Michael y Kate salieron de entre los árboles a toda velocidad y echaron a andar por el patio de asfalto del orfanato. A su izquierda, bajo la carpa amarilla y un despejado cielo azul, proseguía la fiesta de la señorita Crumley. A la derecha de los niños, las nubes negras se acercaban deprisa.
Michael se detuvo.
—¿Qué haces? —quiso saber Kate—. Tenemos que…
—¡La señorita Crumley ha encerrado a Emma en su despacho por robar el helado! ¡Necesitamos las llaves!
Kate lo miró fijamente mientras su mente trabajaba a un ritmo febril. Sus enemigos los habían encontrado, sin duda. Solo el Atlas podía salvarlos. Pero estaba escondido…
—¿Puedes ir a buscar esas llaves? —le preguntó—. Yo iré a por el Atlas.
Michael se había quedado paralizado. La seguridad que mostraba unos momentos antes había desaparecido.
—¡Michael!
—S… sí —balbució—. ¡Puedo ir a buscarlas!
—¡Cuando las tengas reúnete conmigo en el despacho! ¡Date prisa!
Kate se volvió y echó a correr hacia el orfanato.
Después de cruzar las puertas a grandes zancadas, Kate vio que los niños estaban apiñados en las ventanas, mirando embelesados y atónitos las nubes que avanzaban hacia ellos. No se molestó en decirles que se apartasen. Una vez que sus hermanos y ella se hubiesen ido, los demás niños estarían a salvo. Kate corrió por el pasillo hasta llegar a las escaleras del sótano, que bajó saltando de tres en tres. Al regresar a la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe, lo primero que había hecho Kate fue envolver el Atlas en dos resistentes bolsas de plástico y, mientras Michael y Emma montaban guardia, bajar al sótano a escondidas. Con una cuchara de la cafetería había arrancado tres ladrillos sueltos de la pared situada detrás del horno y colocado el Atlas en el hueco.
El sótano estaba vacío. Kate sacó la cuchara chamuscada de debajo del horno y empezó a extraer los ladrillos. Los primeros días, Kate bajaba con frecuencia en plena noche para comprobar que el Atlas continuaba en su lugar. Sin embargo, hacía meses que no visitaba el sótano. Lo cierto era que, estuviese donde estuviese, Kate sentía la presencia del Atlas. Estaba unida al libro, que ya formaba parte de ella. Y cuando dejó en el suelo el último ladrillo y sacó el pesado paquete envuelto en plástico, las manos le temblaron de emoción.
Había unos cuarenta invitados, hombres y mujeres, reunidos bajo la carpa; el sol que se filtraba a través de la lona amarilla les daba un claro matiz palúdico. Los hombres vestían chaquetas azules con botones dorados y en el bolsillo superior llevaban cosida la misma tortuga roja. Las mujeres habían elegido largos vestidos, ligeros y holgados, y sombreros de ala ancha, ornamentados con diversos motivos florales. Había una mesa llena de platos de gelatinoso pastel amarillo y cuencos de helado medio derretido. Sobre otra mesa había jarras de té frío y limonada. Un sofocado cuarteto de cuerda, vestido de esmoquin, tocaba lánguidamente en un rincón.
Michael localizó enseguida a la señorita Crumley entre la multitud. La directora del orfanato llevaba un vestido de color yema de huevo y hablaba con una mujer que tenía el cuello más largo y delgado que Michael había visto jamás; su cabeza parecía mantener el equilibrio sobre un fideo. También había un hombre bajito y pálido. Tenía las manos pálidas y las mejillas pálidas; incluso los michelines de su nuca presentaban una blanca hinchazón, como si solo le faltase media hora en el horno para estar hecho y listo para servir. El hombre hablaba alto y agitaba su tenedor, y, al ver que la señorita Crumley estaba totalmente pendiente de sus palabras, Michael supuso que el de la carne pálida debía de ser el señor Hartwell Weeks, presidente de la Sociedad Histórica.
—¡Recreaciones! —anunció, girando el tenedor—. Recreaciones, mi querida señorita Crummy…
—Crumley —corrigió la directora del orfanato.
—¡Así es como se les vende la historia a las masas! ¡Si quiere que la incluyamos en el recorrido turístico de nuestro autobús, necesita una recreación de categoría!
—Sí, desde luego —susurró la mujer con cuello de fideo mientras su cabeza oscilaba de un lado a otro.
—¿Qué es una recreación? —intervino la señorita Crumley—. No lo entiendo.
Michael se aproximó al grupo por detrás, agarrando nerviosamente la tira de su bolsa. ¿Cómo esperaba Kate que consiguiese que la directora le entregase las llaves de su despacho? ¿Y si le explicaba que se había producido un incendio o una inundación? Tenía que pensar algo, y deprisa.
—¡Recreaciones! ¡Escoja un acontecimiento histórico y represéntelo! ¡Monte un espectáculo! Por ejemplo, este edificio suyo. —El hombre sacudió su tenedor en dirección al orfanato, lanzando sin querer un poco de pastel de queso encima del sombrero de una mujer que estaba cerca—. A ver, ¿por qué es históricamente significativo? ¿Usted qué opina? ¿Qué tiene de especial?
—Bueno, fue construido en 1845…
—¡Qué aburrido! ¡Ya me he dormido!
—Luego se utilizó como arsenal en la guerra civil…
—Mejor, mejor. ¡Siga así, Crummy! ¡Eso es!
—… ¡y fue atacado por las fuerzas confederadas!
—¡Ajá! ¡Premio!
—¡Oh, sí! —Michael vio que la señorita Crumley hablaba del tema cada vez con mayor vehemencia; un bigote de sudor le brillaba sobre el labio superior—. ¿Puede usted creer que esos animales dispararon balas de cañón contra la torre norte? ¡Es ahí donde tengo mi despacho! ¡Vaya, imagínese lo que habría ocurrido si yo hubiese estado allí!
La mujer no explicó cómo habría sido posible semejante cosa.
Michael notó que una brisa fresca le rozaba la nuca. Se aproximaba la tormenta. Kate ya debía de tener el Atlas en su poder. El tiempo se le agotaba…
—¡Perfecto! —El señor Hartwell Weeks se agachó con las palmas pálidas extendidas hacia delante—. ¡Ahora lo veo! ¡La batalla por el orfanato! ¡Las despiadadas fuerzas rebeldes! ¡El rugido de los cañonazos! ¡Bum! ¡Bum! ¡Hay huérfanos muertos por todas partes, como si fueran confeti! Represéntelo, Crummy…
—Crumley, por favor. Entonces no era un orfanato…
—¡No deje que los detalles arruinen un buen espectáculo! ¡Represente usted la batalla y la incluiremos en nuestro recorrido turístico! Tengo los uniformes confederados. Puedo conseguirle los cañones. ¡Usted solamente tendría que poner los huérfanos muertos!
—Sí, desde luego —convino la mujer Cuello de Fideo, chasqueando la lengua.
—No me refiero a auténticos huérfanos muertos, por supuesto. No somos salvajes.
—Señorita Crumley —dijo Michael.
La directora del orfanato no lo oyó. Su mente estaba absorta entre visiones de simulacro de matanza y los autobuses repletos de dólares que no tardarían en llegar a su puerta.
—Señor Weeks —dijo, frotándose las manos codiciosamente—, ¿diez dólares por visitante no le parece un poco barato? ¿No sería más apropiado cobrar doce…?
—¿Doce? ¡Ajá! —El hombre pálido le marcó el tenedor en el estómago, obligándola a soltar una risita—. Tiene ganas de comerse el mundo, ¿no es así? Muy bien, pues…
—¡Señorita Crumley!
Se interrumpió la conversación a su alrededor. Michael vio que la señorita Crumley se ponía rígida. La mujer con cuello de espagueti lo miró con severidad. La curva de su cuello formaba una U invertida.
—Crummy —dijo el señor Hartwell Weeks—, creo que ya tiene un voluntario para hacer de huérfano muerto.
La señorita Crumley se volvió. Su sonrisa se había quedado congelada, pero sus ojos delataban la furia que le corría por las venas. Intervino, con una voz solo moderadamente estrangulada:
—¿Sí, jovencito?
—Necesito las llaves de su despacho —dijo Michael, poniéndose las gafas en su sitio con gesto nervioso—. Está a punto de suceder una cosa… muy mala.
Al final, eso fue lo mejor que se le ocurrió.
—¡¿Han oído todos?! —vociferó el señor Weeks—. Una cosa muy mala! ¿Como qué, chaval? ¿Acaso crees que Johnny Reb va a volver a atacar? ¡Caray, me encantaría que lo hiciese! ¡Ya les enseñaría yo a esos rebeldes asquerosos un par de cosas! ¡Ja! ¡Así! —Señaló con su tenedor a un anciano que se apoyaba en un par de bastones, gritando—: ¡Vuélvete a tu tierra!
El viejo trató de alejarse cojeando.
La señorita Crumley acercó el rostro al de Michael y bajó la voz para que solo él pudiera oírla:
—Escúchame bien, diablillo, lárgate ahora mismo y vuelve adentro. ¿Me oyes?
—No, usted no lo entiende…
—¡He dicho que te largues! —siseó la directora, escupiendo saliva al hablar—. A no ser que quieras recibir el mismo trato que la salvaje de tu hermana…
De pronto, el viento le arrebató a una mujer el sombrero, que rodó por el césped. Luego, una pila de servilletas colocadas con esmero sobre una mesa salió volando, primero de una en una, luego de dos en dos y de tres en tres, y finalmente en una gran masa que revoloteó como una bandada de pájaros que alzase el vuelo.
—La verdad, Crummy. —El señor Hartwell Weeks señalaba con un dedo pálido—. Esas nubes tienen muy mala pinta.
Y todo el mundo se volvió a mirar justo cuando la marea de nubes negras impedía el paso de la luz del sol. Fue como si cayese la noche en un instante. Se oyó un grito ahogado colectivo, y a Michael se le cayó el alma a los pies al ver que las nubes crecían cada vez más, como si una gran ola oscura se estuviese preparando. Luego percibió el olor de ozono y vio que un muro de lluvia gris se les acercaba a toda velocidad desde el otro lado del patio, devorándolo todo a su paso. Hartwell Weeks, azote del ejército confederado, chilló:
—¡Sálvese quien pueda!
La fiesta estalló en un caos. La lluvia aporreaba la carpa. Michael cayó al suelo y, mientras luchaba por levantarse, oyó que la directora del orfanato gritaba:
—¡Solo es un chaparrón! ¡Amainará! ¡Tengo helado!
Pero los invitados atravesaban corriendo un césped pantanoso en el que ya había docenas de sombreros pisoteados, y nadie le prestó la menor atención.
Michael acababa de ponerse de pie cuando se vio agarrado por el brazo y zarandeado.
—¡Todo esto es culpa tuya! —El pelo de la señorita Crumley, empapado de agua, era una ruina. Líneas de máscara de pestañas verde le resbalaban por las mejillas. Los invitados se habían marchado. Hasta los músicos habían huido, llevándose sus instrumentos—. ¡No sé por qué, pero sé que esto es culpa tuya!
A Michael se le ocurrió que por una vez la directora del orfanato tenía toda la razón. Pero, antes de que ninguno de los dos pudiese decir otra palabra, una racha de viento azotó el césped, y la carpa, que se había soltado de sus anclajes, se alzó en el aire como una gigantesca vela amarilla. Histérica, la señorita Crumley soltó a Michael y agarró una de las cuerdas sueltas. Se vio levantada del suelo y arrastrada, con fuertes rebotes ocasionales, hasta que por fin soltó la cuerda y cayó de cabeza en un charco.
Michael acudió corriendo a su lado.
—¡Ayúdame a levantarme! —ordenó la señorita Crumley, descalza, cubierta de barro y con el vestido roto—. ¡Ayúdame a levantarme, canalla!
—Lamento todo esto —dijo Michael—. En serio.
Y le metió la mano en el bolsillo para sacarle las llaves.
—¡Al ladrón!
Los gritos de la señorita Crumley lo siguieron hasta la puerta del orfanato.
El interior era un caos total. Los niños corrían de acá para allá a oscuras, chillando a pleno pulmón ante la violencia de la tormenta.
Kate apareció entre la multitud, sin aliento y con los ojos como platos. Sostenía el Atlas apretado contra su pecho, sin preocuparse de quién lo viese.
—¡Michael! —exclamó—. ¿Has conseguido…?
—¡Sí!
Y fue entonces, mientras Michael alzaba el llavero, cuando oyeron el primer grito. Procedía del exterior, aún a cierta distancia; pero atravesó la lluvia y el viento, y dejó paralizados a todos los niños que estaban en el pasillo. Michael miró a su hermana; ambos sabían de dónde había salido aquel sonido: de un morum cadi, un chirrido, uno de los apestosos monstruos medio vivos contra los que habían luchado en Cascadas de Cambridge. Y ahora, mientras el grito recorría el orfanato, Michael sintió el conocido pánico asfixiante.
«Está ocurriendo realmente —pensó—. Nos han encontrado.»
El grito se desvaneció. Los niños que estaban en el pasillo empezaron a reaccionar; pero estaban asustados y se abrazaron llorando. Kate le arrebató las llaves a Michael y echó a correr por el pasillo, pidiéndole a gritos que la siguiera.
El despacho de la señorita Crumley estaba en la torre norte, en la cima de una empinada escalera de caracol. Michael y Kate corrieron a oscuras escaleras arriba. No tardaron en oír por encima de sus cabezas a Emma, que aporreaba la puerta del despacho y chillaba:
—¡Quiero salir! ¡Quiero salir! ¡Que alguien me ayude!
—¡Emma! —gritó Kate—. ¡Somos nosotros! ¡Estamos aquí!
Palpó hasta encontrar la cerradura y abrió la puerta. Al cabo de un instante, Emma, la más joven de la familia, la hermana pequeña, estaba entre sus brazos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Kate—. ¿No estás herida?
—¡Estoy perfectamente! ¿Has oído el grito?
—Lo he oído —contestó Kate mientras entraba en el despacho. A continuación le indicó a Michael con un gesto que la siguiera y cerró la puerta.
El despacho de la señorita Crumley era una pequeña habitación redonda con cuatro ventanas. Había una mesa de escritorio, dos sillas, un archivador de acero y, apoyado contra la pared, un armario de madera astillado.
—¡Kate! —llamó Emma desde una de las ventanas.
Michael y Kate acudieron a toda velocidad mientras un rayo estremecía el cielo. Muy por debajo de ellos, tres figuras habían emergido del bosque y atravesaban el patio de asfalto en dirección al orfanato. Los niños reconocieron los movimientos bruscos de los chirridos. Las tres criaturas tenían las espadas desenvainadas.
Kate les contó su plan rápidamente. Haría que el Atlas les llevase a Cascadas de Cambridge. Si se marchaban, los demás niños del orfanato estarían a salvo.
—Daos prisa —dijo Kate—. Coged…
Justo entonces se hizo añicos la ventana, y una mano medio podrida de color gris verdoso se introdujo por ella y agarró a Kate del brazo. Emma gritó y cogió el otro brazo de Kate, el que sostenía el Atlas. A través de la ventana rota, Michael vio la silueta negra del chirrido que se aferraba a la pared de la torre.
—¡Ayúdame, Michael! —gritó Emma.
Michael dio un salto hacia delante, abrazó a Kate por la cintura y empezó a apartarla de la ventana. Entonces entraron en el despacho ráfagas de lluvia impulsadas por el viento. Michael creyó por un momento que ganaban terreno; y en ese instante vio que la criatura seguía sujetando el brazo de Kate e incluso había comenzado a arrastrarse para poder meterse dentro de la habitación.
—¡Para! —dijo Kate—. ¡Lo estás ayudando! ¡Suéltame!
—¿Cómo? —preguntó Michael, enterrando la cara en el costado de su hermana—. ¡No! Tú…
—¡Suelta ahora mismo! ¡Sé lo que estoy haciendo! ¡Hazme caso!
Había tal autoridad en su voz que tanto Michael como Emma la soltaron. El chirrido tenía medio cuerpo dentro de la habitación, y sus dedos se clavaban en la carne del antebrazo de Kate. Un graznido profundo brotó de su garganta. Michael vio que su hermana movía varios dedos entre las páginas del Atlas y comprendió lo que iba a hacer.
Kate miró a Michael a los ojos.
—Recuérdalo —dijo—: pase lo que pase, cuida de Emma.
—Pero…
—Recuerda que me lo has prometido.
A continuación desaparecieron la criatura y ella.
—¡Kate! —exclamó Emma—. ¿Adónde ha ido?
Michael soltó un grito ahogado.
—Se… se lo ha llevado al pasado —respondió el niño—. Tal como hizo con la condesa. Se lo ha llevado al pasado para librarse de él.
El corazón le golpeaba con fuerza el pecho. Michael colocó una mano sobre la mesa para no caerse al suelo.
—Entonces, ¿por qué no ha vuelto? —El rostro de Emma estaba húmedo, y Michael ignoraba si era por la lluvia, por las lágrimas o por ambas cosas—. ¡Debería haber vuelto enseguida!
Emma estaba en lo cierto. Si el Atlas había hecho su efecto y Kate había dejado al chirrido en el pasado, la chica debía haber regresado al momento exacto en que se produjo su marcha. ¿Dónde estaba?
El grito de un chirrido resonó en la torre, y Michael y Emma oyeron en las escaleras las pisadas de unas botas cada vez más cercanas. Los niños se apartaron de la puerta.
Michael oyó que Emma gritaba su nombre.
¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Qué podía hacer?
Entonces la puerta se abrió de golpe y apareció en el umbral la silueta oscura y andrajosa de un chirrido. En ese preciso instante, un par de manos agarraron a los niños desde atrás.