesa de los duendes, al guardián que estaba al otro lado de la sala y por último a Michael.
—¿El tipo que trató de matarnos? ¿El que asesinó a todos sus amigos? ¿Ese es el tipo del que esperas ayuda? Tu plan es todavía más estúpido de lo que yo creía.
—Lo cierto es que es brillante —declaró Wilamena, cuyos ojos azules brillaban en la oscuridad.
Michael clavó la vista en el suelo sin decir nada.
—Sí, ahora lo veo —dijo la princesa de los duendes—. Hay un modo de conseguir que Xanbertis nos ayude, y el inteligente Conejo lo ha averiguado. Sin embargo, por alguna razón, la idea lo asusta.
—Espera —dijo Emma—. Entonces, ¿el plan no es estúpido?
—Mírame, Conejo.
Michael alzó la vista. La princesa, cuya actitud se había suavizado, le apoyó una mano fría en el brazo.
—No sé por qué te asusta y no te lo pregunto. Solo quiero que sepas esto: no quiero convertirme en el dragón. Significa regresar a una prisión de la que creí que nunca saldría. Sin embargo, mientras mueran duendes, cumpliré con mi deber. ¿Harás tú lo mismo?
La princesa de los duendes no habría podido escoger una palabra más convincente para Michael. La idea del deber estaba presente en todos los aspectos de la vida de los enanos. Acusar a un enano de no cumplir con su deber era acusarlo de no ser un enano. Pero Michael ignoraba qué parte de su decisión procedía de eso y qué parte lo hacía de la fría mano que la princesa le apoyaba en el brazo y de aquellos ojos azules que se clavaban en los suyos.
El niño cuadró los hombros.
—Ve a encender el fuego en la forja y empieza a fundir la corona. Estaré allí en cuanto pueda.
Wilamena le apretó el brazo.
—Gracias.
—Vale —dijo Emma—, pero a mí nadie me cuenta nada. Como si eso fuese a causar un desastre.
Wilamena se la llevó, susurrando:
—Te lo contaré, pero he de decir que eres muy impaciente, ¿sabes?
Cuando estuvo a solas, Michael fue de inmediato, sin perder un solo momento, al lugar en el que el guardián se encontraba atado. Sabía que no podía permitirse vacilar. Lo había prometido. Aun así le temblaban las manos, y agarró la tira de su bolsa para calmarse.
—Necesito tu ayuda.
El hombre no levantó la mirada ni dio muestra alguna de haberlo oído.
—Se está librando una batalla. Nuestro bando va a perder. Cuando eso ocurra, el ejército de Rourke matará a los duendes, te matará a ti y se llevará la Crónica. Necesito que me ayudes a arreglar la pulsera que convirtió a la princesa en un dragón.
El hombre siguió si levantar la mirada.
—¿Me oyes? ¡Van a robar la Crónica! ¡Y van a matarte!
El hombre alzó por fin la cabeza. El resplandor rojo procedente del agujero situado en el centro del suelo les daba a sus ojos un brillo malvado. Miró a Michael con un odio nada disimulado.
—Bien.
Y volvió a dejar caer la cabeza.
Esa era, más o menos, la reacción que Michael esperaba.
«Pues date prisa —se dijo—. Ya sabes lo que tienes que hacer.»
Michael se arrodilló, aislándose de los gritos de los chirridos y del fragor de la batalla para concentrarse en el hombre que se hallaba ante él.
—Estoy seguro de que no siempre fuiste así. Fueron todos esos años, todos esos siglos. Fue demasiado. Necesito al hombre que eras.
El guardián levantó la cabeza y, solo por un momento, a Michael le pareció ver que algo pasaba rápidamente por su cara: ¿una petición quizá? Recordó haber mirado la noche anterior los ojos de Bert el loco y haber visto en ellos la misma mirada de súplica.
Luego desapareció, sustituida por una mueca desdeñosa.
—Ese hombre está muerto.
—No —dijo Michael, detestando cómo le temblaba la voz—, creo que sigue dentro de ti, en alguna parte. —Y abrió su bolsa y sacó la Crónica—. Wilamena, la princesa, ha dicho que el libro puede curar a la gente. Como ha curado a mi hermana. Y creo que simplemente estás enfermo. Y tal vez no quieras ponerte mejor porque entonces tendrás que afrontar las cosas que hiciste. Pero la Crónica puede ayudar. Yo… puedo ayudar.
El hombre se lanzó bruscamente hacia delante, siseando:
—¡No seas insensato! ¡Recuerda lo que ha pasado con tu hermana! ¡Has recogido todo su dolor, y era demasiado! ¡Y solo era el dolor de una niña! ¿Ahora harías lo mismo conmigo? ¿Yo, que llevo vivo casi tres mil años? ¡Asesiné a mis hermanos! ¡Traicioné mi juramento! ¡Si escribes mi nombre en ese libro, serás tú quien asesinó! ¡Tú quien traicionó! El dolor te destrozará, chaval, te lo prometo. Tu corazón no es lo bastante fuerte.
—¿Crees que no lo sé? —Las lágrimas asomaban a los ojos de Michael—. ¿Crees que haría esto si tuviese alguna otra posibilidad? ¡Ni siquiera quiero estar aquí! Me gustaría estar en Cascadas de Cambridge. O en la Casa de Acogida Edgar Allan Poe de Baltimore, y eso es mucho decir, créeme. —Se frotó los ojos con los nudillos y respiró hondo para poder calmarse—. Pero estoy aquí. Y Kate me puso a cargo.
Entonces extrajo el punzón con un chasquido y abrió el libro por la mitad. La mano le temblaba tanto que tuvo que hacer tres intentos para pincharse el pulgar y hacerse sangre.
—Te lo advierto, chaval. No lo hagas.
La punta del punzón estaba teñida de un rojo oscuro. Michael agarró el fragmento de hueso. Luego hizo una pausa, inseguro…
—¿Cómo se escribe Xanbertis, con X o con Z?
—¿Qué?
—Apuesto a que va con X, aunque da igual. Sea como fuere, el libro lo sabrá.
Y Michael apoyó encima de la página la punta ensangrentada del punzón.
Un escalofrío se extendió por el cuerpo de Michael y, tal como le había ocurrido con Emma, de pronto sus sentidos percibieron al guardián con especial agudeza. El niño fue capaz de identificar los miles de pelos individuales de su barba, pudo oír a un escarabajo que arañaba el interior de su bolsillo, oler la suciedad y el sudor acumulados durante semanas (antes ya era capaz de olerlos; simplemente, ahora era mucho peor). Empezó a escribir. Las letras humeaban y burbujeaban sobre la página. Sintió que surgía el poder del libro…
Michael dejó de escribir. La mitad del nombre del guardián aparecía ya chamuscada sobre la página. Notó que el hombre lo observaba, esperando. Y tal vez fuese el deseo de no parecer débil, el recuerdo de la promesa silenciosa que le había hecho a Wilamena o simple obstinación, pero de algún modo Michael se obligó a escribir las últimas letras, y la magia surgió y lo arrastró…
Michael era un joven que llegaba a una ciudad amurallada junto al mar. La ciudad estaba formada por edificios bajos de color marrón rojizo, apiñados en torno a una sola torre alta. El joven dirigía sus pasos hacia la torre, pues había sido convocado por la orden, y su entusiasmo, su orgullo y su miedo eran la emoción, el entusiasmo y el miedo de Michael…
Michael sintió el amor del joven hacia sus nuevos hermanos; sintió el temor del joven ante la gran confianza depositada en él y los demás guardianes. Cuando el ejército de Alejandro atacó la ciudad, Michael sintió la absoluta rabia, pena y vergüenza del joven guardián mientras él y tres más huían con la Crónica, dejando atrás a sus hermanos heridos o muertos…
Y Michael estuvo con el hombre, que ya no era joven, mientras él y los hermanos que quedaban llevaban la Crónica a través de los mares del sur; sintió la férrea determinación del hombre mientras caminaban por el hielo. Michael estuvo con ellos cuando por fin llegaron al valle de los duendes, aislado por la nieve, y sintió el asombro del hombre mientras utilizaban la Crónica para despertar el volcán dormido e infundirle vida al valle…
Luego transcurrieron años, décadas, siglos…
Y fue entonces cuando Michael sintió que la locura arraigaba y crecía, enroscándose como una mala hierba en torno a la mente del guardián. No era la codicia lo que poseía al guardián y lo que ahora poseía a Michael; era el miedo. El miedo de que alguien robase la Crónica. Al principio aquel miedo iba dirigido contra el mundo exterior. Sin embargo, con el paso de los años, el miedo encontró enemigos cerca. Él, el hombre, Michael, vio en sus hermanos el deseo que sentían hacia la Crónica. Supo que solo él podía guardarla. Solo él podía protegerla. Era su deber, su responsabilidad. Y de pronto Michael se hallaba detrás de uno de sus hermanos, y había un cuchillo en su mano…
Michael sintió que caía en una oscuridad interminable y trató de echarse atrás, de salvarse, pero no había nada a lo que agarrarse. Se ahogaba en la pena y el sentimiento de culpa del hombre, y era demasiado. El hombre estaba en lo cierto: no era lo bastante fuerte. Y el último pensamiento de Michael fue para Kate y Emma, a quienes había fallado…
—¡Michael!
Abrió los ojos. Emma estaba inclinada sobre él con un cubo en la mano. Michael tenía la cabeza y el pecho empapados. Emma arrojó el cubo a un lado y lo estrechó entre sus brazos.
—¡Estás bien! ¡Qué preocupada estaba!
Durante unos momentos, Michael no pudo hacer otra cosa que dejarse abrazar por Emma. Sin embargo, consiguió orientarse. En primer lugar, no estaba muerto. En segundo lugar, ya no se hallaba en la sala de la torre del homenaje iluminada por la lava. Alguien lo había trasladado al patio.
—Necesito… necesito incorporarme.
Emma lo ayudó a sentarse. Michael se sentía tembloroso y vacío, como si la menor sacudida pudiese hacerlo pedazos. Empezó a pensar en lo que había sucedido, pero se detuvo. Aún no estaba preparado para revivirlo, y tal vez nunca lo estuviese. Había sobrevivido, y eso era suficiente.
Vio que estaba en un refugio con el techo de madera, junto al muro de la fortaleza. A su izquierda estaba la forja. Notó el calor que irradiaba del fuego. Y oyó, por debajo del fragor de la batalla, el rítmico sonido metálico del martillo.
—¿Cómo he llegado aquí?
—¿A ti qué te parece? —dijo Emma—. Él te ha traído.
—¿Quién?
—¡Él!
Emma se movió y Michael vio al guardián de pie ante el yunque. Llevaba un pesado delantal y gruesos guantes de cuero. Se había recogido la barba rebelde con un cordel. Sostenía un par de tenazas en una mano y un martillo en la otra. Las tenazas sujetaban la pulsera de oro, ahora al rojo vivo. El hombre bajó el martillo y golpeó la pulsera una y otra vez, cantando en voz baja. Michael se quedó demasiado atónito para actuar. Mientras le estaba observando, el hombre levantó la pulsera humeante y la sumergió, siseando, en un cubo de agua.
Michael se puso de pie como pudo.
—¡¿Él me ha traído aquí?! ¡¿Él?!
—Sí. Cuando he visto que te llevaba he pensado que se debía de haber soltado y te había matado o algo así, pero… Eh, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre?
Al ver su bolsa en el suelo, Michael la había agarrado y estaba vaciando el contenido. Todo cayó al suelo: su cámara de fotos, sus bolígrafos y lápices, su diario, su agenda, la navaja, un paquete de chicles empezado, la insignia que le había dado el rey Robbie e incluso la Crónica, con el punzón bien sujeto en su lugar. Michael no lo entendía. Se había desmayado en la torre del homenaje. Luego el guardián se las había arreglado para liberarse, pero en vez de huir con la Crónica metió el libro en la bolsa de Michael y lo llevó hasta allí. Ahora, al parecer estaba reparando la pulsera. Aquello no tenía sentido.
A no ser que…
Michael cogió el libro y se puso a darle vueltas. ¿Era posible que…?
—Así que ha funcionado —dijo Emma.
—¿Cómo?
—Cuando te ha traído el guardián no estaba loco, en absoluto. Al contrario, era muy agradable. Tu plan ha funcionado.
—Sí —dijo una voz—, me ha curado.
El hombre se hallaba junto a ellos. Se había quitado el delantal y los guantes de cuero, pero tenía las mejillas y la frente sudorosas y ennegrecidas por la proximidad del fuego. Parecía más diabólico que nunca. Sin embargo, sus ojos le recordaron a Michael los del doctor Pym. No tenían la alegría del brujo, pero había en ellos la misma sensación de ancianidad, sabiduría y amabilidad. Michael sintió que su pánico menguaba.
—Te preguntas cómo me he liberado —dijo el hombre—. Cuando te has desplomado, has caído cerca de mí y he podido sacarte el cuchillo del cinturón.
—Vale, pero… ¿por qué…?
—¿Por qué no he huido con la Crónica? Tal como he dicho, me has curado. Vuelvo a ser el hombre que era. —Entonces se arrodilló delante de Michael y levantó la voz para dominar el fragor de la batalla—. Sed todos testigos de que pongo a tu servicio mi aliento, mis fuerzas y mi propia vida, hasta que la muerte me libere. Lo juro solemnemente.
Emma susurró:
—¡Vaya!
—Me has devuelto la vida —dijo el guardián—. Tú eres el Protector.
Maltrecho y agotado como se sentía, Michael solo pudo negar con la cabeza. No era que no creyese que era el Protector; no quería creerlo.
El hombre le ofreció la pulsera de oro.
—Ya está. El conjuro está completo.
Michael la cogió. El metal, sólido y cálido en su mano, contribuyó a tranquilizarlo. Pasó el pulgar por el corte que había efectuado su cuchillo. El oro nuevo había formado una leve cicatriz.
«Vale —se dijo—. No pienses en la Crónica. No pienses en lo que ha ocurrido. Piensa en esto. Piensa en lo que tienes que hacer ahora.»
Pero era como un hombre herido tratando de no pensar en el agujero abierto en el centro de su pecho.
Consiguió decir:
—¿Dónde está la princesa?
—Estoy aquí.
Wilamena entró en el recinto. Tenía los ojos enrojecidos como si hubiese llorado, y Michael cayó en la cuenta de que la princesa no estaba allí cuando él había despertado. No preguntó qué había estado haciendo. No había tiempo.
—La pulsera está preparada.
—Y yo también —replicó la princesa de los duendes, extendiendo el brazo.
Gabriel luchaba en la cima del muro cuando un rugido procedente del patio hizo que se volviese. Gabriel reconocía el sonido, conocía a la criatura que lo había hecho, y se dijo que no era posible. Entonces una imagen borrosa y dorada pasó por su lado a toda velocidad, y al alzar la vista vio los últimos rayos del sol reflejados en la piel del dragón. Un profundo silencio cayó sobre la fortaleza cuando atacantes y defensores dejaron de luchar al mismo tiempo y miraron hacia el cielo.
Oyó unas pisadas en la escalera que subía desde el patio. Michael y Emma, colorados y sin aliento, corrieron hacia él.
—¡Gabriel! —gritó Emma—. ¿Lo has visto? ¡Lo hemos hecho nosotros! ¿Lo ves?
Señaló hacia el cielo, pero Gabriel tenía la mirada clavada en los niños.
—¿Lo habéis hecho vosotros?
—Bueno, sobre todo ha sido Michael. Pero yo he ayudado con el fuego.
Michael notó que el hombre lo observaba y entendió su inquietud. Gabriel no estaba enterado del cambio que se había producido en el guardián, ni de que él, Michael, tras colocar la pulsera en el brazo de Wilamena, era ahora el amo del dragón.
—No pasa nada. Está de nuestro lado.
Michael confiaba en aparentar seguridad. En realidad, la transformación de la princesa de los duendes lo había desconcertado. Una cosa era saber que alguien iba a convertirse en un dragón y otra muy distinta que sucediese ante tus propios ojos.
Michael estaba deslizando la pulsera en la muñeca de Wilamena y reflexionando, sin poder evitarlo, acerca de la perfecta y melosa suavidad de su piel cuando sus dedos habían rozado una zona un tanto seca. Lleno de curiosidad, había bajado la mirada y había visto unas escamas doradas que aparecían en su brazo; había contemplado cómo las uñas de sus manos crecían y se espesaban hasta convertirse en garras, y empezaba a sentirse un pelín inquieto, a pensar que tal vez se habían precipitado, cuando una profunda voz de serpiente siseó:
—¡Atrás, Conejo!
Al alzar la mirada, Michael había visto que los azules ojos de Wilamena se volvían del color de la sangre. El guardián había salido con Emma y con él a toda prisa del patio. Al cabo de un momento, el recinto de madera que rodeaba la forja explotó, y el dragón dorado, en toda su terrible gloria, dio un paso adelante.
Ahora Wilamena estaba decenas de metros por encima de la fortaleza y Michael miraba hacia el cielo, preguntándose qué se suponía que debía hacer y cómo funcionaba el vínculo entre ellos. Entonces la princesa de los duendes le habló. No oyó la voz en su cabeza; no fue nada tan concreto. Fue más bien una sensación: ella estaba allí y tenía la situación controlada, por lo que él no debía preocuparse.
Por primera vez desde que Emma lo había despertado echándole un cubo de agua encima, Michael empezó a sentirse mejor.
—Ahora verás.
La masa del ejército atacante estaba apiñada formando filas de cien en el fondo contra el muro de la fortaleza, mientras una docena de escaleras de asedio atestadas de imps y chirridos se hallaban encajadas contra las almenas. Nadie se había movido desde la aparición del dragón. Todos esperaban a ver qué haría. Entonces el animal dio media vuelta y alzó el vuelo. Michael notó un viento caliente cuando la criatura pasó volando por su lado. Después oyó el sonido que hacían las escaleras de mano al romperse, y el ruido de los imps y los chirridos al ser arrojados contra el suelo.
—¿Ves? —gritó Emma, agarrando a Gabriel del brazo—. ¿Lo ves?
Las fuerzas de Rourke, sumidas en el caos, no sabían si continuar su asalto contra la fortaleza o volverse y afrontar aquella nueva amenaza. Los duendes aprovecharon para lanzar flecha tras flecha contra el grueso del ejército enemigo. Mientras tanto, el dragón iba de un lado a otro y se lanzaba en picado contra los soldados enemigos, expulsando una ondulada banda de llamas. El caos se intensificó y, durante unos minutos, los que estaban sobre los muros contemplaron el espectáculo del dragón haciendo estragos entre los atacantes. En un momento determinado aterrizó en el centro de las fuerzas, exhalando fuego en un gran círculo a su alrededor; luego persiguió y aplastó a las criaturas en llamas que trataban de huir.
—Uau —dijo Emma—. Parece… muy enfadada, ¿eh?
Michael asintió y echó un vistazo a los duendes para calibrar su reacción. Fue entonces cuando se percató de que eran muy pocos los que defendían los muros. Perplejo, Michael miró hacia el patio y vio bajo un refugio de madera a más de una docena de duendes alineados en el suelo, bien envueltos en sus capas. Un peso frío se instaló en el corazón de Michael, que entendió dónde estaba Wilamena cuando él se había despertado junto a la forja y por qué había llorado, y también que aquella era su venganza.
Entonces Gabriel dijo:
—Viene Rourke.
Hacía un rato que Rourke se había retirado a la base del volcán. Allí, un imp había preparado una mesa y una silla y había procedido a servirle el almuerzo, que Rourke se había comido sin ninguna prisa mientras observaba la evolución de la batalla. Ahora subía la ladera a toda prisa, blandiendo una enorme lanza. Wilamena se cernía en el aire a tres metros de altura, prendiendo fuego a un escuadrón de morum cadi. Pareció percibir el pánico de Michael y se volvió. Pero estaba desprevenida, y Michael ahogó un grito al ver que la punta de la lanza se le clavaba en la articulación del hombro.
—¡Cuidado! —gritó Emma—. ¡Tiene otra!
De nuevo el aviso llegó demasiado tarde, y todos los que estaban sobre el muro oyeron cómo la segunda lanza de Rourke perforaba el pecho del dragón. Michael sintió otra punzada de dolor, y su conexión con la princesa de los duendes quedó interrumpida. Por un momento, pareció que Wilamena caería entre los imps y los chirridos y que sería atacada. Pero entonces, moviéndose a duras penas con una sola ala, se elevó más en el aire. Michael observó cómo bajaba a toda velocidad por la ladera de la montaña, cruzaba la llanura y se estrellaba en las profundidades del bosque.
Y Michael se sintió como si también lo hubiesen apuñalado a él.
«Está muerta —pensó—. Está muerta, y es culpa mía.»
Mientras tanto, Rourke había dado un salto hacia delante, había cogido el ariete que los trolls habían dejado caer y se dirigía a toda prisa hacia la puerta.
—¡La torre del homenaje! —gritó Gabriel, empujando a Emma y a Michael hacia la escalera de mano—. ¡Dirigíos a la torre del homenaje!
Michael, paralizado, apenas se dio cuenta de que bajaba. En el patio, el capitán de los duendes hacía formar a sus soldados en una hilera. Sin perder un instante más, Gabriel recogió a Emma y le gritó a Michael que los siguiese. Se oyó un gran estruendo y las puertas de la fortaleza se abrieron de golpe. Michael vio que Rourke, blandiendo el machete de Gabriel, cruzaba los restos de la batalla mientras chirridos e imps ataviados de negro pasaban junto a él y entraban en masa en el patio.
Oyó que Emma lo llamaba, pero su voz sonaba lejana.
Wilamena estaba muerta, y era culpa suya.
Michael contempló cómo recibían los duendes a los invasores. El capitán de los duendes se enfrentó con Rourke en el centro del tumulto. Las hojas destellaban y chocaban entre sí con un ruido metálico. Entonces algo dio vueltas en el aire, y Michael vio que era la espada del capitán. Este se encontraba en el suelo, y Rourke se le acercó entre risas para acabar con él. Michael no fue consciente de tomar una decisión, pero de pronto echó a correr con una piedra apretada en el puño. Por una vez en su vida disponía de un blanco perfecto, y la piedra alcanzó al hombre calvo en la cabeza con un golpe sordo. Rourke se detuvo y se volvió, dándole al capitán de los duendes un instante para recuperar su espada caída y ponerse en pie de un salto. Durante unos instantes Michael experimentó una sensación de triunfo.
Entonces Rourke señaló a Michael, gritando:
—¡El niño! ¡Traedme al niño!
Tres chirridos dejaron de luchar. Michael se volvió para echar a correr, tropezó y se cayó. Se puso de rodillas como pudo y luego miró hacia atrás, esperando ver las siluetas oscuras acercarse, pero el guardián se había apresurado a interponerse entre los chirridos y él. La espada del hombre era una imagen borrosa que paraba golpes procedentes de todas partes. Michael vio cómo iba abatiendo a un chirrido tras otro. Mientras luchaba con movimientos ágiles y seguros, su espalda pareció enderezarse.
Michael supo que el hombre estaba ganando tiempo para que él pudiese escapar.
«Levántate —pensó—. Corre.»
Sin embargo, el suelo tembló en ese momento y Michael volvió a caerse. Al principio creyó que el volcán había entrado finalmente en erupción, pero el estremecimiento poseía un extraño ritmo. Miró, y allí, cargando hacia él a través de las puertas, venía el último troll que quedaba.
Michael trató de levantarse, pero sus miembros se negaron a obedecerle.
Solo pudo mirar al troll que se iba acercando, haciendo un ruido sordo con sus pisadas y oscureciendo el cielo.
El guardián apareció de un salto y se abalanzó contra el monstruo. Casi pareció abrazar al troll, que se quitó al hombre de encima. El guardián cruzó el aire volando y chocó contra un poste de madera. Michael esperó, pero el troll no hizo ademán de agarrarlo. Entonces observó que el puño de la espada del guardián sobresalía del cuello de la criatura y se apartó rodando mientras el monstruo caía hacia delante.
Al cabo de un instante, el guardián ayudó a Michael a ponerse en pie.
Protegiendo a Michael con su propio cuerpo, el guardián echó a correr con él. Pasaron junto a los cadáveres humeantes de los chirridos y junto a los duendes en lucha, y subieron por las escaleras que conducían a la torre del homenaje. Una vez dentro, el hombre soltó a Michael. Emma le echó los brazos al cuello y se aferró a él, riñéndolo por quedarse rezagado. Durante unos momentos Michael se quedó allí, jadeando. El resplandor rojo procedente del túnel era más brillante que nunca, y el fragor de la batalla quedaba amortiguado por los gruesos muros de piedra.
Oyó que Gabriel atrancaba la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —Michael se apartó de Emma—. ¡Los duendes no podrán entrar!
—Resistirán al enemigo en el patio.
—Pero…
—Es su decisión —dijo Gabriel—. Nosotros subiremos a la torre. Aún puede llegar ayuda…
—¡No!
Los tres se volvieron hacia el guardián, que tenía una rodilla en tierra. Largos hilos de sangre le manchaban los brazos y piernas. Michael no se había dado cuenta de que estaba herido.
—Existe una salida —añadió el hombre, que tenía la respiración alterada y estaba empapado en sudor—. Debéis cruzar el volcán. Más allá de la caldera hay un camino que os conducirá al otro lado. Es el único modo de escapar.
Al acabar de hablar, el hombre se desplomó hacia delante, y Michael corrió a su lado. Ya estaba sacando la Crónica.
—¡Espera! Puedo curarte…
—No… no hay tiempo.
—Pero…
—¡No! —El hombre agarró a Michael por el brazo; su voz se había convertido en un susurro—. ¡Cuidado! El libro te cambiará. Recuerda quién eres.
Michael asintió, aunque ignoraba a qué se refería.
—Por favor, deja que te ayude…
—Dime, ¿he cumplido mi juramento?
Michael habló con un nudo en la garganta:
—Sí.
—Entonces puedo unirme a mis hermanos con honor. —Michael vio que un peso inmenso e invisible desaparecía de sus hombros. Con sus últimas fuerzas, el guardián apartó a Michael de sí—. Ahora marchaos. Marchaos ahora mismo.
Michael siguió a Gabriel y Emma escaleras abajo. Se detuvo una sola vez para mirar atrás. El hombre yacía inmóvil, con los ojos fijos en la nada.
El guardián. Los duendes en el patio. Wilamena.
«¿Cuántos tendrán que morir por mí?», pensó Michael.
A continuación deslizó el libro en su bolsa y se volvió hacia el volcán.